17

Al día siguiente, me fui a un café y empecé mi habitual ritual de hojear los diarios para ver qué decían de mí. Los periódicos whigs hablaban y hablaban de Benjamin Weaver y la muerte de Arthur Groston… asesinado, se insinuaba, como parte de una trama orquestada por el Pretendiente y por el Papa. Estas acusaciones me hubieran parecido irrisorias de no ser porque sabía que a la mayoría de los ingleses no les parecían del todo absurdas. No había cosa que asustara más a los británicos que pensar en las maquinaciones del Papa para arrebatarles su libertad e imponerles un régimen absoluto y totalitario como el que regía en Francia.

Sin embargo, los periódicos de los tories se exclamaban llenos de ira. Nadie salvo un necio o un whig -que viene a ser prácticamente lo mismo, decían- creería que aquella nota era auténtica, y que Weaver dejaría una confesión escrita junto al cadáver. El autor del artículo, anónimo, decía haberse carteado conmigo en el pasado, lo cual era muy posible, y podía certificar que mi estilo y mi caligrafía eran superiores a los que se encontraron en la epístola asesina. Alguien, denunciaba sin llegar a decir abiertamente quién, quería que la gente creyera que había una trama contra el rey, cuando en realidad la trama era contra los tories.

En general, es algo extraño alcanzar cierta fama y ver el propio nombre citado por unos y por otros en los diarios. Pero otra cosa muy distinta es que lo conviertan a uno en una pieza de ajedrez en el tablero político. Podría decirse que yo era un peón, pero creo que eso desmerecería en mucho el carácter oblicuo de mis movimientos. Un alfil, quizá, desplazándose por extraños ángulos, o un caballo, saltando de un lugar a otro. No me gustaba aquella sensación de que unos dedos invisibles me cogían para desplazarme de una casilla a otra del tablero. En cierto modo, era halagador que los partidos quisieran convertirme en su aliado, o hasta en su enemigo. Pero no me complacía en modo alguno que mataran a nadie en mi nombre, por muy indeseable que fuera.

Estos eran mis pensamientos cuando vi que un crío de once o doce años decía en voz alta el nombre que Mendes y yo habíamos acordado.

– No tengo que preguntarle su nombre de verdad -me dijo cuando lo llamé-, solo tengo que preguntar si espera usted algo del señor Mendes.

– Lo espero.

El crío me entregó el papel, yo le di una moneda y nuestra transacción terminó. Abrí la nota, que decía lo siguiente:


B.W.:

Como me pediste, he hecho algunas averiguaciones y me han dicho que podrías encontrar a los dos hombres en el mismo edificio, una casa que pertenece a la señora Vintner, en Cow Cross, Smithfield. Es lo que he oído, aunque te aviso de que mi fuente vino prácticamente hasta mí y se mostró excesivamente deseosa de darme la información. En resumen, es posible que alguien quiera engañarte para que vayas a ese lugar. Lo dejo a tu discreción.

Atentamente,

Mendes


Estuve mirando la nota unos minutos, con la poderosa sospecha de que la persona que quería hacerme ir hasta aquel lugar era el propio Wild. A pesar de todo, confiaba en que, con un poco de cautela, podría enfrentarme a cualquier trampa que estuviera aguardándome. En consecuencia, volví a casa de la señora Sears y una vez más me transformé en Weaver. Luego fui hasta Smithfield y, tras preguntar una o dos veces por Cow Cross, encontré la casa de la señora Vintner.

Durante un rato estuve caminando por la zona, a fin de averiguar si alguien vigilaba la casa. No vi nada sospechoso. Ciertamente, mis enemigos podían estar acechando en el interior, pero ya me ocuparía de eso cuando llegara el momento.

Llamé a la puerta y abrió una vieja dama que parecía alegre y frágil. Tras un breve intercambio en el que verifiqué que los dos hombres, Spice y Clark, estaban dentro, tuve la certeza de que, si algún rufián o guardia me esperaba en el interior, aquella dama no sabía nada. Me pareció una mujer sencilla y amable, incapaz de cualquier doblez.

Así pues, seguí sus indicaciones, subí al cuarto piso y esperé un momento ante la puerta antes de llamar. No oí crujir ninguna tabla en el suelo, ni movimiento de cuerpos. El olor no apuntaba a que hubiera allí una acumulación de personas. De nuevo, tuve la confianza suficiente para entrar sin temor a ser atacado. Así pues, llamé y me dijeron que entrara.

Greenbill Billy estaba esperándome.


– No corras -me dijo levantando una mano como si pretendiera con ello evitar mi huida-. Aquí no hay nadie más que yo, y después de la paliza que diste a mis chicos la última vez, no me apetece tratar de atraparte yo solo. Solo quiero hablar contigo, nada más.

Miré a Greenbill y traté de dilucidar su expresión, pero su rostro era tan delgado y tenía los ojos tan separados que la naturaleza había fijado en él una expresión permanente de perplejidad. Supe que no podría sacar nada por ahí, pero también sabía que, si quería hablar conmigo, tendría que ser con mis condiciones.

– Si quieres hablar conmigo, iremos a otro sitio.

Él se encogió de hombros.

– Me es inverosímil. ¿Dónde vamos?

– Te lo diré cuando lleguemos. No vuelvas a decir una palabra hasta que yo me dirija a ti. -Le cogí del brazo y le hice levantarse. Era de constitución corpulenta, pero sorprendentemente ligero, y no opuso ninguna resistencia. Bajamos la escalera (le hice bajar a él delante, para poder controlar sus movimientos), pasamos por la cocina de la señora Vintner, que olía a col hervida y pasas, y salimos por la parte posterior de la casa, que daba a una pequeña calleja. Allí no vi que nadie nos vigilara o quisiera atacarme, así que empujé a Greenbill hasta Cow Cross. Mi preso caminaba alegremente, con una mueca estúpida en la cara, pero no dijo nada, no preguntó nada.

Lo llevé a John's Street, donde alquilé un carruaje con relativa facilidad. En el carruaje, seguimos en silencio; no tardamos en llegar a un café en Hatton Garden, empujé a Greenbill al interior e inmediatamente reservé una sala privada. Una vez tuvimos nuestras bebidas delante -no se me pasó por la imaginación que podría sacarle información si primero no le calmaba la sed-, decidí continuar con nuestra charla.

– ¿Dónde están Spicer y Clark? -pregunté.

Él sonrió como un tonto.

– Esa es la cuestión, Weaver. Están muertos. Esta mañana se lo he oído decir a uno de mis chicos. Están en el piso de arriba de la casa de una alcahueta en Covent Garden, con una nota al lado que pone que lo hiciste tú.

Permanecí en silencio unos momentos. Bien podía ser que Greenbill se hubiera inventado aquello, aunque no acertaba a imaginar por qué. La cuestión era cómo lo sabía y por qué quería hablar conmigo.

– Continúa.

– Bueno, dicen que Wild hizo correr que había que encontrar a esos dos, y no hay que ser muy listo para saber quién quería verlos. Así que cuando me he enterado que estaban muertos he pensado pues me voy a su casa y le espero. No por la recompensa; no volveré a intentarlo, te lo prometo. No, sé que te he desempeñado una mala pasada, pero espero que me puedas ayudar.

– ¿Ayudarte en qué?

– A que no me maten. ¿No lo ves, Weaver? La gente que no te gusta o que te ha hecho algo malo desde el juicio se están muriendo. Yo te puse una emboscada, así que supongo que soy el siguiente.

Aquello tenía su lógica.

– ¿Y qué quieres de mí? ¿Que te proteja?

– No, nada de eso, te lo juro. No creo que ninguno podamos aguantar la confabulación del otro. Solo quiero saber qué sabes y ver si eso me puede ayudar a seguir con vida… o si es mejor que me vaya de Londres.

– Parece que ya sabes bastante. ¿Cómo asesinaron a Spicer y Clark?

Él meneó la cabeza.

– No tengo los detalles. Solo sé que los han asesinado y te querían culpar a ti. Nada más. Excepto… -Su mirada se perdió en la distancia.

– Por Dios, Greenbill, esto no es un escenario. No te pongas melodramático conmigo o te saco las tripas.

– No hay que ponerse tan linfático. A ello iba. Al lado de los cuerpos y de las notas encontraron una rosa. No sé si me entiendes.

– Te entiendo. Lo que no entiendo es cómo puedes saber todo eso si tú no los mataste… ni tampoco a Groston ni a Yate.

– Tengo dos lindos oídos con los que enfangarme de las cosas ¿no? Tengo chicos leales que me cuentan lo que creen que tengo que saber.

Sonreí.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro de que no he hecho lo que dicen esas notas?

– No tiene sentido. Viniste a buscarme para ver lo que sabía. No creo que lo hayas hecho.

– ¿Y quién crees que ha sido?

Volvió a negar con la cabeza.

– No tengo ni idea. Eso es lo que quería preguntarte.

Escruté su rostro intentando decidir hasta qué punto me estaba diciendo la verdad, pues no creía que estuviera siendo del todo sincero. Sin embargo, no encontré ninguna razón para no seguir.

– No puedo demostrarlo, pero creo que la persona que está detrás de la muerte de Yate, y por tanto de las de los otros, debe de ser Dermis Dogmill. No creo que haya ningún otro hombre que quisiera ver muerto a Yate, provocar todo este lío y culpar a los jacobitas… y por extensión a los tories. Así, quita a Yate de en medio y promueve la elección de su hombre, Hertcomb.

– ¡Ja! -Greenbill dio una palmada-. Sabía que tenía que ser ese bellaco. Iba a por los jefes de las bandas desde el principio. No me extraña que fuera a por Yate. Pero ¿no te parece raro que no me matara a mí primero, por eso de que tengo más poder y esas cosas?

– Yo no sé cómo piensa él. Pero creo que tienes que estar al tanto de sus andanzas. ¿Has oído algo de esto?

– Ni una palabra -me dijo-. Está todo muy callado. No he oído nada, que por eso me sorprende lo que dices. Créeme, me paso mucho tiempo vigilando lo que hace. No puedo decir que me gustara Yate, pero era un estibador como yo, y si Dogmill va por ahí matándonos, quiero saberlo.

– ¿Hay alguna razón por la que pudiera querer librarse de Yate y no de ti?

– Yate era como una cría en bragas. Si casi no se atrevía ni a decirle que no a Dogmill. Yo sí que le planto cara. Cuando tengo que decir no, se lo digo, y él entiende perfectamente lo que quiero decir. Yo soy el que manda en los muelles, Weaver, soy el que se ocupa de los estibadores y le dice a Dogmill «soo» cuando dice que se acabó lo de coger el tabaco que se cae o que no nos podemos parar ni a recuperar el aliento. No entiendo que haya ido a por Yate y no a por mí.

No hubiera sabido decir si las objeciones de Greenbill eran solo un reflejo de su orgullo o si tenía algo valioso que ofrecer.

– ¿No se te ocurre ni una sola razón por la que pudiera estar especialmente furioso con Yate?

Él negó con la cabeza.

– No tiene sentido. Yate siempre cedía, sí. A Dogmill le hubiera gustado tener a todos los estibadores a su mando. Ahora seguro que le preocupa que se vengan todos a trabajar conmigo, y seguro que no le hace ninguna gracia. Además, ¿cómo lo iba a hacer? A Yate lo mataron cuando estaba con mis chicos. Ninguno de los nuestros le vio hacerlo. Nadie vio a Dogmill… y puedes estar seguro de que hubiéramos visto a ese villano en toda su fatuidad.

– Seguro que tiene a alguien que le hace el trabajo sucio.

– Que yo sepa no. Créeme, hemos tenido tratos con él que escocían más que un limón y nunca ha mandado a ningún matón a hacer su trabajo. Él se cree lo bastante hombre para apalear a cualquiera, y si hay que cargarse a alguien, lo hace él.

Me alegré de que mi vida no dependiera de lo que creyera Greenbill. Me costaba creer que Dogmill quisiera arriesgarse a que lo vieran asesinando a nadie, pero era extraño que nunca contratara a ningún matón.

– ¿Y cómo es que tienes a Wild haciendo preguntas por ti y eso? -me preguntó-. He oído que habló en tu favor en el juicio. ¿Es que ahora sois amigos?

– Lo de que somos amigos es una exageración. Wild y yo no somos amigos, pero parece que no le tiene mucho aprecio a Dogmill. Se ofreció a ayudarme a encontrar a Spicer y Clark, pero no volveré a pedirle ayuda.

– Muy listo. No quieres que te entregue a cambio de la recompensa.

– Solo un canalla haría algo así -concedí.

– Una palabra desagradable, pero no te lo discutiré. La pregunta póstuma es qué vas a hacer ahora. ¿Te vas a cargar a Dogmill? -preguntó entusiasmado-. Eso sería una bonita venganza. Si ha hecho lo que dices, cortarle el pescuezo estaría bien.

Parecía que Greenbill quisiera convertirme en su matón particular. Yo me vengaba de Dogmill y Greenbill se quedaba sin rivales y sin la principal autoridad en el negocio del tabaco.

– No tengo ni los medios ni el deseo de hacer tal cosa.

– Pero no puedes dejar que arruine tu vida y que vaya por ahí manchando tu nombre.

No veía ninguna razón para prolongar aquella conversación. Era evidente que Greenbill no tenía información útil, y no ganaría nada escuchando cómo me animaba a asesinar. Por un momento pensé en animarlo a que lo hiciera él mismo, pero entonces se me ocurrió que me culparía a mí, y una vez muerto, Dogmill no me serviría de nada. Así pues, me puse en pie e invité a Greenbill a que terminara su cerveza y se marchara cuando gustara.

– ¿Ya está? ¿No vas a hacer lo que haría un hombre con Dogmill?

– No haré lo que propones, no.

– ¿Y qué pasa conmigo? ¿Me quedo en Londres o huyo?

Yo no había llegado aún a la puerta.

– No veo ninguna razón para que huyas.

– Si me quedo, ¿no crees que Dogmill podría matarme?

– Podría -concedí-, pero eso no es asunto mío.


Yo no sentía mucho aprecio por los dos hombres que habían testificado en mi contra durante el juicio, pero tampoco me alegró saber que habían muerto. Lo que me preocupaba era que el asesino quisiera cargarme a mí las dos muertes. Y, si bien me costaba dar crédito a alguien como Greenbill, me preocupó que pensara que quizá Dogmill no era mi hombre.

Que yo supiera, solo había una persona que pudiera serme mínimamente útil. Así que esperé a que anocheciera y entonces, ataviado como yo mismo y no como el señor Evans, salí de casa de la señora Sears por la ventana y me dirigí a casa del señor Ufford.

Esta vez Barber, el sirviente, me dejó pasar enseguida y me dedicó una mirada tan fría que decidí no prolongar en exceso mi visita, pues si conocía mi verdadera identidad no dudaría en informar al magistrado más cercano… de acuerdo o en desacuerdo con los deseos de su amo, eso no lo sé.

Ufford estaba en su salita con un vaso de oporto al lado y un libro en el regazo. Era evidente que acababan de despertarlo para que me recibiera.

– Benjamin -dijo, dejando a un lado su libro-, ¿habéis descubierto al autor de las notas? ¿Por eso habéis venido?

– Me temo que no tengo ninguna novedad sobre ese asunto.

– ¿Y qué hacéis con vuestro tiempo? He tratado de ser paciente, pero creo que estáis actuando con una frivolidad excesiva.

Le entregué una hoja de noticias doblada por la historia de la muerte de Groston.

– ¿Qué sabéis de esto? -pregunté.

– Pues diría que menos que vos; nunca me molesto en informarme sobre estos sórdidos crímenes. Quizá si en vez de ir por ahí matando a personajes de baja ralea mostrarais más interés por encontrar al autor de las notas, a ambos nos iría mucho mejor.

Di unos cuantos pasos y me volví hacia él nuevamente.

– Seamos sinceros, señor Ufford. ¿El asesinato de Groston forma parte de una trama jacobita?

El hombre se sonrojó y apartó la cara.

– ¿Cómo queréis que lo sepa?

– Vamos, señor, todo el mundo sabe que tenéis tendencias jacobitas. He oído decir que los que de verdad tienen el poder en ese movimiento os evitan, pero yo no lo creo. Me sería de cierta utilidad si pudierais iluminarme sobre este asunto.

– ¿Y qué os hace pensar que tengo algo que ver con ese movimiento noble y justificado?

– No me interesan los juegos, os lo aseguro. Si sabéis algo, os agradecería que me lo dijerais.

– No puedo deciros nada -dijo con una sonrisa afectada, lo que evidentemente significaba que sabía más de lo que decía.

¿Qué hacer? Sin duda el hombre pensaba que estaba participando en algo grandioso, pero no conocía nada bien las reglas de aquel juego. En mis tiempos me las he visto con asesinos y ladrones, con ricos terratenientes y hombres influyentes. Pero los jacobitas eran algo muy distinto. No solo eran hombres que mintieran cuando era necesario. Ellos vivían en una maraña de engaños, se ocultaban en rincones oscuros, se disfrazaban, iban y venían sin ser vistos. Y eso lo demostraba sobre todo el hecho de que siguieran vivos. No me consideraba en modo alguno un adversario que les igualara en astucia. Sin embargo, me tenía por más que igual a Ufford, y mi paciencia con él se estaba agotando. Así que decidí informarle, aunque solo fuera un poco, de las posibles consecuencias de mi impaciencia. Es decir, le abofeteé.

No le pegué muy fuerte, pero por su expresión se hubiera dicho que le había golpeado con un hacha. El hombre enrojeció y sus ojos se humedecieron. Pensé que iba a echarse a llorar.

– ¿Qué habéis hecho? -me preguntó levantando las manos como si con aquello pudiera detener otro golpe.

– Os he pegado, señor Ufford, y volveré a hacerlo con bastante más fuerza si no sois sincero conmigo. Debéis comprender que todo el mundo quiere mi muerte, y eso es así por el asunto en el que vos me metisteis. Si sabéis más de lo que decís, haríais bien en decírmelo, porque habéis despertado mi ira.

– No volváis a pegarme -dijo, encogido como un perro apaleado-. Os diré lo que queréis saber… lo mejor que pueda. ¡Dios me ampare! Si casi no sé nada. Miradme, Benjamin. ¿Os parezco un genio del espionaje? ¿Os parezco un hombre con el oído de los grandes intrigantes?

Desde luego, no lo parecía.

Debió de intuir que reconocía su ineptitud, pues respiró hondo y bajó los brazos.

– Sé algunas cosas -dijo asintiendo con el gesto, como si estuviera convenciéndose a sí mismo de que debía proseguir. Se llevó una mano a la cara y tocó con cautela la piel ligeramente enrojecida-. Sé un poco, es cierto, porque es posible que tenga ciertas simpatías que…, bueno, de las que es mejor no hablar. Ni siquiera aquí. Pero hay un café cerca del Fleet donde suelen reunirse los hombres con ideas parecidas.

– Señor Ufford, tengo entendido que en todas las calles hay cafés donde suelen reunirse hombres con ideas parecidas. Me temo que tendréis que esforzaros un poco más.

– Vos no lo entendéis -dijo-. No os estoy hablando de una casa de ginebra donde va cualquier desgraciado a beber como un cosaco y a hacer ver que sabe de política. Ese lugar, El Oso Durmiente, es adonde van los hombres importantes. Lo que vos queréis saber… bueno, seguro que allí alguien puede explicároslo.

– ¿Podéis darme un nombre? ¿Alguien con quien pueda hablar?

Él meneó la cabeza.

– Yo mismo no he ido nunca. No es lugar para alguien como yo. Solo sé que es importante para la causa. Tendréis que arreglároslas solo, Benjamin. Y, por favor, por el amor de Dios, dejadme en paz. He hecho cuanto he podido por vos. No me pidáis más, no me molestéis más.

– ¿Que habéis hecho cuanto habéis podido por mí? -protesté-. Desde luego; me habéis metido en esa intriga jacobita vuestra. Solo os ha faltado ponerme la soga al cuello.

– ¡No podía imaginar que llegaría a tanto! -gritó-. No podía saber que esos hombres me amenazaban por culpa de mis intereses políticos.

– Puede que no -dije-, pero tampoco me habéis ofrecido ayuda. Sois un necio, señor… una persona que se mete en cosas que le van demasiado grandes. Y cuando uno se mete en asuntos que le van grandes, siempre acaba poniéndose en evidencia.

– Por supuesto, por supuesto -musitó.

No me cabía duda de que Barber, su sirviente, había ido a buscar ayuda para su señor, así que me alejé de la casa tan deprisa como pude.


Mientras me dirigía a El Oso Durmiente se hizo de noche. El Oso Durmiente estaba situado en el primer piso de una bonita casita a la sombra de la iglesia de Saint Paul. El interior estaba bien iluminado, y había mucha animación. Casi todas las mesas estaban ocupadas, y en algunas había incluso demasiada gente. Había allí hombres de clase media, o quizá más alta, con su comida y su bebida, enzarzados en animada conversación. No vi ninguna representante del sexo débil, salvo una mujer demacrada y muy entrada en años que les servía.

Mi sencilla manera de vestir encajaba allí tanto como podía esperar, pero aun así al instante descubrí que todos los ojos se volvían hacia mí con intenciones asesinas. Yo, que no soy hombre que se amilane por un recibimiento frío, me dirigí a grandes zancadas hasta la barra y pedí al tabernero, un tipo inusualmente alto, una jarra de algo fresco.

Él me miró airado y me sirvió la bebida, aunque pensé que me habría entendido mal, pues lo que me dio estaba caliente y sabía como las sobras del día anterior. Me volví hacia el hombre y, dejando a un lado la desagradable bebida, pensé en charlar un poco con él, aunque por la mirada severa de sus ojos vi que no era de naturaleza habladora. Así pues, cogí mi pinta y me instalé en una de las pocas mesas que había vacías.

Me senté, sujetando mi jarra pero sin atreverme a beber, por mi propia salud. Algunos de los hombres que había a mi alrededor retomaron sus conversaciones en voz muy baja, aunque intuí que ahora hablaban de mí. Otros me miraban con gesto perverso. Permanecí de aquella guisa solo un cuarto de hora; entonces, un individuo se sentó a mi lado. Sería unos diez años mayor que yo, bien vestido, con unas espesas cejas blancas y peluca a juego… excesivamente larga, debo añadir, de las que ya habían pasado de moda por aquellos tiempos.

– ¿Esperáis a alguien, amigo? -me preguntó con un marcado acento irlandés.

– He entrado para quitarme el frío de la calle -le dije.

Él sonrió y alzó la poblada línea de su frente.

– Bueno, hay muchos sitios por aquí donde se puede hacer eso, pero, como ya habéis visto, aquí dentro hace un poco de frío, no sé si me entendéis. Me parece que en el Tres Galeses, calle abajo, sirven un estofado de cordero riquísimo y tienen un vino calentado con especias que va de maravilla para el frío. Seguro que allí seréis bien recibido.

Miré a mi alrededor.

– Creo que el dueño del Tres Galeses os estaría muy agradecido por vuestros elogios, pero me parece que este local no es privado. El cartel de fuera lo anuncia como un café público. ¿Por qué no puedo beber aquí?

– Los hombres que entran aquí… bueno, vienen siempre, todos ellos vienen regularmente.

– Pero me imagino que todos esos hombres tienen que haber venido una primera vez. ¿Se les dio el mismo trato que a mí?

– Tal vez vinieron con un amigo, alguien que ya venía normalmente -dijo el otro, muy alegre-. Vamos, seguro que habéis oído hablar de cafés que son de este o de aquel grupo. Nadie aquí os desea ningún mal, pero lo mejor es que os terminéis la bebida y busquéis un sitio más apropiado. Ese estofado de cordero debe de estar buenísimo.

No conseguiría nada marchándome sin más, ni tampoco me serviría de mucho quedarme y que nadie me hiciera caso. Así que supuse que aquel tipo era mi única esperanza de descubrir algo.

– En realidad -le dije-, he venido porque me han dicho que era aquí donde hay que venir si uno tiene ciertas ideas. Es decir, que estaba buscando hombres que piensen como yo, en política.

Él volvió a sonreír, pero esta vez pareció mucho más forzado.

– Ya imagino dónde habréis oído tales cosas. Hay un gran número de tabernas por toda la ciudad para las distintas tendencias políticas. Aquí… bueno, no admitimos a desconocidos, no sé si me entendéis, y no hablamos de política con ellos. No sé qué buscáis, amigo, pero no lo encontraréis aquí. Nadie os hablará ni contestará a vuestras preguntas ni os invitará a participar en la conversación. Es posible que, como habéis dicho, estéis aquí porque pensáis como nosotros. Si es el caso, os deseo lo mejor, y es posible que nuestros caminos vuelvan a cruzarse. También es posible que seáis un espía, señor, y seguro que no querréis que os descubran en un lugar como este. No, desde luego.

– Decidme -dije, con la sensación de que no tenía mucho que perder-, ¿viene por aquí un tal Johnson? Me gustaría mucho conocerlo.

Mi intención había sido hablar en voz baja, pero mi voz se oyó más de lo que esperaba y, en la mesa de al lado, un sujeto hizo ademán de incorporarse, pero su compañero le puso una mano en el hombro y le obligó a sentarse otra vez.

– No conozco a ningún Johnson -dijo mi amigo irlandés, como si ni él ni yo hubiéramos notado la actitud alarmada del otro-. Habéis venido al lugar equivocado. Ahora os aconsejo que os marchéis, señor. No conseguiréis nada confundiendo a mis amigos.

Sin duda tampoco hubiera conseguido nada terminándome la bebida, así que me levanté y me fui tan dignamente como pude, aunque pocas veces en mi vida he dejado un lugar de forma más ignominiosa.

Difícilmente hubiera podido sentirme más decepcionado. Sin duda, algo podía haber salido de aquella empresa, pero había sido desairado con frialdad y no había descubierto nada de valor. Maldije mi mala suerte mientras caminaba por Paternoster Row. Fue una locura no estar más atento, pero la ira me cegaba y no vi a dos hombres que salieron del callejón para cogerme, uno por cada brazo. Los reconocí al instante… los guardias aduaneros que había visto apostados delante de la casa de Elias.

– Bueno, aquí lo tenemos -dijo uno de ellos-. Es nuestro judío, seguro.

– Creo que es nuestra noche de suerte -dijo el otro.

Traté de soltarme, pero me tenían cogido con fuerza, y supe que tendría que esperar una oportunidad mejor, si es que la había. Después de todo, solo eran dos, y tendrían que sujetarme fuertemente durante todo el camino hasta que llegaran al lugar adonde querían llevarme. De noche, las calles de Londres proporcionan un sinfín de obstáculos que podían muy bien ser la distracción que yo necesitaba. Solo era cuestión de tiempo que bajaran la guardia ante un mozo con una antorcha, un asaltante o una furcia. O podían resbalar con las bostas de un caballo o con un perro muerto.

Sin embargo, mis esperanzas se desvanecieron cuando otros dos oficiales salieron de las sombras. Mientras dos de ellos me sujetaban con fuerza, un tercero me cogió de los brazos y me los puso a la espalda, y el cuarto empezó a atarme las muñecas con un trozo de cuerda muy áspera.

Sin duda, hubiera estado perdido de no ser porque sucedió algo completamente inesperado. El irlandés, seguido por una banda de más de una docena de los ariscos tipos que estaban en el café, salió de entre las sombras.

– ¿Qué pasa aquí, caballeros? -preguntó.

– No es asunto tuyo, irlandés -dijo uno de los guardias en tono despectivo-. Lárgate.

– Pues perdona que te informe, pero sí es asunto mío. Dejad en paz a ese hombre, pues no se captura a nadie en esta calle si no es con nuestro consentimiento.

– Si no te apartas, también te llevaremos a ti, amigo -dijo el guardia.

Aquello era tener valor, porque por cada guardia había tres o cuatro de los otros, y ninguno de ellos parecía especialmente diestro para el combate. El pequeño ejército irlandés, intuyendo la debilidad de los guardias, sacó sus cuchillos al punto. Los de la aduana, muy sabiamente en mi opinión, prefirieron huir.

Igual que yo. Volví a la oscuridad del callejón y giré y giré hasta que estuve lo bastante lejos para no oír los gritos de los guardias. Desde luego, daba gracias por tan oportuno rescate, pero no tenía intención de quedarme a averiguar si me habían liberado porque me habían reconocido y querían la recompensa. O quizá odiaban a los de aduanas más que a los desconocidos. Pero, como he dicho, no sentí la suficiente curiosidad para arriesgarme a conocer la verdad.


Habían pasado semanas desde mi fuga de Newgate y, aparte de mi encuentro con los guardias de aduanas en el exterior de la casa de Elias la primera noche, no había tenido ningún otro enfrentamiento con los representantes de la ley. Solo cabía pensar que no tenían medios efectivos para seguirme. Había ocultado mi identidad y mis movimientos tan hábilmente que, a menos que alguno de ellos tuviera una suerte extraordinaria y se topara conmigo por casualidad, poco tenía que temer del gobierno.

Sin embargo, los guardias estaban apostados en el exterior de El Oso Durmiente. Estuve dentro menos de media hora, y no era muy probable que alguno de los clientes me hubiera reconocido y hubiera avisado a los oficiales a tiempo para que se presentaran y estuvieran esperándome. Ciertamente, sobre todo cuando fueron los propios clientes quienes me salvaron de aquellos tipos. Así pues, solo podía ser que el señor Ufford, al mandarme a El Oso Durmiente, se hubiera tomado la molestia de asegurarse de que no salía libre de mi visita. Aunque estaba alterado por mi encuentro con los guardias de aduanas, sabía que debía actuar con rapidez. Ufford sabía más de lo que pensaba, y estaba decidido a averiguar aquella misma noche qué era.

Esperé hasta las dos o las tres de la mañana, cuando no había nadie en las calles y las casas estaban a oscuras. Luego me fui hasta la casa del señor Ufford y forcé una ventana de la cocina, a la que me encaramé con rapidez. La caída era desde mayor altura de lo que esperaba, pero aterricé sin percances, aunque no en silencio. Durante unos minutos me quedé inmóvil, para asegurarme de que nadie me había oído. Mientras esperaba noté el cálido roce de dos o tres gatos contra mi pierna; con un poco de suerte si alguien había oído algo lo achacaría a aquellas criaturas y no a un intruso.

Cuando pasó un tiempo prudencial -o, más exactamente, cuando estaba demasiado impaciente para seguir esperando- me incorporé, me despedí en silencio de mis nuevos compañeros felinos y me moví en la oscuridad. Recordaba bien dónde tenía Ufford su estudio, así que no me costó especialmente localizarlo, aunque la oscuridad era completa.

Me aseguré de cerrar bien la puerta al entrar y encontré un par de buenas velas de cera para encender. Ahora la habitación estaba lo bastante iluminada para buscar, aunque no supiera muy bien el qué. Empecé a revisar los papeles de sus libros, sus cajones, sus estantes, y no tardé en comprobar que iba por buen camino. A los pocos minutos encontré numerosas cartas escritas en una maraña indescifrable de letras, en algún código, obviamente, aunque fui incapaz de descifrarlo. Aun así, la sola presencia de aquel tipo de documento decía mucho. ¿Quién sino un espía necesitaría usar códigos? El descubrimiento avivó mi decisión y proseguí mi búsqueda con renovado vigor.

Lo cual me reportó buenos dividendos. Llevaba casi una hora en la habitación y había comprobado todos los papeles, archivos y libros de cuentas, sin descubrir en ellos nada que pudiera serme de utilidad inmediata. Se me ocurrió entonces hojear algunos de los grandes volúmenes que abarrotaban los estantes de Ufford.

Resultó de escasa utilidad; estaba a punto de abandonar cuando topé con un libro mucho más ligero de lo que su tamaño indicaba. Estaba hueco y cuando lo abrí encontré aproximadamente una docena de trozos de papel en los que había escrito el siguiente texto deleznable, firmado con ostentación:


Reconozco haber recibido de ____________________ la suma de____________________, que prometo devolver, con intereses, a un ritmo de____________________per annum.

Jacobus R.


Jacobus Rex, el Pretendiente. Ufford se había atribuido la tarea de recaudar fondos para la rebelión jacobita y lo había hecho con conocimiento del Pretendiente. Las facturas, firmadas por el aspirante a monarca, habían quedado a cargo del cura para que asegurara todos los fondos posibles. Cogí aquellos papeles y los examiné detenidamente. Por supuesto, era posible que fueran falsificaciones, pero, ¿por qué iba nadie a fingir tener unos documentos que podían llevarle fácilmente a la ejecución? Solo cabía pensar que, en efecto, Ufford era un agente del Pretendiente; es más, no era el personajillo pretencioso por el que todos le tenían. No, el guardián de aquellos recibos debía de ser un miembro de confianza del círculo del Caballero. La necedad y el descuido de Ufford no eran más que un disfraz para ocultar a un agente astuto y capaz.

Apreté con fuerza aquellos recibos, y se me ocurrió la idea más fantástica. Nadie conocía la elevada posición del señor Ufford entre los jacobitas, nadie excepto yo. Sin duda, aquella información sería de gran interés para la administración, mucho más que perseguir a un cazador de ladrones por un crimen que todos sabían que no había cometido. ¿No podía cambiar la información que tenía por mi libertad? La idea no me convencía, pues a nadie le gusta un traidor, pero no le debía ninguna lealtad a Ufford… no cuando sus maquinaciones me habían puesto en aquella situación. Le debía mayor lealtad al monarca. Y no informar de lo que sabía hubiera podido considerarse un imperdonable acto de negligencia.

– O quizá de lealtad al verdadero rey.

Debí de decirlo en voz alta, emocionado por las pruebas que había descubierto. Ni vi ni oí a los hombres que entraron en la habitación. Había actuado con descuido y necedad, seducido por las posibilidades que abrían mis hallazgos. Al darme la vuelta, me encontré ante tres hombres: Ufford, el irlandés de El Oso Durmiente y un tercero. No lo conocía, pero había algo que me resultaba familiar en aquel rostro anguloso, las mejillas hundidas y la nariz ganchuda. Tendría treinta y pico, puede que más, y aunque vestía con ropas poco llamativas y llevaba una peluca de rizos corta y barata, había algo imponente en su porte.

– Sin duda -dijo el irlandés-, no cambiaríais la vida de otro hombre por vuestra propia comodidad.

– Diría que es una pregunta retórica -comentó Ufford. Se adelantó y me quitó los recibos de las manos-. Benjamin no tendrá ocasión de compartir lo que sabe con nadie.

El irlandés meneó la cabeza.

– Bueno, no podrá compartir las pruebas, eso desde luego. Sin embargo, no me gustaría que pensara que queremos hacerle daño.

– Oh, no -dijo el tercer hombre con voz patricia, enfatizando cada sílaba-. No, admiro demasiado al señor Weaver para pensar siquiera en la posibilidad de actuar en contra de sus intereses.

Entonces reconocí su rostro, pues lo había visto cientos de veces… en pancartas, panfletos, libelos. En aquella habitación, a menos de cinco metros de mí, estaba el Pretendiente, el hijo del depuesto Jacobo II, el hombre que se convertiría en Jacobo III. Yo poco sabía sobre la planificación de revoluciones y usurpaciones, pero la situación de su majestad (actual) el rey Jorge debía de ser realmente apurada cuando el otro había puesto pie en Inglaterra.

Me encontraba en un domicilio particular con el mismísimo Pretendiente y quienes debían de ser dos destacados jacobitas. Nadie sabía que estaba allí. Podían cortarme el pescuezo fácilmente y llevarse mi cuerpo en una caja. Sin embargo, mi mayor preocupación no era mi seguridad, sino el decoro: no sabía cómo dirigirme al Pretendiente. Por otra parte, me pareció que estaría más seguro si actuaba como si no lo hubiera reconocido.

Sin embargo, Ufford no estaba dispuesto a colaborar.

– ¿Estáis loco? Ha visto a su majestad. No podemos dejar que se vaya.

El irlandés cerró los ojos un momento, como si considerara algún gran misterio.

– Señor Ufford, debo pediros que esperéis fuera y nos dejéis solos un momento.

– Os recuerdo que esta casa es mía -replicó él.

– Por favor, salid, Christopher -dijo el Pretendiente.

Ufford hizo una reverencia y se retiró.

Cuando cerró la puerta, el irlandés me dedicó una sonrisa, divertida.

– He llegado a la conclusión -dije- de que sois el hombre al que llaman Johnson.

– Es uno de los nombres que utilizo -dijo. Sirvió tres vasos del madeira del señor Ufford y, tras entregarle al Pretendiente el suyo, me puso uno en la mano y se plantó frente a mí-. Estoy seguro de que ya habéis deducido que con nosotros tenemos a su majestad, el rey Jacobo III.

Sin haber recibido ningún tipo de entrenamiento en estas cuestiones, hice una reverencia ante el Pretendiente.

– Es un honor, alteza.

Él asintió levemente con el gesto, como si aprobara mi comportamiento.

– He oído muchas buenas cosas de vos; el señor Johnson me ha mantenido informado de vuestras acciones. Me ha dicho que habéis caído víctima del gobierno de un cerdo alemán usurpador.

– Soy víctima de algo, eso es seguro. -Me pareció más prudente no decir que había llegado a la conclusión de que era la víctima de sus maquinaciones. Es el tipo de comentario que no te ayuda a hacer amigos.

Él negó con la cabeza.

– Detecto cierta suspicacia por vuestra parte. Permitid que os diga que es infundada.

– Esperaba más de vos, Weaver -dijo Johnson-. Los whigs quieren haceros creer que intrigamos contra vos, y sois tan necio que lo creéis. Sin duda recordáis que los testigos contratados para que testificaran contra vos trataron de vincularos a un misterioso desconocido llamado Johnson. ¿Necesitáis mayor evidencia de que los whigs querían convertiros en un agente jacobita para que hicierais de chivo expiatorio? Solo que vuestra inteligente huida lo evitó.

No podía negar lo que decía. Sin duda alguien había querido hacerme pasar por jacobita.

– He seguido vuestro juicio con interés -prosiguió-, como siempre que un miembro útil y productivo, ¿debo añadir heroico?, de nuestra sociedad es aplastado por un ministerio corrupto y sus esbirros. Puedo aseguraros que nunca ha sido el objetivo de su majestad o sus agentes que sufrierais ningún daño. Lo que habéis presenciado es una conspiración whig, pensada para eliminar a sus enemigos, culpar a sus rivales e influir en las elecciones desviando la atención de los votantes de un escándalo financiero perpetrado en las más altas esferas.

Miré al Pretendiente.

– No sé si puedo hablar libremente -dije.

Él rió con una risa regia y condescendiente.

– Podéis hablar como gustéis. He pasado la vida envuelto en una trama o en otra. Oír de una más no me hará ningún daño.

Yo asentí.

– Entonces debo decir que pensaba que los responsables de la muerte del tal Groston y de los falsos testimonios contratados para mi juicio eran agentes jacobitas.

Él rió con suavidad.

– ¿Por qué clase de personas nos tomáis? ¿Por qué íbamos a querer perjudicar a esos hombres… o a vos? Las notas dejadas en la escena del crimen forman parte de una farsa muy bien urdida. Proclaman que vos cometisteis esos actos innombrables en nombre del verdadero rey, pero están escritas de tal forma que se note que es mentira, de modo que parezca que es una trama jacobita pensada para descubrir a los whigs. En realidad, es una trama de los whigs. La gente nos cree capaces de ese tipo de engaño, pero se equivoca. ¿Qué habéis hecho, señor Weaver, para que sepamos de usted o nos importe lo bastante para asesinar a tres… ¡no, a cuatro! hombres para perjudicarle?

– No puedo contestar a eso, pero tampoco sabría decir por qué iban a querer algo así los whigs.

– ¿Queréis que os lo diga yo? -preguntó Johnson.

Di un buen trago de mi vaso y me incliné hacia delante.

– Os lo ruego.

– El señor Ufford os contrató para que descubrierais a los hombres que pretendían perturbar su tranquilidad y el ejercicio de sus libertades tradicionales como cura de la Iglesia anglicana. No pretendía que os vierais implicado en semejante nido de víboras, pero eso es lo de menos, porque estáis atrapado. Pero las personas que quieren silenciar a Ufford son las que quieren destruiros… Básicamente, Dennis Dogmill y su perro faldero, Albert Hertcomb.

– Pero ¿por qué? No dejo de volver una y otra vez a ese hombre, y aún no he averiguado por qué iba a querer Dogmill tomarse tantas molestias.

– ¿No es evidente? Estabais tratando de descubrir quién enviaba esas notas al señor Ufford. Si descubríais que procedían de Dogmill, eso lo habría destruido, Hertcomb quedaría desacreditado y los whigs perderían en las elecciones de Westminster. En vez de eso, astutamente quitó un obstáculo de en medio, a ese pobre Yate, y echó la culpa a un enemigo. Sí, yo soy responsable de que el asunto haya adoptado un cariz tan político a causa de mis esfuerzos por exponer vuestra causa ante la opinión pública, pero esa es toda nuestra implicación en vuestros asuntos. Y si he animado a los periódicos simpatizantes a elogiar vuestras acciones, que ciertamente son dignas de alabanza, y a señalar las amenazas de los whigs a las que os enfrentáis, unas amenazas muy reales, no creo que se me pueda reprochar.

– Si los jacobitas son mis amigos, ¿por qué ha tratado Ufford de acabar conmigo esta noche?

El Pretendiente negó con la cabeza.

– Ha sido un error lamentable. Temía que os acercarais demasiado a lo que no debíais saber, así que decidió actuar. Cuando supe lo que había hecho, le pedí a Johnson que se asegurara de que no cayerais en manos de los whigs.

– E hice todo lo posible.

Yo asentí, pues lo que decía era la verdad.

– Entonces, debéis confiar en mí y aceptar mi interpretación de los hechos -prosiguió Johnson.

La teoría de Johnson resistía el envite de la lógica, pero seguía sin convencerme. ¿De verdad podía ser Dogmill tan necio para creer que iría resignadamente a la horca? Por lo que había visto de él, aunque fuera una persona violenta e impulsiva, también era un maquinador frío, y sin duda sabía lo bastante para no esperar que cooperara en mi propia muerte.

– Tengo la sensación de que tiene que haber algo más.

Johnson negó con la cabeza.

– Tal vez no estéis familiarizado con un principio que se conoce como navaja de Ockham, y que dice que la teoría más simple es casi siempre la correcta. Podéis pasaros la vida buscando la verdad, si queréis, pero es lo que acabo de deciros.

– Bien podría ser como decís. Debéis saber que yo mismo he llegado a las mismas conclusiones muchas veces, pero necesito demostrarlo para poder aceptar su veracidad y convencer a otros.

– Es lamentable, pero tal vez jamás lo consigáis. Dogmill es una bestia traicionera, y no cederá pruebas recriminatorias fácilmente. Ya habéis presentado vuestro caso ante la ley, y esta ha demostrado que no le interesa la justicia. A la vista de lo cual, temo que hayáis emprendido un camino que, aunque honorable, podría acarrearos la muerte. -Hizo una pausa para dar un sorbito a su vino-. Pero tenéis otra posibilidad.

– ¿Ah, sí?

– Me gustaría ofreceros un puesto a mi servicio -me dijo el Pretendiente-. Os habré sacado del país antes de la noche de mañana. Hay mucho que hacer en el continente, y podríais actuar sin miedo a la ley. ¿Qué decís? ¿No es ya hora de que ceséis en vuestros nobles esfuerzos por lograr que un sistema corrupto reconozca la verdad? ¿No sería mejor ayudar a instaurar un nuevo orden de justicia y honradez?

– Por favor, no os toméis esto como un insulto, alteza, pero no puedo actuar en contra del actual gobierno -dije fríamente.

– He oído esto otras veces, y me sorprende que alguien como vos, que ha sufrido los caprichos de hombres malvados, se muestre tan reacio a dar la espalda a esos mismos hombres.

– Teméis que os acusen de traidor -dijo Johnson-. ¿Cómo puede ser traición servir a quien es su verdadero soberano? Estoy seguro de que conocéis la historia de este reino lo bastante bien para no necesitar un discurso, solo quería señalaros que nuestro verdadero monarca fue expulsado de su trono por una panda de whigs sedientos de sangre que le hubieran servido con la misma insolencia con que sirvieron a su padre cuando le cortaron la cabeza. Bien, a causa de un odio e intolerancia que el rey ha elegido perpetuar, una intolerancia que debe de resultar particularmente odiosa a los judíos, han otorgado la corona a un príncipe alemán sin ninguna relación con estas islas ni conocimiento del idioma inglés, y sin otra cosa en su favor que el hecho de que no es de religión católica. ¿No son los partidarios de los whigs los verdaderos traidores?

Respiré hondo. No puedo decir que no me tentara. Este reino había pasado por tantos cambios y altibajos en el último siglo que sin duda podía haber otro. Si el Pretendiente tenía éxito y conseguía hacerse con el trono y yo apostaba por él, ¿no ganaría, y mucho, por mis esfuerzos? Pero eso no era suficiente incentivo.

– Señor Johnson, no me tengo por un pensador político. Solo puedo decir que mi pueblo ha tenido una acogida inusualmente buena en este país, y sería una tremenda ingratitud rebelarme contra su gobierno, incluso si algunos de sus miembros tratan de perjudicarme. Comprendo vuestra causa, señor, y simpatizo con la profundidad de vuestras creencias, pero no puedo hacer lo que tan amablemente me pedís.

El Pretendiente negó con la cabeza.

– No pretendo ser crítico, señor Weaver, pues tal es la condición de todos los hombres. Pero creo que preferiríais vivir esclavizado a un amo a quien conocéis que arriesgaros a ser libre con uno nuevo. Es triste que una persona como vos sea incapaz de dejar el yugo de la esclavitud. Podéis confiar en que no hay ninguna mala voluntad por mi parte. Cuando se me devuelva al lugar que me corresponde, os ruego que me visitéis. Seguiré teniendo un sitio para vos.

Correspondí a sus palabras con una reverencia y el Pretendiente abandonó la habitación.

Johnson meneó la cabeza.

– Su majestad es más generosa y comprensiva que yo, pues yo os diría a la cara que vuestra decisión es una necedad. Ya imaginaba que diríais esto, pero su majestad deseaba haceros su oferta, y la ha hecho. Quizá llegará el día en que cambiaréis de opinión. Obviamente, ya sabéis dónde encontrar a los nuestros, así que si decidís uniros a nuestras filas no necesitáis mantenerlo en secreto. Entre tanto, os ruego que no repitáis nada de lo que habéis visto y oído aquí esta noche. Si no deseáis poneros de nuestro lado, confío en que sabréis estar agradecido por haber podido conservar vuestra libertad.

Dicho esto calló. En la habitación solo se oían nuestras respiraciones y el tictac del gran reloj.

– ¿Eso es todo? -pregunté con incredulidad-. ¿Vais a dejarme marchar?

– No tengo forma de evitarlo si no es por medios que me resultarían desagradables. Además, su majestad abandonará estas tierras en unas pocas horas, así que poco daño haríais si contáis lo que habéis visto… aunque os pido encarecidamente que no lo hagáis. Os deseo buena suerte en vuestra búsqueda de la justicia, señor, pues sé que cualquier empresa que os propongáis será en el interés del verdadero rey.

Por más improbable que pareciera, el señor Johnson pensaba dejarme marchar, aunque ahora tenía información suficiente para destruir al señor Ufford. Información, pero no las pruebas que me permitieran demostrarla. Pocas veces me he sentido más protegido que cuando salí de aquella casa, pues nadie salió de las sombras para cortarme el pescuezo, y la mayor dificultad que tuve para volver a casa fue encontrar un carruaje que me llevara hasta allí.

Me dormí maravillado ante la idea de que Ufford me dejara pisar el mismo suelo que él sabiendo lo que sabía, pero pronto descubrí que no tenía intención de hacer nada semejante. No tardé en enterarme de que, el día después de mi encuentro con Johnson, Ufford abandonó las islas -alegando problemas de salud- y se instaló en Italia. En realidad, fue a Roma, la misma ciudad donde residía el Pretendiente.

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