Con el inicio de las seis semanas de elecciones encima, decidí desplazarme a Covent Garden y presenciar el desarrollo del día inaugural. Con frecuencia estos acontecimientos tienen el tono festivo de un desfile o la fiesta de un alcalde y, al menos, sabía que me serviría de entretenimiento.
Había escrito a Elias pidiéndole que se reuniera conmigo y, puesto que estábamos en un lugar público, preferí no aparecer ni como Weaver ni como Evans; resucité la librea de lacayo para la velada. Ya había pasado el tiempo suficiente desde que utilicé aquel disfraz, y pensé que podía vestirlo confiado, al menos durante unas horas.
Nos reunimos en una taberna, para poder discutir con mi amigo la información que había conseguido recientemente. Sin embargo, Elias pareció muy irritado al verme.
– Me arrepiento de haber inventado el personaje de Matthew Evans -me dijo-. No puedo visitar a ninguno de mis pacientes sin tener que escuchar que es el hombre más interesante de Londres. Le estaba administrando un enema a una bella criatura, la hija de un duque, y lo único que hacía era hablar de Matthew Evans. Lo había visto en el teatro. Lo había visto en la asamblea. Casi no le hizo ni caso a su pobre cirujano.
– Si tienes a una joven dama mostrándote las posaderas y no eres capaz de llamar su atención, no me culpes por ello.
Él tosió contra el puño para disimular la risa.
– Bueno, hablemos de tu situación. ¿Alguna novedad?
– Unas cuantas -dije, y procedí a explicarle todo lo que había sucedido.
Él me miró con incredulidad.
– ¡El Pretendiente ha estado en Londres! Debemos informar al gobierno enseguida.
– Prometí que no lo haría.
– Por supuesto que prometiste que no lo harías. ¿Qué ibas a decir? ¿Os traicionaré, por favor dejadme ir para que pueda hacerlo enseguida? Tu palabra no sirve en un caso así.
– Para mí sí. Y ya se ha ido, o sea que ¿qué más da?
– Importa porque si está dispuesto a arriesgarse a venir aquí, sólo puede ser para buscar apoyo para un levantamiento inminente. El ministerio debe ser informado enseguida.
– El ministerio se prepara a diario para un levantamiento. Pasará perfectamente sin nuestra información. No pienso arriesgarme y decirle a un gobierno, que está tratando de matarme, que debe prepararse para una crisis que se está gestando.
– Quizá tengas razón -dijo Elias, pensativo-. ¡Maldita sea! Ojalá pudiera contar todo esto a mis amigos. Me convertiría en el hombre más importante en los cafés.
– Pues tendrás que vivir sin ser el héroe de los cafés, ¿no crees?
– Por supuesto -dijo él tímidamente-. Pero lo que me has dicho lo cambia todo. A pesar de lo que te dijeron en casa de Ufford, estás en un grave, gravísimo peligro. Los jacobitas te han tolerado porque les eras útil, pero fisgonear en sus estudios, descubrir patrocinadores secretos para una invasión y visitar clandestinamente al Pretendiente… bueno, es el tipo de actividad que los pone nerviosos. Debes tener cuidado o acabarás como Yate o los testigos de tu juicio.
– ¿Qué propones?
Respiró hondo.
– Mira, Weaver. No esperes que ninguna de esas personas te diga la verdad. Aunque ese irlandés, Johnson, sea amable contigo, no significa que esté siendo sincero.
– No, pero podía haberme hecho daño y no lo hizo.
– Solo porque cree que puedes serle útil. Pero te hará todo el daño que quiera si decide que ya no lo eres.
– Lo sé.
– Entonces harías mejor aceptando que toda esta intriga de los jacobitas no es más que una distracción para ti. Estás poniendo todo tu empeño en descubrir qué hay realmente tras la muerte de Yate.
– ¿Y no tendría que hacerlo?
– Supongo que sí, pero para lograr un fin, no como fin en sí mismo.
– Y supongo que el fin es político.
Él sonrió.
– Veo que, después de todo, sí has aprendido algo.
Cuando llegamos a la plaza de Covent Garden, ya había allí miles de electores y observadores; muchos de ellos lucían los colores de su candidato, y muchas otras personas solo habían ido para divertirse. La multitud se mostraba alegre y sombría a la vez, como suele estarlo la chusma en Londres. Aquella gente se deleitaba en el espectáculo, pero siempre había en ella una inexplicable amargura, como si aquello no fuera tan maravilloso como querían y no los arrancara de su pobreza, del hambre o el dolor de muelas.
Cuando nosotros llegamos, los candidatos tories estaban entrando en la plaza, después de que llegaran los whigs. Vi cientos de estandartes agitarse en el aire cuando Melbury se dirigió hacia la tribuna, y no pocos huevos y piezas de fruta. Durante su breve discurso, pareció que los tories tenían ventaja, y en más de una ocasión algún whig que hacía preguntas molestas al orador fue arrastrado por la chusma y hubo de enfrentarse a inimaginables tormentos.
Elias rió levemente ante mi sorpresa.
– ¿Nunca habías presenciado un proceso de elecciones?
– Supongo que sí -dije-, pero nunca lo había imaginado como un espectáculo. Puesto que no tengo derecho a voto, jamás me había planteado su importancia política. Y ahora que lo hago, todo esto me parece absurdo.
– Es absurdo, desde luego.
– ¿No te parece mal que la nación elija a sus líderes de esta forma? Vaya, esto es más peligroso que la feria de Bartholomew o una fiesta del alcalde.
– No hay mucha diferencia entre esto y un espectáculo de marionetas, solo que aquí en vez de dar golpes en la cabeza a unos muñecos se los dan a gente de verdad. Aunque al menos se han reunido miles de personas que tienen algo que decir en la elección. ¿Preferirías una ciudad como Bath, donde los parlamentarios son elegidos por un pequeño grupo de hombres en torno a un pollo asado y un buen oporto?
– No sé qué prefiero.
– Pues yo prefiero esto -me dijo-.Al menos es entretenido.
Y así, con la cantidad obligada de violencia, empezaron las elecciones. Qué extraño, pensé, que mis esperanzas dependieran de un hombre a quien había odiado sin conocerlo. Pero era cierto, lo mejor para mí era que Griffin Melbury triunfara. Por tanto, no fue poca mi satisfacción cuando, a la mañana siguiente, en un café, escuché los resultados del recuento del día anterior: señor Melbury, 208 votos; señor Hertcomb, 188. El hombre a quien despreciaba y que se presentaba por un partido en el que no confiaba había ganado el primer día y, aunque hubiera debido desearle lo peor, las circunstancias habían querido que me alegrara de su victoria.
No habían pasado ni dos días -dos días en los que Melbury superó a los whigs en las urnas-, cuando Matthew Evans recibió una nota que me resultó totalmente deliciosa. El propio señor Hertcomb me escribía para invitarme a reunirme con un grupo de amigos -entre los que estaba la señorita Dogmill- para una velada en el teatro la noche siguiente. Me pareció que la señorita Dogmill no era una mujer tan osada como para iniciar una relación por carta con un hombre, aunque me hubiera gustado que no se dejara limitar por tales restricciones. Escribí al señor Hertcomb enseguida, diciendo que aceptaba encantado.
El candidato whig llegó a mi casa ataviado con un traje de un vistoso tono azul, animado por unos enormes botones dorados. Me sonrió tímidamente y le invité a tomar un vino antes de irnos. Si le preocupaba en algo que los tres primeros días de elecciones hubieran beneficiado a Melbury, no se notaba.
– Confío en que no habrá ocas por aquí cerca, señor -dijo en tono travieso, divertido aún por los sucesos acaecidos dos semanas atrás.
– Todas están libres, os lo aseguro -repliqué. Intuí enseguida que Hertcomb, que rabiaba bajo el duro yugo del señor Dogmill, se deleitaba especialmente con la actitud desafiante que yo le mostraba. Tal vez nunca había visto a un hombre provocarlo tan descaradamente, y quizá aquella afabilidad suya era su forma de rebelarse contra Dogmill. O, quién sabe, tal vez fuera una suerte de espía al servicio de Dogmill. En cualquier caso, yo sabía que podía recibir como amigo a aquel hombre… sin tener por ello que bajar la guardia.
– Dudo que el señor Dogmill viera con buenos ojos que pase mi tiempo libre con un hombre de inclinaciones tories, señor, pero no es necesario que le informemos de ello.
– No tengo por costumbre informar al señor Dogmill de mis actos -dije yo.
– Bien. Es lo mejor. En cualquier caso, la señorita Dogmill parece disfrutar de vuestra compañía tanto como yo y, puesto que yo disfruto en compañía de la señorita Dogmill, no veo nada malo en amoldarme a sus deseos, no sé si me entendéis.
No estaba muy seguro de entenderlo. Era evidente que al señor Hertcomb le gustaba Grace Dogmill y que ella había dejado muy claro que no tenía intención de llevar su relación a un estado más legal. ¿Por qué aceptaba que yo les acompañara? La única explicación posible es que no me veía como rival… o que tenía en la cabeza cosas más importantes que sus inclinaciones amorosas.
– Si me permitís la osadía -dije-, he observado que, aunque Dogmill es vuestro agente y trabajáis en estrecho contacto con él, parece que no le tenéis mucho aprecio.
Él se rió y agitó la mano quitándole importancia.
– Oh, no es necesario que seamos amigos. Nuestras familias están vinculadas desde hace tiempo, y como representante electoral hace un trabajo extraordinario. Dudo que tuviera la menor oportunidad en esta competición sin él. Todo esto es demasiado complicado para mí -prosiguió-, y Dogmill sabe navegar hábilmente en aguas traicioneras. Estos tories tienen una fuerte presencia en Westminster, y si Dogmill tiene razón, aquí hay mucho más en juego que un simple escaño en el Parlamento. Si perdemos, el país podría verse invadido por los jacobitas.
– ¿Creéis que eso es cierto?
– Ignoro si es cierto o no, pero es lo que creo. -Se tomó un momento para dedicar una mirada significativa a su vaso.
– Y entonces, ¿cuáles son vuestras creencias, señor? -le pregunté con gesto cordial.
Él volvió a reírse.
– Oh, ya sabéis, lo habitual en los whigs. Menos Iglesia y todo eso. Proteger al individuo con nuevas ideas de las antiguas familias. Servir al rey, supongo. Hay una o dos más, pero ahora no me acuerdo. Lo que pasa es que un hombre no siempre puede hacer lo que quiere en la Cámara de los Comunes.
– ¿A causa de Dogmill?
– Si he de seros sincero, señor Evans, os diré que con mucho gusto separaría mi camino del señor Dogmill… después de las elecciones, por supuesto. Lo digo confidencialmente. Hasta me sorprende oírme pronunciar estas palabras, pero por alguna razón os aprecio. Y jamás había visto a ningún hombre plantarle cara a Dogmill tan abiertamente como hacéis vos.
Me reí.
– Hay algo en él que me impulsa a llevarle siempre la contraria. Debe de ser el mismísimo demonio quien me sale de dentro.
– Pues no tendríais que actuar tan a la ligera. Dogmill tiene un temperamento terrible. El año pasado, cuando empecé a prepararme para estas elecciones, fui a verle para decirle que no deseaba que fuera mi representante. Apenas había tenido tiempo de decir nada cuando él se puso colorado, empezó a tartamudear y a andar arriba y abajo. Tenía un vaso de vino en la mano, y puedo aseguraros que lo rompió entre los dedos. Sangraba mucho, pero ni siquiera se dio cuenta.
– ¿Y qué hicisteis?
– No podía hacer nada. Dogmill me estaba mirando fijamente. Con una mirada salvaje. De su mano goteaba sangre y vino. Dijo: «¿Qué me estáis diciendo, señor?», una y otra vez, con una voz que hubiera hecho temblar al mismo diablo. Así que me limité a negar con la cabeza. Él abrió la puerta de golpe, dejando una huella ensangrentada en la pintura, y no volvimos a hablar del tema. Nunca se lo he dicho a nadie.
– Me honra vuestra confianza.
– Estoy impresionado por vuestro valor. Solo espero que no tengáis que pagar por él. -Apuró su vaso con decisión-. Y ahora, olvidemos las cosas desagradables y disfrutemos de la velada.
Cuando llegamos a Drury Lane, fui recibido por media docena de personas, jóvenes de ambos sexos. Cada uno me dijo su nombre, pero si he de ser sincero, diré que no recuerdo ni uno solo, ni siquiera los de las damas, todas ellas muy bellas. Solo tenía ojos para la señorita Dogmill.
Llevaba un vestido azul claro que le sentaba de maravilla, y un corpiño muy seductor. Sus cabellos oscuros sobresalían hermosamente bajo un sombrero de ala ancha. Parecía la dama más elegante del reino, y me complació que me cogiera del brazo y me permitiera entrar con ella en el teatro.
– Es un placer volver a veros, señorita Dogmill.
– Me complace ser motivo de placer -me dijo ella.
Me di cuenta de que el señor Hertcomb, que charlaba amigablemente con algunos hombres, lanzaba miradas furtivas en nuestra dirección. De nuevo, no podía adivinar qué quería aquel hombre de mí, pero, a pesar de sus palabras amables, estaba decidido a no bajar la guardia. Y si su deseo era cortejar a la señorita Dogmill, le resultaría muy difícil competir con el señor Evans.
Me instalé cómodamente en mi papel, aunque en verdad estaba ante un dilema. Cuando entré en el teatro vestido con un buen traje y una peluca a la moda, del brazo de una joven y bellísima dama, no hubiera podido sentirme más encantado. Era Matthew Evans, próspero soltero, supuestamente a la búsqueda de una esposa. Me había convertido en objeto de cotilleos entre las damas solteras del beau monde. Mientras subíamos hacia nuestro palco, oí a otros asistentes murmurar mi nombre. «Es el señor Evans, el comerciante de Jamaica del que te hablé -oí que decía una joven-. Parece que Grace Dogmill lo tiene bien cogido.»
Y sin embargo, a pesar de estos placeres, no podía dejar de recordar que estaba viviendo una farsa. De haber sabido la señorita Dogmill quién era yo, habría huido horrorizada. Yo era un judío que vivía de sus puños, un fugitivo buscado por asesinato, y mi propósito era destruir a su hermano. Sería cruel, monstruosamente cruel, permitir que llegara a sentir afecto por el personaje que había adoptado por necesidad. Era plenamente consciente de ello. Sin embargo, estaba tan encandilado por mi posición en aquel mundo que siempre se me había negado, que no estaba dispuesto a escuchar la molesta voz de la moral.
¿Sería aquella la sensación que había seducido a Miriam? Quizá no fueron Melbury y sus encantos, sino Londres, el Londres cristiano. Si hubiera podido convertirme en Matthew Evans, con su dinero y su posición y libertad para moverse en sociedad, ¿lo habría hecho? No lo sé.
Cada uno ocupó su asiento en el palco, y yo eché una ojeada al escenario, donde ya había empezado la representación, Cato, de Addison. Ciertamente, una buena elección para el período de elecciones, pues la obra elogiaba a los grandes hombres de Estado que abrazaban el civismo frente a la corrupción. Sin duda el director del teatro esperaba atraer a mucha gente con esa obra, y así había sido, pero era muy explosiva y podía encender fácilmente las pasiones del público… que es exactamente lo que pasó.
No llevaríamos sentados ni diez minutos cuando el señor Barton Booth, en el papel de Cato, se puso a pronunciar un acalorado discurso sobre la corrupción en el Senado. En el patio de butacas alguien gritó:
– ¿Corrupción en el Senado? No nos habíamos dado cuenta.
Esto hizo reír escandalosamente al público y, mientras el intrépido actor seguía con su texto, otro hombre gritó:
– ¡Melbury es nuestro Cato! ¡Es el único que tiene un poco de virtud!
En este punto yo miré al señor Melbury, que estaba en un palco, frente a nosotros, y se levantó e hizo una reverencia ante el público.
En el escenario, los actores se interrumpieron momentáneamente, esperando a que el público volviera una pequeña parte de su atención a ellos. Tendrían que esperar un buen rato.
– Maldito sea Melbury -exclamó otro-. ¡Malditos sean los tories, papistas, jacobitas!
A todo esto, Hertcomb empezó a ponerse del color de un queso viejo, y agachó la cabeza sobre el pecho. Lo último que quería era que una multitud encendida de tories lo reconociera. No puedo decir que se lo reproche. Cuando vi que las piezas de fruta empezaban a volar, cogí a la señorita Dogmill del brazo.
– ¡Creo que es hora de que os lleve a un lugar menos peligroso!
Ella rió amablemente a mi oído.
– Oh, quizá el señor Hertcomb tiene razón al querer pasar desapercibido, pero nosotros no tenemos de qué preocuparnos. En las Indias Occidentales quizá el público no sea tan ruidoso, señor Evans, pero aquí es algo habitual.
Ahora había grupos de espectadores que peleaban. La mitad maldecía al señor Melbury, y la otra mitad al señor Hertcomb. El famoso autor de comedia de Drury Lane, el señor Colley Cibber, salió al escenario con la esperanza de aplacar los ánimos, pero sus esfuerzos fueron recibidos con una lluvia de manzanas. El partido de Hertcomb llevaba las de perder, y sus voces empezaban a apagarse entre los partidarios de Melbury.
Entonces oí algo que me llegó al alma.
– Dios bendiga a Griffin Melbury -gritó un hombre-, y Dios bendiga a Benjamin Weaver.
Parece que los elogios que Johnson había colocado en los periódicos tories sobre mí habían hecho efecto. Al poco, el grito, que acabó prácticamente con los partidarios de Hertcomb, era «¡Melbury y Weaver!», una y otra vez, como si nos presentáramos juntos a los Comunes. Melbury seguía en pie, saludando a la multitud, disfrutando anticipadamente de la victoria, mientras Hertcomb trataba de esconder el rostro entre las manos. Ahora los gritos iban acompañados con golpes de los pies, y el edificio entero temblaba al ritmo de aquel alboroto.
– ¿Estáis segura de que no hay motivo de alarma? -le pregunté a la señorita Dogmill. He estado entre públicos tumultuosos muchas veces, y sabía cuándo una multitud empieza a volverse peligrosa. Melbury había dejado de saludar y trataba de aplacar a la chusma, pero ya no le interesaba. Por los aires volaban frutas, periódicos, zapatos y sombreros, como chispas en un espectáculo de fuegos artificiales. El alboroto estaba en su momento álgido.
– No -dijo la señorita Dogmill, aunque ahora la voz le temblaba-. No estoy segura. Ciertamente, empiezo a temer por la seguridad del señor Hertcomb, y puede que incluso por la mía propia.
– Entonces vamos -dije.
El resto de nuestros compañeros estuvieron de acuerdo, y abandonamos el lugar de forma precipitada, aunque ordenada, junto con la mayoría de los ocupantes de los otros palcos. Si los bellacos del patio de butacas querían destrozar el teatro, allá ellos. Hubo muchos comentarios sobre la insumisión de las clases bajas, sentimiento con el que Hertcomb se mostró totalmente de acuerdo asintiendo con la cabeza, aunque con la cara oculta en un pañuelo.
Puesto que nuestros planes para la velada habían quedado interrumpidos de forma prematura, se discutió adónde ir a continuación. La noche era inusualmente cálida para la época, así que todos estuvimos de acuerdo en cenar al aire libre en un jardín en Saint James. Fuimos hasta allí y disfrutamos de un buen plato de ternera y ponche caliente rodeados de antorchas.
Hertcomb llevó su infortunio con una habilidad que hubiera impresionado a los actores de Drury Lane. Aunque miraba en dirección a la señorita Dogmill al menos dos o tres veces cada minuto, se consoló con una de sus acompañantes, una criatura vivaracha con el pelo de color marrón y nariz larga y delgada. No era la joven más bella de la ciudad, pero desde luego era amable, y vi que Hertcomb encontraba en ella más cosas que le gustaban con cada vaso de ponche que tomaba. Cuando le puso el brazo alrededor de la cintura y gritó que la querida Henrietta (aunque se llamaba Harriet) era su verdadero amor y la mejor joven del reino, dejé de preocuparme por sus sentimientos.
Conforme Hertcomb caía en un delicioso y seguro estupor, me permití relajarme y disfrutar yo también. Mientras charlábamos, descubrí que la conversación de la señorita Dogmill era agradable, si bien poco destacable. Ninguno de ellos tenía el menor interés por conocer mi vida, salvo algunos pequeños detalles; me complació mucho tener que decir tan pocas mentiras en el transcurso de la velada. En lugar de eso, arropado por la calidez de la comida y la bebida, las antorchas del jardín y la proximidad del cuerpo de la señorita Dogmill, casi me convencí de que aquella era mi vida, de que era Matthew Evans y nadie me desenmascararía en el futuro. Ahora sé que fui excesivamente optimista, pues iban a desenmascararme muy pronto.
Tal vez de haber disfrutado menos de la bebida no hubiera permitido que pasara nada semejante, pero tras los acontecimientos de aquella tarde me encontré viajando a solas con la señorita Dogmill en su carruaje. Ella había aceptado llevarme a mi casa y yo supuse que otras personas vendrían con nosotros, pero me quedé a solas con ella en la oscuridad del coche.
– Vuestro alojamiento está muy cerca de mi casa -dijo-. Quizá os gustaría venir primero a mi casa y tomar un refrigerio.
– Me encantaría, pero me temo que a vuestro hermano no le agrade mi visita.
– También es mi casa -dijo ella dulcemente.
Las cosas empezaban a ponerse delicadas. Hacía ya un tiempo que sospechaba que la señorita Dogmill no guardaba su virtud con demasiado celo y, si bien no era un hombre que se resistiera a los atractivos de Venus, me gustaba demasiado para permitir que se comprometiera por mi culpa estando yo disfrazado. Ciertamente, no podía revelarle mi verdadero nombre, pero temí que si la rechazaba le parecería excesivamente mojigato o, puede que peor, falto de interés por sus encantos. ¿Qué podía hacer sino aceptar su ofrecimiento?
Enseguida nos retiramos a su salita y, cuando su doncella nos trajo un decantador de vino, quedamos totalmente solos. Un buen fuego ardía en la chimenea, y había dos candelabros encendidos, pero aun así estábamos en penumbra. Yo había tenido la cautela de ocupar un asiento frente a la señorita Dogmill, que estaba sentada en el sofá, y lamenté no poder verle bien los ojos cuando hablábamos.
– He sabido recientemente que hicisteis una visita a mi hermano en el juego de los gansos -me dijo.
– Tal vez no esté entre mis acciones menos provocativas -confesé.
– Sois un misterio, señor. Sois tory y, no obstante, buscáis la ayuda de un gran whig cuando llegáis a la ciudad. Él os rechaza y sin embargo os presentáis cuando es evidente que eso lo enfurecerá.
– ¿Y eso os molesta? -pregunté.
Ella rió.
– No, me divierte. Quiero a mi hermano, y siempre ha sido bueno conmigo, pero sé que no siempre es bueno con los demás. Con el pobre señor Hertcomb, por ejemplo, a quien trata como a un lacayo borracho. No puedo sino sonreír cuando veo a un hombre que no vacila a la hora de plantarle cara. Pero también me desconcierta.
– No puedo justificar del todo mis caprichos -dije a modo de explicación-. Erigirme en defensor de aquel ganso me pareció lo correcto en aquel momento. Lo cual no significa que no pueda sentarme a una mesa y comerme con gran placer una buena porción de ganso.
– ¿Sabéis, señor Evans? Habláis de vuestra vida mucho menos que ningún hombre que haya conocido.
– ¿Cómo podéis decir eso? ¿No acabo de exponeros mi opinión sobre hombres y gansos?
– Sin duda, pero me interesa mucho más el hombre que el ganso.
– No deseo hablar de mí. No cuando hay alguien tan interesante como vos en la habitación. Me complacería mucho más saber de vos que oírme hablar a mí mismo de cosas que conozco muy bien.
– Ya os he hablado de mi vida. Pero vos os mostráis reservado. No sé nada de vuestra familia, vuestros amigos, vuestra vida en Jamaica. A la mayoría de los hombres que viven de la tierra les encanta hablar de sus propiedades y sus negocios, pero vos no decís nada. Porque, si yo os preguntara las dimensiones de vuestra plantación, dudo que fuerais capaz de decírmelas.
Reí con una risa forzada.
– Sin duda sois la única de todas las damas que conozco que desea ser castigada con una información tan tediosa.
Por un momento la señorita Dogmill no dijo nada. Dio un trago a su vino y dejó el vaso. Oí perfectamente el suave golpe de la plata contra la madera de la mesa.
– Decidme la verdad. ¿Por qué visitasteis a mi hermano? -preguntó al fin, con voz pesarosa y sombría. Supe que algo había cambiado.
Traté con todas mis fuerzas de fingir que no había notado nada preocupante en su voz.
– Había pensado en convertirme en agente de compra del tabaco de Jamaica -dije repitiendo la misma mentira de siempre- y esperaba que vuestro hermano me ayudara.
– Dudo mucho que quiera hacer tal cosa.
– Pues vuestras dudas me habrían sido de gran ayuda de haberlas conocido antes de mi visita.
– Pero el resultado de la visita que hicisteis al señor Dogmill no debió de sorprenderos. La reputación de mi hermano de despiadado hombre de negocios seguramente ha llegado a las Indias Occidentales. No hay en Virginia ni un solo granjero que no le tema. ¿Me estáis diciendo que jamás habíais oído decir que es un hombre poco generoso en tales cuestiones? Seguro que hay algún agente de compra menos importante que os hubiera ayudado gustoso.
– Quería consultar al mejor -repliqué al punto-, pues el éxito de vuestro hermano da fe de su habilidad.
Pensé que ella me acosaría con alguna otra difícil pregunta, pero estaba equivocado.
– Apenas os veo donde estáis -dijo-. Ni siquiera cuando me inclino hacia delante.
«Ya es muy tarde, creo que debería marcharme.» Esto es lo que hubiera debido decir, pero no lo dije.
– Entonces, creo que me sentaré en el sofá, a vuestro lado.
Y así lo hice. Me senté junto a la señorita Dogmill y noté la deliciosa calidez de su cuerpo, a solo unos centímetros del mío. Apenas me había sentado cuando tuve la osadía de tomarla de la mano. Fue como si mi yo más elevado se hubiera congelado en mi interior y mis instintos más bajos guiaran mis actos. La necesidad de notar su piel contra la mía acalló todas las voces en mi interior.
– Durante toda la velada he deseado tomar vuestra mano -le dije-. Desde el momento en que os vi.
Ella no dijo nada, pero tampoco apartó la mano. A pesar de la oscuridad, vi una sonrisa divertida en su rostro.
Esperaba que me animara a seguir, pero estaba dispuesto a seguir adelante de todos modos.
– Señorita Dogmill, debo deciros que sois la joven más bella que he conocido en mucho tiempo. Sois encantadora, animada y adorable en todos los sentidos.
Aquí se permitió una risa.
– Desde luego es todo un cumplido viniendo de vos, pues tenéis reputación de estar bien relacionado entre las damas.
El corazón me latía con fuerza en el pecho.
– ¿Yo? ¿Reputación? Apenas acabo de llegar a estas islas.
Ella abrió la boca para decir algo, pero no habló. En lugar de eso, se inclinó hacia delante… sí, ella se inclinó hacia delante y me besó. Al poco ya había rodeado yo con mis brazos su deliciosa figura, y los dos nos entregamos a los encantos de la pasión. Todos mis buenos propósitos de mantenerme apartado se evaporaron y no puedo decir hasta qué punto nos habríamos dado a la perdición de no ser porque sucedieron dos cosas que interrumpieron nuestro delirio.
La segunda y menos perturbadora de las dos fue que la puerta se abrió de improviso y el señor Dogmill entró en la habitación con media docena de amigos, todos ellos con sus espadas en la mano.
La primera fue que, un segundo antes de que nuestra intimidad quedara trastocada por el señor Dogmill y sus valientes, la señorita Dogmill dejó de besarme y me susurró unas palabras al oído.
– Sé quién sois, señor Weaver.
Fue una desafortunada coincidencia, en más de un sentido, la que hizo que Dogmill y los suyos irrumpieran en aquel momento en la habitación, pues solo cabía pensar que todo aquello no era más que una elaborada trampa. Después de haberme perdido en las nieblas de la pasión, lamenté tener que verme en situación de matar al hermano de la dama, pues no deseaba volver a Newgate.
Me levanté de un brinco y traté de encontrar en la habitación un arma que me permitiera defenderme de aquellos hombres, pero no encontré ninguna.
– Apartaos de mi hermana, Evans -me escupió Dogmill.
Evans. Me había llamado Evans. Dogmill no estaba allí para devolver a Benjamin Weaver a la cárcel. Solo quería proteger el honor de su hermana. Di un suspiro de alivio, porque, después de todo, quizá no sería necesario dañar seriamente a nadie.
– ¡Por Dios, Denny! -exclamó la señorita Dogmill-. ¿Qué haces aquí?
– Cállate. Ya hablaremos después tú y yo. Y no blasfemes, no es propio de una dama. -Se volvió hacia mí-. Decidme, ¿cómo os atrevéis a deshonrar a mi hermana en mi propia casa, señor?
– ¿Cómo sabías que estaba aquí? -preguntó Grace.
– No me gustó la forma en que te miraba en la asamblea, así que di orden a Molly de que me informara enseguida si venía por aquí. Y ahora -me dijo a mí-, no pienso consentir más descortesías por su parte. Somos todos caballeros y sabemos muy bien cómo tratar a un hombre que intenta violentar a una dama.
– ¡Violentar! -exclamó Grace-. No seas absurdo. El señor Evans se ha comportado en todo momento como un caballero. Está aquí por invitación mía y no es culpable de ningún gesto impropio.
– No te he pedido tu opinión sobre lo que es y no es propio -le dijo Dogmill a mi víctima-. Una joven de tu edad no siempre se da cuenta cuando un hombre está utilizándola. No tienes de qué preocuparte, Grace. Nosotros nos ocuparemos de él.
– Sois muy valiente; enfrentaros a mí con seis hombres a vuestro lado -dije-. Alguien menos decidido se hubiera traído a doce.
– Podéis reíros cuanto os apetezca, pero soy yo quien tiene, y vos no tenéis nada. Tendríais que estarme agradecido, pues tengo intención de daros solo una cuarta parte de los golpes que merecéis.
– ¿Estáis loco? -le pregunté, pues se estaba excediendo. Y sabía que la persona por quien me hacía pasar solo podía responder a aquella situación de una forma-. Podéis estar en desacuerdo conmigo si queréis, pero hacedlo como un caballero. No toleraré que se me trate como a un sirviente porque hayáis tenido la precaución de traeros un pequeño ejército. Si tenéis algo que decirme, decidlo como un hombre de honor, y si deseáis batiros en duelo conmigo, lo haremos en Hyde Park, donde con mucho gusto me enfrentaré a vos el día que escojáis, si es que estáis lo bastante loco para batiros conmigo.
– ¿Qué es esto, Dogmill? -le preguntó uno de sus amigos-. Me dijiste que un matón estaba molestando a tu hermana. Me parece que este caballero está aquí por invitación suya y debería ser tratado con más respeto.
– Cállate -le siseó Dogmill a su compañero, pero con aquellos argumentos no convenció a nadie. Los otros empezaron a murmurar.
– No me gusta esto, Dogmill -continuó diciendo el amigo-. Estaba jugando al tresillo y tenía una buena mano cuando viniste y me arrancaste de la mesa de juego. Es una ruindad mentirle a un hombre y decir cosas sobre hermanas que están en peligro cuando no es tal cosa.
Dogmill le escupió al sujeto en la cara. Y no un hilillo de baba, no, le escupió una masa espesa y aglutinada de esputo que le acertó con un sonido casi cómico. El amigo se lo limpió con la manga y su cara se puso de un encendido carmesí, pero no dijo más.
La señorita Dogmill se puso muy derecha y cruzó los brazos sobre el pecho.
– Deja de escupir a tus amigos como si fueras un crío y discúlpate ante el señor Evans -dijo con gesto severo-; puede que entonces él te perdone esta ofensa.
Miré al señor Dogmill y le dediqué mi sonrisa más encantadora. Por supuesto, lo hice para mofarme. El tipo estaba en un aprieto. Llegados a este punto, cualquier hombre de carácter me hubiera retado en duelo, pero yo ya sabía que no se arriesgaría a provocar un escándalo hasta después de las elecciones.
Dogmill parecía un gato acorralado por un perro que ya estaba salivando.
Se volvió hacia un lado y hacia el otro. Trató de pensar una forma de salir de aquel entuerto, pero no se le ocurrió nada.
– Marchaos. Resolveremos este asunto cuando hayan terminado las elecciones.
Yo sonreí una vez más.
– Bueno, solo un tunante no hubiera quedado satisfecho ante tan amable disculpa -dije a los presentes-, así que acepto las palabras conciliadoras del señor Dogmill. Y ahora, caballeros, quizá podrían marcharse y dejar que la señorita Dogmill y yo sigamos nuestra conversación.
Solo ella, según pude ver, rió de mi sarcasmo. Los amigos del señor Dogmill parecían mortificados, y los músculos de este se tensaron tanto que casi se cae al suelo de un ataque.
– O -propuse- tal vez lo mejor será que vuelva en otra ocasión, pues la hora es un tanto avanzada. -Me incliné ante la dama y le dije que esperaba poder verla pronto. Y con esto, me dirigí hacia la puerta; los hombres se apartaron para dejarme paso.
Tuve que ir yo solo de la sala hasta la puerta de la calle; en el camino me crucé con una bonita sirvienta de vivarachos ojos verdes.
– ¿Tú eres Molly? -le pregunté.
Ella asintió en silencio.
Le puse un par de chelines en la mano.
– Volveré a darte esta cantidad la próxima vez que tengas que informar al señor Dogmill de mi presencia y no lo hagas.
Miré en todas direcciones pero no vi ningún carruaje, y difícilmente podía esperar que Dogmill me ofreciera a su sirviente para que fuera en busca de uno; aun así, me di la vuelta para volver a entrar en la casa y pedírselo. Al volverme me encontré de frente con Dogmill. Me había seguido hasta fuera.
– No cometáis el error de tomarme por un cobarde -dijo-. Me hubiera enfrentado a vos en los términos que fueran para dejar que defendáis eso que tenéis la desfachatez de llamar honor, pero no puedo permitirme ninguna acción que perjudique al señor Hertcomb, con quien estoy asociado. Cuando las elecciones terminen, podéis estar seguro de que me pondré en contacto con vos. Entretanto, os aconsejo que os mantengáis alejado de mi hermana.
– Y si no lo hago ¿qué pasa?, ¿me vais a castigar con la amenaza de otro duelo, de aquí a seis semanas? -No puedo expresar el placer que me producía insultarle tan abiertamente.
Dio un paso hacia mí, sin duda con intención de intimidarme con su tamaño.
– ¿Queréis probarme, señor? Quizá quiera evitar un duelo en público, pero no me importaría daros una patada en el culo aquí mismo.
– Me gusta vuestra hermana, señor, y tengo intención de visitarla mientras ella lo consienta. No pienso prestar oídos a vuestras objeciones, ni toleraré más rudeza por vuestra parte.
Creo que tal vez me excedí en mi papel, pues en un visto y no visto me encontré al pie de las escaleras, tirado sobre el fango de la calle, mirando a Dogmill, que casi sonrió por mi embarazosa situación. El dolor en la mandíbula y el sabor metálico de la sangre en la boca me dijeron que era ahí donde me había golpeado; me pasé la lengua por los dientes para asegurarme de que no hubiera bajas.
Al menos en esto había buenas noticias, pues todos mis dientes seguían bien sujetos. Sin embargo, me sorprendió la rapidez del golpe de Dogmill. Sabía que era un hombre fuerte, y no podía creer que se hubiera controlado de aquella forma al golpearme. Había recibido muchos golpes semejantes en mis días de púgil, y sabía que un hombre capaz de golpear tan rápido -tanto que ni siquiera lo había visto venir- podría hacerlo con mucha más fuerza. Estaba jugando conmigo. O tal vez no quería arriesgarse a matarme. Me tenía por un rico mercader, y si me asesinaba no podría escapar a la justicia con la misma facilidad que cuando mataba a mendigos y vagabundos.
Para mí el verdadero desafío estaba en la fuerza de Dogmill. De haber sido un hombre más débil, a quien sabía que podía derrotar fácilmente, hubiera evitado sin miramientos la pelea. Me hubiera convencido de que era la decisión correcta y no hubiera pensado más en ello. Pero fue la certeza de que Dogmill podría derrotarme lo que hizo aquella decisión tan difícil, pues lo que más deseaba en el mundo era devolverle el golpe, y desafiarlo. Sabía que me odiaría a mí mismo por darme la vuelta cobardemente. Que pasaría la noche en vela pensando cómo podía, desearía o debería haber respondido a su desafío. Pero no podía hacerlo. No podía. No podía arriesgarme a descubrir mi verdadera identidad ante Dogmill.
Me senté en el suelo y lo miré por un momento.
– Os habéis tomado muchas libertades -dije, con la mandíbula rígida.
– Podéis castigarme.
Lo maldije en silencio, pues él sabía que no podía derrotarlo en una lucha de hombre a hombre.
– Mi momento llegará -dije, tratando de ahogar la vergüenza con pensamientos de venganza.
– Vuestro momento ha llegado y ha pasado -me dijo él. Me dio la espalda y volvió a su casa.