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Desde la publicación del primer volumen de mis memorias me he convertido en objeto de una notoriedad mayor de la que jamás he tenido o hubiera podido esperar. No puedo quejarme, pues un hombre que elige exponerse al ojo público no tiene razón para lamentarse por dichas atenciones. Al contrario, debe estar agradecido si el público decide lanzar su mirada veleidosa en su dirección, como demuestran los incontables volúmenes que languidecen perdidos en el olvido.

Seré franco: reconozco que me ha sido muy gratificante la calidez con que los lectores han respondido a la narración de mis primeros años, pero también me sorprende que, por haber leído unas pocas líneas sobre mis pensamientos, ciertas personas se consideren poco menos que amigos íntimos y se tomen la libertad de opinar. Y, si bien no me disgusta que quien ha leído mis palabras con detenimiento desee hacer algunas observaciones, confieso que me confunde el número cada vez mayor de individuos que se creen con derecho a hablar impunemente sobre cualquier aspecto de mi vida sin tener en cuenta las buenas costumbres o el decoro.

Unos meses después de publicar mi primer y pequeño volumen, durante una cena con unas personas, estaba yo hablando de un criminal especialmente malvado al que pretendía llevar ante la justicia. Un joven galán al que no había visto en mi vida se volvió hacia mí y dijo que ese individuo debía andarse con ojo, no fuera que tuviese el mismo fin que Walter Yate. Y en ese momento me dedicó una sonrisa afectada, como si él y yo compartiéramos algún secreto.

Mi sorpresa fue tal que no dije nada. No había vuelto a pensar en Walter Yate desde hacía tiempo, ni sabía que su nombre siguiera siendo conocido después de tantos años. Pero según descubrí, aunque yo no había pensado más en aquel pobre tipo, otros sí lo habían hecho. No pasaron ni quince días cuando otro hombre, también desconocido, hizo un comentario sobre cierta dificultad que yo tenía y me aconsejó que manejara aquel asunto igual que hice con Walter Yate. Cuando dijo ese nombre me dirigió un gesto malicioso y un guiño, como si, por haber pronunciado aquella contraseña, él y yo estuviéramos unidos en alguna conspiración.

No me ofende que estos hombres hayan decidido referirse a incidentes de mi pasado. Sin embargo, me deja perplejo que se crean con derecho a hablar de algo que no entienden. No acierto a expresar el desconcierto que me produce que dichas personas, creyendo lo que creen sobre aquel suceso, me lo mencionen, y con algo más que una simple nota de humor. ¿Acaso va uno a un espectáculo de circo y se pone a bromear con los tigres sobre sus colmillos?

Por tanto, he decidido escribir otro volumen de memorias, aunque solo sea para rectificar la idea que se ha hecho la gente en relación a este capítulo de mi vida. No deseo volver a oír el nombre de Walter Yate en tono malicioso y confidencial. Este hombre, que yo sepa, no hizo nada para merecer que lo conviertan en objeto de risa. Así pues, debo decir, sincera y definitivamente, que no actué violentamente contra el señor Yate, y menos aún con el acto de violencia más definitivo, cosa que, según he descubierto, se ha convertido en la creencia popular. Es más, si se me permite sacar al público de otro error, no escapé al más terrible de los castigos por su asesinato gracias a la influencia de mis amigos en el gobierno. Ninguna de estas cosas es cierta. Nunca he sabido de la existencia de estos rumores porque nadie me los había comentado. Pero ahora que he publicado unas pocas líneas sobre mi vida parece que estoy en boca de todos. Dejadme pues que desvele los hechos sobre este incidente, aunque solo sea para que no se vuelva a hablar de ello.


Walter Yate murió, por un golpe que le asestaron en la cabeza con una barra de hierro, solo seis días antes de que se reuniera el Tribunal Supremo, así que, afortunadamente, cuando me arrestaron tuve poco tiempo para reflexionar sobre mi situación antes del juicio. Seré sincero: podía haber empleado el tiempo de forma más provechosa, pero en ningún momento pensé que me condenarían por un crimen que no había cometido… el asesinato de un hombre de quien apenas sabía nada. Tendría que habérseme ocurrido, pero no fue así.

Tan grande era mi confianza que hubo momentos en que ni siquiera escuché las palabras que se pronunciaban en mi propio juicio. No, yo me dediqué a observar a la chusma que se apiñaba en aquella sala de juicios al aire libre. Aquel día de febrero caía una lluvia fina, había niebla y hacía bastante frío, pero la muchedumbre estaba allí de todos modos, apretujándose en los bancos ásperos y astillados, encorvados bajo la lluvia para no perderse los procesos, que habían tenido cierta resonancia en los periódicos. Los espectadores, sentados, comían naranjas, manzanas, pastelillos de cordero, fumaban en sus pipas y tomaban rapé. Orinaban en unos orinales que había en las esquinas y arrojaban las conchas de las ostras a los pies del jurado. Murmuraban, reían y meneaban la cabeza como si todo aquello fuera un espectáculo de títeres montado para su entretenimiento.

Quizá hubiera debido complacerme ser objeto de semejante curiosidad para el público, pero la notoriedad no me resultaba gratificante. No sin la presencia de la mujer a quien más anhelaba mirar en los momentos de dificultad. Si tenían que condenarme, pensé (solo en mi imaginación, puesto que veía tantas posibilidades de que me condenaran como de que me nombraran alcalde), lo único que me importaba era que ella viniera y llorara a mis pies. Quería sentir sus besos y sus lágrimas en el rostro. Que sus manos, ásperas y bastas de tanto retorcérselas, tomaran las mías mientras suplicaba mi perdón, me rogaba que la escuchara y me juraba su amor cien veces. Esto, yo lo sabía, no eran más que fantasías de una mente sobreexcitada. Ella no asistiría al juicio, ni me visitaría antes de mi imaginaria ejecución. No podía.

Miriam, la viuda de mi primo, con quien había tratado de casarme, había contraído matrimonio seis meses atrás con un hombre llamado Griffin Melbury, que en el momento de mi juicio estaba preparándose para ser candidato de los tories en las elecciones que pronto se celebrarían en Westminster. Miriam Melbury, convertida ahora a la Iglesia anglicana y en esposa de un hombre que esperaba erigirse en un eminente político de la oposición, difícilmente hubiera podido asistir al juicio de un rufián judío con quien ya no la unía ningún parentesco. Arrodillarse a mis pies o cubrir mi rostro de besos y lágrimas no eran acciones a las que pudiera sentirse inclinada bajo ninguna circunstancia. Y desde luego, era impensable ahora que se había entregado a otro hombre.

Así pues, en aquel momento de crisis, mi pensamiento estaba más centrado en Miriam que en la posibilidad de una muerte inminente. La culpaba a ella, como si pudiera achacarle aquel absurdo juicio… Después de todo, de haberse casado conmigo quizá hubiera dejado de perseguir ladrones y no me hubiera puesto en la situación que llevó a aquel desastre. Me reprochaba no haberla pretendido con mayor entusiasmo… aunque, desde luego, tres propuestas de matrimonio encajarían con la definición de «entusiasmo» de cualquiera.

Así pues, mientras el abogado de la Corona trataba de convencer al jurado de que me condenara, yo pensaba en Miriam. Y, puesto que aun cuando mi pensamiento está lleno de anhelo y melancolía sigo siendo un hombre, también pensaba en la mujer del pelo de color panocha.

No debe sorprender que mi mente se volviera hacia otra mujer. En el medio año que había pasado desde que Miriam se casó, había buscado distracciones, no para olvidar, espero que el lector lo comprenda, sino con el propósito de hacer que la sensación de pérdida resultara más intensa… y lo hice sobre todo permitiéndome algunos vicios, principalmente las mujeres y la bebida. Lamenté no ser hombre dado al juego, pues la mayoría de los que conozco consideran que este vicio distrae tanto como los dos que yo ya practicaba, si no más. Pero en el pasado ya había pagado un alto precio por perder dinero en el juego, y no acababa de encontrarle el gusto a ver que dos ávidas manos se llevaban un montón de plata que me había pertenecido.

Bebida y mujeres; con esos vicios me distraía. Y no era necesario que fueran de excepcional calidad; no estaba de humor para mostrarme quisquilloso. Sin embargo, sentada en el borde de uno de los bancos, había una mujer que atraía mi atención tanto como era posible en aquellos momentos de oscuridad. Tenía el pelo de un amarillo claro y sus ojos eran del color del sol. No era hermosa, pero sí atractiva; su nariz puntiaguda y el mentón afilado le daban cierto aire de desparpajo. No era una gran dama; vestía como una mujer de clase media, correctamente, sin un determinado estilo ni concesiones a la moda. No, ella prefería que la naturaleza hiciera lo que su sastre no hacía, exhibía su deslumbrante pecho en un corpiño con un pronunciado escote. En resumen, nada hubiera podido impedir que me pareciera una delicia en una taberna o cervecería, si bien no había ninguna razón en particular para que me llamara la atención durante un juicio en el que me jugaba la vida.

Salvo que ella no me quitaba los ojos de encima. Ni por un momento.

Otros me miraban, por supuesto: mi tío y mi tía, que lo hacían con piedad y tal vez con reproche; mis amigos, con miedo; mis enemigos, con regocijo; los desconocidos, con una curiosidad despiadada… pero aquella mujer me observaba con una mirada desesperada y ávida. Cuando nuestros ojos se encontraron, no sonrió ni torció el gesto, se limitó a mirarme como si hubiéramos compartido la vida y no hubiera necesidad de decir nada. Cualquiera hubiera pensado que estábamos casados o comprometidos, pero, que yo recordara -y mi memoria no había perdido facultades en aquellos seis meses de beber a conciencia-, no la había visto en mi vida. El enigma de su mirada monopolizaba mi pensamiento mucho más que el enigma de cómo había llegado a un juicio por la muerte de un trabajador de los muelles del que no había oído hablar hasta dos días antes de mi arresto.

La lluvia helada había empezado a caer con más fuerza cuando el abogado de la acusación, un individuo algo mayor llamado Lionel Antsy, llamó a Jonathan Wild al estrado. En aquel año de 1722, aún existía la creencia popular de que este notable criminal era el único auténtico baluarte frente a los ejércitos de ladrones y bandidos que merodeaban por la ciudad. Él y yo habíamos sido rivales durante mucho tiempo en nuestros esfuerzos por atrapar ladrones, pues nuestros métodos no podían ser más distintos. Yo pensaba que si ayudaba a la buena gente a recuperar sus propiedades perdidas recibiría una bonita recompensa por mi trabajo. Evidentemente, no siempre me guiaba por principios tan loables. Siempre estaba dispuesto a seguir la pista a deudores esquivos, a utilizar las habilidades que había aprendido en el boxeo para dar una lección a algún bribón (si lo merecía), a intimidar, asustar y espantar a hombres que requirieran tales usos. Sin embargo, no hacía daño a quien no creía que lo mereciera, y hasta se sabe que dejé escapar a uno o dos deudores -disculpándome siempre con alguna mentira ante quien me pagaba- si me habían contado una historia creíble sobre una esposa que desfallecía de hambre o sobre criaturas enfermas.

En cambio, Wild era un granuja despiadado. Mandaba a sus ladrones a robar cosas que luego volvía a vender a sus propietarios y se hacía pasar por la única voz de Londres que se alzaba para defender a las víctimas. Reconozco que estos métodos eran mucho más provechosos que los míos. Difícilmente podía encontrarse en Londres a un ratero que se llenara los bolsillos sin que Wild tuviera su parte. Ningún asesino podía ocultar sus manos manchadas de sangre a Wild, incluso si el gran cazador de ladrones había ordenado el asesinato personalmente. Tenía barcos de contrabando que visitaban todos los puertos del reino y agentes en todas las naciones de Europa. Los agiotistas de Change Alley casi no se atrevían a comprar o vender sin su consentimiento. En resumen, era un hombre considerablemente peligroso, y no me tenía ningún aprecio.

En nuestros esfuerzos incompatibles, habíamos chocado en más de una ocasión, aunque estos encontronazos tendían más hacia lo frío que hacia lo caliente. Dábamos un rodeo, como perros, más deseosos de ladrar que de pelear. Sin embargo, no tenía ninguna duda de que Wild aprovecharía aquella oportunidad para destruirme. Dado que había hecho carrera perjurando, la única duda era si sería muy severo y con cuánto entusiasmo me denostaría.

El señor Antsy fue cojeando hasta el testigo, con la cabeza gacha para evitar que la lluvia helada cayera sobre su rostro. Andaría entre los cincuenta y los cien años de edad; estaba demacrado como la mismísima muerte, la piel le colgaba alrededor del rostro como una bota de vino vacía, y la cabeza se bamboleaba sobre la mole de su gabán. Su peluca, apelmazada por la lluvia, estaba torcida y en un estado tan lamentable que supuse que solo podía haberla comprado en los tugurios de Holborn, donde un hombre paga tres peniques por sacar a ciegas una peluca usada de una caja. Como esa mañana no se había molestado en afeitarse, y puede que tampoco la anterior, su cara estaba poblada de cerdas blancas que brotaban de la tierra rugosa de su cara.

– Bien, señor Wild -dijo con voz chillona y temblorosa-, habéis sido llamado a este estrado para testificar sobre el carácter del señor Weaver, porque en cierto modo se os considera un experto en asunto de crímenes… un estudioso de la filosofía del crimen, por así decirlo.

– En efecto, me gusta pensar que lo soy -dijo él, con un acento de campo tan marcado que el jurado se inclinó hacia delante, como si acercándose fueran a entenderle mejor. Wild, sobre quien la lluvia apenas se atrevía a caer, se mantenía muy derecho y sonreía casi con lástima al señor Antsy. ¿Cómo podía un viejo picapleitos como Antsy inspirar algo que no fuera desprecio en un hombre que solía enviar a sus propios ladrones a la horca para cobrar las cuarenta libras de recompensa que ofrecía el Estado?

– Se os considera el agente más eficaz de la ciudad en la captura de ladrones, ¿me equivoco?

– No -dijo Wild con un orgullo espontáneo. Se acercaba ya a la madurez, pero no por ello se lo veía menos atractivo y enérgico con su elegante traje y su peluca. Su rostro era engañosamente amable: ojos grandes, mejillas regordetas y una sonrisa cordial y paternalista que gustaba a la gente y hacía que confiara en él de forma instantánea-. Se me conoce como el Cazador General de Ladrones, y es un título que llevo con orgullo y honor. -Y es como tal que conocéis los distintos aspectos del mundo del crimen, ¿no es así?

– Exacto, señor Antsy. La mayoría de la gente sabe que, si pierde un artículo de cierta importancia o desea seguirle la pista a quien ha cometido el delito, por muy abyecto que sea, yo soy el hombre que buscan.

Nunca hay que desaprovechar la ocasión de hacerse publicidad, pensé yo. Wild tenía intención de hacer que me colgaran y de paso conseguir publicidad en la prensa.

– Entonces, ¿os consideráis un entendido en lo referente a los criminales de nuestra ciudad?

– Ya hace unos cuantos años que me dedico a esto -repuso Wild-. Hay pocos delitos que escapen a mi conocimiento.

Olvidó mencionar que tenía conocimiento de esos delitos porque, normalmente, eran él o sus secuaces quienes los preparaban.

– Habladnos, si os parece, de la relación del señor Weaver con la muerte de Walter Yate.

Wild calló un momento. Yo lo miré, furibundo, tratando de hacerle entender sin palabras que jamás me condenarían, y que si se enfrentaba a mí, no dejaría pasar el asunto. Sigue adelante, le dije con los ojos, e irás directamente hacia tu propia muerte. Wild cruzó su mirada con la mía apenas un instante y asintió imperceptiblemente, aunque no entendí qué podía querer decir con aquello. Entonces se volvió hacia Antsy.

– No puedo contaros gran cosa -dijo.

Antsy abrió la boca, pero entonces se dio cuenta de que aquella no era la respuesta que esperaba. Se oprimió el puente de la nariz entre el índice y el pulgar, como si tratara de sacar la respuesta de Wild de su carne, igual que se exprime el jugo de la manzana para hacer la sidra.

– ¿Qué queréis decir, señor? -preguntó con una voz chillona más temblorosa de lo habitual.

Wild sonrió apenas.

– Solo que no tengo conocimiento de las circunstancias que rodean la muerte del señor Yate o de la supuesta implicación de Weaver… aparte de lo que he leído en los periódicos. Es mi objetivo descubrir lo que se esconde detrás de todos los crímenes terribles, pero no puedo saberlo todo. Aunque lo intento, tenéis mi palabra.

Por la flacidez que adquirieron sus facciones, todos los espectadores que había en el Tribunal Supremo supieron que Antsy esperaba algo muy distinto de Wild. Un discurso sobre el peligro que mi presencia suponía para Londres, tal vez. Un relato de mis crímenes pasados. Una lista de atrocidades en las que sospechaba de mi participación. Pero Wild tenía otro juego en mente… un juego que se me escapaba por completo.

Antsy levantó la vista y sonrió. Respiró tan hondo que su pecho casi alcanzó el tamaño del pecho de un hombre normal y rechinó los dientes formando una sonrisa mortífera.

– ¿No consideráis a Weaver un hombre malvado, capaz de matar a cualquiera, incluso a un completo desconocido, sin ninguna causa? ¿Y, en consecuencia, capaz de matar a Walter Yate? ¿No es correcto decir que sabéis con certeza que él mató a Walter Yate?

– Al contrario -contestó Wild alegremente, como un maestro de anatomía a quien piden que hable sobre los misterios de la respiración-. Creo que Weaver es un hombre de honor. Él y yo no somos amigos; en realidad, con frecuencia nuestros intereses se oponen. Si se me permite decirlo, creo que es un miserable cazador de ladrones que hace al Estado y a quienes le pagan un flaco servicio. Pero que sea un miserable en su oficio no significa que sea más malvado de lo que sería un zapatero por hacer los zapatos muy estrechos. No tengo motivos para creer que Weaver sea más responsable de este crimen que cualquier otro. Por lo que a mí respecta, vos podríais ser tan culpable como él.

Antsy se volvió hacia el juez, Piers Rowley, que miraba a Wild tan perplejo como él.

– Señoría -se quejó Antsy-, este no es el testimonio que esperaba. El señor Wild debía hablar de los crímenes y la crueldad de Weaver.

El juez se volvió hacia el testigo. Al igual que Antsy, él también estaba en sus últimos años de vida, pero aquella cara grande y sus facciones rubicundas hacían pensar que llevaba la edad mucho más cómodamente que el abogado. Antsy parecía falto de alimento, en cambio el juez parecía recibir más de lo que le correspondía. Sus enormes mandíbulas estaban ensanchadas a causa de la carne asada y la cerveza, hinchadas como las de un niño gordo.

– Señor Wild -dijo Rowley al testigo-, proporcionaréis al señor Antsy el testimonio que desea.

Yo no esperaba aquella respuesta. No conocía muy bien a Rowley, pero le había observado en el pasado -cuando se me llamó para que testificara contra individuos que había ayudado a llevar ante la justicia- y siempre había visto en él tanta justicia y honradez como puede esperarse de un hombre de su profesión. Aceptaba sobornos con moderación, y solo para asegurar un fallo que ya había decidido sin necesidad de ningún incentivo económico. Hasta se tomaba su papel de protector del acusado en serio, así que sentí cierto alivio cuando supe que él presidiría el juicio. Ahora parecía que mi optimismo había sido prematuro.

– Perdón, señoría -replicó Wild-, pero no puedo contestar lo que él desea. He jurado decir la verdad, y lo haré.

Aquello era ridículo. Wild sentía tanto apego por los juramentos como un francés por las sábanas limpias. Y sin embargo, allí estaba, incurriendo en la ira del abogado de la acusación y del juez en lugar de decir pestes de mí. Wild, que pasaba mucho más tiempo en los juzgados que yo, conocía el temperamento de Rowley. Sin duda sabía que el juez era un hombre que se conducía con mayor gravedad de la que le correspondía y que no dejaría pasar a la ligera un insulto a su autoridad. Al defenderme como lo hizo, Wild se exponía a perjudicarse seriamente a sí mismo y a los de su oficio, pues en lo sucesivo se expondría a la hostilidad de Rowley en futuros juicios. Dado que el perjurio era una de sus más importantes fuentes de ingresos, tener a un juez por enemigo podía hacerle la vida muy difícil.

Antsy no comprendía la situación mucho mejor que yo. Se limpió la lluvia del rostro.

– Dada su negativa a contar la verdad, no tengo más preguntas para este testigo -dijo el viejo abogado-. Podéis iros, señor Wild.

Yo me levanté.

– Disculpad, señoría, pero no he tenido ocasión de preguntar al testigo.

– No hay más preguntas para este testigo. -Rowley dio un golpe con el mazo.

Wild bajó e hizo un guiño en mi dirección. Yo le respondí con expresión perpleja.

Mi bella admiradora del pelo de color panocha lloró contra la manga de su abrigo; no era la única que estaba consternada. Los espectadores enseguida contestaron con silbidos y pitidos, y unos cuantos corazones de manzana volaron hacia nosotros. Yo no era una figura tan popular entre la chusma como para que no toleraran que se me insultara, pero sabían reconocer una injusticia y en aquella ciudad la gente no se callaba cuando veía que la ley abusaba de alguien. No en aquellos tiempos, cuando había poco trabajo y el pan era un bien tan preciado. Sin embargo, Rowley tenía años de experiencia con aquellos estallidos; golpeó su mazo una vez más, con tanta autoridad que hizo caer un velo de silencio.

Yo no me calmé tan fácilmente. En nuestro sistema legal, un acusado no tiene abogado porque se supone que es el juez quien le defiende. Sin embargo, la mayoría de las veces el acusado se encuentra con un juez desagradable y no cuenta con ninguna protección. Yo jamás había tenido motivos para lamentar las iniquidades del sistema, pues estaba acostumbrado a desear que condenaran a otros para poder cobrar las recompensas… y asegurarme de que se hacía justicia, desde luego. Pero en aquella ocasión descubrí que no podía llamar a mis propios testigos, ni preguntar lo que quería, ni defenderme adecuadamente. El juez Piers Rowley, un hombre a quien solo conocía de lejos, parecía decidido a acabar conmigo.


A continuación Antsy llamó a Spirit Spicer, un tipo de quien jamás había oído hablar… ¿Cómo hubiera podido olvidar un nombre que significa «espíritu del vino»? Era joven, un simple trabajador, y se notaba que procedía de las clases bajas. Spicer se había vestido con sus mejores galas, pero su camisa estaba rota por varios sitios y sus pantalones tenían manchas que a un hombre de mejor posición le habrían abochornado, como poco. Se había cortado el pelo para el juicio, utilizando, sospecho, una hoja roma; parecía que se había pillado la cabeza en un molino de grano.

Durante un interrogatorio innecesariamente largo (sin duda para recuperar su sentido del orden después del desafortunado incidente con Wild), Antsy reveló que Spicer estaba en los muelles de Wapping el día de la muerte de Yate y que decía haber visto el crimen y al criminal.

– Vi a ese hombre de ahí -dijo Spicer señalándome-. Él mató a ese tipo, a Yate. Él le pegó. Y luego le mató. A golpes.

– ¿Estáis seguro? -preguntó Antsy con voz triunfal. Su testigo estaba diciendo lo que él quería. La lluvia había aflojado un poco. El mundo era maravilloso.

– No he estado tan seguro de nada en mi vida -afirmó Spicer-. Weaver lo hizo. De eso estoy seguro. Estaba muy cerca y lo vi todo, y lo oí. Oí lo que Weaver dijo antes de hacerlo. Oí sus palabras malvadas, sí señor.

El viejo abogado pestañeó, visiblemente confuso, pero siguió de todos modos.

– ¿Y qué dijo el señor Weaver?

– Dijo: «Esto es lo que le pasa a quien hace enfadar al hombre al que llaman Johnson». Eso dijo. Más claro que el agua. Johnson. Ese es el nombre que dijo.

Yo no tenía ni idea de quién podía ser el tal Johnson, y me parece que Antsy tampoco. El hombre abrió la boca para decir algo, pero lo pensó mejor y se dio la vuelta. Dijo que no tenía más preguntas y tomó asiento.

– Johnson -repitió Spicer.

El juez Rowley se volvió hacia mí.

– Señor Weaver, ¿deseáis hacerle alguna pregunta al testigo?

– Me complace saber que el señor Spicer está en la lista de testigos a los que puedo interrogar -dije. Me arrepentí en cuanto las palabras salieron de mi boca, pero provocaron risas en la tribuna y eso me reconfortó un tanto. Rowley se había mostrado abiertamente contrario a mí, pero yo seguía siendo tan tonto que creía que su postura cambiaría. Durante la semana que había pasado en prisión, no había tenido ocasión de indagar mucho sobre la muerte de Yate, pero había mandado a mi buen amigo Elias Gordon a preguntar en mi nombre y estaba plenamente convencido de que lo que habíamos descubierto pronto terminaría con aquella farsa.

Eché un vistazo a la parte de la tribuna donde se sentaba Elias y él me hizo un gesto entusiasta con la cabeza; su delgado rostro estaba encendido por la complacencia. Era el momento de asestar un golpe fatal a aquel insulto a la justicia.

Me levanté de mi asiento, me sacudí el hielo del abrigo y me acerqué al testigo.

– Decidme, señor Spicer, ¿habéis visto alguna vez a un hombre llamado Arthur Groston?

Yo esperaba que Spirit Spicer se sonrojara, se quedara en blanco o temblara. Tal vez se cerraría en banda y negaría conocer a Groston, en cuyo caso yo tendría que acosarle hasta que confesara. Pero, si había que guiarse por su rostro, Spicer ni pensó en resistirse ni sintió el menor asomo de vergüenza. A juzgar por su sonrisa fácil y espontánea, se hubiera dicho que lo único que quería era complacer a quien tuviera la amabilidad de hacerle alguna pregunta.

– Vaya, pues sí. Lo he visto más de una vez.

La prontitud de su respuesta me desorientó, pero insistí.

– Y, en el tiempo que hace que conocéis al señor Groston, ¿os ha ofrecido alguna vez dinero para que le hagáis algún servicio?

– Sí, lo ha hecho. El señor Groston es muy generoso, sí, y siempre intenta cuidarme, porque su primo es amigo de mi madre, señor. Cree que hay que cuidar de la familia, que por eso me echó una mano.

Sonreí a aquel tipo. Allí todos éramos amigos.

– ¿Cómo describiríais los servicios que el señor Groston os pidió?

– Lo describiría como generoso y amable -dijo Spicer. En ese momento la chusma rió y Spicer esbozó una amplia sonrisa, imaginándose como la querida de la chusma y no como su payaso.

– Dejad que lo pregunte de otra forma -dije yo.

Antsy se levantó lentamente.

– Señoría, el señor Weaver está haciendo perder el tiempo al jurado con este testimonio. Solicito que lo rechacéis.

Por un momento, Rowley consideró la petición de Antsy y creo sinceramente que hubiera cedido, pero la multitud, intuyendo favoritismo, se puso a silbar. Al principio eran silbidos dispersos, pero fueron en aumento; el Tribunal Supremo sonaba como una sala llena de serpientes. Esta vez no hubo manzanas volando; quizá esto fue lo que inquietó al juez. Era como una tormenta que aún no ha estallado. No queriendo arriesgarse a provocar disturbios, Rowley me permitió continuar, pero me advirtió que fuera menos prolijo, pues había otros hombres que esperaban juicio aquel día.

Volví a empezar.

– Digámoslo de forma sencilla -le dije a Spicer- para que el juez no se inquiete. Que vos sepáis, ¿ha pagado alguna vez el señor Groston a alguien para que testifique en un juicio?

– Pues sí. Su trabajo es reventar pruebas. ¿Qué otra cosa iba a hacer?

Sonreí.

– ¿Y os ha pagado Arthur Groston para que digáis que me visteis golpear y matar a Walter Yate?

– Sí, señor -dijo el otro, asintiendo con entusiasmo-. Me ha pagado otras veces para decir cosas parecidas, pero nunca me había pagado media corona por decir lo que acabo de decir.

Los espectadores murmuraron audiblemente. La situación había dado un giro inesperado. En un momento había echado por tierra la acusación. Mi tía y mi tío se cogieron de las manos y asintieron con expresión triunfal. Elias trató de controlarse para no ponerse en pie y saludar con una reverencia, pues era su dedicación la que nos había llevado a conocer aquel dato. La mujer del pelo de color panocha dio una palmada de alegría.

– Bien. -Miré al palco del jurado y crucé la mirada con cada uno de sus miembros-. Entonces, ¿nos estáis diciendo que no me visteis hacerle daño al señor Walter Yate pero que lo habéis dicho porque un destacado revientapruebas os ha pagado para que lo digáis?

– Eso es -dijo Spicer-. Más claro el agua, como suele decirse.

Alcé las manos en un fingido gesto de exasperación.

– ¿Y por qué -pregunté-, si os han pagado para que digáis que me visteis matar al señor Yate, reconocéis ahora que no lo visteis?

Spicer se tomó un momento para pensar en la respuesta.

– Me pagaron para que dijera que vi una cosa, pero no me han pagado para que no diga que no la he visto. Mientras haya dicho que lo vi, yo he cumplido con mi trabajo.

Yo, que había pasado cierto tiempo actuando para el público como luchador y tenía cierta idea de lo que es el ritmo del espectáculo, dejé que las palabras quedaran suspendidas en el aire un momento antes de seguir hablando.

– Decidme, señor Spicer -dije, cuando pensé que había pasado tiempo suficiente-, ¿habéis oído hablar alguna vez de perjurio?

– Desde luego -dijo él alegremente, señalando al estrado del jurado-. Son ellos. [1]

– El perjurio -expliqué yo cuando las risas se calmaron- es un delito. El delito de jurar decir la verdad en un juicio y luego decir algo falso a sabiendas. ¿No creéis que sois culpable de ese delito?

– Oh, no. -El chico agitó la mano quitándole importancia-. El señor Groston me lo explicó. Me dijo que no es más delito que oír a un actor blasfemar contra Dios, siempre que lo haga cuando está en el escenario. Y ya está.

Cuando terminé de interrogar al testigo, el señor Antsy quiso interrogarle otra vez.

– ¿Visteis al señor Weaver matar a Walter Yate?

– ¡Sí, lo vi! -anunció alegremente. Entonces me miró, como si esperara que volviera a preguntarle para poder decir de nuevo que no me había visto.

Antsy llamó al estrado a otro testigo, un hombre de mediana edad llamado Clark, que también dijo haberme visto cometer el crimen. Cuando tuve ocasión de interrogarle se resistió más que el joven Spicer, pero finalmente admitió que Arthur Groston, el revientapruebas, le había pagado para que dijera haber visto algo que no había visto. Yo tenía muchos motivos para lamentar que la ley no permitiera al acusado llamar a sus propios testigos, pues me hubiera gustado mucho averiguar quién pagaba al señor Groston. Pero pensé que la información que tenía era más que suficiente para mis propósitos; más adelante tendría tiempo de sobra para ocuparme de Groston. La Corona no tenía ninguna prueba en mi contra, salvo dos testigos que habían reconocido que no habían visto nada aparte de las monedas que pusieron en sus manos.

Es por ello que, mientras miraba a la mujer del pelo de color panocha, me creí salvado. El señor Antsy había hecho su trabajo admirablemente; había demostrado que la edad no tiene por qué ser un obstáculo para un hombre con una ambición juvenil, pero las pruebas contra mí habían quedado refutadas. A pesar de lo cual, cuando llegó el momento de que el juez se dirigiera al jurado, me di cuenta de que mi optimismo había sido excesivo y que tal vez confiaba demasiado en ese espejismo que se conoce como «la verdad».

– Han oído muchas cosas -dijo el honorable Piers Rowley al jurado-; muchas de ellas de naturaleza contradictoria. Han oído a testigos que han dicho haber visto una cosa y luego, como en un juego de manos, negarlo. A ustedes corresponde decidir la forma de desentrañar este enigma. Dado que no puedo decirles cómo hacerlo, me limitaré a señalar que no hay más razón para creer una verdad a medias que una mentira a medias. No pueden saber si a estos testigos se les pagó para decir que habían visto una cosa o para decir lo contrario. No sé nada de ningún revienta-pruebas, pero conozco bien a los despreciables judíos y sus tretas. Sé bien que una raza de mentirosos podría pagar para envilecer a otros. Espero que no se dejen cegar por tales engaños ni expongan a todo cristiano, de Londres, hombre, mujer o criatura, a los estragos de un pueblo carroñero que tal vez piensa que puede matarnos impunemente.

Y, dicho esto, el jurado se retiró a deliberar.


No había pasado ni media hora cuando ese cuerpo augusto regresó.

– ¿Cuál es el veredicto? -preguntó el juez Rowley.

El representante del jurado se levantó lentamente. Se quitó el sombrero y se pasó los dedos por sus cabellos húmedos y escasos.

– Consideramos al señor Weaver culpable de asesinato, como habéis dicho, señoría. -El hombre no levantó la vista en ningún momento.

La multitud dejó escapar un grito. Al principio no hubiera sabido decir si era de alegría o de ira, pero enseguida vi con cierta satisfacción que la chusma se había puesto de mi parte. Una vez más, empezaron a volar porquerías. Al fondo, los hombres se habían puesto de pie y gritaban consignas sobre la injusticia, el papismo y el absolutismo.

– ¿Tenéis algo que alegar antes de que se dicte sentencia? -me preguntó el juez en medio de aquel alboroto. Parecía deseoso de zanjar aquel asunto y marcharse lo antes posible, sin molestarse en restablecer el orden. Sin duda consideré su pregunta un instante de más, porque el hombre dio un golpe con su martillo y dijo-: Bien. Dada la gravedad y crueldad de este crimen, no veo razón para la clemencia, y menos cuando hay tantos judíos en esta ciudad. No puedo mantenerme al margen y permitir que los miembros de vuestra raza se dediquen a asesinar a cristianos como les plazca. Señor Weaver, os condeno a ser ahorcado por el horrible delito de asesinato. La sentencia se cumplirá el próximo día de ahorcamiento, de aquí a seis semanas. -Volvió a golpear con el martillo, se levantó y salió de la sala, escoltado por un cuarteto de alguaciles.

Al momento, dos de aquellos prendas se apostaron a mi lado para llevarme de vuelta a la prisión de Newgate. Aunque acababan de ordenar mi muerte, mi primer pensamiento no fue para el horror de enfrentarme a la eternidad, sino para la indignidad de ser sacado de allí en un carro por aquellos dos rufianes.

Y entonces, como en un fogonazo, me di cuenta de lo que acababa de pasar. Me habían juzgado por asesinato y condenado a muerte. Había cometido delitos en mi vida -y algunos merecían la horca-, pero la injusticia de aquella condena me llenó de ira. Desde los bancos, mi amigo Elias Gordon gritaba que aquella injusticia era intolerable. Mi tío me llamaba y decía que utilizaría su influencia para tratar de interceder en mi nombre. Pero sus palabras no eran más que un zumbido distante en mis oídos. Las oía pero no las escuchaba.

Noté que los alguaciles me llevaban, sujetándome con fuerza cada brazo; por un momento, pensé en tratar de escapar. ¿Por qué no? Podía vencerles sin dificultad. ¿Por qué había de respetar la justicia ahora que me había tratado tan injustamente?

Pero allí estaba ella, justo delante, con su pelo de color panocha. Su bello rostro estaba enrojecido y descarnado. Las lágrimas brotaban de sus ojos.

– ¡Oh, Benjamin -exclamó-, no me dejes! Sin ti voy a morir.

Aquello me pareció muy improbable, ya que la mujer había vivido hasta entonces sin mí y se la veía totalmente sana. Sin embargo, no podía negarse que sus emociones eran auténticas. Se arrojó sobre mí, me rodeó el cuello y cubrió mi rostro de besos.

Ser objeto de las atenciones de tan bella mujer me hubiera complacido en otras circunstancias -es decir, unas circunstancias que no incluyeran una condena a muerte-, pero en aquellos momentos lo único que fui capaz de hacer fue mirarla perplejo. Los alguaciles la apartaron de mí y ella empezó a gimotear y a hablar de injusticia. Entonces, se volvió de una forma tan magistral que hubiera provocado la envidia de un titiritero o un contorsionista de la feria de Bartholomew. Sus pechos cremosos, ligeramente expuestos gracias al generoso escote del corpiño, rozaron las manos de uno de mis captores.

El alguacil, distraído y complacido, y quizá también algo desconcertado, se detuvo y se sonrojó. La mujer también pareció detenerse. Se inclinó hacia delante lo justo para que su piel rozara la mano del hombre. Él se miró la mano y la carne que estaba tocando. Su compañero alguacil también miraba, celoso porque el destino había querido que aquella otra mano menos digna hallara favor en el pecho de la señora. En aquel momento de confusión, con la destreza de un carterista, ella deslizó una cosa en mi mano. Dos cosas, diría, porque enseguida noté que eran dos objetos fríos y metálicos y oí con claridad el sonido que hacían el uno contra el otro…

No tuve necesidad de mirar para saber qué eran. Las había tocado, de hecho incluso las había utilizado con muy malas intenciones en mis años mozos, cuando ejercía mi oficio al margen de la ley; eran una ganzúa y una lima.

Los acontecimientos de los días anteriores se habían sucedido con tanta rapidez y de forma tan extraña que no entendía nada. Pero había dos cosas muy claras. Que alguien quería que fuera juzgado y condenado a la horca, para cuyo fin había abusado cruelmente de la ley.

Y, tan segura como la anterior, que alguien quería verme libre.

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