11

No le había mencionado a Elias mis planes para la mañana siguiente, pues me hubiera dicho que me arriesgaba demasiado. Quizá no quería discutir con él, o tal vez no quería que con sus argumentos desbaratara los míos. Así que volví a mi alojamiento, estudié la biografía que había escrito para el personaje de Matthew Evans, hice algunos retoques y medité mi estrategia.

Llegué a la hermosa casa del señor Dogmill, en Cleveland Street, justo después de las diez de la mañana. Aunque estaba muy nervioso, hice lo posible por ocultarlo. Llamé a la puerta y entregué mi tarjeta de visita al sirviente, un individuo inusualmente alto que la estudió unos momentos como si fuera un prestamista ante una pieza de joyería.

– Os aseguro que querrá hablar conmigo -le dije.

– Cualquiera puede hacer una promesa -replicó él-. El señor Dogmill está muy ocupado.

– Estoy seguro de que tendrá tiempo para charlar con un hermano del negocio del tabaco -afirmé.

La mención del mágico negocio pareció cambiar el rumbo de las aguas. Con la desgana de un hombre que se rinde a lo inevitable, el sirviente me hizo pasar a una pequeña y agradable salita, donde me invitó a sentarme en una silla con respaldo acolchado, claramente de fabricación francesa. No sabía cuánto iba a tardar el señor Dogmill ni cuánto tiempo podría dedicarme. Asentí, crucé las manos con ademán complaciente y clavé la vista en la intrincada alfombra turca del suelo para perderme por unos instantes en el remolino de azules y rojos de su diseño. Frente a mí, sobre la chimenea de mármol, vi el retrato de un hombre mayor y regordete con su esposa también mayor y regordeta. ¿El padre de Dogmill tal vez?

Más de media hora después, me levanté de mi asiento y empecé a andar por la salita. Nunca me había gustado que me hicieran esperar, y, si acaso, la experiencia de esperar disfrazado y en la casa del hombre a quien consideraba responsable de todos mis males me resultaba especialmente penosa. ¿Quién me aseguraba que Dogmill no me reconocería al instante? No parecía muy probable. Quizá era el responsable de mi ruina, pero él y yo no éramos conocidos. No podía conocerme tan bien como para reconocerme bajo un disfraz… al menos eso esperaba.

Finalmente, la puerta se abrió, arrancándome de una ensoñación en la que me desenmascaraban y me enfrentaba a mi ruina. Me volví, demasiado rápido tal vez, pero en lugar del sirviente autoritario que venía a llevarme junto a su amo, vi a una joven dama. Era inusualmente alta, casi de mi estatura, pero ni delgada ni gordita, como suelen ser las mujeres altas. No, su aspecto era muy llamativo; tenía el pelo oscuro, casi del color del vino, y unos ojos muy claros de color miel. Sus facciones eran regulares y elegantes, aunque la belleza austera de la imponente nariz parecía más adecuada quizá para un hombre. Sin embargo, su aspecto me pareció encantador, e hice una reverencia ante ella.

– Buenos días, madame.

– George me ha dicho que lleváis un buen rato esperando. He pensado que quizá querríais algo que os hiciera la espera más agradable. -Dicho esto estiró un grácil brazo y me ofreció un libro en octavo. Tras una rápida ojeada vi que eran las obras de William Congreve. ¿Cómo debía interpretar que me ofreciera la obra de un autor tan atrevido? Ya puestos, podía haberme traído un libro de Otway.

– Mi nombre es Matthew Evans -dije, sintiéndome aún reacio a utilizar aquel nombre de guerra.

– Encantada de conocerlo, señor. Yo soy Grace Dogmill, hermana del señor Dogmill.

– Por favor, sentaos conmigo y hacedme la espera más agradable. Aprecio mucho al señor Congreve, pero creo que preferiría hablar con vos.

Mi intención había sido mostrarme atrevido, hasta puede que un poco rudo. No esperaba que ella aceptara. Como una verdadera dama, dejó la puerta abierta y vino a sentarse frente a mí.

– Os agradezco vuestra compañía -dije suavemente. Mi primer impulso había sido provocar el desagrado de Dogmill insultando a su hermana. Ahora tenía otra idea en mente.

– Debo confesar que tengo la mala costumbre de estudiar a las visitas de mi hermano siempre que puedo, señor. Me tortura cruelmente con las noticias sobre sus negocios; en ocasiones busca mi consejo, y en otras en cambio se niega a decirme nada de nada. Entonces debo descubrir sus asuntos como puedo.

– No veo nada malo en que ofrezcáis conversación a un hombre que no tiene otra distracción. Sobre todo si es un hombre recién llegado a la ciudad y que apenas conoce a nadie.

– ¿De veras? -dijo ella. Sus labios se curvaron en una deliciosa sonrisa-. ¿De dónde venís, señor Evans?

– Este mismo mes he llegado de Jamaica. Mi padre adquirió una plantación en esa isla cuando yo era niño, y ahora que ya es autosuficiente, he vuelto a la isla donde nací y de la que tan pocos recuerdos tengo.

– Espero que alguien os mostrará los lugares más interesantes -dijo.

– Yo también lo espero.

– Gozo de un extenso círculo de conocidos. Tal vez podremos convencerlo para que nos acompañe en alguna excursión.

– Sería un placer -dije. Y era sincero. La señorita Dogmill se estaba desvelando como una curiosa criatura, extrañamente atrevida pero sin ser descarada. Tendría que ir con cuidado, o acabaría gustándome más de lo que me convenía.

– ¿En Jamaica estabais en el negocio del tabaco?

Levanté una ceja.

– ¿Cómo lo sabéis?

Ella rió.

– Acabáis de llegar a Londres, no conocéis a nadie y, sin embargo, venís a visitar a mi hermano. He pensado que era lo más probable.

– Y no os equivocabais, señorita Dogmill. Estoy en el negocio del tabaco. Es el principal producto que cultivo en mi plantación.

Se mordió el labio.

– El señor Dogmill se asegurará de informaros, y tal vez no de una forma educada, de que considera el tabaco de Jamaica inferior al de Virginia, que es el que él importa.

– Probablemente la opinión de vuestro hermano sea acertada, señorita, pero incluso los pobres tienen derecho a disfrutar del tabaco, y no siempre pueden permitirse el de Virginia o Maryland.

Ella rió.

– Veo que sois un filósofo.

– No, un filósofo no. Solo soy un hombre que está cansado de las limitaciones de su isla y ha venido en busca del elegante ambiente de Londres.

– ¿Y os gusta lo que veis, señor Evans?

Sus palabras eran muy claras, así que la miré a los ojos.

– Ciertamente, señorita Dogmill.

– Gracias por entretener a mi visita, Grace -dijo una voz detrás de mí-, pero ya puedes volver a tus ocupaciones.

Dogmill estaba en la puerta, con un aire más imponente aún que cuando lo vi sentado en el café del señor Moore. En aquella ocasión me pareció enorme, pero ahora veía sus manos: eran tan grandes que casi parecía grotesco. Su cuello era más grueso que mi cráneo. Le había hablado valientemente a Elias de quién vencería en un ring, pero en aquel momento supe que no querría tener que vérmelas con aquel coloso.

Sin embargo, me produjo cierto placer ver la expresión perpleja e impaciente de Dogmill. El desprecio que me había mostrado en el café jugaba ahora en mi favor, pues no parecía recordar mi cara. De todos modos, la lesión que había acabado con mi carrera de púgil empezó a dolerme como si quisiera recordarme lo frágil que era yo en comparación con aquel Hércules.

– Soy Dennis Dogmill, señor -me dijo-. Os trae cierto asunto que imagino no incluirá a mi hermana.

Me levanté para saludarlo con una reverencia, sin apartar los ojos de su frío rostro. Ahí estaba el responsable de todos mis problemas, según todo parecía indicar. Ahí estaba el hombre que había matado a Walter Yate y se había asegurado de que me culparan a mí. El hombre que había convencido a un juez para que fallara en mi contra y así conseguir que me ahorcaran por algo que él había hecho. Supongo -a pesar de su tamaño y su fuerza- que lo normal hubiera sido sentir el impulso de golpearlo, derribarlo y golpearlo hasta que quedara sin sentido, pero en vez de eso sentí un extraño desapasionamiento, como un hombre de ciencia que estudia una nueva enfermedad.

– Señor, lamento decir que el asunto que me trae aquí os atañe a vos, como decís, pero espero que en el futuro nuestros intereses comunes se extiendan a otras cosas.

Se me quedó mirando un momento, como si no pudiera dar crédito a lo que acababa de oír. Su rostro era ancho e infantil, salvo por la pesadez y oscuridad que rodeaban sus ojos. Su apariencia sin duda podía calificarse de atractiva, pero dudo que las mujeres se pararan a mirarlo una segunda vez. Hay hombres que, por muy agradable que sea su semblante o su figura, revelan su crueldad y dureza sin necesidad de palabras. Dogmill era de esos hombres, y confieso que sentí la inquietante necesidad de no seguir con mi plan.

– Acompañadme, por favor -me dijo secamente.

Me incliné una vez más ante la señorita Dogmill le sonreí y seguí a su hermano a la habitación contigua, donde había otro caballero hojeando periódicos y bebiendo de una copa de plata, Dogmill estudió a ese individuo un momento con expresión de desagrado.

– Pensé que ya habíamos concluido nuestros asuntos -dijo.

El caballero levantó la vista. Era joven, probablemente de veintipocos, con aspecto algo afeminado y una expresión de confusión que no hubiera sabido decir si era permanente o solo momentánea. Esbozó una amplia sonrisa, pero sin mirarlo.

Oh, solo estaba comprobando algunas cosas -dijo, visiblemente incómodo-. No pensé que volveríais tan pronto. -El hombre reparó en mí y se levantó para inclinarse, como si creyera que yo podía ahorrarle parte del bochorno-. Albert Hertcomb, a vuestro servicio.

A raíz de mis lecturas, yo sabía que Albert Hertcomb era titular en Westminster, el whig que se enfrentaría a Melbury en la carrera por el escaño. Los tories lo criticaban por considerarlo un mero juguete de Dogmill. No vi nada en su rostro franco y desenfadado que me hiciera pensar lo contrario.

Correspondí con otra reverencia.

– Matthew Evans. Tengo entendido que os presentáis una vez más para los comunes bajo el estandarte de los whigs.

Él hizo una nueva reverencia.

Y me siento muy honrado. Espero poder contar con vuestro voto, señor.

No esperéis nada de él -dijo Dogmill-. Acaba de volver de las Indias Occidentales y no tiene propiedades aquí. No tiene derecho a voto en estas elecciones.

– Entonces quizá en las siguientes, de aquí a siete años -apuntó el hombre, y rió como si fuera un chiste muy gracioso.

Ya veremos cómo estamos todos entonces -contesté yo alegremente.

– Muy bien, muy bien.

– Señor Hertcomb, tal vez podríais marcharos y dejarnos solos a mí y al señor Evans -propuso Dogmill, con no poca irritación.

– Oh, por supuesto, por supuesto -dijo el otro, sin reparar en la impaciencia de Dogmill-. Solo quería haceros un par de comentarios sobre este discurso que me habéis dado. Es grandioso. Sí, la viva imagen de la grandeza. Sí, supongo. Pero hay uno o dos puntos que no veo muy claros. Y… bueno, ¡a fe mía!, mal asunto si tengo que dar un discurso y no entiendo qué quiere decir.

Dogmill se quedó mirando a Hertcomb como si el hombre hablara algún extraño idioma de la América interior.

– No tenéis que dar el discurso hasta dentro de casi dos semanas -dijo al fin-. Creo que en ese tiempo habréis conseguido desentrañar su significado. Si no es así, podemos hablar más adelante. Dado que este último mes hemos hablado a diario, es probable que volvamos a vernos.

Hertcomb rió.

– Oh, muy probable, sí. No es necesario ser desagradable, señor Dogmill. Solo quería haceros una o dos preguntas.

– Podéis hacerlas mañana -dijo mientras ponía una de sus fuertes manos sobre el hombro de Hertcomb. Con movimientos enérgicos, pero sin ser del todo rudo, fue empujando al parlamentario hacia la puerta de la habitación, pero entonces se detuvo y tiró de él para que volviera atrás-. Un momento. -Lo soltó y señaló con un dedo largo, grueso y extrañamente plano, como un bate de críquet-. ¿Os habéis bebido todo eso?

Hertcomb sonrió como si le hubieran pillado robando pasteles.

– No -contestó tímidamente.

– Maldito sea -espetó Dogmill, aunque no se lo decía a Hertcomb; no se lo decía a nadie en particular. Hizo sonar una campanilla y casi al momento apareció el mismo sirviente que había abierto la puerta.

– George, ¿no te he dicho que llenaras esa garrafa?

El sirviente asintió.

– Sí, señor Dogmill. Me lo habéis dicho. Pero ha habido un poco de revuelo en la cocina porque se ha volcado una alacena llena de ollas, y he pensado que debía ayudar a recoger el destrozo a la señorita Betty, que se ha hecho un poco de daño.

– Puedes meterte bajo las faldas de Betty en tu tiempo libre, no en el mío -dijo Dogmill-. Haz lo que pido cuando lo pido o tendré que enfadarme. -Y dicho esto se volvió y, con la misma naturalidad con la que el lector o yo podríamos mostrar al cerrar una puerta o coger un libro, le dio una patada en el culo al pobre sirviente.

Literalmente. La cuestión es que con frecuencia hablamos de darle una patada en el culo a tal o cual persona, pero lo decimos en sentido figurado. Nadie lo hace de verdad. Incluso he visto esta escena en obras cómicas, y si hace tanta gracia es por lo absurda que resulta. Pero puedo asegurarle al lector que aquello no tuvo ninguna gracia. Dogmill dio la patada con fuerza, y el rostro del sirviente se crispó de dolor. Tal vez es porque no esperamos que suceda en la realidad, pero en aquel acto hubo una brutalidad desmedida, la crueldad que uno asocia con los niños traviesos que atormentan a gatos y cachorros.

El sirviente dejó escapar un grito y trastabilló, pero creo que aquel dolor lo sintió más en el corazón que en sus posaderas. Había sido humillado ante un desconocido y ante un conocido. A mí tal vez no volvería a verme; a Hertcomb lo veía a diario. Cada día tendría que ver al parlamentario, cuya mirada, por muy tranquila o amable que fuera, siempre le recordaría aquel acto de degradación. No me cabía duda de que aunque viviera otros cuarenta años, siempre se encogería al pensar en aquel momento.

Yo había visto a otros hombres maltratar a sus sirvientes, tratarlos no mucho mejor que si fueran animales, pero era tal la crueldad de aquel acto que me dieron ganas de devolverle el golpe a Dogmill. ¿Qué he puesto en marcha?, me pregunté mientras echaba una mirada al rostro duro de Dogmill. Pero en ningún momento me planteé cambiar mis planes. Aquel hombre podía pegar a todos los sirvientes del reino, pero yo no pensaba huir.

– Bien -dijo Hertcomb-. Me voy, ¿no?

Dogmill agitó la mano con ademán desdeñoso y cerró la puerta. Entonces me indicó que tomara asiento con un gesto impaciente de la mano.

– En cuanto a mi hermana -dijo, como si alguien hubiera interrumpido nuestra conversación-, no vayáis a tomaros sus palabras como otra cosa que bobadas de una joven que lee demasiadas novelas. Habla así con todo el mundo, y provoca cierta confusión, pero es una buena joven. Es una buena chica, y no me gustaría descubrir que alguien se hace una idea equivocada de ella. Si pensáis que por ser un caballero voy a trataros mejor que a mi criado, os llevaréis una desagradable sorpresa. Cuando se trata del bienestar de mi hermana, no me preocupa guardar las formas.

La ternura de su voz me sorprendió y, aunque me gustaba la señorita Dogmill, me pareció que el afecto que su hermano tenía por ella quizá era una forma de explotación.

– Os prometo que vuestro pie jamás tendrá necesidad de buscar mi trasero -le dije-. La compañía de la señorita Dogmill me ha resultado muy agradable, nada más.

Él chasqueó los labios.

– No os he pedido que valoréis la compañía de mi hermana, y dudo que vuestra opinión al respecto tenga ninguna relevancia en el asunto que os ha traído aquí. Bien, y ahora ¿en qué puedo ayudaros, señor Evans?

Le dije lo que le había dicho a su hermana… es decir, que acababa de llegar y que estaba en el negocio del tabaco.

– El tabaco de Jamaica no vale ni para los perros. Además, nunca había oído vuestro nombre, ni siquiera en relación con esa porquería de Jamaica. ¿Qué agente se encarga de compraros la mercancía?

– El señor Archibald Laidlaw, de Glasgow -dije al instante, utilizando el nombre que Elias había escrito en mi falsa biografía. Di gracias por que me hubiera escrito un documento tan detallado y por haberlo estudiado yo tan cuidadosamente. De otro modo, no quiero ni pensar hasta qué punto habría vacilado-. Desconozco si su reputación habrá llegado al sur, pero tengo entendido que es un hombre importante en el norte de Gran Bretaña.

Dogmill se puso tan colorado como una manzana de Norfolk.

– ¡Laidlaw! -exclamó-. Ese hombre es un pirata. Envía sus propios cúters para que salgan al encuentro de sus barcos cuando aún están en alta mar y los descarga allí… todo para evitar la aduana.

Unas palabras muy duras, pensé, teniendo en cuenta lo que Mendes me había dicho de las prácticas de Dogmill. Sin embargo, yo sabía muy bien que todos vemos más fácilmente las faltas de los demás que las propias.

– Nunca lo he visto, y no sé nada de sus prácticas. Me limito a venderle mi mercancía.

– Deberíais venderla a alguien mejor, y tendrías que acostumbraros a conocer el carácter de la gente con quien comerciáis. -Aquello era nuevo. Aunque estaba sentado a más de dos metros de distancia, de pronto sentí un extraño e inesperado miedo por mi integridad física. No estaba acostumbrado a temer a otros hombres, pero había algo en la forma en que estaba sentado, en la tensión de sus músculos, que recordaba a un barril de pólvora a punto de estallar.

Si notaba mi inquietud, no conseguiría lo que quería de él, así que le dediqué una sonrisa cordial, la sonrisa de un comerciante a quien solo le preocupa su negocio.

– Sin duda tenéis razón, señor. Con frecuencia me ha sido difícil encontrar un agente de ventas en Londres, donde los muelles están atestados de tabaco de Virginia y Maryland. Por esa razón, ahora que estoy aquí, he pensado dedicarme yo mismo al negocio. Y puesto que vos sois el agente de compra más respetado de la ciudad en el negocio del tabaco, he pensado que podríais darme algún consejo sobre cómo desenvolverme en este mundillo.

Dogmill había empezado a enrojecer otra vez.

– Señor Evans, ignoro cómo se llevan estos asuntos en Jamaica o en otros primitivos dominios de su majestad, pero os aseguro que en Londres no es frecuente que un hombre cuente los secretos del negocio a un competidor. ¿De verdad creíais que podíais venir a mi casa y pedirme que os enseñara cómo quitarme el dinero de mis bolsillos?

– Yo no lo plantearía en esos términos -dije-. Sé que no comerciáis con tabaco de Jamaica, así que no me considero un competidor.

– No comercio con tabaco de Jamaica porque es malísimo, y hago lo posible por mantenerlo lejos del puerto de Londres porque es escandalosamente barato. Me temo que aquí no encontraréis ayuda.

– Si me permitís un momento para que os explique… -empecé a decir.

– Ya os he concedido demasiado tiempo. Quizá no lo sepáis, pero en esta nación tenemos elecciones parlamentarias y, dado que soy el patrocinador del señor Hertcomb, a quien acabáis de conocer, dispongo de menos tiempo del que suelo tener. Por tanto, os deseo que paséis un buen día.

Yo me levanté e hice una leve reverencia.

– Gracias por dedicarme vuestro tiempo.

– Sí, sí -contestó él, y volvió su atención a unos papeles que tenía en su mesa.

– Debo decir, caballero, que no habláis con el espíritu de la hermandad. Decís que no sabéis cómo hacemos los negocios en Jamaica, así que permitid que os diga que en Jamaica los hombres que se dedican al comercio de un mismo producto, incluso los que podrían considerarse competidores, como vos decís, piensan que el valor del comercio en sí está por encima de los intereses de un hombre particular.

Aquello eran necedades, por supuesto. Yo tenía tanta idea de cómo se hacen negocios en Jamaica como en los rincones más apartados de Abisinia, pero me estaba gustando mi actuación y me apetecía explayarme.

– Lo primero es colaborar para reforzar el negocio, luego procuramos llenarnos los bolsillos -proseguí-. Y este sistema nos ha ido muy bien.

– Sí, sí -repitió él. Su pluma rasgueaba el papel.

– He oído decir que el negocio ha perdido un tanto desde los tiempos de vuestro padre, señor. Me pregunto si una mentalidad más abierta no os ayudaría a devolver el nombre de la familia a la cumbre de su gloria.

Dogmill no levantó la vista, pero dejó de escribir. Vi que había tocado su punto débil y me costó no sonreír por mi acierto. Podía haberme ido en ese momento, pero aún no había terminado.

– ¿Algo más, señor Evans?

– Otra cosa -reconocí-. ¿Os importaría si visito a vuestra hermana?

Él me escrutó un momento.

– Sí -contestó al fin-. Me importaría muchísimo.

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