En su nota Elias sugería que nos reuniéramos para el desayuno. Muy apurada debía de parecerle la situación cuando proponía un encuentro tan temprano, así que acudí a la cita a la hora que indicaba. Pero él no fue tan puntual como yo, y ya iba yo por mi tercer o cuarto café cuando por fin se presentó.
– Perdona que te haya hecho esperar -dijo-, pero anoche me acosté muy tarde.
– Yo también -repuse-. Caí en una emboscada muy inconveniente.
– Oh, vaya. Suena muy desagradable. Pero, mira… Evans, el asunto del tal Groston es muy desagradable. Ha sido asesinado, y todo el mundo piensa que tú, es decir, Weaver, tenía algo en su contra.
– Pues yo tenía menos contra él que la persona que lo contrató… y desde luego ahora va a resultarme mucho más difícil descubrir quién fue. ¿Cómo lo mataron? No lo ahogarían en un orinal, ¿verdad?
Elias me miró con expresión recelosa.
– Debo decir que en los años que llevo de cirujano jamás me habían hecho una pregunta semejante. Resulta que no, no lo ahogaron en mierda. ¿Hay alguna razón para que creas eso?
Preferí no iluminarle sobre el particular.
– Entonces, ¿cómo murió?
– Verás, tengo un amigo al que llaman con frecuencia los oficiales de justicia de Londres y Westminster para que examine los cadáveres cuando se sospecha de asesinato. Cuando vio a Groston decidió avisarme, pues sabía de mi amistad contigo. Llevaba varios días muerto cuando lo encontraron, así que no estaba en un estado precisamente agradable. El caso es que el cirujano determinó que alguien le golpeó repetidamente en la cara con un objeto contundente, y que cuando se derrumbó, lo estranguló. Fue muy brutal.
– ¿Y tu amigo pensó que tenías que saberlo solo porque hablé de Groston en mi juicio?
– No, había más. Verás, encontraron una nota junto al cuerpo. Tuvo el detalle de copiármela.
Me pasó una nota en la que había escrito lo siguiente: «Llo binjamin uiver el judio hecho esto dios bendiga al rey jacobo y al papa y a grifin melbri». Se la devolví a Elias.
– Dale las gracias a tu amigo por haberme corregido las faltas de ortografía.
– ¡Por Dios! ¿No puedes tomártelo un poco en serio? Esto es muy grave.
Me encogí de hombros.
– No creo que Groston tuviera más información que darme, así que no puedo decir que me apene su muerte. Y, por lo que se refiere a la nota, dudo que nadie crea que soy autor de esta tontería. La persona que la ha escrito debe de ser bastante obtusa.
– ¿O quizá…?
Me agité algo nervioso en mi asiento, pues entendí perfectamente qué estaba insinuando. La nota era demasiado absurda para convencer a nadie.
– O bastante lista, supongo. Estás insinuando que tanto puede haber sido un astuto tory como un brutal whig.
– Solo los brutos más influenciables podrían creer que tú has escrito una nota bendiciendo al Papa. Nadie que de verdad esté conspirando, y desde luego no un papista, haría algo así. Pero ¿y si mataron a Groston para hacer creer que existe una conspiración?
– Entonces, los tories lo matan y hacen que parezca que lo han matado los whigs para perjudicarles. Están jugando fuerte.
– Seguramente demasiado fuerte para los tories. Después de todo, son un partido político, no la clase de hombres que se implicarían en este tipo de fechorías.
Sí, ya sabía por dónde iba.
– ¿Los jacobitas?
– Shhh -me interrumpió-. No digas esa palabra tan fuerte en mi presencia. Soy escocés, no lo olvides, un blanco fácil para las acusaciones. Pero sí, creo que ellos podrían estar detrás de todo esto. De vez en cuando puede que los whigs y los tories armen un poco de escándalo y provoquen algún que otro disturbio, incluso puede que las cosas se pongan feas cuando se enfadan entre ellos, pero un asesinato a sangre fría no es propio de ellos, ni siquiera en tiempo de elecciones. Sin embargo, algunos de esos jacobitas que maquinan son más atrevidos. Si creen que logrando que los whigs pierdan un escaño en Westminster animarán a los franceses a patrocinar una invasión, puedes estar seguro de que no faltará quien esté dispuesto a destrozar la cara de cien Grostons para no desaprovechar la ocasión.
– Pero ¿por qué implicarme a mí? Los jacobitas no son amigos de los judíos. ¿No te parece un poco raro? Los whigs siempre han sido criticados por su excesiva tolerancia hacia los judíos y los inconformistas, y los tories siempre se quejan por el poder que se da a los judíos y a los disidentes.
– Creo que se trata simplemente de oportunismo. Piers Rowley, un whig, se aseguró de que te condenaran injustamente, y tú lo desafiaste al escapar. Nadie hubiera podido predecir algo así, pero te guste o no, te has convertido en un símbolo antiwhig. Y ya sabes cómo son estos ingleses. Pueden odiar a muerte a los judíos y un momento después decidir que son sus amigos y quedarse tan tranquilos.
– Malditas maquinaciones -musité-. Primero la rosa blanca que Groston me dio, y hay más. -Le hablé a Elias de mi encuentro con Greenbill y los suyos, y de que uno de sus secuaces me había dicho que Johnson era un conocido jacobita.
– Parece -dijo Elias pensativo- que alguien quería insinuar una alianza entre los jacobitas y tú antes incluso de que tu juicio se convirtiera en una causa política. ¿Quién podría querer algo así? Los jacobitas no, desde luego.
– No -dije-. Mi enemigo debe de ser alguien que me odie a mí tanto como a los jacobitas.
– Volvemos de nuevo a Dennis Dogmill -comentó-.Y de nuevo ignoramos por qué quiere perjudicarte, o quién puede ser la mujer que te ayudó a escapar. Seguimos teniendo demasiados interrogantes y muy pocas respuestas, Weaver.
– A mí esto me gusta tan poco como a ti. No sé qué debo hacer.
Él se encogió de hombros.
– Rezar para que no maten a nadie más en tu nombre.
– Lo harán. Y sé muy bien a quién.
Él abrió los ojos desmesuradamente.
– ¿A los que testificaron en tu contra en el juicio?
Asentí.
– Pero ¿por qué? ¿Qué daño pueden hacer?
– No lo sé, pero pueden asesinarlos sin molestar a nadie de importancia y achacarme sus muertes fácilmente.
– Weaver, creo que te enfrentas a algo demasiado importante. Esto es mucho más grave que la muerte de un simple trabajador. Presiento que se está fraguando un ataque a nuestra nación. Los jacobitas están reuniendo sus fuerzas, y te están utilizando para ocultarse. Debes ir al ministerio y contarlo todo. Ellos te protegerán.
– ¿Estás loco? Ha sido el partido del gobierno el que me ha condenado y ha provocado esta situación. Por lo que sé, es el gobierno el que quería vincularme con los jacobitas. E incluso si no hay ningún whig importante detrás de todo esto, ¿cómo puedo estar seguro de que no me culparán a mí de la conspiración? Sabes muy bien que podrían colgarme tranquilamente en Tyburn sin molestarse en averiguar quién es el verdadero culpable, que en vez de intentar que se haga justicia podrían limitarse a sacar partido de mi infortunio.
– Sí, sí. Tienes razón. Podrían ahorcarte para poder señalarte y decir: «Ahí tenéis a un intrigante jacobita. Hemos demostrado que la amenaza es real». Entonces, ¿qué vas a hacer?
– Encontrar a los testigos primero y estar allí cuando el asesino vaya a por ellos.
Detestaba tener que visitar nuevamente a Mendes, pero en aquellas circunstancias no tenía elección y, puesto que ahora había otras vidas en juego, me pareció impropio andarme con ceremonias. Así que le escribí, pidiendo que me recibiera en su casa aquella noche y que mandara una nota con la confirmación al café que habíamos acordado previamente. Cuando fui a recoger mis mensajes, vi que Mendes había contestado. No le parecía seguro que nos reuniéramos en su casa, y proponía que reservara una habitación en la parte de atrás de la taberna que yo eligiera y le indicara la hora y el lugar. Me ocupé de ello inmediatamente y le mandé la información, aunque estaba algo inquieto, pues no entendía por qué no eran seguros sus alojamientos. ¿Había descubierto alguien nuestros encuentros anteriores? ¿Algún enemigo mío tenía a Mendes bajo vigilancia?
Tendría que esperar para saberlo. Cuando se acercaba la hora, me despojé de mi atuendo de Matthew Evans y salí al callejón por la ventana. Hubiera sido mucho más fácil y más seguro ir hasta allí ataviado como un caballero, sobre todo porque en los periódicos se comentaba que Weaver había sido visto en algunos de los lugares más peligrosos de la ciudad. Pero, aunque Mendes había demostrado ser un aliado valioso, jamás se me hubiera ocurrido confiarle todos mis secretos.
Di gracias por haber sido cauto, pues no tardé en descubrir que quizá había confiado en Mendes más de lo debido. Cuando entré en la habitación que había reservado, lo encontré esperándome, pero no estaba solo.
Jonathan Wild estaba con él.
Hasta el día en que encontró su destino en el otro extremo de la soga de un verdugo, no creo que Wild hubiera estado nunca tan cerca de la muerte como en aquel momento… incluido el famoso incidente en que Moretón Blake le apuñaló en el cuello. En un visto y no visto, cerré la puerta de una patada y saqué una pistola del bolsillo. A punto estuve de descargarla contra su cabeza.
Pero me contuve. Creo que fue por la actitud de Wild. Una de dos: o no había venido para hacerme daño o estaba tan bien preparado que no tenía nada que temer. Fuera como fuese, no deseaba añadir otra acusación de asesinato a mis problemas, y es por ello que vacilé.
– Aparta eso -me dijo, y bebió de su jarra de cerveza-. Si quisiera que te atraparan, ya estarías preso. Pero lo cierto es que me eres mucho más útil libre que encadenado. Y estás tristemente equivocado si crees que ciento cincuenta libras son suficientes para hacerme cambiar de opinión.
Bajé la pistola y me acerqué a la mesa. Mendes ya me había servido una cerveza.
– No tienes nada que temer -me dijo.
– Entonces, ¿por qué no me dijiste que vendría contigo? -le pregunté, sin querer sentarme todavía.
Mendes permaneció impasible. Ahora que Wild estaba allí, ya no era el mismo, era el títere del cazador de ladrones. No conseguiría nada de él.
– No te lo dijo -me dijo Wild- porque no hubieras venido. Evidentemente, tenía razón, pero a mi entender eso no disculpaba el engaño. Y aun así, solo podía culparme a mí mismo. Por mucho que quisiera confiar en Mendes, seguía siendo el hombre de Wild, y no debía sorprenderme si traía a su amo a la reunión. Lo único que quedaba por saber era por qué.
Wild se comportaba de una forma tan tranquila que cualquier hombre que se mostrara nervioso en su presencia debía de sentirse lastimoso. Este gran ladrón tenía la extraña capacidad de hacer que todo el mundo creyera en su corrupta autoridad y descubrí que, aun sabiendo quién era, yo mismo acabaría confiando en él si no iba con cuidado. Así que tensé cada músculo de mi cuerpo, decidido a resistirme a sus encantos.
– Bueno, dejémonos de tonterías. -Me mantuve muy derecho para dar yo también una imagen de autoridad, aunque la débil sonrisa que vi en los labios del cazador de ladrones me dijo que no lo había logrado-. Me inquieta la relación que puedas tener con mis problemas desde que apareciste en mi juicio.
– ¿Ah, sí? -preguntó. Sus rasgos eran tan afilados y angulosos que parecía que iban a partirse por la presión de su sonrisa-. ¿Te sentirías más tranquilo si hubiera hablado mal de ti, como sin duda esperabas?
– Me hubiera sorprendido menos, desde luego.
– Siento haberte sorprendido, pero pensaba que estarías más agradecido. Dejé a un lado nuestras posibles diferencias para hacerte un favor. Tú y yo estamos acostumbrados a pelearnos por el mismo premio… o peor, a estar enfrentados. Pero en este asunto soy tu mejor amigo.
– No creo ni por un momento que lo hayas hecho por otro motivo que no sea para ayudarte a ti mismo. El señor Mendes me ha informado del poco aprecio que le tienes a Dennis Dogmill, y confías en que yo lo perjudique.
– Cierto. Sospeché de su implicación en cuanto supe que Yate había muerto. Y me ha dicho Mendes que no conoces a la mujer que te pasó las herramientas para robar casas. ¿Es eso cierto?
– Sigo creyendo que fue cosa tuya -dije, aunque no estaba tan seguro como antes.
Él rió.
– Cree lo que quieras. Aunque supongo que te enfurece pensar que tuve algo que ver en tu rescate. Sin embargo, ese pequeño truco no fue cosa mía.
Meneé la cabeza.
– Entonces, ¿qué quieres? ¿Para qué has venido?
– Para ofrecerte mi ayuda, nada más. A fe mía, no soy amigo de los tories, todo el mundo lo sabe, pero ese Dogmill y su perro faldero, Hertcomb, son un inconveniente para mi negocio. Apoyaría al mismísimo cardenal Wolsey si se opusiera a Hertcomb y convirtiera a Dogmill en su enemigo. Estaba convencido de que esta competición sería coser y cantar para esos villanos, pero entonces apareciste tú y ahora todo es mucho más interesante. Mientras sigas cargándote rufianes por la ciudad y tratando de descubrir la verdad, mejor para mí. Por eso estoy contento de poder ayudarte. Escupí una amarga risa.
– Si fracaso, ahí te pudras. Y si tengo éxito, según tú estaré en deuda contigo.
Wild ladeó un poco la cabeza y asintió discretamente.
– Siempre has sido un hombre razonable, Weaver. No me cabe duda de que un favor ahora podría dar su fruto en el futuro. Así que he venido para saber qué puedo hacer por ti. ¿Dinero, quizá?
Fruncí el ceño con desprecio. No pensaba aceptar que Wild me ofreciera dinero como un tío generoso.
– No necesito tu dinero.
– Pues se gasta como el de cualquier otro, te lo aseguro. Aunque parece que tu sistema para atracar jueces te va muy bien. Sin embargo, debo decir que Rowley siempre ha sido un hombre muy dócil. Lamento que le hayas obligado a retirarse.
– Yo también lo tuve siempre por un hombre de fiar. ¿Por qué me atacó de esa forma?
– Estamos en época de elecciones -dijo muy complaciente-. Ya había peligro cuando las elecciones se celebraban cada tres años. Ahora que tienen lugar cada siete, el premio es mucho más valioso y todos llegarán mucho más lejos para apoyar a su partido, o sus intereses. Rowley solo hizo lo que Dogmill le pidió. Nada más.
– No sé.
Wild se volvió hacia Mendes.
– Me parece que nuestro amigo se ha trastocado por sus encuentros con los hombres de la South Sea y ahora siempre ve segundas intenciones en todo. Nunca limpiarás tu nombre si andas buscando intrigas y tramas ocultas. La respuesta está en la superficie, créeme. Solo se trata de la codicia de Dogmill.
– ¿Y qué puedo hacer? Dogmill tiene influencia sobre todos los jueces de Westminster.
– No lo sé -respondió él con una sonrisa maliciosa-. ¿Qué estás haciendo ahora? -Al ver que no contestaba, añadió-: Aparte de matar a tipos como Groston, claro.
Me agité nervioso en mi asiento.
– Por eso quería ver a Mendes. Yo no maté a Groston.
– Nunca le has puesto las manos encima, por supuesto.
– Le di su merecido, nada más. Pero estoy seguro de que la persona que está detrás de su muerte irá a por los otros dos que testificaron en mi contra en el juicio.
Él asintió.
– Mendes los encontrará sin problemas. ¿Quieres hablar con ellos cuando los encontremos?
Asentí.
– Sí. No dejaré que maten a esos dos para que mis enemigos puedan cargarme más muertos. Y siempre cabe la posibilidad de que tengan alguna información útil.
– Entonces los buscaremos enseguida -me aseguró Wild, y quedamos de acuerdo sobre la forma en que podrían localizarme-. ¿Podemos ayudarte en alguna otra cosa?
Me arrepentía de haber confiado tantas cosas a aquellos dos hombres, pero corrían tiempos difíciles, ya me ocuparía de eso más adelante.
– No -dije-. Con eso será suficiente.