¿Cómo había acabado en una situación tan delicada? No acertaba a imaginarlo, pero sabía que de alguna forma mis dificultades tenían relación con un servicio que me había comprometido a hacerle al señor Christopher Ufford, un cura de la Iglesia anglicana que servía en la iglesia de San Juan Bautista de Wapping.
Cuando Miriam se casó con el caballero cristiano caí en un estado de melancolía que me llevó a descuidar bastante mi oficio. Durante algunos meses apenas trabajé, pues prefería pasar el tiempo bebiendo y divirtiéndome, o dedicado a la contemplación, y a veces a ambas cosas. Así que, cuando recibí una nota de este clérigo, el mismo día en que me llegaron tres notas urgentes de mis acreedores, decidí que lo mejor era hacer lo que llevaba prometiéndome hacía meses, sacudirme aquel estupor y seguir con mi trabajo. Por tanto, me quité el sueño de la cara con un poco de agua, me recogí el pelo, que llevaba en el estilo de una peluca con cola, y fui en un carruaje de alquiler hasta York Street, donde me había citado el señor Ufford.
Aquella mañana me puse en marcha sin imaginar que más de treinta y cinco años después describiría mis actos sobre papel. De haberlo sabido, quizá me habría fijado más en los personajes desaliñados que me rodearon en cuanto bajé del carruaje, en Westminster. Había allí cuatro individuos, destinados, sin saberlo ellos, a desempeñar el literario papel de comparsas. Tomaron posiciones a mi alrededor y rieron con gesto burlón. Pensé que debían de ser algunos de los incontables ladrones que acechaban en las calles desde la caída de la South Sea, que se había llevado con ella la riqueza del país. Pero eran otra clase de criminales.
– ¿Qué será el señor, whig o tory? -preguntó con gesto burlón uno de ellos, el más fuerte y seguramente también el más borracho.
Yo sabía que las seis semanas de elecciones estaban casi encima, y con frecuencia los candidatos tanteaban el terreno: patrocinaban altercados en las tabernas pagando la bebida de hombres de baja estofa como aquellos, que sin duda no tenían derecho a voto. El motivo de la generosidad de los políticos era muy simple: esperaban que sus groseros convidados actuaran como lo estaban haciendo aquellos individuos, zafios abogados de su causa.
Puesto que era muy temprano en la mañana, solo cabía suponer que aún no se habían acostado. Miré sus rostros sin afeitar y las ropas andrajosas, y traté de calibrar el daño que podían hacerme.
– ¿Y tú quién eres? -pregunté yo a mi vez.
El cabecilla lanzó una risotada.
– ¿Y por qué iba a decirlo?
Yo me saqué del bolsillo una de las dos pistolas que llevo siempre conmigo y le apunté a la cara.
– Porque tú has iniciado la conversación, y quisiera saber hasta qué punto te interesa.
– Os pido disculpas, señoría -dijo él, sobrestimando en mucho mi posición. Se quitó el sombrero y, colocándoselo contra el pecho, hizo una reverencia.
No estaba dispuesto a aceptar tanto servilismo.
– ¿De qué partido sois? -volví a preguntar.
– Somos whigs, si no os importa, señor -dijo otro de ellos-. ¿Qué vamos a ser? Nosotros somos hombres trabajadores, no grandes lores, como su señoría, para ser tories. Estábamos en una taberna por cortesía del señor Hertcomb, el whig de Westminster. Así que ahora somos whigs, y estamos a su servicio. No queríamos haceros daño.
A mí aquello poco me importaba y tampoco sabía nada de whigs y tories, aunque entendía lo suficiente para saber que los whigs, el partido de los nuevos ricos y la Baja Iglesia, [2] eran quienes más interés podían tener en atraer a individuos como aquellos.
– Fuera -dije agitando mi pistola. Los hombres se alejaron corriendo en una dirección, y yo me fui en la otra. Al momento, el incidente estaba olvidado y mi mente volvió a la reunión con el señor Ufford.
He conocido a pocos curas en mi vida, pero a raíz de mis lecturas me los imaginaba como hombrecillos dignos con casas pulcras pero modestas. Me sorprendió mucho el lujo de la casa del señor Ufford. Los hombres que buscan el camino de la Iglesia suelen tener muy pocas opciones: o lo hacen porque sus familias no tienen dinero o porque son segundones y quedan excluidos de la herencia por las estrictas leyes y los usos y costumbres de la tierra. Pero allí tenía a un cura que disponía para su uso personal de una hermosa casa en una calle elegante. No sabría decir cuántas habitaciones tenía, ni cómo eran, pero enseguida descubrí que la cocina era de la mejor calidad. Cuando llamé a la puerta principal, un sirviente rubicundo me dijo que no podía entrar por allí.
– Por la puerta de atrás -me dijo.
Me ofendí no poco por aquello, y pensé en corresponder a sus indicaciones de la forma más desagradable posible, pero si bien no era común, este hecho no carecía de precedentes. Tal vez el exceso de vino que había tomado la noche anterior me hacía estar especialmente irritable. Sea como fuere, dejé a un lado mi enojo y fui hacia la entrada lateral, donde una mujer recia con unos brazos tan gruesos como mis pantorrillas me indicó que me sentara a una gran mesa situada en un rincón. Sentado a dicha mesa había un individuo de la peor especie; no era viejo, pero lo parecía. No llevaba peluca; se cubría la calva con un sombrero de paja de ala ancha por el que sobresalían unos mechones de pelo entrecano. Sus ropas estaban hechas con tejidos muy simples y sin teñir, aunque se veía que eran nuevas, y su único adorno era una insignia de peltre que llevaba sujeta al pecho. No sabría explicar la razón pero, aunque no conocía a aquel hombre, tuve enseguida la impresión de que el señor Ufford le había comprado aquellas ropas recientemente… puede que incluso para aquella reunión.
Al poco, otro hombre, vestido con levita negra y lazada blanca -el estilo de los curas-, entró en la cocina, algo vacilante, como si asomara la nariz a una habitación en una casa donde es un invitado. Cuando sus ojos se encontraron con los míos, sonrió afectadamente.
– Benjamin -exclamó cordialmente, aunque nunca nos habíamos visto-. Pasad, pasad. Me alegra que hayáis podido venir como os pedí, y con tan poco tiempo. -Era un hombre alto, con tendencia a la gordura, incluso gordo, y su rostro hundido parecía una media luna. Llevaba una peluca con cola, nueva y cuidadosamente empolvada.
Reconozco que me molestó un poco que me llamara por mi nombre. No conocía a aquel hombre de nada, y no esperaba que se tomara esas libertades conmigo. Sospechaba que, de haberlo llamado yo a él Christopher, o incluso Kit, no se lo habría tomado a bien.
Me indicó que tomara asiento.
– Vamos, sentaos. Sentaos. ¡Oh, qué modales los míos! Benjamin, este individuo es John Littleton. Pertenece a mi parroquia, y se ha beneficiado de la generosidad de la Iglesia. Pero lo importante es que conoce la parroquia y a los hombres que la componen. Me ha sido muy útil en estos últimos días, y he pensado que podría seros útil también.
Yo me volví para ofrecerle mi mano en señal de amistad a aquel «individuo», como había dicho el cura.
El hombre la aceptó con entusiasmo, aliviado tal vez al ver que yo era algo más abierto que nuestro anfitrión.
– ¿Cómo estáis? -dijo alegremente-. Benjamin Weaver, que me aspen si no os he visto pelear. Y más de una vez. Os he visto darle a base de bien a ese irlandés, Fergus Doyle, y cuando dejasteis frío a aquel francés, aunque no me acuerdo del nombre. Pero la mejor pelea que he visto fue la vez que peleasteis con Elizabeth Stokes. Esa sí que sabía pegar. Ya no hacen mujeres como esa, no señor.
Me senté junto al señor Littleton.
– La triste realidad es que el arte del pugilismo pasa por malos momentos entre las damas. Ahora es un deporte de mujeres y las obligan a sujetar monedas en el puño mientras pelean para que no se arranquen los ojos. La primera que abre el puño lo bastante para que se le caigan las monedas pierde -comenté.
– Mala cosa. Esa Elizabeth Stokes sabía dar puñetazos. -Se volvió hacia el señor Ufford-. Una tipa increíble, era… agresiva como una rata sin patas y rápida como un italiano untado de aceite. Pensaba que iba a dejarle hecho caldo, aquí al señor Weaver.
– Me pegó a base de bien -dije yo alegremente-. Es lo que no me gustaba cuando tenía que luchar con una dama. Si perdía, era una humillación, y si ganaba, no había gloria porque lo que había hecho era pegar a una mujer. Hubiera debido rechazar el combate, pero esas peleas solían dejar una generosa recaudación. Los que las organizaban no podían imaginar nada más lucrativo, y nosotros los luchadores tampoco.
– A mí lo que me gustaría es que obligaran a las mujeres a ir desnudas de cintura para arriba, como los hombres. Eso sí que estaría bien, con los melones saltando arriba y abajo. Perdonad, señor Ufford.
La piel rosada de Ufford se sonrojó.
– Bueno -dijo, frotándose las manos como si estuviera preparándose para trasladar un montón de leña-, ¿qué les parecería un refrigerio antes de que entremos en materia? ¿Qué decís, señor Weaver? ¿Puedo ofreceros una cerveza negra? Es la que prefieren los hombres que trabajan.
– Últimamente no me he dedicado tanto a mi profesión como debiera -le dije-, pero me gustaría tomarme una cerveza de todos modos. -El caso es que la cabeza me dolía bastante por el vino que había bebido la noche anterior y, aparte de un tazón de leche con sasafrás, una cerveza era lo más indicado.
– Pensaba que no lo iba a decir nunca -me dijo Littleton por lo bajo, como si me contara un secreto-. Casi me muero de sed mientras le esperábamos.
Ufford hizo sonar la campanilla, y la sirvienta de los brazos macizos entró. No tendría más de dieciséis años, estaba algo encorvada, y de su rostro solo puedo decir que la naturaleza no se había mostrado muy generosa con ella. Pero parecía una moza alegre, y nos sonrió amablemente a todos. Escuchó las instrucciones del señor Ufford y enseguida volvió con unas jarras de peltre llenas de una cerveza casi sin espuma.
– Bien -dijo el señor Ufford, sentándose con nosotros a la mesa. Nos mostró una bonita cajita de rapé de barba de ballena-. ¿Deseáis un poco?
Littleton negó con la cabeza.
– Prefiero mi pipa. -Y dicho esto sacó el mencionado artilugio y lo llenó con el tabaco que llevaba en una pequeña bolsa de cuero.
– Me temo que debo pediros que os abstengáis en mi presencia -dijo Ufford-. No soporto el olor del tabaco. Es dañino y podría provocar un incendio.
– ¿Ah, sí? -preguntó Littleton-. Entonces lo guardo.
Quizá para demostrar su superioridad, Ufford tomó su rapé de forma muy exagerada. Cogió un pellizco entre el índice y el pulgar y procedió a aspirarlo con furia por cada fosa de la nariz. Luego se dio unos toquecitos en la nariz y estornudó tres o cuatro veces. Finalmente, dejó la cajita a un lado y nos sonrió, como si quisiera demostrar que no le quedaba ni una mota de rapé en la cara.
Personalmente, el ritual de tomar rapé siempre me había parecido extremadamente tedioso. Los hombres hacían un gran espectáculo para demostrar quién aspiraba con más fuerza, quién estornudaba más limpiamente y quién tenía la nariz mejor formada. Sin duda Ufford había hecho una bonita demostración, pero descubrió que no éramos el público más indicado para apreciar su arte.
Carraspeó con nerviosismo y luego cogió una copa de vino, con el pie de reluciente plata.
– Imagino que tendréis curiosidad por saber la tarea que deseo encomendaros, ¿me equivoco?
– Estoy impaciente por escucharos, ciertamente -dije tratando de demostrar seguridad. Pero llevaba meses eludiendo mis responsabilidades, y las ruedas de mis mecanismos de cazar ladrones necesitaban engrasarse.
Eché un vistazo al señor Littleton. El hombre solo tenía ojos para su jarra de cerveza, que se vaciaba por momentos, así que pude estudiarlo con libertad. Tenía la sensación de que lo conocía de algún encuentro anterior, pero no acababa de situarlo, y esto me inquietaba grandemente.
– Me temo que estoy en una situación delicada, señor -empezó a explicar Ufford-. Una situación muy delicada que no puedo resolver sin ayuda, y no una ayuda cualquiera, como enseguida comprenderéis. He dado muchos sermones en mi iglesia… Oh, lo olvidaba, al ser judío quizá no estéis familiarizado con los procedimientos de una iglesia. Veréis, durante nuestras ceremonias, es habitual que el cura dé una larga charla… bueno, no demasiado larga, espero… y en esta charla habla de cuestiones morales o religiosas que considera relevantes para su congregación.
– Señor Ufford, estoy familiarizado con el concepto de sermón.
– Por supuesto, por supuesto -dijo él; pareció desilusionarle no poder seguir con su definición-. Sabía que lo estaríais. Bien, como decía, en los últimos meses, me he acostumbrado a dar sermones sobre un tema muy querido por mí, y muy apreciado por mis parroquianos, pues mayoritariamente son trabajadores de la escala más baja entre los hombres que trabajan. Hombres que viven de lo que ganan cada día y a quienes perder la paga de unos pocos días o contraer una enfermedad que exija pagar a un médico podría acarrear la ruina más completa. He hecho mía su causa, señor, y he hablado en su nombre. He hablado, digo, por los derechos de los hombres trabajadores de la ciudad, para que tengan un salario decente y puedan mantener a sus familias. He hablado en contra de la crueldad de quienes los obligan a vivir en una pobreza tan absoluta que el atractivo de ganar dinero rápido cometiendo horribles delitos, el pecado de la prostitución y el olvido que les proporciona la ginebra conspiran para perderlos en cuerpo y alma, sí, en cuerpo y alma. He hablado en contra de estas cosas.
– Me atrevería a decir que estáis hablando en contra de ellas ahora -comenté.
De nuevo, el señor Ufford me sorprendió con su carácter bondadoso. Rió y me dio unas amables palmaditas en el hombro.
– Debéis perdonarme si hablo demasiado, Benjamin. Pero cuando se trata de los pobres y su bienestar nunca diré bastante.
– En ese particular sois admirable, señor.
– Solo cumplo con mi deber de cristiano… y me gustaría ver que otros en mi iglesia lo hacen. Pero, como digo, he hecho mía la causa de los pobres y he hablado de las injusticias a las que se enfrentan. Yo pensaba que mis actos harían el bien, pero he descubierto que hay a quien no le gusta mi mensaje, incluso entre los más necesitados, entre los hombres a quienes deseo ayudar. -En este punto, Ufford metió la mano en el interior de su levita y sacó un pedazo arrugado de papel-. ¿Queréis que os lo lea, Benjamin? -preguntó con toda la intención.
– Soy hombre de letra -dije, tratando con todas mis fuerzas de ocultar la irritación. No era frecuente que se me tuviera por alguien tan inculto como para no saber leer.
– Por supuesto, la vuestra es una raza cultivada, lo sé.
Me entregó la nota, escrita en unos caracteres bastos e irregulares.
Señor Yufur:
Mardito y mardito dos vezes y dos vezes mas, canaya sin escrúpulos. A naide le interesan sus discursos, mardito. Si no callas de una vez descubrirás que ay qien sabe azeros qe os cayais quemando vuestra casa con bos adentro y si la piedra no se qema pues os cortaran el pescuezo y os desangrareis porqe sois un zerdo. No mas discursitos sobre los pobres o vais a enteraros de lo que somos los pobres y qe podemos hazer y sera lo ultimo que sabréis porqe os iréis al infierno zerdo retorzido. Ya emos avisado, la prosima bez le mataremos.
Dejé la nota sobre la mesa.
– En mis tiempos, yo también oí a hombres de mi religión pronunciar discursos con los que no estaba del todo de acuerdo. Sin embargo, esta respuesta me parece excesiva.
Ufford negó con la cabeza tristemente.
– No podéis imaginaros la sorpresa que sentí al leer esta nota, Benjamin. Que yo, que he decidido dedicar mi vida a ayudar a los pobres, tenga que recibir sus insultos, aunque sean pocos, es una enorme decepción para mí.
– Y da miedo -apuntó Littleton-. Todo eso de quemar la casa y cortarle el pescuezo. Pondría a cualquier hombre muy nervioso. Vaya, si fuera yo, me escondería en la bodega como un niño azotado.
Sin duda al señor Ufford le había puesto nervioso. El cura se sonrojó y se mordió el labio.
– Sí. Veréis, Benjamin, mi primer pensamiento fue que, si la gente se oponía tan enérgicamente a mis sermones, quizá no debía continuar pronunciándolos. Después de todo, aunque tenga cosas que decir, no me considero tan excéntrico como para arriesgar mi vida por mis ideas. Pero entonces, cuando lo medité más a fondo, pensé si eso no sería una cobardía. Sería mucho más honorable descubrir quién estaba detrás de esas notas y llevarlo ante la justicia. Ni que decir tiene que no volveré a dar más sermones sobre el tema hasta que este asunto esté solucionado. Sería una imprudencia.
Al instante empecé a sentir que la helada maquinaria de mi oficio empezaba a descongelarse. Pensé en una docena de hombres sobre los que podía preguntar. Pensé en las tabernas que visitaría, en los mendigos predispuestos a que les preguntara. Había mucho que hacer para ayudar al señor Ufford, y me di cuenta de que estaba deseando hacerlo… no por él, sino por mí mismo.
– Si se lleva el asunto correctamente, no será difícil dar con el autor -aseguré. La seguridad de mi voz nos alegró a ambos.
– Oh, eso está bien, señor, muy bien, desde luego. Me han dicho que vos sois el hombre indicado para estos asuntos. Si supiera quién ha enviado la nota y solo fuera menester capturarlo, tendría que recurrir a Jonathan Wild. Pero me dicen que vos sois quien puede encontrar a un hombre cuando nadie sabe dónde está.
– Me halaga vuestra confianza. -Reconozco que me complacieron sus palabras, pues los méritos que me atribuía los había ganado a pulso. Había aprendido una o dos cosillas gracias a los problemas que tuve cuando trataba de descubrir quién había asesinado a mi padre y la relación que tenía su muerte con los complejos engranajes económicos que impulsan esta nación. Pero, lo más importante, descubrí que la filosofía que se esconde detrás de sus monstruosas finanzas, y que lleva por nombre «teoría de la probabilidad», podía aplicarse de forma sorprendente a la captura de ladrones. Hasta que supe de ella, no conocía otra forma de localizar a un villano que la de utilizar testigos o sonsacar confesiones. Pero, mediante el uso de la probabilidad, descubrí la forma de especular y calcular quién era más probable que hubiera cometido el crimen, cuál podía ser el motivo, y cómo el rufián podía haber llevado a cabo sus fechorías. Con este nuevo y asombroso método logré atrapar a criminales que de otro modo habrían escapado de las garras de la justicia.
– Imagino que os estaréis preguntando por qué he pedido a John que nos acompañara -dijo Ufford.
– Sí, me lo había preguntado -concedí.
– John es una persona que he conocido a través de la labor que realizo con los pobres de mi parroquia. Y, ciertamente, sabe mucho sobre las personas que podrían haber enviado esta nota. He pensado que podría orientaros un poco mientras exploráis las guaridas de los desafortunados habitantes de Wapping.
– No me gusta meterme en esas cosas -me dijo Littleton-, pero el señor Ufford me ha hecho algunos favores y tengo que devolvérselos en lo que puedo.
– Bien. -Ufford apuró su vaso y se apartó de la mesa-. Creo que ya hemos terminado. Evidentemente, debéis informarme de vuestros progresos. Y si tenéis alguna pregunta, espero que me mandéis una nota y buscaremos una fecha adecuada para discutir el asunto.
– ¿No preguntáis -dije yo- por mi tarifa para realizar el servicio que pedís?
Ufford rió y se toqueteó con nerviosismo uno de los botones de su levita.
– Por supuesto, imagino que querréis vuestro dinero. Bien, cuando hayáis terminado, nos ocuparemos de eso.
Así era como los hombres de la posición del señor Ufford acostumbraban a pagar a los comerciantes. No preguntaban hasta que el trabajo estaba hecho, y entonces pagaban lo que querían cuando querían… o no pagaban. ¿Cuántos cientos de carpinteros, herreros y sastres se habían ido a la tumba en la más absoluta pobreza mientras los ricos a quienes servían les robaban abiertamente bajo el amparo de la ley? Yo no era tan necio como para aceptar semejante trato.
– Necesito que se me paguen cinco libras ahora, señor Ufford. Si mis pesquisas se prolongan más de quince días os pediré más, y entonces podréis decirme si estáis lo bastante satisfecho para pagarme lo que pido. Sin embargo, por experiencia puedo deciros que si en quince días no he conseguido localizar al criminal, seguramente nunca lo encontraré.
Ufford se soltó el botón y me miró con expresión severa.
– Cinco libras es mucho dinero.
– Lo sé -dije-. Por eso deseo que me las deis.
El hombre se aclaró la garganta.
– Debo informaros de que no estoy acostumbrado a pagar antes de que el servicio esté hecho, Benjamin. Y no demostráis ningún respeto al pedírmelo.
– Ni pretendo ser respetuoso ni pretendo ser rudo. Se trata simplemente de mi forma de llevar estos asuntos.
Ufford suspiró.
– Muy bien. Podéis volver hoy más tarde. Barber, mi sirviente, os entregará una boba con lo que pedís. Entre tanto, sin duda ustedes dos tienen mucho de qué hablar, jovencitos. Pueden quedarse en esta habitación tanto como quieran, siempre que no pase de una hora.
Littleton, que había estado muy ocupado mirando el fondo de su jarra de cerveza, levantó la vista.
– No somos jovencitos -dijo.
– ¿Disculpad?
– Digo que no somos jovencitos. Usted no es mucho mayor que Weaver, y yo soy lo bastante viejo como para ser su padre, porque me inicié en estas lides siendo muy joven. Vaya que sí. No somos jovencitos, ¿no?
Ufford contestó con una parca sonrisa, tan condescendiente que fue mucho más cruel que un reproche directo.
– Por supuesto, John, tenéis toda la razón. -Y dicho esto se levantó y nos dejó solos.
En el transcurso de la conversación, había recordado de qué conocía el nombre de Littleton. Menos de diez años atrás, se había labrado, involuntariamente, cierta fama de agitador entre los trabajadores de los astilleros de Deptford. El descalabro provocado por su grupo de trabajadores dio pie a no pocos artículos en los periódicos.
Los trabajadores de los astilleros tenían por costumbre llevarse los fragmentos de madera que sobraban de su trabajo de serrar, fragmentos que ellos llamaban «astillas» y que después vendían o trocaban. El valor de las astillas tenía no poca importancia en sus salarios. Cuando Littleton trabajaba en los astilleros, la autoridad portuaria había llegado a la conclusión de que muchos hombres cogían piezas enteras de madera, las dividían en pequeños fragmentos y luego se las llevaban… lo cual le costaba al puerto una considerable fortuna cada año. La orden se dio inmediatamente: los trabajadores no podrían seguir llevándose las astillas, pero no se les ofreció ningún aumento de sueldo como compensación. Con aquella medida, pensada para reducir el fraude, la autoridad portuaria redujo drásticamente los ingresos de sus trabajadores y se ahorró una importante cantidad de dinero.
John Littleton fue uno de los que protestó más enérgicamente. Formó un grupo de trabajadores y declararon que si ellos no tenían sus astillas, los astilleros no tendrían trabajadores. En un gesto desafiante, cargaron con su botín como habían venido haciendo, se lo echaron a la espalda y salieron entre una multitud que los abucheó y les dijo cosas muy feas. Esa es la razón por la que, incluso después de tantos años, cuando un trabajador actúa de forma descarada con sus superiores, en Inglaterra decimos que «lleva una astilla al hombro».
Al día siguiente, cuando Littleton y sus amigos trataron de salir con el botín se encontraron con mucho más que un montón de oportunistas malhablados. Sí señor, lo que encontraron fue un grupo de rufianes pagados por la autoridad portuaria para hacer que aquel desafío les resultara poco rentable. Les golpearon y les quitaron sus astillas para venderlas ellos mismos. Todos los afectados escaparon con apenas unos moretones y algunos golpes en la cabeza…, todos salvo John Littleton, a quien arrastraron de vuelta a los astilleros, lo golpearon sin piedad y, tras atarlo a un montón de madera, lo dejaron a su suerte durante casi una semana. De no ser porque llovió antes de que lo encontraran, hubiera muerto de sed.
Este incidente fue recibido con gran indignación general, pero no tuvo ninguna consecuencia para los atacantes de Littleton… ninguna consecuencia salvo que terminó con la rebelión contra la autoridad portuaria y con la carrera de Littleton como agitador entre los trabajadores.
Littleton llamó a la moza para que volviera a llenarle la jarra y la apuró de un par de tragos.
– Ahora que se ha ido, os diré lo que tenéis que saber, y cuanto antes encontréis al tipo y consigáis vuestras cinco libras, más generoso seréis con vuestro amigo John Littleton. Con un poco de suerte, podríais tener el asunto zanjado mañana, y luego podéis reposar cómodamente como una comadre cuando le curan a su hombre la viruela.
– Decidme qué sabéis.
– Para empezar, debéis comprender que esta no es la parroquia de Ufford. Su iglesia es la de San Juan Bautista, en Wapping. No vive allí porque no le interesa vivir en un tugurio que huele el doble de bien que un pozo de mierda. Tiene un coadjutor que le paga unos chelines cada semana para hacer casi todo su trabajo y que anda siempre como un esclavo haciendo lo que Ufford le dice. Hasta hace poco le hacía también el sermón del domingo, pero entonces a Ufford le dio por defender a los pobres, como nos llama, y por eso aceptó más tareas.
– ¿Y eso cómo puede ayudarme a encontrar al hombre que escribió la carta? -pregunté.
– Bueno, el caso es que hay bastante descontento entre los estibadores. -Y con gesto orgulloso se dio unos toques en su insignia-. Están quitando antiguos privilegios pero no dan nada a cambio. A los que se guardan un poco de tabaco en los pantalones o se meten unas pocas hojas de té en los bolsillos los están deportando, y dicen que tienen suerte de que no los manden a la horca. Y aunque ahora no pueden seguir birlando cosas, no les dan nada a cambio. Así que están enfadados, todos, enfadados como un perro con una vela encendida en el culo.
– ¿Una vela encendida, decís?
Él sonrió.
– Chorreando cera.
Entendía perfectamente que a Littleton poco podía importarle aquella situación, pues debía de recordarle lo que le sucedió a él en los astilleros. Tal era la naturaleza del trabajo en todas las islas. Las compensaciones que se daban tradicionalmente, como bienes o material, se negaban a los trabajadores y no se les ofrecía nada a cambio. Lo que me sorprendía era que, teniendo en cuenta lo que había sufrido en el pasado por defender los derechos de los trabajadores, Littleton se dejara arrastrar al círculo de Ufford. Aunque sabía bien que cuando un hombre tiene hambre, con frecuencia se olvida de sus miedos.
Sin embargo, la historia que Littleton acababa de contarme no tenía sentido.
– Si el señor Ufford quiere ayudar a los trabajadores, ¿por qué iban a estar furiosos con él?
– Esa es la cosa, ¿verdad? Antes los estibadores conseguíamos trabajo cuando podíamos, pero entonces ese pez gordo del tabaco (Dennis Dogmill se llama) lo fastidió todo. Dijo que teníamos que reunirnos y presentarnos todos juntos para que pudiera contratar a un grupo y no tener que andar eligiendo a los hombres uno por uno. Así que se formaron grupos y los grupos se convirtieron en bandas, y entre ellas se odian más que a Dogmill, que me parece que es lo que quería desde el principio. ¿Lo conocéis a Dogmill?
– Me temo que no.
– Ah, no os preocupéis, no hay que tener miedo si no se lo conoce. El problema es cuando lo conoces. Es el hijo del hombre del tabaco más importante en la isla, pero él no es como su padre. Se ponga como se ponga, no vende como vendía antes su familia, y eso le pone muy furioso. Una vez le vi pegar a un estibador casi hasta matarlo porque decía que no trabajaba bastante. Todos nos quedamos allí, mirando, sin atrevernos a hacer nada, aunque éramos muchos, pero eso no importaba. Si das un paso, pierdes tu insignia. Si tienes familia, adiós comida. Y había algo más. Me dio la sensación (es difícil decirlo, pero es así) de que veinte de nosotros no hubiéramos sido bastantes para reducirlo. Es un tipo corpulento y fuerte, pero no es por eso. No, lo que pasa es que está rabioso, no sé si me comprendéis. Y esa rabia que tiene es muy mala.
– ¿Y él está detrás de las bandas? -pregunté.
– No directamente, pero sabía muy bien lo que hacía cuando nos dividió. Ahora hay un montón de bandas, y nunca nos reunimos. Bueno, las más numerosas son las de Walter Yate y Billy Greenbill; le llaman Greenbill Billy porque sus labios parecen un pico verde.
– ¿No es por el nombre?
Littleton se quitó el sombrero y se rascó su cabeza casi calva.
– Claro, también. Pero el caso es que Greenbill Billy es un tipo desagradable; dicen que prefiere ver muertos a los que quieren dirigir a los trabajadores, y incluso a los trabajadores, que rendir cuentas a otro… que no sea Dogmill, claro. Me parece que no le gustaría que Ufford meta la jeta en el asunto, porque en su opinión no es asunto suyo, y no tiene ninguna razón para meter las narices en las cosas de los estibadores. El cura quiere que las bandas formen una gran asociación de trabajadores para que se enfrenten a Dogmill, y si eso pasa, Greenbill Billy dejará de ser el estibador más poderoso de los muelles y será solo uno más en el montón de mierda.
– ¿Las otras bandas están dispuestas a dejar a un lado sus diferencias y formar una asociación? -pregunté.
Él meneó la cabeza.
– Al revés. Compiten entre ellas, porque ahora Dogmill controla casi todos los muelles y no deja que ninguna trabaje si no lo hace por menos que las otras. Por eso los salarios no dejan de bajar y nosotros cada vez nos peleamos más por las migajas.
– ¿Y creéis que Greenbill Billy está detrás de las notas?
– Puede que sí o puede que no. Yo estoy en la banda de Yate, y sé que él no lo haría. Es un buen hombre. Es joven, pero es listo como un cerdo que consigue escapar de la feria de Bartholomew, y parece que quiere hacer las cosas bien. Tiene la mujer más guapa que he visto. No me importaría tener una mujer como esa, la verdad. Y la he visto que me miraba un par de veces. Ya lo sé que soy más viejo que Yate, pero tengo mis encantos. De cintura para abajo parezco un hombre joven, y no me extrañaría que una moza tan bonita se la diera con queso a su hombre, no sé si me entendéis.
Yo, que tenía la sensación de que nos habíamos desviado del tema, traté de llevar la conversación de vuelta a su cauce.
– Entonces quizá debería hablar con Greenbill.
Littleton chasqueó los dedos.
– Es lo que yo pensaba. Va a una taberna que se llama El Ganso y la Rueda, en Old Gravel Lane, cerca del depósito de madera. No estoy diciendo que sea él el que manda las notas, pero si no ha sido él, seguramente sabe quién lo ha hecho.
– ¿No le habéis dicho nada de esto al señor Ufford?
Me guiñó un ojo.
– No mucho, no.
– ¿Por qué?
– Porque -dijo en un susurro- Ufford es más tonto que el culo de un caballo. Y porque cuanto menos sepa, cuanto más miedo tenga y cuanto más vaya dando por saco de un lado a otro, más cerveza, pan y monedas habrá para mí. Seré sincero, porque no quiero que os enteréis por otro lado y penséis mal de mí. Le dije que no os metiera en esto. Dije que es porque la Iglesia no necesita que los judíos se metan en sus cosas, pero la verdad es que no quiero que se quede tranquilo demasiado pronto. Es malo para mi tripa. El invierno está a la vuelta de la esquina y no hay trabajo para los estibadores de los muelles. Me mantengo (lo justo para no morirme de hambre y de sed) limpiando de ratas los barcos que atracan. Es una desgracia que un estibador con insignia como yo tenga que verse de esa forma. Y, bueno, Ufford vino, me preguntó si podía ayudarle y me ofreció dinero y comida, y me dio esta ropa. Exprimirle las ubres es mucho mejor que cazar ratas, y no me gustaría que el pozo se seque demasiado pronto, ya me entendéis, aunque parece que él piensa que ya ha hecho por mí todo lo que debía y que yo tendría que bailar para él como una marioneta de Mayfair.
– Os entiendo. -Eché mano de mi bolsa y saqué un chelín, que le entregué.
– Bueno -dijo él, con una sonrisa de mono que dejaba a la vista unos poderosos dientes amarillos-, no se podría pedir más. Creo que habéis encontrado a un amigo, amigo mío. Si queréis, puedo llevaros a El Ganso y la Rueda yo mismo y deciros quién es Greenbill. No es mi amigo, y no me gustaría que me viera por allí, pero puedo deciros quién es. Siempre que me invitéis a algo cuando lleguemos, claro.
Empezaba a pensar que aquel asunto podía estar resuelto en uno o dos días, y era exactamente lo que necesitaba para volver a entrar en la dinámica del trabajo.
– Os estaría muy agradecido -le dije a Littleton-. Y si resulta que ese Greenbill es nuestro poeta o me lleva hasta él, no dudéis que habrá otro chelín para vos.
– Eso era lo que yo quería oír -dijo. Y acto seguido se metió la jarra de peltre vacía en una pequeña bolsa que había al lado de su silla-. Antes era mía. O una que se parecía.
Yo me encogí de hombros.
– Os aseguro que no me preocupa ninguna jarra que podáis llevaros de la cocina del señor Ufford.
– Muy amable -dijo él. Estiró el brazo y cogió mi jarra, la apuró y se la metió en la bolsa junto con la otra-. Pero que muy amable.