21

Al volver a casa, me bebí buena parte de una botella de oporto para tranquilizarme y revisé las cartas que había recibido ese día. Había empezado a recibir invitaciones para ir a excursiones, fiestas y reuniones. Las personas que leían el nombre de Matthew Evans en el periódico querían conocerme y, aunque en cierto modo no podía evitar sentirme halagado, las rechacé todas. Había conseguido lo que quería gracias a la reputación del señor Evans, y no debía llamar la atención más de lo necesario.

Mucho mayor interés tenía una nota de Griffin Melbury en la que me decía que me visitaría a las diez. ¡Menudo sentido de la oportunidad! Tenía la cabeza embotada por la bebida, y no sabía si estaría en condiciones de formular las preguntas que debía hacerle.

El carruaje de Melbury se detuvo ante el edificio exactamente cuando el reloj daba las diez. El hombre entró y me saludó con gesto cordial, pero no quiso tomar nada.

– ¿Habéis oído el recuento del día de hoy? -me preguntó-. Ciento noventa y nueve para Hertcomb y doscientos veinte para los nuestros. Les llevamos casi cien votos de ventaja, y las elecciones han empezado hace tan solo cinco días. Ya noto el sabor de la victoria, señor. Lo noto. Os lo aseguro, la gente de Westminster está cansada de corrupción, de esos whigs que venden el alma de la nación al mejor postor. Pero no hay que dormirse. Hay mucho que hacer, señor Evans, y, puesto que estáis tan deseoso de contribuir a la causa tory, he pensado que os gustaría uniros a mí en la campaña.

– Sería un honor -le dije, tratando de disimular mi confusión. No era lo inesperado de la oferta lo que me desconcertó, sino la familiaridad que Melbury mostraba. Yo había intentado caerle bien, y parece que lo había logrado. Había intentado convertirlo en mi aliado, y es lo que me ofrecía. Pero me sentía confuso. Melbury me desagradaba, pero no tanto como hubiera querido. Era un hombre rígido, como suelen serlo los representantes de las antiguas familias, pero no era duro, ni cruel ni insoportable, y aunque sus ideas políticas no coincidían con las mías, las defendía con apasionamiento.

Solo podía pensar que el destino había mostrado a Melbury su mejor rostro y que parecía predestinado a ganar en Westminster. Me halagaba pensar que cuando le revelara mi verdadera identidad y le dijera todo lo que sabía sobre la corrupción whig, haría cuanto estuviera en su mano por ayudarme. Que me resultara demasiado superior (o demasiado casado con Miriam) para mi gusto no tenía importancia. Así pues, los dos subimos a su carruaje, que empezó a traquetear ruidosamente en dirección a Lambeth.

Melbury tarareó unas cuantas veces, y luego carraspeó y resopló.

– Mirad, Evans. Os aprecio muchísimo, pues de lo contrario no os habría pedido que me acompañarais esta noche, pero hay una cosa que debo deciros.

– Por supuesto -repliqué yo, con no poca inquietud.

– Sé que con frecuencia las cosas son distintas en las colonias, y sé perfectamente que no pretendíais nada malo. Quiero que comprendáis que no me siento ofendido ni furioso. Solo es un consejo de amigo.

– Por favor, será un honor -le aseguré.

– Es solo que no es correcto bailar con la mujer de otro hombre.

Sentí que se me revolvían las tripas.

– Señor Melbury, no creeréis que yo…

– Por favor… -dijo con una falsa cordialidad-. No quiero explicaciones ni disculpas. Solo os lo digo para que no os encontréis algún día en una situación desagradable, con un caballero menos liberal quizá que yo. O, si me permitís la osadía, menos enamorado de su mujer que yo. ¿Os sorprendo? Bueno, no creo que sea ningún crimen que un hombre ame con locura a su esposa.

– Ni lo pensaría, señor -dije con rigidez.

– Imagino que una de las razones que os han traído a Londres es la de buscar una esposa apropiada.

– Tal vez.

– Os diré que el matrimonio es un estado muy adecuado para el hombre. Yo no tengo quejas al respecto, al contrario, me regocijo cada día. Pero no llegaréis muy lejos bailando con rameras whigs como Grace Dogmill o con las esposas de otros hombres. Quizá no he hecho bien al mencionaros este tema, no lo sé. Solo quiero ayudaros… aunque reconozco que me siento un tanto celoso cuando se trata de mi bella Mary -dijo con una risa.

– Os ruego me disculpéis… -empecé a decir.

– No, no, no tenéis por qué disculparos. No quiero que vuelva a hablarse del tema. Ya está olvidado. ¿Estamos de acuerdo?

El muy bellaco quería castigarme por bailar con Miriam cuando él me la había quitado a mí prácticamente de los brazos. Nada me hubiera gustado más que atravesarlo con mi daga… de no ser porque mi vida dependía de él.

– Estamos de acuerdo -le aseguré, dando gracias de que no pudiera verme la cara en la oscuridad del carruaje.

Durante unos minutos Melbury no habló y, si bien yo me alegré de no tener que charlar con él, el silencio empezaba a resultarme opresivo.

– ¿Puedo preguntar por qué he sido honrado con esta invitación? -pregunté al final.

– Manifestasteis el deseo de participar en esta competición -me recordó él.

– Lo hice, y de corazón, pero dudo que a todo hombre que exprese semejante deseo se le conceda el honor de una excursión con el señor Melbury.

– Bueno, desde luego que no, pero la mayoría de los hombres que quieren entrar en política no me han salvado de unos brutos whigs, así que no me siento tan cercano a ellos como a vos, Evans. ¿Tenéis algún compromiso de aquí a dos noches?

– Creo que no.

– Entonces yo puedo proporcionaros uno. Ofrezco una pequeña cena en la que, espero, podréis conocer a algunos hombres con vuestros mismos intereses. Os ruego que nos acompañéis.

Yo sabía que mi presencia sería un castigo para Miriam, pero si deseaba consolidar mi relación con Melbury, difícilmente podía excusarme cuando me hacía una oferta tan generosa. Debía mostrarme ante él como la persona más grata del mundo, y así, cuando casualmente mencionara que no había sido del todo sincero en un par de cosillas -mi nombre, mi religión, mis inclinaciones políticas, mi dinero-, no se lo tomaría tan mal. Así pues, dije que me sentía honrado y que acudiría puntualmente.

– Muy bien. Creo que os gustará la compañía. Habrá algunos tories realmente excelentes. Hombres de la Iglesia y sus partidarios. Representantes de viejas familias, que se resienten de la presencia de agiotistas y políticos corruptos. Os lo aseguro, estas personas tienen mucho que decir sobre los acontecimientos más recientes.

– Algunos de los cuales se me antojan sorprendentes -me aventuré a decir.

Me había dicho cientos de veces que no sacaría aquel tema, que era una necedad, una locura, pero allí, en la oscuridad del carruaje, cuando no podía verme el rostro, me reconforté en una falsa sensación de anonimato. Con la voz más tranquila y espontánea que pude fingir (que debió de sonar tan falsa como el plomo pintado de oro), dije:

– ¿Qué os parece que la chusma os relacione con el tal Weaver?

Melbury soltó una risotada. Sin vacilar. Nada parecía indicar que supiera quién era yo y que esperara una oportunidad para decirlo. Por el momento, podía confiar en que Miriam no había traicionado mi confianza.

– Weaver -repitió-. Es curioso a qué cosas se aferra la chusma. Por supuesto, los whigs tienen la culpa por haberse puesto en evidencia durante el juicio, y como es natural, los periódicos tories no pueden desaprovechar una oportunidad como esa cuando se la ponen delante.

– Entonces, ¿no sentís ninguna amistad ni afinidad con ese individuo?

– Seamos francos, Evans. Si puedo sacar algún provecho del hecho de que la chusma me relacione con un judío renegado, si puedo reforzar a la Iglesia y repeler a agiotistas y extranjeros corruptos, lo haré, pero jamás confraternizaré con ese individuo. Si se cruzara en mi camino, llamaría a la guardia y cobraría esas ciento cincuenta libras, como cualquier otro.

– Incluso si es inocente, como cree la chusma.

– Culpable o inocente, no me daría ningún apuro verlo colgado. Lleváis poco tiempo en Londres y no sabéis cómo funcionan aquí las cosas. Os aseguro que los cazadores de ladrones son todos unos desalmados, señor. Mandarían tranquilamente a la horca a un inocente solo por cobrar una pequeña recompensa. Jonathan Wild es el más respetable, y Weaver quería hacer creer a todos que también lo era, pero este asunto de los asesinatos ha puesto de manifiesto la verdad.

Aquella conversación debía servirme de recordatorio, para cuando me olvidara de quién era realmente y creyera que era Matthew Evans. No podía ser Matthew Evans, y Melbury no era mi amigo. Solo era una persona de quien quería algo, nada más.

– No es más que un juego, ¿sabéis? -prosiguió-. Se trata de hacer creer a la chusma que piensas lo mismo que ellos. Consigues sus votos y luego te olvidas de ellos durante siete años, y tratas de hacer las cosas bien. Nosotros no hicimos las leyes que promueven la corrupción, fueron los whigs. Pero debemos vivir según ellas o morir, y si puedo utilizar las trampas de los whigs para derrotarlos, no dudaré en hacerlo.

– Una forma de pensar un tanto desencantada, ¿no os parece?

– Imagino que habréis visto cómo funcionan las elecciones.

Le dije que sí.

– Así es nuestro sistema, señor Evans. No tenemos el lujo de hacer como en Jamaica y echar nuestro voto en un coco que va de choza en choza de la mano de una bella africana desnuda. En Londres, quien impone las normas es su majestad la chusma, y debemos ofrecerle un bonito espectáculo si no queremos que nos corte la cabeza.

– En una ocasión me dijisteis que las elecciones no son más que un espectáculo de corrupción. Pensé que solo lo decíais porque estabais trastornado.

Él rió.

– No, lo dije porque me anima verlo así. Un espectáculo puede orquestarse, el caos no. Por ejemplo, ese judío, Weaver. Se cree que hace lo que quiere y elude a la ley y al gobierno, pero todos le utilizamos… whigs, tories, todos. Para nosotros no es más que una marioneta, y el partido que tire mejor de las cuerdas será el que consiga sacarle lo que quiera.

Miré por la ventanilla del carruaje, del tamaño de un puño.

– Bueno -dije, en un intento por cambiar de tema-, ¿y qué misión tenemos en este momento?

– La misión que tenemos es delicada. Hubiera enviado a mi representante, pero digamos que no es un hombre muy valiente, y estamos ante un grupo que requiere cierto valor. Es un club de votantes, señor, y no deben ver la menor señal de debilidad. Me he propuesto ganarme a ese club, y lo haré. Si los visito en persona seguramente contribuiré a que las ruedas sigan bien engrasadas, y he pensado que teneros a vos a mi lado me ayudará a mantener un buen ánimo. Confío en que podáis controlarlo.

Le aseguré que así era, y seguimos el viaje en silencio hasta que llegamos a un café en Gravel Lane. Bajamos, entramos en el local y nos encontramos en un lugar muy desordenado. La palabra «café» se utiliza con frecuencia con un sentido muy amplio, pero en aquellos momentos me hallaba en uno donde dudo que hubieran visto nunca dicha bebida. Estaba lleno de tipos duros de la clase media más baja y de furcias, y había una banda de violinistas. Se notaba un fuerte olor a cerveza pasada y a ternera recién hervida; en cada plato de cada mesa había un montón de carne cubierta de nabos y perejil.

Apenas acabábamos de entrar cuando un tipo se levantó y se acercó a nosotros con expresión grave. Vestía ropas corrientes, salvo por la abundancia de encajes y unos brillantes botones plateados. Tenía una larga nariz que apuntaba hacia abajo, un mentón afilado que apuntaba hacia arriba y unos ojos que parecían dos pasas.

– Ah, señor Melbury, os he reconocido a usted en cuanto ha cruzado la puerta, señor, mismamente, porque os he oído hablar en más de una ocasión. Soy Job Highwall, señor, como habréis imaginado, y estoy impaciente de hablar con vos.

Melbury me presentó como el hombre que le había salvado de unos bellacos whigs y que había golpeado al carnicero whig en el centro electoral. Evidentemente, me había pedido que le acompañara para que diera una nota amenazadora, pero si Highwall se sentía amenazado, no se notaba.

Tomamos asiento en un rincón tranquilo del café. Highwall pidió cerveza fuerte -lo que va mejor para hacer negocios, dijo- y nos animó a que no perdiéramos el tiempo, pues el tiempo es algo muy valioso.

– Permitid que repita lo que ya sabéis, señor, y os estaré muy agradecido. Represento al club de votantes El Zorro Rojo, señor Melbury, un respetable club. Podéis mirar las elecciones anteriores y siempre oiréis lo mismo: El Zorro Rojo cumple lo que promete. He oído decir que otros clubes prometen lo mismo a todos los partidos y al final no dan nada a ninguno. El Zorro Rojo no, señor. Hemos ofrecido nuestros servicios en todas las elecciones desde los tiempos de Carlos II y jamás hemos dado a ningún candidato a Westminster un motivo para arrepentirse de haber confiado en nosotros.

– Vuestra reputación es irreprochable -dijo Melbury.

– Eso espero, señor Melbury, puesto que El Zorro Rojo cumple sus promesas. En nombre de El Zorro Rojo, os aseguro que podéis confiar en nosotros. Somos más de fiar que el coche correo, señor.

– No he venido a cuestionar vuestra reputación, señor -dijo Melbury.

– No hay razón para ello. Ninguna razón.

– Entonces en ese respecto estamos de acuerdo. Solo debemos hablar del asunto de los números.

– Ah -dijo el señor Highwall-. Ahí está la cosa, señor, los números. Puede uno hablar de esto o de aquello, pero lo importante siempre son los números. ¿Acaso podríais negarlo?

– No puedo -dijo Melbury-. Me gustaría conocer esos números.

– No puedo reprochároslo. Así que os diré los números. Las cosas están así, señor. Tenemos trescientos cincuenta hombres en este club con los que podéis contar, como os he prometido. Apoyarán a un hombre. Nosotros no somos un club que prometa trescientos cincuenta y luego dé doscientos cincuenta. No, os ofrecemos trescientos cincuenta y es lo que tendréis, señor, siempre que la cantidad os satisfaga.

– ¿Y cuál es la cantidad, señor Highwall?

– Señor, debéis comprender que todos ellos, los trescientos cincuenta que prometo, son tories. Son tories en su corazón y en su mente. No podéis imaginaros cuántos me han dicho que, de poder elegir, preferirían servir al señor Griffin Melbury, pero vos sabéis como el que más que los negocios son los negocios, y si es necesario apoyarán al señor Hertcomb (quien nos ha hecho una oferta) con todo el dolor de su corazón.

– Entiendo -dijo Melbury, no poco decepcionado-. Desearía conocer el precio de esos trescientos cincuenta tories.

– Señor, podéis contar con la lealtad de los trescientos cincuenta a cambio de una compensación de tan solo cien libras.

Melbury dejó su cerveza.

– Eso es mucho, ¿no os parece?

– Yo creo que no, señor Melbury, no, ciertamente. Pensad solamente en lo que se os ofrece. ¿Os gustaría pagar tan solo veinte o treinta libras por ese mismo número y que cuando la cosa se calme os enteréis de que solo habéis recibido cincuenta votos por vuestro dinero?

– Me pedís mucho más que cinco chelines, señor. Es mucho dinero.

– Es mucho, pero pagáis una reputación. Reputación. No puedo deciros lo que ofreció el hombre del señor Hertcomb, pero os juro que no podría volver a mis hombres con menos de cien libras y mirarlos a los ojos. Me dirían: «¿Cómo puedes aceptar esta oferta cuando el hombre del señor Hertcomb ha ofrecido mucho más?». ¿Qué podría decirles?

– Pues podría decirles que son tories y que deberían contentarse con verme elegido.

– Si fuera cuestión de gustos, os daría toda la razón, señor. Pero se trata de negocios, ya lo sabéis.

– Os ofrezco sesenta libras.

– ¡Sesenta libras! -exclamó Highwall como si Melbury hubiera sacado una daga-. ¡Sesenta libras! Me sorprendéis, señor Melbury. Ciertamente. Creo que debo posponer esta conversación, pues me habéis trastornado tanto con vuestra oferta que necesito una sangría y una purga antes de poder continuar. Sesenta libras es la oferta más insultante del mundo. No puedo presentarme a mis chicos con sesenta libras. No aceptaré ni un penique menos de noventa.

– Propongo setenta -dijo Melbury.

– El club de votantes El Zorro Rojo vale mucho más que setenta libras, señor, pero os honro, y es por ello que aceptaré ochenta libras en interés de ofreceros nuestro apoyo para los Comunes. -Los dos hombres se dieron un apretón de manos. De esta forma, en el transcurso de unos pocos minutos, el señor Melbury se aseguró casi una décima parte de los votos que necesitaba para conseguir su escaño.


Una vez zanjado el asunto con el señor Highwall, Melbury consideró que ya había estado en compañía del cabecilla del club de votantes El Zorro Rojo lo suficiente y propuso que nos retiráramos a algún lugar más apropiado. Eligió el café Rosethorn's, en Lowman's Pond Row, lugar conocido porque era muy frecuentado por tories de la mejor especie. Y en verdad, cuando entramos por la puerta, Melbury fue rodeado por un tropel de amigos que, a diferencia de los de las clases bajas, tuvieron el suficiente buen juicio de dejarlo en paz al poco rato. Una vez hizo la ronda y me presentó a muchos más hombres de los que podía recordar, tomamos asiento.

Me aseguró que el clarete que servían era de muy buena calidad, así que bebí; también pedimos ave fría para aplacar nuestro apetito.

– ¿Os sorprende el asunto con el club de votantes? -me preguntó.

– ¿Debería?

– Bueno, después de todo venís de las Indias Occidentales, e imagino que allí la vida es mucho más sencilla. Seguramente no acostumbran a arreglar estas cosas de una forma tan indirecta.

– Os aseguro -dije sin maldad- que los sobornos también han penetrado en las Indias Occidentales.

– Oh, qué palabra más fea, soborno. Detesto llamarlo de esa forma. Yo lo veo como una mera transacción, y sin duda no hay nada malo en ello. Solo lamento el coste. ¿Sabéis?, en las elecciones anteriores, creo que hubiera podido asegurarme esos mismos votos por diez libras, pero estos clubes saben lo que se hacen. De todos modos, incluso a un precio tan elevado, es mucho más barato que pagar por separado a trescientos cincuenta hombres para que me voten.

– ¿Hay otros medios igual de refinados de asegurarse votos?

Melbury pestañeó.

– Las elecciones acaban de empezar -dijo-. Veamos el desarrollo de los acontecimientos. Pensad solo en lo que hay en juego: honor, integridad, el futuro del reino.

– ¿Puedo haceros una pregunta? -me aventuré a decir. Durante toda la noche me había estado preguntando cómo sacar el tema. No se me ocurrió ninguna forma más espontánea de sacarlo a colación, así que, finalmente, decidí ser brusco. Después de todo, yo era nuevo allí y, puesto que el señor Melbury me tenía por un ignorante indiano, por qué no aprovecharlo.

El hombre estaba deseando dárselas de erudito.

– Con mucho gusto contestaré cualquier pregunta que tengáis -me aseguró.

– ¿Hasta qué punto dependéis de los votos de quienes tienen tendencias jacobitas?

Su sonrisa complaciente desapareció. Melbury me miró como si le hubiera echado una bosta en su plato. Aunque la luz era escasa, diría que palideció.

– Por favor -dijo-. Si queréis pronunciar esa palabra en público estando en mi compañía, hacedlo en voz baja. No haréis muchas amistades aquí incluso si solo mencionáis que esa gente que decís existe.

– ¿Tan peligroso es mencionarlos?

– Lo es. Veréis, Dogmill y Hertcomb solo necesitan una pequeña excusa para dejarnos a todos como una panda de traidores al servicio del falso rey. Debemos hacer lo posible para evitar que esa arma caiga en sus manos. -Dio un sorbo a su vaso-. ¿Por qué lo preguntáis, señor?

– Solo era curiosidad.

Melbury se inclinó hacia delante y habló en un susurro.

– Permitidme que sea algo brusco, señor Evans. Tenéis mi gratitud por vuestro servicio del otro día, y siempre podréis contar con mi aprecio. Pero si apoyáis la tendencia política que acabáis de mencionar, debo pediros que jamás volváis a hablarme, ni aparezcáis a mi lado, ni asistáis siquiera a ningún acto al que yo deba asistir. No pretendo ser severo, pero no permitiré que esos amotinados implacables enturbien mi reputación o se interpongan en mis metas políticas.

– Agradezco vuestra sinceridad -dije-, pero os prometo que no soy de semejante tendencia. Pregunto porque he oído muchas veces que estas personas están asociadas con los tories. Solo deseaba saber si hay que buscar su apoyo o no.

– Abiertamente no, desde luego. Si desean votar por mí, estaré muy agradecido, pero jamás diré una palabra para animarlos o permitir que piensen que podría apoyar a su monarca en lugar de al mío. No me malinterpretéis… considero que su majestad ha cometido errores terribles, sobre todo en relación con su ministerio y el apoyo a la causa whig, pero prefiero a un necio protestante que a un astuto papista.

Vi que no debía insistir, y hubiera cambiado enseguida de tema de no ser porque Melbury se ocupó de ello personalmente.

– Hemos tenido una dura experiencia con el señor Highwall -dijo con cierta ligereza-. Busquemos un poco de distracción.

Tal vez a causa de mis propias tendencias, pensé que Melbury se refería a buscar la compañía de un par de mujeres voluntariosas, y reconozco que la idea me alegró… no porque lo deseara para mí mismo, sino para cerciorarme de que aquel hombre era un mal esposo para Miriam. Y lo comprobé enseguida, si bien no de la forma que yo imaginaba, pues el vicio de Melbury no eran las mujeres, sino el juego. Fuimos a la parte de atrás de la taberna, donde había varias mesas y los caballeros jugaban al whist, juego que, confieso, jamás he logrado entender. Elias me juró en una ocasión que podía enseñarme a jugar en menos de una semana, pero, puesto que el objeto de las cartas es servir de entretenimiento, aquella promesa fue casi como un presagio.

En cualquier caso, ahora se trataba de mucho más que de pasarlo bien, y si quería que la actitud de Melbury hacia mí siguiera siendo cordial, no me quedaba más remedio que ser un buen compañero de juego. Así pues, me senté a su lado y me presentó a sus compañeros; todos ellos parecían dominar la tarea acrobática de controlar simultáneamente una jarra de bebida, una cajita de rapé y un puñado de cartas.

Melbury empezó a jugar enseguida, y casi pareció olvidar mi presencia. Ciertamente, me resultó un tanto humillante, pues en espacio de unos pocos minutos pasé de ser su confidente particular a ser un mero asistente. Hacía bromas con sus compañeros de partida, arrojaba monedas, bebía con entusiasmo. De vez en cuando se volvía en mi dirección y hacía algún chiste, pero al cabo de un momento ya me había olvidado. Y no podía reprochárselo. Había regateado con Highwall por veinte libras, y en cambio, en menos de una hora perdió más de trescientas. En una mano pensó que iba a ganar un buen montón de dinero, pero uno de sus adversarios ganó de forma inesperada. Me di cuenta de que perder le afectaba mucho, pero entregó el dinero con aparente indiferencia y no le dio ningún apuro sacar más dinero para la siguiente mano.

Después de pasar casi una hora viendo cómo Melbury perdía mucho más de lo que yo habría soñado ganar en dos años de trabajo, decidí que lo mejor era retirarse antes de que Melbury dejara de verme como un valioso compañero y me tomara por un adulador más.

Mientras trataba de pensar una forma de comunicar mi decisión, un hombre al que no había visto se acercó y se inclinó entre Melbury y yo. Sería de mediana edad, e incluso con aquella luz del café vi que las cerdas de su barba eran canosas. Era un hombre delgado; tenía los ojos hundidos, las mejillas angulosas, y tantos dientes ausentes como presentes. Llevaba un viejo traje, limpio pero raído, y se conducía con una dignidad extrañamente artificial.

– Ah, señor Melbury -dijo mientras se interponía entre nosotros-. Me alegra veros, señor. Esperaba encontraros aquí, y aquí os encuentro.

El rostro de Melbury se ensombreció.

– Discúlpenme, caballeros -dijo a los jugadores. Cogió al hombre de la manga y se lo llevó al otro lado de la habitación.

Yo no sabía qué hacer, pero desde luego no quería quedarme sentado como un tonto con los otros jugadores, así que me levanté para seguir a Melbury. Se había sentado a otra mesa con ese individuo y, al acercarme, oí que hablaba en voz muy baja.

– ¿Cómo os atrevéis a presentaros aquí? -decía-. Tened por seguro que pediré al señor Rosethorn que os niegue la entrada en el futuro. -Se volvió hacia mí-. Ah, Evans. Quizá tendré que pediros que hagáis por mí lo que hicisteis el otro día en Covent Garden.

Evidentemente, mi presunción no me había hecho ningún daño.

– Eso no es muy amable por vuestra parte, señor -le dijo el tipo-. Ya me habéis negado la entrada a vuestra casa, y un hombre tiene que llevar sus asuntos donde puede. Vos y yo tenemos un asunto pendiente, señor Melbury, no lo negaréis.

– Los asuntos que haya entre nosotros no son para tratarlos en un lugar público como este -dijo-. Y no podéis interrumpirme cuando estoy reunido con otros caballeros.

– Con mucho gusto trataría este asunto en privado, sí, pero no me habéis dejado otra opción. Y en cuanto a vuestra reunión, me ha parecido que estabais arrojando al viento algo que haríais mejor en aplicar en otra parte.

– No es asunto vuestro cómo empleo mi tiempo.

– No, desde luego. Vuestro tiempo no me interesa, podéis utilizarlo como gustéis. Es vuestro dinero lo que me preocupa. Es muy desconsiderado que lo malgastéis con tanto desparpajo cuando hay quien espera que paguéis una deuda atrasada.

– Debo pediros que os marchéis -dijo Melbury.

El tipo meneó la cabeza.

– Eso no es muy amable, señor. No, desde luego. Vos sabéis que puedo ser mucho más persuasivo, y sin embargo me he mostrado amable y paciente por respeto a vuestra posición. Pero no voy a ser amable y paciente siempre, no sé si me entendéis. -Aquí hizo un inciso y me miró-. Titus Miller a vuestro servicio, señor. ¿Puedo preguntar cuál es vuestro nombre?

– ¿Acaso no tenéis modales? -le dijo Melbury casi a gritos.

– Me parece que tengo muy buenos modales, señor Melbury, pues me los enseñó mi abuela. Soy educado, deferente y pago mis deudas. No veo nada malo en querer conocer el nombre de un caballero, y a menos que haya alguna razón para que no pueda saberlo, os consideraré una persona muy desagradable si no me lo decís.

Me di cuenta de que Melbury no pensaba ceder y decir mi nombre y, puesto que no deseaba que aquello degenerara, decidí zanjar el asunto yo mismo.

– Soy Matthew Evans -dije sin rodeos.

– Bien, señor Evans, ¿os consideráis amigo del señor Melbury?

– No hace mucho que le conozco, pero aspiro a ser su amigo.

– Si sois su amigo, quizá os interese asistirle en sus dificultades. Ciertamente.

Ahora entendía por qué Melbury tenía tan poca paciencia con aquel tipo.

– Creo que es el señor Melbury quien tiene que hablar de sus asuntos, y si desea ayuda, puede hablarlo conmigo sin vuestro permiso.

– No comprendo por qué la gente es siempre tan desagradable -dijo Miller-, y vos habéis decidido ser desagradable, cosa que no me gusta. No os diré cuál es la naturaleza exacta de los problemas del señor Melbury, pues no parece que queráis escucharlos. Solo digo que, si sois su amigo, le ofreceréis ayuda. Si no recuerdo mal, sus otros amigos lo han hecho en el pasado, aunque tal vez en estos momentos no estén a su disposición.

– Miller, haré que os echen si no os marcháis ahora mismo.

El hombre se levantó.

– Me disgusta que hayamos llegado a esto, pero imagino que es inevitable. Me iré, señor, pero tal vez descubráis que nuestro asunto ha tomado una dirección muy distinta. No me gusta mostrarme malvado, pero un hombre debe llevar sus asuntos como mejor pueda.


La noche siguiente tenía una de mis citas con Elias. Antes de que pudiera decir nada, me obsequió con una amplia sonrisa.

– Veo que, por muchos disfraces que lleves, no puedes reprimir tu verdadera naturaleza.

– ¿Qué quieres decir? -pregunté cuando tomaba asiento.

Empujó un diario tory hacia mí. En él aparecía la historia del gran héroe Matthew Evans, que recientemente había salvado al señor Melbury del ataque de unos rufianes whigs. Ahora había salido en defensa de una furcia whig sin nombre que quería vender su virtud a cambio de votos. Uno de los clientes decidió que su voto valía más de lo que la dama decía, y el señor Evans se adelantó y, sin preocuparse por la filiación de unos y de otros, hizo huir al villano.

Le devolví el periódico a Elias.

– No tenía ni idea de que estos hechos fueran famosos.

– Debes tener cuidado con este tipo de cosas -me dijo-. No debes llamar demasiado la atención, no por tu fuerza. Sería la manera más fácil de que te reconocieran.

– No fue ningún capricho -le aseguré-. No podía quedarme al margen viendo cómo ese canalla tocaba los melones de la señorita Dogmill impunemente.

Elias se medio encogió de hombros con gesto de hastío.

– Sobre eso no puedo decir nada. Tú conoces esos melones mejor que yo. Pero de todos modos, deberías tener más cuidado.

– Me pregunto si, de enterarse Dogmill, se alegraría de ver que alguien ayudó a su hermana o se indignaría porque ese alguien fui yo. Es muy posesivo con ella, ¿sabes? -Le conté la historia que la señorita Dogmill me había relatado: que su hermano atacó a un comerciante que la «secuestró».

– Un cuento maravilloso -dijo Elias-. Y muy instructivo, ciertamente. Tal vez utilice una versión novelizada en mi Historia de Alexander Claren. Quizá podría hacer que un villano finja haber secuestrado a la joven, con su consentimiento, por supuesto, para que su padre…

– Elias -dije interrumpiendo sus ensoñaciones-. ¿Estás proponiendo que secuestre a la señorita Dogmill y me quede esperando a que su hermano se presente como un toro acorralado?

– Oh, no. De ninguna manera. Quiero utilizar esa historia. Si se supiera que has hecho algo semejante, parecería que lo he copiado en mi novela. Y, en estos momentos, creo que es la mejor idea que he tenido. No, tendrás que inventarte tu propia historia.

– Pero es mi historia.

– Pues entonces tendrás que pensar una historia que no te haya robado.

Acto seguido lo puse al corriente de todo lo que había sucedido en aquellos días tan agitados.

– Conozco a ese Titus Miller -dijo-. Comercia con deudas. Me ha comprado una o dos en el pasado, y es implacable, sí, implacable, cuando acosa a sus deudores. Una vez oí que entró por la fuerza en un baño donde un tendero estaba con una pequeña ramera de pelo castaño, y no se fue hasta que el tipo pagó lo que le debía. Sospecho que Melbury se encontrará con algunos dolorosos obstáculos si Miller lo persigue.

– Bueno, como tú dices, la carrera parlamentaria es un asunto muy caro.

– Debe de tratarse de viejas deudas. No le molestaría por los gastos de la carrera mientras esta se está celebrando. Pero me había parecido entender que su esposa, si me perdonas que la mencione, aportó una considerable fortuna al matrimonio.

– Sin duda la señora Melbury fue lo bastante lista para poner sus propiedades por separado al casarse. Quizá a Melbury le resulta bochornoso mencionarle estas deudas. Lo he visto jugar, y tal vez sean deudas de honor. Pero las dificultades de Melbury son la menor de mis preocupaciones. Prefiero saber qué puedes contarme sobre ese asunto de los jacobitas.

– Bueno, ahí está la clave, ¿verdad? Si puedes demostrar que hay un importante jacobita entre los whigs, tendrás exactamente lo que necesitas. Solo tienes que esperar para ver cómo terminan las elecciones. Los tories harán lo que sea para que esa información no salga a la luz, pues les haría quedar como unos traidores. Ya sabes lo impresionable que es la gente: culparía a los tories por lo que han hecho los jacobitas. Y los whigs también harían lo que fuera para que no se sepa, porque quedarían como unos necios. Lo único que tienes que hacer es identificar a esa persona y estarás en el camino a tu libertad.

– ¿Lo único? Sin duda el nombre de ese hombre debe de ser un secreto muy bien guardado.

– Sin duda, sí, pero si alguien como Yate pudo descubrirlo, para un hombre de tu talento será un juego. Por cierto, ¿conoces los resultados de la votación de hoy?

Le dije que no.

– Ciento ochenta y ocho, Hertcomb; ciento noventa y siete, Melbury. La ventaja aumenta cada día que pasa.

– Malas noticias para Hertcomb.

– Me temo que también es una mala noticia para Melbury. Dennis Dogmill no renunciará al escaño de Hertcomb tan fácilmente.

– ¿Qué quieres decir?

– A menos que me equivoque -dijo, dando un bocado a un nabo hervido-, me temo que habrá violencia. Y mucha.


Las palabras de Elias resultaron perturbadoramente acertadas. Al día siguiente, un grupo de cuatro o cinco docenas de hombres se presentó en el centro electoral proclamando que no podía haber libertad sin Hertcomb. Varios de ellos se apostaron en el exterior de la cabina, y cuando salía un hombre que había votado a los tories, lo abucheaban, se mofaban de él y hasta lo golpeaban. Las personas que apoyaban a Melbury recibían una respuesta cada vez más agresiva, hasta que, al final, si alguno se atrevía a votar al candidato equivocado, era golpeado sin piedad.

Melbury y otros tories importantes de la ciudad exigieron la presencia del ejército para dispersar a los alborotadores, pero la triste realidad es que el alcalde y los concejales, así como la mayoría de los magistrados, confraternizaban con Dennis Dogmill y Albert Hertcomb, de modo que dijeron que un poco de violencia en tiempo de elecciones era inevitable, y que lo mejor era no reaccionar de forma exagerada, pues de lo contrario los ánimos de los alborotadores podían encenderse aún más.

Decidí visitar personalmente el lugar para ver a qué extremos llegaba la violencia. Vi que era cruel y real, y que sin duda le costaría a Melbury muchos votos. Ese día terminó con ciento setenta votos para el señor Hertcomb y solo treinta y uno para su oponente. Unos días más como aquel y Melbury perdería el liderazgo. Y si Melbury no ganaba, las posibilidades de limpiar mi nombre quedarían reducidas prácticamente a cero.

Por esta razón, y algunas otras, observé cierto hecho con gran interés. A menos que mis ojos me engañaran, los hombres que alborotaban en contra de Melbury eran los estibadores de Greenbill Billy.

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