19

Grace conocía mi identidad. No puedo decir si esto me perturbó o fue un alivio, pues al menos contaba con la tranquilidad de no tener que seguir mintiéndole. Pero ¿cómo me había reconocido, y qué pretendía hacer ahora que conocía mi verdadero nombre? Afortunadamente, fue ella quien me salvó de la tortura de la ignorancia, pues a la mañana siguiente recibí una nota suya solicitando que la acompañara en su campaña para conseguir votos. Yo desconocía cómo se organizan estos asuntos, y mi curiosidad innata me habría empujado a aceptar incluso si las circunstancias lo hubieran desaconsejado. Le escribí una nota enseguida, aceptando con entusiasmo.

Tenía la mandíbula muy sensible a causa del golpe de Dogmill, pero milagrosamente no estaba hinchada ni morada, así que no vi razón para declinar la invitación. Cerca de las once, llegó un carruaje cubierto con las serpentinas azules y naranjas de la campaña del señor Hertcomb. Si se me había pasado por la imaginación que iba a estar solo en el coche con la señorita Dogmill, me llevé una gran decepción, pues fue el propio señor Hertcomb quien bajó del carruaje y me recibió con no poco descontento. Según establecía la ley, durante las elecciones debía estar siempre en la tribuna electoral, pero en Westminster, donde las elecciones se prolongaban muchos días, nadie insistía en que los candidatos respetaran una norma tan estricta y se sabía que muchos solo aparecían brevemente cada día.

En el interior del coche encontré a la señorita Dogmill, ataviada con un bello vestido de color azul y naranja. Me senté frente a ella y le sonreí débilmente. En cambio, ella me respondió con una sonrisa cordial y divertida. Conocía uno de mis secretos, y hubiera dado lo que fuera por oír lo que tenía que decir. Pero tendría que esperar… y esta situación le resultaba deliciosa.

El carruaje acababa de empezar a traquetear cuando Hertcomb, haciendo un esfuerzo a pesar de su confusión, Se volvió hacia mí.

– Debo decir, señor, que me sorprende que deseéis acompañarnos.

– ¿Y por qué os sorprende? -pregunté yo a mi vez, algo alarmado por su tono.

– Seguís siendo tory, ¿no es cierto?

– No he sufrido ninguna conversión.

– ¿Y seguís apoyando al señor Melbury?

– Mientras siga con los tories.

– Entonces, ¿por qué deseáis venir con nosotros? Espero que no traméis ninguna maldad.

– Ninguna -le prometí-. Os acompaño porque os deseo lo mejor, señor Hertcomb, y porque la señorita Dogmill me pidió que os acompañara en vuestra excursión. Vos mismo dijisteis que el partido no lo es todo en la vida de un hombre. Además de lo cual, cuando una dama tan atenta como la señorita Dogmill hace una petición, muy necio ha de ser un hombre para rechazarla.

Hertcomb no quedó en modo alguno satisfecho con mi respuesta, pero, como no dije más, se contentó lo mejor que pudo. No me gustaba este nuevo espíritu de confrontación que veía en él, y solo cabía imaginar que estaba atrapado entre emociones enfrentadas. Por un lado, deseaba más que nada en el mundo que yo siguiera desafiando a Dogmill. Pero por el otro, deseaba que dejara a la señorita Dogmill a merced de sus inútiles esfuerzos. Entretanto, el carruaje había girado hacia Cockspur Street y vi que nos dirigíamos hacia Covent Garden.

– ¿Cómo se decide la localización de la plataforma electoral? -pregunté.

– Buena pregunta -dijo Hertcomb, con curiosidad-. ¿Cómo se decide?

La señorita Dogmill sonrió como el maestro de pintura de una dama.

– Como bien sabéis, mi hermano dirige la campaña electoral del señor Hertcomb, así que coordina con sus ayudantes los nombres y direcciones de los votantes de Westminster.

– Pero debe de haber casi diez mil. Sin duda no podrán visitar a cada uno de ellos.

– Desde luego que sí -dijo ella-. Diez mil visitas no son tantas cuando una campaña electoral dura seis semanas y hay docenas de voluntarios deseando animar a los demás a poner su granito de arena por el futuro de su país. Westminster no es un burgo de provincias donde estas cosas las controlan los terratenientes. Aquí es necesario actuar.

Yo había oído hablar de tales cosas hacía tiempo, de grandes hombres y terratenientes que decían a sus arrendatarios qué tenían que votar. Los que desafiaban estas órdenes con frecuencia eran obligados a abandonar las tierras y caían en la miseria. En una o dos ocasiones se había comentado en el Parlamento la posibilidad de que el voto fuera secreto, pero la idea fue descartada enseguida. ¿Qué dice de la libertad británica, preguntaban los miembros de la Cámara de los Comunes, si un hombre teme decir abiertamente a quién apoya?

– Resulta difícil creer que haya tantas personas dispuestas a dedicar su tiempo a la causa.

– ¿Y por qué es tan difícil? -me preguntó Hertcomb, puede que un tanto ofendido.

– Solo digo que la política es algo muy peculiar… en lo que la gente suele interesarse mayormente por lo que puede sacar.

– Sois un cínico, señor. ¿Y no podría ser que estuvieran interesados por la causa whig?

– ¿Y qué causa es esa, si se puede preguntar?

– No creo que tenga sentido que discuta esta materia con vos -dijo, irritado.

– No deseo discutir. Estoy muy interesado en escuchar en qué consiste la causa whig. A mi entender, la veo poco menos que como una forma de proteger los privilegios de hombres con nuevas fortunas y obstaculizar todo aquello que pueda indicar que hay otras cosas que importan aparte de enriquecerse uno a costa de los demás. Si hay alguna ideología más importante sobre la que se asiente el partido, con mucho gusto me gustaría conocerla.

– ¿Estáis afirmando que el partido tory no busca enriquecerse y sacar provecho donde puede?

– Jamás afirmaría nada semejante sobre nadie relacionado con la política. No estoy diciendo que no haya corrupción entre los tories. Sin embargo, yo os pregunto por las bases filosóficas de vuestro partido, no sobre las prácticas inmorales de los políticos, y lo pregunto muy seriamente.

Era evidente que Hertcomb no tenía nada que decir. Ni sabía ni le importaba lo que por principio significaba ser whig, solo en la práctica. Al final, musitó algo en relación con que el partido whig era el partido del rey.

– Si la vinculación es tan importante -dije yo-, hubiera preferido que mencionarais que el partido whig es el partido de la señorita Dogmill, pues es razón suficiente para que cualquier hombre en su sano juicio apoye sus colores.

– El señor Evans pretende halagarme, pero creo que, en cierto modo, él mismo ha contestado su pregunta. Yo elegí apoyar al partido whig porque mi familia así lo ha hecho desde que existen los partidos. Los whigs apoyan a mi familia y la familia apoya a los whigs. No puedo decir que sea el partido más honorable, pero sé que no hay ninguno irreprochable; hay que ser prácticos. Aun así, si pudiera hacer desaparecer la política y a los políticos, lo haría sin dudar un instante.

– Entonces, ¿os desagrada el sistema al que servís? -pregunté.

– Muchísimo. Pero estos partidos son como grandes leones salvajes, señor Evans. Te acechan, salivan y se relamen, y si no les ofreces algún bocado de vez en cuando, te comen. Puedes defender tus principios y negarte a aplacar a las bestias, pero al hacerlo, lo único que consigues es que el león siga donde estaba y tú desaparezcas.


Cuando bajamos del carruaje en Covent Garden, me llevé a Hertcomb a un aparte.

– Vos y yo estábamos en buenos términos -dije-. ¿He hecho algo para cambiar eso, señor?

Él me miró fijamente, con una cara menos inexpresiva que de costumbre.

– No estoy obligado a ser amigo de todo el mundo.

– Ni lo espero. Pero, puesto que en el pasado habéis sido mi amigo, me gustaría saber por qué ya no lo sois.

– ¿No es evidente? Tengo cierta predilección por la señorita Dogmill y a vos no os importa tratar de arrebatarme su afecto.

– No puedo discutir cuando se trata de asuntos del corazón, pero creo que mi afecto por la señorita Dogmill quedó de manifiesto ayer noche y, si bien es posible que no os gustara, no por ello os mostrasteis menos afable conmigo.

– Lo he pensado mejor, y he llegado a la conclusión de que no me gusta… ni vos tampoco, Evans.

– Si os creyera, respetaría vuestras palabras. Pero creo que ocultáis algo, señor. Sabéis que podéis confiar en mí.

Él se mordió el labio y apartó la mirada.

– Es Dogmill -dijo por fin-. Me ha ordenado que no sea tan amable con vos. Lo siento, pero el asunto ya no está en mis manos. Me han ordenado que no estemos en buenos términos, siempre que sea posible. Así que si colaboráis conmigo, será mucho más sencillo.

– ¡Colaborar! -dije casi gritando-. ¿Pedís mi ayuda para cultivar mi enemistad? Pues no la tendréis, señor. Creo que ya sería hora de que aprendierais que porque el señor Dogmill diga una cosa no significa que tengáis que hacerla.

En este punto sus ojos parecieron enrojecer, inundados de sangre como en la primera plaga en el antiguo Egipto.

– ¡Me golpeó! -susurró.

– ¿Cómo?

– Me golpeó en la cara. Me abofeteó como si fuera un niño malo y me dijo que me daría más de lo mismo si no recordaba que nuestro objetivo es conseguir un escaño en la Cámara de los Comunes, y que eso no se consigue siendo amable con el enemigo.

– No debéis permitir que os utilice de esa forma.

– ¿Acaso tengo elección? No puedo desafiarle. No puedo devolverle el golpe. Tendré que aguantar sus malos tratos hasta que gane las elecciones, y entonces haré lo que pueda por liberarme de sus garras.

Yo asentí.

– Os comprendo. Dejad que se salga con la suya en esto, pero no debemos permitir que sus opiniones nos controlen. Podéis decirle que fuisteis muy desagradable conmigo y yo con vos, y él no tiene por qué pensar otra cosa. Y si nos encontráramos en compañía del señor Dogmill, podéis serlo tanto como os plazca, os prometo que no os lo tendré en cuenta.

Por un momento pensé que Hertcomb me iba a abrazar. Pero en vez de eso esbozó una sonrisa amplia e inocente como la de un bebé, me cogió la mano y la estrechó cordialmente.

– Sois un verdadero amigo, señor Evans, un verdadero amigo. Después de estas elecciones, cuando corte mi relación con Dogmill, os demostraré qué significa caerle en gracia a Albert Hertcomb.

Aquella manifestación de aprecio me conmovió, aunque no fuera un verdadero amigo. No hubiera dudado en destruirlo si hubiera beneficiado a mi causa y, aunque yo no veía el mundo con los ojos de Dogmill, en determinadas circunstancias también hubiera podido golpear a Hertcomb en la cara.


La campaña para conseguir votos resultó ser un ritual extraño y curioso. La señorita Dogmill tenía un pedazo de papel en el que llevaba escritos los nombres de sus votantes. Había indicaciones sobre sus inclinaciones políticas, cuando el señor Dogmill las conocía, pero en la mayoría de los casos no era así. Me pregunté por qué una dama tan hermosa era enviada a una parte de la ciudad tan desagradable a difundir su mensaje, pero no tardé en descubrir la razón. En primer lugar, visitamos la tienda de un tal señor Blacksmith, un boticario. Tendría cincuenta y tantos, quizá, y los años no le sentaban tan bien como seguramente habría querido. Cuando entramos en su tienda, pensé que no habría visto una criatura tan hermosa como la señorita Dogmill en toda su vida.

– Señor -dijo enseguida Hertcomb-, ¿habéis votado ya en la elección general?

– No -dijo el otro-, nadie ha pasado por aquí todavía.

– Pues nosotros pasamos ahora -dijo el whig-. Soy Albert Hertcomb.

El boticario se pasó la lengua por las encías, haciendo que su cara pasara de ciruela a pasa.

– Pues a ese no lo conozco. ¿Con cuálos va usted?

La señorita Dogmill sonrió con dulzura e hizo una reverencia para mostrar los colores de su vestido.

– El señor Hertcomb es el candidato azul y naranja -dijo.

El boticario le devolvió la sonrisa tímidamente.

– Azul y naranja, ¿eh? Bueno, son unos colores bonitos. ¿Qué van a ofrecerme a cambio del voto?

– Bueno, justicia y libertad -dijo el señor Hertcomb-. Libertad de la tiranía.

– De eso tengo toda la que puedo esperar, que no es mucha, así que prueben sus señores con otra cosa.

– Medio chelín -propuso la señorita Dogmill.

El boticario se rascó los finos pelillos de su calva mientras meditaba la oferta.

– ¿Y cómo sé que los otros no me van a ofrecer más?

– No lo sabéis, pero también es posible que no os ofrezcan nada -dijo la señorita Dogmill dulcemente-. Vamos, señor. Si votáis por el señor Hertcomb, yo misma puedo acompañaros hasta el centro electoral. Esperaré a vuestro lado y yo misma os pondré el dinero en la mano. -Dio un paso hacia el hombre y lo cogió del brazo-. ¿No deseáis acompañarme?

Una gran marea escarlata subió desde el cuello del boticario y se extendió por su rostro y su cráneo.

– ¡Gilbert! -exclamó a voz en cuello. Un niño de unos diez u once años salió de la trastienda-. Me voy a ejercer mis libertades de inglés -explicó el viejo-. Vigila la tienda hasta que yo vuelva. Y que sepas que me conozco todo lo que tengo. Si descubro que me falta algo; te voy a dar de palos. -Y aquí miró a la señorita Dogmill-. Estoy listo para que me llevéis, querida mía.


Era evidente que poco lograríamos en la campaña sin la señorita Dogmill, así que el señor Hertcomb y yo acompañamos a la feliz pareja a la gran plaza donde se habían instalado las urnas y esperamos juntos en la fila de los votantes. La señorita Dogmill llevó al viejo hasta el encargado de las listas, que controlaba el acceso a las cabinas electorales y decidía en qué orden había que votar. Aunque supuestamente aquellos hombres eran incorruptibles, en menos de dos minutos la señorita Dogmill le había convencido para que incluyera al viejo en la siguiente lista. Entretanto, estuvo charlando amablemente con el boticario como si no hubiera en el mundo cosa más natural que hablar con semejante individuo. Hertcomb estaba algo incómodo y, aunque evitó mirarme en todo momento, también parecía querer conversación. Sin embargo, mis esfuerzos por hablar sobre algo neutral fracasaron.

Finalmente, el boticario se acercó a la cabina. La señorita Dogmill lo acompañó y esperó fuera, donde acudimos nosotros también, a fin de poder escuchar qué sucedía en el interior. No había mejor forma de asegurarnos de que el chelín no se perdería en vano.

El hombre que había en el centro electoral le preguntó al boticario su nombre y lugar de residencia y entonces, cuando verificó los datos con las listas de los votantes, le preguntó por qué candidato quería votar.

El viejo echó un vistazo fuera, al vestido de la señorita Dogmill.

– Voto al azul y naranja -dijo.

El funcionario electoral asintió con gesto impasible.

– ¿Da su voto al señor Hertcomb?

– Doy mi voto al señor Coxcomb si es azul y naranja. Esa señorita tan bonita de ahí me pagará una buena moneda por hacerlo.

– Entonces, Hertcomb -dijo el oficial, y despachó al boticario con un gesto de la mano para que los engranajes de la libertad británica pudieran seguir girando.

El boticario salió y, como había prometido, la señorita Dogmill le puso la moneda en la mano.

– Gracias, cielo. Y ahora, ¿no le gustaría abandonar a estos señores políticos y venirse a beber un chocolate conmigo?

La señorita Dogmill le explicó que le complacería muchísimo, pero que su deber era seguir buscando votos, y así dejó al viejo, más rico y más feliz que cuando lo encontramos aquella mañana.


No todos los hombres de la lista se mostraron tan complacientes. La siguiente persona a quien visitamos, un vendedor de velas, nos informó de que era partidario de Melbury y maldijo a Hertcomb. Y para demostrarlo nos cerró la puerta en las narices. Otro tipo nos hizo comprarle comida en su brasería y, cuando pagamos la cuenta, se limpió la cara con una servilleta, sonrió, nos hizo saber que ya había votado -no era de nuestra incumbencia por quién- y que estaba muy agradecido porque le hubiéramos comprado el cordero. Finalmente, visitamos a un joven y fornido carnicero con los antebrazos cubiertos de sangre, como si hubiera estado hurgando en el interior de una bestia recién degollada. Miró a la señorita Dogmill y sonrió con tanta lascivia que, de no haber ido yo disfrazado, lo hubiera dejado tirado en el suelo por aquella ofensa.

– ¿Es mi voto lo que quieren? -preguntó-. He oído que te dan cosas a cambio del voto.

– El señor Hertcomb estaría encantado de mostraros su gratitud -dijo ella.

– Ciertamente -concedió Hertcomb.

– Me importa un bledo la gratitud de ese mierda seca -dijo el hombre-. Yo quiero un beso.

Hertcomb abrió la boca para decir algo, pero no salió nada. Entretanto, Grace tenía los ojos clavados en el carnicero.

– Muy bien -dijo-. Si vota usted por el señor Hertcomb, le besaré.

– Entonces, vamos a votar -dijo él, limpiándose los brazos con el mandil. Y así fue como nos dirigimos nuevamente a la plaza, donde la señorita Dogmill convenció una vez más al encargado de las listas para que el hombre no tuviera que esperar demasiado para votar. Ella se quedó junto al carnicero hasta que votó, notablemente alegre a pesar de estar en compañía de un hombre de tan baja ralea. Cuando terminó, el carnicero se volvió hacia la señorita Dogmill y le pasó el brazo por la cintura.

– ¿Dónde está mi beso, moza? -preguntó-. Y no me escatimes la lengua.

Allí mismo, ante todo el mundo, ella le besó en los labios. El tipo la apretó con más fuerza, trató de abrirle la boca y le puso una mano en los senos. Este gesto fue recibido con gran regocijo por la chusma, en particular entre quienes llevaban los colores del señor Melbury.

Grace trató de soltarse, pero el hombre no la dejaba. Empezó a tirarle del vestido de forma salvaje, como si pretendiera desnudarla en medio de Covent Garden. En ese momento los partidarios de Melbury gritaron salvajemente el nombre de su candidato, pensando quizá que aquel rufián era un tory que trataba de abusar de una partidaria de Hertcomb, y no un canalla que había vendido su voto y ahora se creía con derecho a aprovecharse de ella.

Aunque no tenía ningún deseo de atraer la atención sobre mi persona, vi que no tenía elección, así que me adelanté y arranqué a Grace de las zarpas de aquel bruto. Ella empezó a boquear tratando de respirar y dio un traspié, mientras trataba de ponerse el vestido derecho. El carnicero dio un paso hacia mí y me examinó. Sin duda tenía la ventaja del tamaño y la edad y vi que tenía intención de aprovecharla.

– Nada como una furcia whig. Bueno, quita de en medio, abuelo -me dijo-, si no quieres probar tu propia sangre.

Quizá hubiera debido buscar una solución más pacífica, pero tras mi encuentro con Dogmill la noche anterior, no estaba de humor para apocarme ante aquel bellaco. Así pues, agarré al individuo por los pelos y tiré con fuerza hacia atrás, obligándolo a tumbarse en el suelo. A continuación, le puse un pie en el pecho, apreté con fuerza hasta que sentí que las costillas casi cedían por la presión y aflojé; luego le pisoteé hasta que no fue capaz de levantarse. El tipo gruñó e hizo un valiente intento por escapar a mi ira, así que le di otra patada, de propina. Entonces lo levanté del suelo y lo empujé para que se largara. Y él, que era buen tipo, recuperó el equilibrio y siguió corriendo sin mirar atrás.

Mi actuación fue recibida entre vítores, así que hice una reverencia como muestra de aprecio, pues sabía muy bien que la negativa a reconocer la buena voluntad de la gente puede desembocar fácilmente en mala voluntad. De alguna manera empezó a correr el rumor de que Matthew Evans apoyaba al candidato tory, porque volvió a oírse el grito a favor de Melbury. Miré a Grace, que parecía sofocada y confusa, pero no horrorizada. Sin embargo, el señor Hertcomb estaba visiblemente enfadado; supe que nuestra campaña de recogida de votos había terminado por aquel día.


No sabría describir la decepción que sufrí aquel día. Yo solo quería tener a la señorita Dogmill para mí, para poder abrazarla o, tal vez, preguntarle qué sabía de mí y qué pretendía. Y en cambio, pasé horas en compañía de un rival mientras brutos de todas las especies la manoseaban sin piedad. Así pues, suspiré con alivio cuando Grace dijo al cochero que, puesto que el señor Hertcomb vivía muy cerca, lo llevara a él primero. Hertcomb no se tomó a bien la noticia, pero sobrellevó su disgusto en silencio. Cuando nos libramos de él, la señorita Dogmill propuso que fuéramos a una chocolatería cercana, así que me contuve hasta que estuvimos sentados a una mesa.

– ¿Qué os ha parecido la campaña? -me preguntó con la mirada gacha.

– No me ha gustado mucho. ¿Cómo puede permitir vuestro hermano que os expongáis a tanta brutalidad?

– A él mismo le complace mostrar al mundo su brutalidad, aunque, de haber estado allí, no hubiera tratado con tanta compasión a ese carnicero. Trato de no contarle algunas de las cosas más desagradables que una mujer debe afrontar en la campaña para conseguir votos, pues de lo contrario me prohibiría participar. De hecho, he utilizado numerosas formas de engaño a fin de que no sepa lo brutal que puede ser esto para mí. Veréis, es la única faceta de la política en la que se me permite intervenir, y detestaría tener que resignarme a mi papel de mujer.

– ¿Y qué pasaría si Dogmill se enterara de la verdad?

La señorita Dogmill cerró los ojos un momento.

– Hace un par de años, un carpintero a quien mi hermano debía dinero se puso bastante nervioso. No era un hombre precisamente encantador, pero Denny le debía más de diez libras que él necesitaba para alimentar a su familia. Hay ocasiones en que Denny no paga lo que debe a los artesanos solo para ver cómo sufren, y esta fue una de esas veces. El carpintero pareció comprender que mi hermano estaba jugando con él, como un crío que martiriza a una ranita. Así que le mandó una nota diciendo que conseguiría el dinero como fuera, que si no pagaba, me raptaría en plena calle y me tendría prisionera hasta que se hiciera justicia.

– Deduzco que vuestro hermano no se lo tomó muy bien.

– No. Fue a la casa del carpintero, golpeó a su mujer hasta dejarla inconsciente, y luego hizo lo mismo con él. Luego se sacó un billete de diez libras, le escupió encima y se lo metió al hombre en la boca. Hasta trató de hacérselo bajar por la garganta, para que se ahogara. Yo presencié todo esto porque el carpintero, en un intento por convencer a mi hermano de que me había secuestrado, me había invitado a su casa, pues sabía que yo era comprensiva y quiso hacerme creer que quería que actuara de mediadora. -Respiró hondo-. Me hubiera gustado mucho haberle detenido, pero es imposible pararle cuando empieza. Detestaría ver que se deja llevar por sus pasiones en medio de Covent Garden mientras los electores están allí.

– Entiendo cómo debéis de sentiros.

– Vos parecéis controlar mucho mejor vuestras pasiones. Os agradezco lo que habéis hecho hoy por mí. No puedo decir que sea la primera vez que me amenazan, y es mucho más agradable cuando tienes al lado a un hombre capaz.

– Ha sido un placer ayudaros.

Ella me sorprendió, pues estiró el brazo y, por un instante, me tocó con las yemas de los dedos el lugar donde su hermano me había golpeado.

– Me dijisteis que os había golpeado -dijo con voz queda-. Debe de haber sido muy difícil para vos no devolverle el golpe.

Yo reí con suavidad.

– No estoy acostumbrado a huir de hombres como vuestro hermano.

– No estáis acostumbrado a hombres como mi hermano. Nadie lo está. Pero lamentó lo que os hizo.

– No lo lamentéis -dije yo de mal humor-. Yo le dejé que lo hiciera.

Ella sonrió.

– No me cabe duda, señor. Nadie que conozca vuestro nombre lo dudaría. Me atrevo a decir que, de haber sabido quién sois, mi hermano también hubiera vacilado.

– Ya que habéis sacado el tema, con mucho gusto lo discutiré con vos.

Ella dio un sorbito a su chocolate.

– ¿Queréis saber cómo lo he sabido? Hice la cosa más simple, os miré a la cara. Os había visto antes por la ciudad, señor, y siempre hacía comentarios sobre vuestras acciones. A diferencia de otros, tal vez no me dejo engañar tan fácilmente por unas nuevas vestiduras o un nuevo nombre, aunque creo que lleváis vuestro disfraz de forma magistral. El día que os presentasteis para ver a mi hermano, me pareció que conocía vuestro rostro, y no estaba dispuesta a rendirme hasta que supiera de qué. Al final me di cuenta de que os parecíais mucho a Benjamin Weaver, pero no estuve segura hasta que bailamos juntos. Os movéis como un púgil, señor, y todo el mundo sabe lo de la herida en vuestra pierna, que me temo os delató.

Yo asentí.

– Pero no le habéis dicho nada a vuestro hermano.

– Los guardias no os han prendido, así que podéis concluir que no, no le he dicho nada.

– ¿Y no creéis que podría adivinarlo?

– ¿Cómo? No creo que jamás os haya puesto los ojos encima… cuando sois realmente vos, quiero decir… y no hay razón para que sospeche que habéis acudido a él disfrazado. Por Hertcomb supo que se corearon los nombres de Melbury y Weaver en el teatro y, aunque maldijo durante mucho rato y con gran energía a tories, jacobitas y judíos, y el excesivo número de votantes, en ningún momento mencionó el nombre de Evans. Y, permitidme que os tranquilice, no estaba de humor para censurarse a sí mismo.

– Bueno, al menos eso es un alivio. Pero vos sabéis quién soy. ¿Qué pensáis hacer?

Ella negó con la cabeza.

– Todavía no lo sé. -Estiró el brazo y colocó su mano enguantada justo por encima de mi muñeca-. ¿Podríais decirme por qué habéis querido acercaros a mi hermano?

Dejé escapar un suspiro.

– No sé si debo.

– ¿Puedo aventurar una idea?

Algo en su tono me llamó la atención.

– Desde luego.

Por un momento, apartó la mirada, luego volvió a concentrarse en mis ojos; sus ojos eran de color ambarino, como su vestido. Sin duda, lo que iba a decir no era fácil.

– Vos pensáis que él hizo matar a ese hombre, Walter Yate, y que ha hecho que os acusen.

Me la quedé mirando durante no sé cuánto tiempo antes de atreverme a hablar.

– Sí -dije con voz ronca, poco más que en un susurro-. ¿Cómo podéis saberlo?

– No he encontrado otra explicación posible. Veréis, si de verdad hubierais matado a ese hombre, no tendríais nada que arreglar con mi hermano. No hubierais tenido necesidad de montar esta payasada. La única razón que podríais tener para correr semejante riesgo es demostrar que no sois culpable, y solo puedo pensar que ahora buscáis al hombre que mató realmente a Yate.

– En verdad sois una mujer inteligente -dije-. Os iría muy bien cazando ladrones.

Ella rió.

– Sois el primer hombre que me lo dice.

– Así que ahora conocéis todos mis secretos.

– No todos, sin duda.

– No, no todos.

– Pero sé que creéis que mi hermano está implicado en la muerte de Yate.

Yo asentí.

– ¿Será eso causa de distanciamiento entre nosotros?

– No puedo decir que me guste ver a mi hermano acusado de un crimen tan horrible, pero eso no quiere decir que no sepa que podría ser culpable. A su manera, es muy bueno conmigo, y lo quiero, pero si ha hecho lo que decís, debe ser castigado y no dejar que ahorquen a un hombre inocente en su lugar. No podría culparos por buscar venganza. Es lo menos que podíais hacer. Ciertamente… -y aquí levantó su plato y volvió a dejarlo en la mesa-, ciertamente, creo que podría ser culpable, como decís.

Noté un hormigueo en la piel, la misma sensación que tiene uno cuando está a punto de pasar algo importante en una obra teatral. Me incliné hacia la señorita Dogmill.

– ¿Por qué decís eso?

– Porque… -dijo. Hizo una pausa, apartó la mirada, y entonces volvió a mirarme otra vez-. Porque Walter Yate visitó nuestra casa menos de una semana antes de que os acusaran de su muerte.


Ya llevaba cierto tiempo actuando con la certeza casi absoluta de que Dogmill era responsable de la muerte de Yate, así que no sabría decir por qué aquella revelación me sorprendió y me complació tanto. Tal vez fuese porque por primera vez veía a mi alcance la posibilidad de demostrar mi teoría y, aunque como Elias dijo, las pruebas solas no me salvarían, seguía resultándome muy satisfactorio.

– Contádmelo todo -le dije a la señorita Dogmill.

Y lo hizo. Me explicó que, como ya había observado, tenía la costumbre de curiosear cuando su hermano recibía visitas; así fue como un día se sorprendió al encontrar a aquel trabajador basto y mal vestido en la salita de recibir de su hermano. El hombre no quiso contarle apenas nada, salvo su nombre y que tenía un asunto que discutir con el señor Dogmill. Se mostró educado pero incómodo, como si se sintiera fuera de lugar, lo cual era normal, siendo como era un trabajador de los muelles en la salita del comerciante de tabaco más rico del reino.

– En aquel momento, se me antojó extraño que se reunieran, pero yo sabía que había disputas por el asunto de los salarios entre las bandas de trabajadores, y que Yate era uno de los cabecillas. Me pareció muy probable que mi hermano lo hubiera invitado a casa para jugar con él sacándolo de su entorno.

– Y ¿supusisteis alguna otra cosa cuando supisteis que Yate había sido asesinado?

– Al principio no -dijo ella-. Leí que os habían arrestado por el crimen y solo pensé que vuestra vida era muy dura y que era fácil que se produjeran accidentes. Hasta que no descubrí que estabais acechando a mi hermano no empecé a plantearme qué papel podía haber tenido él en todo esto. Y entonces se me ocurrió que lo que yo interpreté como incomodidad frente al dinero quizá era otra clase de inquietud. Desconozco qué quería discutir Yate con mi hermano, pero sospecho que si lo supierais ayudaría enormemente a vuestra causa.

– ¿Por qué me contáis todo esto? ¿Por qué os ponéis de mi parte frente a vuestra propia sangre?

La señorita Dogmill se sonrojó.

– Es mi hermano, es cierto, pero no lo protegeré de un asesinato, no cuando es otro hombre el que podría pagar por él.

– Entonces, ¿me ayudaréis a descubrir lo que necesito para exculparme?

– Sí -susurró.

Por primera vez desde mi arresto, sentí algo parecido a un arrebato de felicidad.

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