Tenía la esperanza de encontrar al tal Greenbill Billy, que sin duda era el secuaz de mi enemigo. De momento daba por sentado que esa persona era Dennis Dogmill, pero dado que no podía centrarme en esa línea de investigación, decidí seguir la única que tenía disponible.
Esperé a que cayera la noche y entonces me dirigí hacia los muelles, a El Ganso y la Rueda. Por suerte, el lugar solo estaba iluminado con unas pocas velas, y el interior era un batiburrillo de cuerpos sucios y alientos repulsivos. El olor nauseabundo de la ginebra había impregnado la madera de las mesas, de las sillas, el suelo sucio y hasta las paredes. Solo el saludable aroma del tabaco hacía aquel aire respirable.
Me acerqué al tabernero, un tipo irrazonablemente alto, de hombros estrechos y con una nariz que parecía que se la hubieran roto tantas veces como años tenía. Aunque no le tengo mucho aprecio a la bebida, pedí una ginebra para no llamar la atención, y empecé a sorber con cautela cuando me pusieron la jarra de peltre delante. Cobraba a un penique la pinta, y aun así el tipo me la había rebajado con agua.
Cuando le entregué una moneda por mi licor, le hice una señal con la cabeza.
– ¿Conoces a Greenbill Billy?
Él me miró fijamente.
– Todo el mundo conoce a Billy. Excepto tú, lo que significa que no tienes nada que hacer aquí.
– Creo que él no estaría de acuerdo. Seguro que te estará agradecido si me dices dónde está. ¿Sabes dónde puedo encontrarlo?
Él rió con sorna.
– Para los de tu calaña en ningún sitio. ¿Qué pretendes, viniendo aquí con tantas preguntas? ¿Eres de la poli? ¿Quieres hacernos quedar como unos idiotas?
– Sí -dije-. Por eso he venido. Sobre todo quería que tú quedaras como un idiota. Y creo que lo estoy haciendo admirablemente.
Él entrecerró los ojos.
– Bueno, cobarde no eres, eso lo reconozco. ¿Por qué no me dices tu nombre y dónde puedo encontrarte, y si veo a Billy, que a lo mejor lo veo y a lo mejor no, le digo que lo buscas? ¿Qué te parece?
– Me parece que entonces nunca voy a encontrar a Billy. -Dejé caer un par de chelines en mi pinta de ginebra y la empujé hacia él-. Seguro que se te ocurre alguna forma de que llegue hasta él.
– Mmm… Bueno, no sé. No se ha dejado ver esta última semana. He oído que está escondido, que la justicia o alguien lo anda buscando. Pero a lo mejor su parienta lo sabe.
– ¿Dónde puedo encontrarla?
– Echada de espaldas seguramente -dijo, y rió de buena gana de su chiste. Al cabo de un momento, controló la risa-. Se llama Lucy Greenbill. Tiene una habitación en el sótano de una casa que hay en la esquina de las calles Pearl y Silver. Billy no vive ahí, pero es que no están casados de verdad, aunque ella se ha puesto su nombre como si lo estuvieran. Pero ella sabrá dónde está como el que más, y mejor que algunos.
– Mejor que tú, espero.
– Se hace lo que se puede. De todas formas, ¿cómo te llamas? No sea que venga buscándote.
Pensé en lo que Elias me había dicho, en lo beneficioso de que me vieran en lugares como aquel.
– Mi nombre es Benjamin Weaver.
– He oído ese nombre antes -dijo él.
Me encogí de hombros y me dispuse a marcharme, un tanto decepcionado al ver que mi fama no era suficiente para que aquel tipo reconociera mi nombre enseguida.
– ¡Que me aspen! -oí que gritaba al cabo de un momento-. Ese es Weaver el judío. ¡Weaver el judío está aquí!
No sé si alguien llegó a oírlo con el alboroto que había, pero no me atreví a aflojar el paso hasta que estuve a tres calles de allí.
Transitando por calles oscuras y nevadas en la medida de lo posible, me dirigí hacia la casa donde el tabernero dijo que podría encontrar a Lucy Greenbill. No me molesté en llamar a la puerta, sobre todo porque no creí que hiciera falta tal esfuerzo. Ante mí tenía una de esas viejas casas que se levantaron a todo correr después del gran incendio de 1666, año de grandes portentos. Estos edificios, construidos de forma muy tosca, ahora parecían siempre a punto de derrumbarse, y el viandante pasaba ante ellos con gran riesgo de su persona, pues soltaban ladrillos igual que un perro va echando pulgas.
Empujé la puerta y me encontré en un lugar sucio, atestado de huesos de comidas pasadas, un orinal lleno y toda clase de desperdicios. Solo había una lámpara encendida, y no se oía nada, salvo el trajín de las ratas entre los desechos. Supuse que no habría nadie en casa, pero no quería arriesgarme. Por este motivo, y para dar tiempo a que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad, avancé deliberadamente despacio. No tardé en encontrar la escalera, y empecé a bajar.
Aquí, todos mis esfuerzos por moverme con sigilo se fueron al traste, porque era imposible bajar en silencio por aquellos viejos peldaños de madera que crujían aparatosamente. Hubiera bajado con más sigilo una escalera hecha de mendrugos de pan seco y, tal como temía, mis movimientos me delataron. Allá abajo alguien se movió. Vi una pequeña luz y noté el olor a aceite barato.
– ¿Eres tú? -oí que gritaba una voz de mujer desde abajo.
– Mmm -hice yo.
Al bajar, vi que la decoración era la misma que en los pisos superiores. Basura por todas partes, periódicos rotos y un montón de sábanas sucias.
El sótano estaba formado por una sola habitación no especialmente grande. El suelo era de tierra, y encima había muy poca cosa: un viejo colchón de paja, una silla y una mesa sin patas sobre la que reposaba la lámpara de aceite. La señora Lucy Greenbill estaba tendida sobre el colchón y, debo añadir, sin nada que la cubriera.
A fin de que el lector no crea que este relato va camino de volverse tan salaz como las escandalosas obras del señor Cleland, diré que no era en modo alguno una mujer atractiva: demasiado delgada; los huesos se le marcaban por todas partes, y las carnes, a pesar de su delgadez, colgaban flácidas en los lugares donde no estaban tensas. Sus ojos eran enormes, y hubieran resultado atractivos en un rostro más vivo, pero se notaba que le daba mucho a la ginebra, así que los tenía muy hundidos. Esa lastimosa criatura mostraba todos los signos de los que se han convertido en esclavos del vil licor: la nariz se veía seca y sin brillo, la piel marchita y sin vida, y más parecía una calavera que una tentación. Pero, incluso si su cuerpo hubiera sido más agradable a la vista, creó que sus actos hubieran deslucido la obra de la naturaleza, pues estaba ocupada sacando los piojos a un montón de ropa que tenía junto a su cuerpo desnudo. Cogía un piojo, se lo llevaba a la boca, lo partía entre los dientes y escupía sus pieles sanguinolentas.
– No te estés mucho, Timmy -dijo.
– Timmy -repetí yo-. Seguro que al señor Greenbill le sorprendería saber que estás desnuda esperando a alguien que se llama Timmy.
Lucy se incorporó de un brinco, a punto de gritar, pero no estaba dispuesto a permitirlo. Salté desde la escalera y, de un brinco, me planté junto a ella y le tapé la boca con la mano. Un ramalazo de dolor me recorrió la pierna donde tenía la herida, pero me mordí el labio decidido a no dar muestras de debilidad.
– Me doy cuenta de que es una situación bochornosa -dije, tratando de sonar más amenazador que dolorido-, y te permitiré que te vistas, pero debes prometerme que no harás ruido. Ya has visto que me muevo con rapidez, y si me desafías caeré sobre ti en un momento. Antes de pronunciar ningún sonido, debes decidir si quieres llevar este asunto, que te prometo no es nada malo, con o sin ropa.
No esperé su respuesta. Me limité a soltarla y dejé que retrocediera con rapidez y se echara un vestido por encima de la cabeza. Ahora que los dos estábamos más cómodos, se acercó a la mesa sin patas y con mano temblorosa cogió un vaso de peltre que, a juzgar por el fuerte olor, contenía ginebra.
– ¿Qué quieres? -me preguntó, y dio un trago lo bastante abundante para tumbar a un hombre de mi tamaño. A la luz de la lámpara de aceite pude ver su rostro con mayor claridad. Sus pómulos estaban muy marcados, pero la mandíbula se veía flácida, por lo que daba la sensación de que la parte inferior de la cara no era más que una bolsa vacía que colgaba de la de arriba. Cuando habló, vi que tenía pocos dientes, todos ellos rotos o gastados casi hasta la raíz. Tenía una profunda cicatriz en la mejilla izquierda, que no había visto al entrar… una imponente P grabada con una gruesa hoja.
– ¿Quién te ha hecho eso? -le pregunté.
– Mi marido -dijo ella con gesto desafiante, como si estuviera retándome a encontrar algún defecto en un hombre capaz de grabar una letra en la carne de su mujer.
– ¿Y por qué?
– Por puta -dijo ella con orgullo-. Y ahora dime qué quieres.
– Quiero saber dónde puedo encontrar a ese marido tuyo tan honorable. -Me di cuenta de que estaba frotándome sin querer mi espinilla dolorida, pero me contuve enseguida-. Es un hombre difícil de encontrar.
– Te matará por haber venido aquí, y te hará cosas peores si se te ocurre hacerme daño. Y ya que estamos, ¿tú quién eres?
– Mi nombre es Benjamin Weaver.
– ¡Oh, Dios me ampare! -exclamó, y retrocedió un paso más. Se llevó el vaso de peltre al pecho, como si por un momento hubiera confundido a un salvador con el otro-. Lo matarás, ¿verdad?
Di un paso al frente, para compensar el paso que ella había dado hacia atrás.
– ¿Por qué iba a matarlo?
– Eso es lo que haces. Matas estibadores. Todos dicen que trabajas para Dennis Dogmill, y que matas a los que van en su contra.
– Harías bien en no hacer caso de las habladurías. No son unas fuentes muy fiables. Si Billy quiere enfrentarse a Dogmill, no encontrará mejor amigo que yo.
– Entonces, ¿qué quieres de él? No creo que lo busques para haceros amigos.
– Quiero hacerle unas preguntas.
– ¿Y si él no quiere contestarte?
– Según he comprobado, la mayoría de los hombres a quienes interrogo acaban por contestar tarde o temprano.
– ¿Como Arthur Groston?
Noté que un escalofrío me recorría todo el cuerpo. Me olvidé por completo del dolor en la pierna. ¿Cómo podía haberse enterado la mujer de Billy Greenbill de mis asuntos con el vendedor de testimonios?
– ¿Qué sabes de él?
– Que está muerto. Que tú lo has matado.
Traté de dominar mi sorpresa.
– La última vez que vi a Groston estaba vivito y coleando. ¿Quién ha dicho que lo he matado?
– ¡Venga, compadre! Todo el mundo lo dice. Dicen que le metiste la cabeza en un orinal hasta que se ahogó.
– Yo no le ahogué, aunque es cierto que le metí la cabeza en un orinal de mierda.
– ¿Dices eso y esperas que te diga dónde está Billy?
– Lo encontraré tarde o temprano -dije-. Puedes estar segura. Si me dices dónde está me aseguraré de compensarte.
Dio un trago más comedido de su tazón.
– ¿Compensarme cómo?
– Bueno -dije-. No le hablaré de Timmy. Y además te daré algo de plata.
Ella me miró pestañeando.
– ¿Cuánta?
¿Por qué ser tan puntilloso? Después de todo, era el dinero del juez, y sabía que necesitaría una suma considerable para que aquella mujer superara su miedo a disgustar a Greenbill.
– Cinco chelines -dije.
Podía haberle ofrecido el reino de los Incas. Se llevó una mano a la boca y apoyó la otra en la pared para sostenerse.
– Enséñamelos.
Cogí mi bolsa y saqué las monedas, que le mostré en la palma de mi mano. Así que me vendió a su señor por unas monedas de plata. Si se dio cuenta del paralelismo con ciertos personajes de sus evangelios, no lo mencionó.
Según me dijo, Billy Greenbill estaba en el ático de una casa a unas manzanas de King Street. Me pareció más seguro esperar a que fuera muy tarde, pues no tenía intención de encontrarme a Billy y a sus amigos mientras estuvieran despiertos. Así pues, busqué un lugar tranquilo junto al río y me senté, sin apartar una mano de la pistola. Nadie me molestó, aunque una o dos veces oí sonido de pasos.
Ya muy tarde, de madrugada, cerca del amanecer, volví a la casa que Lucy me había indicado y forcé la entrada con sigilo. Todo estaba en silencio y a oscuras, como esperaba, y subí la escalera tan sigilosamente como pude. Cuando llegué arriba, a la entrada del ático, cogí mi cuchillo y probé con suavidad la puerta. Por fortuna, no estaba cerrada con llave, así que la abrí sin problemas.
En el interior había solo una vela encendida. De haber habido más, hubiera podido ver la escena que me esperaba. Pero abrí la puerta y ya había dado unos pasos cuando me di cuenta de lo que había. Media docena de hombres, cada uno armado con cuchillo y pistola, me esperaban sentados en sus sillas. Y sonreían.
La puerta se cerró a mi espalda.
– Weaver -dijo uno de ellos-. Me preguntaba por qué tardabas tanto.
Lo miré. Era de mi edad o algo mayor; llevaba la cara sin afeitar y tenía unos labios muy gruesos que le daban el aire de una impía unión entre un trabajador y un pato.
– Greenbill Billy -dije.
– A tu servicio, o tal vez debería decir que tú estás al mío. -Uno de sus hombres se levantó y me quitó el cuchillo y mis dos pistolas. No eran muy concienzudos, pues a ninguno de ellos se le ocurrió examinar mis piernas por si llevaba escondido otro cuchillo.
– Deduzco -dije- que habías ordenado a Lucy que me dijera que viniera aquí.
– Exacto. Ya llevamos días esperándote, y puedo decirte que nos alegramos de que hayas venido, porque estábamos hasta las narices de estar aquí metidos.
– ¿Y ahora pensáis capturarme y cobrar la recompensa?
– Eso sería lo mejor, pero si tenemos que matarte, lo haremos.
– ¿Por qué? -pregunté-. ¿Qué os he hecho para que queráis llegar a esos extremos conmigo?
Greenbill sonrió, e incluso en aquella oscuridad vi que sus dientes eran espantosos.
– Bueno, porque eres como ciento cincuenta libras con patas, por eso. Bien, ¿qué penalidades hay de que te vengas con nosotros sin resistirte a la casa del magistrado para que cobremos la recompensa?
– ¿Y si no lo hago?
– Si no lo haces podemos llevarte con la cabeza abierta. Bien, ¿podrás acompañarnos sin resistirte?
Me encogí de hombros.
– Ya me he escapado de Newgate una vez. No dudo de que volveré a lograrlo.
Él se rió.
– Estás muy seguro de ti mismo, ¿eh? Pero eso es tu problema, no el mío. Bueno, ¿nos vamos?
Según he descubierto, mal cazador de ladrones es aquel que necesita armas para defenderse. Siempre es preferible tener armas, pero si un hombre necesita defender su vida con sus puños, no debe vacilar. Dos de sus hombres se me acercaron, sin duda con la intención de cogerme cada uno de un brazo. Dejé que pensaran que no me resistiría, pero cuando estuvieron en la posición que yo quería, atrapé el brazo de cada uno bajo mis axilas, tiré hacia abajo y luego empujé hacia atrás con fuerza con los codos. Les di a los dos en la cara, y los tipos cayeron hacia atrás.
Billy no perdió el tiempo. Levantó su pistola, así que yo eché mano de uno de sus colegas que, al ver que la situación no era de su agrado, había echado a correr hacia la puerta. Lo cogí de los hombros y lo volví hacia Billy para convertir a aquel cobarde en un escudo. Billy no tuvo tiempo o no quiso evitar el disparo y una bala fue a parar al hombro de su amigo.
Ciertamente, era buena señal que en unos segundos hubiera podido deshacerme de tres de los seis hombres. Esperaba que los siguientes tuvieran el mismo buen desenlace. Billy acababa de disparar su pistola, así que por el momento estaba desprotegido. Corrí hacia él, pero uno de sus ayudantes saltó a mi espalda para detenerme.
No era la técnica más efectiva en una lucha a muerte, pero sirvió para que Billy corriera hacia la puerta. Mi atacante estaba colgado a mi espalda, tratando de ahogarme con el brazo. Retrocedí contra la pared, pero él no se soltaba. Incluso me apretó el cuello con más rabia, así que repetí la operación, tratando de que se golpeara la cabeza. Esta vez lo hice con tanta fuerza que el tipo se soltó y cayó al suelo, con lo que se incorporó a las filas de sus camaradas heridos.
A Billy y al compañero que aún no estaba herido no los veía por ningún lado. O habían huido o habían ido a por refuerzos. No podía permitirme esperar y ver si levantaban la liebre y daban la alarma, pero tampoco me atrevía a dejar pasar una oportunidad como aquella para averiguar alguna cosa. Uno de los hombres a los que le había partido la cara estaba echado de lado, encogido, gimoteando. Le toqué con el pie para que supiera que quería hablar con él.
– ¿Qué interés tiene Billy en mí? -le pregunté.
Él no contestó y, puesto que no podía perder el tiempo, traté de ser más persuasivo, le puse el pie en el cuello y repetí la pregunta.
– No lo sé -dijo el tipo, con voz rasposa y con la boca llena de espuma y saliva. Quizá le había destrozado los dientes, o puede que hasta la lengua-. El dinero.
– ¿El dinero? ¿La recompensa?
– Sí.
– ¿Mató Billy a Yate?
– No, eso lo hiciste tú.
– ¿Quién es Johnson? -Había hecho esa pregunta tantas veces que temía que la respuesta sería siempre la misma. Pero me llevé una sorpresa.
– No sé cuál es su verdadero nombre.
– Pero ¿sabes quién es?
– Claro que sé quién es. Todo el mundo sabe quién es.
– Todo el mundo no. Cuenta.
– Bueno, es un agente del Pretendiente, por supuesto. Nadie sabe cómo se llama de verdad, pero así es como le llaman.
– ¿Quién lo llama así? ¿Quién?
– En las tabernas de ginebra. Cuando beben a la salud del verdadero rey, también beben a su salud.
– ¿Y qué tiene él que ver conmigo?
– ¿Cómo quieres que lo sepa?
Desde luego, era una buena pregunta.
Abajo oí ruido de pasos, y el silbato de un sereno. No podía perder más tiempo con aquel tipo, así que corrí escaleras abajo cerciorándome como pude de que Billy no estuviera al acecho. Pero, no, él se había puesto a cubierto. Tendría que encontrar otra forma de localizarlo. Y tenía otras preocupaciones en la cabeza. Por ejemplo, quería saber por qué, durante mi juicio, la persona que había contratado a Arthur Groston había querido que pareciera que yo era agente del Pretendiente. Estaba claro que mi condena por la muerte de Yate era parte de una trama mucho más importante en la que mi nombre y mi vida debían quedar destruidos para siempre.
Después de escapar por tan poco con vida, aquella noche no estaba de humor para más malas noticias, pero al volver a mis habitaciones descubrí que el día aún no había terminado. Me esperaba una nota con una noticia preocupante.
No había dado importancia a las palabras de la mujer de Greenbill, pero fue un error. La nota era de Elias, que había recibido la noticia de un amigo cirujano. Al parecer, un oficial de la Corona había pedido a su amigo que examinara el cadáver de Arthur Groston, que había sido asesinado… presumiblemente por Benjamin Weaver.