Cuando regresé a Londres, los periódicos no dejaban de hablar de la noticia: se me había exculpado de cualquier implicación en la muerte de Walter Yate. Los periódicos tories culpaban a los tribunales whigs. Los whigs culpaban a los disturbios con los trabajadores. Nadie me culpaba a mí, y eso era más que suficiente para que quedara satisfecho.
En Covent Garden, la violencia había disminuido considerablemente. Los whigs, comprendiendo que habían quedado como unos necios a raíz de las revelaciones aparecidas en relación con mi nombre, estaban menos predispuestos a utilizar métodos extremos para disuadir a los votantes, así que Dogmill llevó la campaña lo mejor que pudo y perdió frente a Melbury por menos de doscientos votos. Al menos, Wild se quedó sin su parlamentario. Dogmill se retiró a su negocio. Hertcomb se retiró a una vida de ociosidad.
Tras mi regreso, apenas vi a la señorita Dogmill. Una cosa era que la vieran por la ciudad con un caballero que solo ella sabía que era Benjamin Weaver. Y otra muy distinta que la vieran con Benjamin Weaver. Yo entendía que nuestros mundos eran completamente distintos y no la busqué, aunque ella acudió a mí en una ocasión unos meses más tarde, pues había perdido un reloj. Pasé varias semanas a su servicio antes de que descubriera que se le había caído detrás del sofá.
Por lo que se refiere al señor Melbury, jamás llegó a ocupar su escaño. El verano después de su elección, se descubrió un importante escándalo en el que el obispo de Rochester, a quien conocí en casa del señor Melbury, resultó ser el líder de una gran conspiración jacobita. El mismo señor Johnson, cuyo verdadero nombre era George Kelly, fue capturado por los mensajeros del rey. Irrumpieron en sus aposentos de improviso, aunque él se las arregló para mantener a raya a una docena de hombres con una espada en una mano mientras con la otra cogía sus papeles y los arrojaba al fuego; de esa forma mantuvo oculta la identidad de muchos de sus amigos conspiradores. A pesar de ello, un buen número de hombres fueron arrestados y cayeron en desgracia, y no me cabe duda de que Melbury hubiera estado entre ellos de haber seguido con vida.
Menos de un mes después del final de las elecciones, Melbury sufrió un terrible accidente una noche cuando volvía a casa desde una casa de apuestas. Lo encontraron entre el fango a la mañana siguiente, con una enorme herida en la cabeza. El magistrado determinó que la causa no era el robo, puesto que no le habían quitado nada. Muchos hombres declararon que había bebido en exceso aquella noche, así que el oficial de justicia de la Corona determinó que tanto pudo haberse caído como haber sido golpeado. Aunque sus heridas indicaban el uso de violencia, su muerte se calificó como un desafortunado accidente.
Traté de ponerme en contacto con la señora Melbury para ofrecerle mis condolencias, pero no quiso recibirme. Imaginé que me consideraba responsable de la muerte de su marido, pues me devolvió una de las notas que le mandé con unos garabatos donde indicaba que nunca volvería a hablarme.