El mensaje secreto de Jonathan Wild me indicaba que debía visitarlo el lunes, pero yo lo leí el jueves, y no tenía intención de esperar tanto para averiguar las respuestas que necesitaba. Seguía pensando que la bella mujer del pelo de color panocha y de las herramientas hábilmente escondidas era de los suyos, pero no podía estar seguro. Solo era una intuición, pues sabía que Wild solía mandar a bellas señoritas disfrazadas a hacer sus encargos. Pero, incluso si había ayudado a preparar mi fuga, no creí ni por un momento que fuera inmune al atractivo de las ciento cincuenta libras de recompensa. No creía que esperase que me presentara en su cuartel general en El Jabalí Azul -una taberna situada frente al Little Old Bailey, a unos pasos de donde la ley había ordenado mi muerte- para que pudiera disponer de mí a su antojo. En el pasado Wild me había jugado malas pasadas, y ni siquiera las palabras amables que dijo en mi juicio me harían confiar en él.
Así pues, decidí averiguar más sobre sus propósitos, pero de una forma distinta. Visité a un carnicero en una zona de la ciudad donde no me conocían y le compré unos cortes escogidos de ternera, que según vi estaban envueltos en un papel de periódico donde aparecía la historia del destacable villano Benjamin Weaver. Después estuve en una taberna hasta que oscureció, y entonces me dirigí a Dukes Place, mi barrio, donde no había estado desde hacía más de dos semanas. Fue extraño volver a un lugar tan familiar para mí, escuchar la charla de la gente en portugués e inglés con acento, y ocasionalmente en la lengua de los tudescos del este de Europa. Las calles olían a las comidas que se cocinaban para preparar el sabbat, que empezaría a la caída de la noche del día siguiente, y el aire estaba impregnado de olor a comino, jengibre y, aunque menos apetitoso, a col. Traperos, vendedores ambulantes de baratijas y fruteros pregonaban sus mercancías. Todo me resultaba muy familiar, pues solo estaba a unas calles de mis alojamientos, que sin duda el Estado habría desvalijado tras mi condena por asesinato. Sentí la extraña necesidad de ir a comprobar qué habían hecho, pero no soy ningún necio.
No, lo que hice fue ir a la casa que buscaba, que no estaba precisamente bien vigilada; no me fue difícil colarme por una ventana que daba a un callejón y subir a la habitación que quería. Que la puerta estuviera cerrada con llave no fue un obstáculo, pues, como ya sabe el lector, anteriormente ya he demostrado mi pericia con la ganzúa.
En cambio, los ladridos y gruñidos que oía al otro lado de la puerta sí podían plantear algún problemilla. Sin embargo, había oído decir que aquel hombre mimaba y alimentaba a sus perros como si fueran criaturas. Sin duda aquellas bestias jamás habían probado la carne humana. Al menos eso esperaba.
Cuando abrí la puerta aquellos bichos -dos enormes mastines de color chocolate- se abalanzaron sobre mí, pero yo estaba preparado y saqué la carne. Si algún interés tenían por defender su territorio, lo dejaron a un lado para destrozar el pequeño paquete; devoraron la carne con papel y todo. Yo, por mi parte, cerré la puerta y me instalé en una silla que me pareció conveniente, actuando en todo momento como si no hubiera cosa más natural que estar en aquella habitación con los perros. Es un truco que descubrí hace mucho tiempo. Perciben como nadie la actitud de la persona, y responden en consecuencia. Actúa con miedo y se echarán sobre ti. Pero ante un hombre tranquilo y relajado demuestran indiferencia.
Cuando tomé asiento, la carne ya había volado y mi mayor desafío fue manejarme con el afecto de aquellas criaturas. Uno de los perros se puso panza arriba para que lo acariciara. El otro me puso la cabeza en el regazo y me miró hasta que accedí a rascarle las orejas.
Tuve que esperar dos insoportables horas de aquella forma, aspirando el fuerte olor de aquellos bichos, hasta que oí que giraba el pomo de la puerta. No sabría decir si notó que habían manipulado la cerradura, pero el caso es que entró con una vela encendida y saludó a los perros, que se habían apartado de mi lado para saltar sobre su amo.
En cuanto cerró la puerta a su espalda, se encontró con mi pistola en la nuca.
– No te muevas.
Oí una pesada exhalación, una risa tal vez.
– Si yerras el tiro, tendrás que enfrentarte a los perros y a mí.
Le clavé mi otra pistola entre las costillas.
– Apuesto a que las dos no fallan. ¿Y tú?
– Dispárame si quieres. Seguirán quedando los perros. No saldrás con vida de aquí -dijo Abraham Mendes, el hombre de confianza de Wild. Al igual que yo, era un judío de Dukes Place, y habíamos crecido juntos. Si bien este accidente geográfico no nos convertía en amigos, entre nosotros había una especie de entendimiento forzoso, y me sentía mucho más inclinado a tratar con él que con su amo.
– Ya he aplacado la ferocidad de tus bestias.
– Mira, Weaver, puede que ya no temas a mis perros, pero aunque no te estén despedazando en este momento, no dudes de que lo harán si se lo ordeno o si me haces daño. Sin embargo, esta demostración de fuerza es innecesaria. Una palabra mía y estarías muerto. Que no haya dicho nada ya indica que me interesa que sigas con vida. Sin duda, después de la intervención de Wild en tu juicio ya sabes que no vamos a por ti. No debes temer nada ni de él ni de mí.
– En mi juicio no se ofrecían ciento cincuenta libras de recompensa.
– No le interesa esa recompensa, ni a mí -dijo-. Te doy mi palabra.
Me sentía reacio a aceptar la palabra de un hombre que en parte se ganaba la vida cometiendo perjurio, pero no tenía elección, así que aparté mis armas.
– Mis disculpas -musité-. Espero que comprendas que era necesario.
– Por supuesto. Yo hubiera hecho lo mismo. -Mendes encendió dos lámparas y llamó a sus perros. Si sentían algún remordimiento por haberle traicionado, nadie lo hubiera dicho. Tampoco manifestó Mendes ningún resentimiento por su simpleza. Sacó del bolsillo un poco de carne seca, poca cosa sin duda en comparación con su premio anterior, pero los perros no protestaron.
Me resultó extraño ver a aquel hombre voluminoso y feo, con unas manos que parecían lo bastante fuertes para aplastar el cráneo de aquellos dos bichos, mostrándose tan cariñoso con unos simples perros. Pero hacía ya tiempo que sabía que las personas no son las criaturas uniformes que quieren hacernos creer las novelas, sino un compendio de impulsos contradictorios. Mendes podía querer a aquellas bestias con todo su corazón y descargar su pistola contra la cabeza de un hombre cuyo único crimen era que a Jonathan Wild no le gustaba. Y solo Mendes sería capaz de ver la coherencia de semejante comportamiento.
– ¿Un poco de oporto? -preguntó.
– Gracias. -Por un momento consideré la posibilidad de que me envenenara la bebida. Pero no era su estilo. Hacer que me despedazaran los perros estaba más en su línea, y puesto que no lo había hecho, supuse que podía beber tranquilo.
Mendes quiso entregarme la copa de peltre, pero se le escurrió entre los dedos. Cuando golpeó el suelo de madera, vi que estaba vacía y me di cuenta de que había sido una treta.
Antes de que pudiera reaccionar, me encontré con un puñal contra mi garganta… un largo cuchillo notablemente afilado. Mendes apretó la hoja contra mi piel y yo retrocedí; sentí que el filo casi me cortaba. Él siguió empujando, y no tardé en encontrarme contra la pared.
– Guardia -dijo con voz serena. No entendí qué quería decir hasta que me di cuenta de que era una orden para los perros. Los animales se acercaron y se plantaron ante mí con las patas muy separadas. Me miraron y gruñeron, pero no hicieron más. Esperaban órdenes de Mendes.
La hoja se movió menos de un centímetro, pero noté que la piel de mi cuello se abría. No mucho, aunque sí lo bastante para sangrar.
– Había pensado dejar pasar el insulto -dijo Mendes. Notaba su aliento en la cara, caliente y cargado-. Entiendo que pensabas que tenías que amenazarme con una pistola, que no podías arriesgarte hasta que estuvieras seguro. No se me escapa todo esto, así que había decidido olvidar el asunto. Pero no puedo olvidarlo, Weaver. Me has apuntado con una pistola y me has amenazado, y ahora quiero una compensación.
– ¿Y en qué compensación estás pensando? -pregunté. Hablé muy despacio, para evitar que la piel rozara más contra el filo.
– Una disculpa.
– Ya me he disculpado -comenté.
– Te disculpaste por cortesía. Ahora quiero que te disculpes por miedo. -Me miró muy fijamente a los ojos sin hacer ademán de apartarse-. ¿Tienes miedo?
Por supuesto que tenía miedo. Mendes era impredecible y violento, dos cualidades poco deseables en un hombre que tiene un cuchillo contra mi pescuezo. Por otro lado, su voz era tan desafiante que no podía rendirme… al menos no como él quería.
– Estoy inquieto -dije.
– Inquieto no es suficiente. Quiero oírte decir que tienes miedo.
– Estoy preocupado.
Él pestañeó.
– ¿Cómo de preocupado?
– Mucho.
Dejó escapar un suspiro.
– ¿Y lo sientes?
– Desde luego. Siento mucho haberte apuntado con una pistola.
Apartó el cuchillo y retrocedió.
– Supongo que con eso será suficiente. Tú y tu orgullo irracional… nos hubiéramos pasado todo el día así. -Dicho esto me dio la espalda, supongo que para demostrar su confianza, cogió un trapo y me lo arrojó, presumiblemente para que me limpiara la sangre.
– Bueno -dijo agachándose para recoger la copa de peltre-, ¿qué tal si nos tomamos ese oporto?
Al poco estábamos sentados frente a frente, con los rostros enrojecidos por el fuego de la chimenea, charlando como si fuéramos viejos amigos.
– Le dije a Wild que no irías -dijo Mendes con una mueca de satisfacción en su cara llena de cicatrices-, pero insistió en que si veías el anuncio, surtiría efecto. Parece que tenía razón. Lo único que quería era darte la información, y en tu situación actual eres un hombre difícil de localizar.
Me alegré de que fuera así. En el pasado, si Wild quería localizarme enviaba a sus hombres para que me atacaran y me arrastraran a su casa en contra de mi voluntad.
– ¿Y qué información es esa?
Mendes se recostó en su asiento, tan satisfecho como un lord después de una exquisita comida.
– El nombre de la persona que te ha acarreado tantos problemas.
– Dennis Dogmill -dije yo llanamente, tal vez con la esperanza de que se le bajaran los humos.
Él se inclinó hacia delante, sin poder disimular su decepción.
– Eres más listo de lo que Wild cree.
– Wild piensa que él es el único listo, así que no puedo ofenderme porque me tenga en menos. Sin embargo, me gustaría que me dijeras qué sabes.
Él se encogió de hombros.
– No gran cosa, me temo. Nos enteramos de que habías estado investigando entre los estibadores de Wapping. Dogmill llevaba meses enfrentado a los grupos de trabajadores, aunque en realidad sea él quien pone a los unos en contra de los otros. Ese Yate le estaba causando muchos problemas. Y es más fácil matar a un estibador que a una rata.
– Eso lo sé. Pero ¿por qué culparme a mí por el crimen?
– Wild esperaba que tú nos lo dijeras.
Sentí el amargo sabor de la decepción. Sin embargo, que Wild supiera que Dogmill era la causa de mis problemas me hizo pensar que sabría algo más.
– Ojalá. Creo que esa es la clave de todo esto.
Mendes me miró con escepticismo.
– Vamos, Weaver. La verdad.
– ¿Por qué no iba a decirte la verdad?
– En el periódico se insinúa que no eres leal a nuestro actual rey.
Me reí.
– Los whigs están tratando de convertir un asunto bochornoso en un arma política. Fue uno de sus jueces quien me condenó descaradamente a pesar de las pruebas. Espero que no serás tan necio de creer lo que lees en los periódicos partidistas.
– No lo creo, pero siento curiosidad. ¿No estarás metido en algún complot jacobita, verdad, Weaver?
– Por supuesto que no. ¿De verdad me consideras tan necio para participar en una traición? ¿Qué interés puedo tener yo en ver a Jacobo III en el trono?
– Reconozco que me parecía improbable, pero corren tiempos extraños, y hay maquinaciones por todas partes.
– Pues yo no sé nada. Hasta hace muy poco, apenas conocía la diferencia entre tories y whigs, o tories y jacobitas. Me interesa mucho más salvar el pellejo que restituir a un monarca destronado… y no quisiera ver que cambia un gobierno que ha tratado tan amablemente a mi pueblo.
– Creía que serías más favorable a los whigs, puesto que el hombre que se casó con la bella viuda de tu primo es tory. En otro tiempo quisiste casarte con ella, ¿no es cierto?
Lo miré furioso.
– No te tomes tantas libertades conmigo, Mendes.
Él alzó una mano inmensa.
– Controla tu genio, amigo. No he querido insinuar nada.
– Sí, sí querías insinuar algo. Querías azuzarme para ver cómo reacciono. Vuelve a intentarlo y, con perros o sin ellos, comprobarás que conmigo no se juega.
Él asintió con gesto solemne, casi diría que con una expresión pesarosa en su rostro accidentado.
– Entonces volvamos a nuestro asunto. ¿Por qué te han elegido para que pagues por la muerte de Yate?
– No se me ocurre nada. Creo que hay montones de hombres que hubieran sido víctimas mucho más convenientes, así que solo puedo deducir que Dogmill me eligió por algo relacionado con mis pesquisas. -Y aquí le puse al corriente del encargo del señor Ufford.
– Ufford ha estado provocando problemas con los porteadores, y todos saben que es jacobita, aunque esa no es razón para que Dogmill quiera que te ahorquen. Dices que no descubriste nada sobre esas notas, pero sería razonable pensar que él no lo cree así y prefiere verte muerto antes que dejar que lo descubras.
Negué con la cabeza.
– Entonces, ¿por qué no clavarme un puñal por la espalda? ¿Por qué no envenenar mi comida en la cárcel mientras esperaba el juicio o hacer que un guarda me degollara mientras dormía? Hay cientos de formas de matar a un hombre, Mendes, y tú lo sabes. Miles, si el hombre está en Newgate. Amañar un juicio y sobornar a un juez no me parece lo más fácil. No estoy muy seguro de que lo ocurrido sea solo una forma de silenciarme.
Mendes miró su vaso, pensativo.
– Puede que tengas razón, pero lo cierto es que Dogmill quería que te pasara lo que te ha pasado. Wild piensa que tu presencia es una amenaza para Dogmill, y está dispuesto a ofrecerte protección a cambio de la verdad. Aunque dices ignorarla. Una mala noticia, Weaver, porque si no encuentras nada contra Dogmill te pasarás el resto de la vida huyendo y, teniendo en cuenta que se ofrecen ciento cincuenta libras por tu cabeza, es posible que el resto de tu vida sea tristemente corto.
– ¿Por qué me ofrece Wild protección? ¿Qué tiene Dogmill contra él?
– Bueno, esa es otra cuestión. Wild apoya a los whigs en general, pero no a Dogmill. Hace ya un tiempo que tiene controlados los muelles. Pueden hacerse muchos negocios allí, pero con Dogmill es imposible. Hay demasiados parlamentarios que trabajan para él, y tiene la aduana en el bolsillo.
– Sí, ya he tenido que vérmelas con un par de guardias aduaneros que me seguían la pista. ¿No es una contradicción que los de aduanas trabajen para un importador?
– Y muy conveniente, por cierto. La mitad de los hombres que trabajan para el servicio de aduanas reciben sobornos. Cuando los barcos de Dogmill llegan a puerto, estos hombres retiran una buena parte de la mercancía antes de que el verdadero inspector la certifique. Así, Dogmill paga derechos de aduana solo por una parte del cargamento.
– Un pequeño soborno es una cosa, pero utilizar a la guardia aduanera es otra. ¿Cómo voy a moverme sin que me descubran?
Mendes se encogió de hombros.
– Es muy descarado, pero no es nada raro. Dogmill tiene dinero para sobornar a quien quiera, incluidos algunos tipos muy generosos de la Cámara de los Comunes. Recientemente sus secuaces en el Parlamento han presionado para que se apruebe una legislación que permite unos impuestos mucho más bajos para los comerciantes de tabaco que paguen sus tasas en seis meses, lo que significa que, como es rico, paga menos impuestos que los comerciantes que tienen que pedir el dinero prestado y luego tienen que vender sus mercancías para pagar los aranceles. Así que engaña al gobierno por partida doble.
– ¿Y no es una hipocresía que Wild desapruebe este engaño?
– Yo no he dicho que lo desapruebe. Supongo que lo admira. Yo solo quería informarte de la clase de enemigo al que te enfrentas. Dogmill es malo, puedes estar seguro. Wild no se achanta ante cualquiera; y no solo lo teme por su poder, sino por su ira. A este tipo lo echaron de Cambridge por apalear a su tutor. Un día se cansó de aguantar que ese hombre le obligara a memorizar frases en latín o alguna otra tontería y lo azotó como si fuera un sirviente. He oído de tres ocasiones en las que ha golpeado a un hombre hasta matarlo con los puños. Y en todas ellas el juez desestimó los cargos alegando defensa propia porque Dogmill insistía en que lo habían atacado. Pero sé por un testigo de fiar que al menos en una de esas ocasiones un mendigo se acercó a Dogmill y le pidió dinero para comer. Dogmill se dio la vuelta y le estuvo golpeando en la cabeza hasta que se la partió.
– No me considero menos duro que un hombre que apalea a mendigos.
– No lo dudo. Solo te advierto, Dogmill es retorcido e impredecible. Razón de más para que Wild quiera que se vaya.
– Supongo que, puesto que tiene sus propios barcos de contrabando, a Wild le interesa quitar a Dogmill de en medio para controlar los muelles.
– Exacto. Hace unos años, tanteé a algunos de los hombres más poderosos de los concejos municipales en nombre de Wild. Enseguida me di cuenta de que ninguno se atrevía a contrariar a Dogmill. Y él mismo nos hizo saber que, si nos metíamos en su negocio, iba a ponernos las cosas muy difíciles.
– Así que Wild testificó en mi favor porque de ese modo podía fingir que no sabía nada de la implicación de Dogmill en la muerte de Yate.
– Justamente.
– Y por eso mandó a la mujer de la ganzúa.
Mendes se inclinó hacia delante.
– Wild me habló de la mujer. Dijo que debía de ser cosa tuya. Su técnica fue algo tosca pero efectiva.
– Vamos, Mendes. ¿Tengo que creerme que tú y tu señor no estabais detrás de la mujer?
– A Wild le gusta mucho alardear, y yo soy una de las pocas personas con quienes se permite hacerlo abiertamente. Si no se atribuyó esta acción, te aseguro que es porque él no estaba detrás.
– No te creo.
Mendes se encogió de hombros.
– Cree lo que quieras. No puedo obligarte a admitir la verdad, pero no me negarás que si Wild te hubiera hecho ese favor sería una tontería no decirlo.
Desde luego, razón tenía.
– Entonces, ¿quién?
– No lo sé. Pero pienso que si encuentras a esa mujer o a quien la envió podrá ayudarte a descubrir qué es lo que Dogmill cree que sabes.
Me tomé unos instantes para considerar sus palabras.
– ¿Qué sabes de un hombre llamado Johnson? Uno de los falsos testimonios de mi juicio dijo que yo había dicho estar a su servicio.
Mendes negó con la cabeza.
– Ese nombre no me dice nada.
– ¿Y qué hay de los matones de Dogmill? Me resisto a creer que el comerciante de tabaco más importante de la ciudad vaya por ahí matando a los estibadores con sus propias manos. Debe de tener gente que le haga el trabajo sucio.
Mendes volvió a negar con la cabeza.
– Sería lo normal, aunque nunca he oído hablar de matones. Por sorprendente que parezca, he llegado a la conclusión de que es así, va por ahí liquidando a la gente personalmente. Dogmill no teme la violencia. Le gusta, y si es de los que no quieren confiar sus crímenes al silencio de algún rufián, es posible que matara a Yate con sus propias manos.
– O no.
Él sonrió con gesto pícaro.
– Cierto. Supongo que en realidad sé más bien poco.
Se hizo el silencio, porque de pronto pareció que no quedaba nada más que decir.
– Muy bien. -Apuré mi copa y me puse en pie-. Gracias por dedicarme tu tiempo.
– Gracias por dar de comer a mis bestias -dijo él.
– Solo una cosa. -Me volví hacia él-. La ciudad está llena de hombres que quieren la recompensa que dan por mi cabeza. ¿Hay alguna posibilidad de que Wild retire a sus hombres?
– No. Wild no te apoyará públicamente. Quizá se hubiera arriesgado si le hubieras proporcionado información que le permitiera destruir a Dogmill, pero no está dispuesto a llamar la atención de la ley ni de Dogmill. Tendrás que conformarte con saber que él no te busca. Además, seguro que sabrás arreglártelas con cualquier bruto que intente descubrirte.
– Pues yo diría que si quito de en medio a su gran enemigo, Wild estaría en deuda conmigo.
– Tú estás en deuda con él.
– ¿Y eso por qué?
– Porque ha decidido no capturarte para cobrar la recompensa.
– ¿De verdad crees que podría atraparme?
– Yo podría -dijo Mendes sin asomo de buen humor-. Pero no temas. Es más, estoy dispuesto a llegar más lejos que Wild. Esto que quede entre nosotros, pero si te ves en un aprieto, puedes venir a mi casa.
Escruté sus ojos hundidos.
– ¿Por qué?
Mendes respiró hondo.
– Ya te he dicho que cuando empezamos a indagar en los asuntos de Dogmill, fui yo quien tanteó el terreno. Eso me convirtió en objeto de la ira de Dogmill. En aquel entonces yo tenía un perro, una bestia increíble que se llamaba Blackie. Estos dos son buenos perros, no te confundas. -E hizo una pausa para acariciarlos, para que no se sintieran descuidados-. Sí, son buenos animales, pero Blackie era mi amigo. Siempre lo llevaba conmigo a la taberna, o cuando salía. Y, aunque tenía un corazón de oro, su aspecto aterraba a nuestros adversarios. Sin embargo, un día desapareció.
– Y crees que Dogmill se lo llevó.
– Lo sé. No había pasado ni una semana cuando recibí una nota anónima en la que se detallaba lo mal que le había ido a Blackie en los garitos donde se organizan las peleas de perros en Smithfield. No se mencionaba el nombre de Dogmill, pero todo el mundo sabe que le gusta la sangre, y el mensaje era muy claro. Dogmill quería que no metiéramos las narices en sus asuntos. Hizo algunas averiguaciones y descubrió el afecto que le tenía a mi perro. Hicieron falta todas las protestas de Wild y una docena de hombres para sujetarme y convencerme de que no saliera a matar a ese matón. Pero Wild me prometió que a Dogmill le llegaría su hora, así que haré lo que pueda por ti, Weaver, para que esa hora llegue pronto.
– ¿Cómo consiguió quitarte el perro delante de tus narices?
– ¿Te acuerdas de un tipo que solía acompañar a Wild, un irlandés muy pintoresco llamado Cabeza de Cebolla O'Neil?
– Sí, un tipo muy curioso con patillas rojas. ¿Qué fue de él? -pregunté, aunque enseguida supe cuál era la respuesta-. Nada bueno, imagino.
– Cabeza de Cebolla consideró que apoyar a Dogmill frente a un animal indefenso bien valía unos chelines. No tuve piedad con él. Y no tendré piedad con Dogmill. Si quieres mi ayuda, solo tienes que decirlo.