9

En el momento de su asesinato, Morton Handler había estado ejerciendo como psiquiatra desde hacía algo menos de quince años. Durante ese período había visitado o tratado a algo más de dos mil personas. Los historiales de esos pacientes estaban guardados en sobres marrones y metidos, ciento cincuenta por caja, en recipientes de cartón que estaban cerrados con cinta adhesiva y estampados con el sello del Departamento de Policía de Los Ángeles.

Milo llevó esas cajas a mi casa, ayudado por un pequeño detective, calvo y negro, llamado Delano Hardy. Resoplando y jadeando fueron metiendo las cajas en mi comedor. Pronto pareció que estuviera en pleno traslado, yéndome o llegando.

– No es tan malo como parece -me aseguró Milo-. No tendrá que mirarlos todos, ¿verdad, Del?

Hardy encendió un cigarrillo y asintió con la cabeza.

– Ya hemos realizado un repaso preliminar -me dijo -. Eliminamos a todos los que sabíamos que han fallecido. Imaginamos que era poco probable que resultasen sospechosos.

Los dos rieron. Un chiste de policías.

– Y el informe del forense -continuó-, dice que a Handler y a la chica los cortó alguien con mucho músculo. Al primer intento a él le hizo un corte en el cuello que llegó limpiamente hasta la espina dorsal.

– Lo que significa -le interrumpí -, que ha sido un hombre.

– Podría ser una dama infernalmente fuerte -se rió Hardy -, pero apostamos por un tío.

– Hay seiscientos pacientes del sexo masculino -añadió Milo-. Esas cuatro cajas de ahí.

– Además -dijo Hardy -, le hemos traído un regalito.

Me entregó un paquetito envuelto en papel de Navidades, verde y rojo, con un motivo de trompas y ramas de muérdago. Estaba atado con una cinta roja.

– No pude encontrar ningún otro papel -me explicó Hardy.

– Esperamos que te guste -añadió Milo. Empezaba a sentirme como si fuera la audiencia de una de esas comedias de chistes malos. En Milo se había producido una curiosa transformación: en presencia de otro detective se había distanciado de mí y había adoptado el comportamiento burlón, sabihondo y duro del policía veterano.

Desenvolví la caja y la abrí. Dentro, sobre un lecho de algodón, había una placa de identificación del Departamento de Policía de Los Ángeles, laminada en plástico. Llevaba una foto mía como la de mi carnet de conducir, con esa mirada extraña, como congelada, que parecen tener todas las fotos oficiales. Bajo la imagen estaba mi firma, también tomada del carnet, mi nombre impreso, mi grado académico y el título: «Consejero Especialista». La realidad imitaba a la ficción.

– Me habéis emocionado…

– Póntela -me dijo Milo-. Que sea un acto oficial. La galleta no era muy diferente a la que había usado en el Pediátrico de Oeste: llevaba detrás un imperdible. Me la colgué de la camisa.

– Muy atractivo – dijo Hardy-. Con eso y diez centavos puede hacer una llamada de teléfono local.

Buscó en su bolsillo y sacó un pedazo de papel doblado.

– Ahora, si me hace el favor de leer esto y firmarlo – me tendió una pluma.

– Aquí dice que no tienen que pagarme por esto.

– Justo – dijo Hardy con fingida y burlona tristeza -. Y si se corta con el borde de un papel mientras revisa el archivo, no puede ponerle un pleito al Departamento.

– Esto hace felices a los jefazos, Alex -me dijo Milo. Me alcé de hombros y firmé.

– Ahora -me dijo Hardy -, ya es usted un experto oficial del Departamento de Policía de Los Ángeles.

Dobló el papel y se lo metió en el bolsillo.

– Me recuerda al gallo aquel que no dejaba tranquilas a las gallinas del gallinero, de modo que lo castraron y lo nombraron «Consejero».

– Muy alentador, Del.

– Cualquier amigo de Milo lo es mío y todas esas chorradas…

Milo, mientras tanto estaba abriendo las cajas precintadas con una navaja de las del Ejército suizo. Sacó los historiales a docenas y fue haciendo cuidados montones que cubrieron la mesa del comedor.

– Están por orden alfabético, Alex. Puedes irlos mirando y separar los casos raros.

Acabó de disponer las cosas y él y Hardy se prepararon para marcharse.

– Del y yo estaremos hablando con los tipos malos del listado del ordenador.

– Nos dan el trabajo ya preparado -dijo Hardy. Se chasqueó los huesos de los dedos y buscó un lugar en el que dejar el cigarrillo, que ya había fumado hasta el filtro.

– Tírelo al retrete. Salió para hacerlo.

Cuando estuvimos solos, Milo me dijo:

– Realmente aprecio lo que estás haciendo, Alex. No te mates a trabajar… no trates de mirarlo todo hoy.

– Haré todo lo que pueda, hasta que me comiencen a doler los ojos.

– Vale. Te llamaremos un par de veces, para ver si tienes algo en lo que podamos trabajar mientras estamos por las calles.

Hardy regresó arreglándose el nudo de la corbata. Iba muy elegante con su traje azul marino de tres piezas, camisa blanca, corbata rojo sangre y brillantes zapatos negros acharolados. A su lado, a Milo se le veía más desmañado que nunca con sus pantalones colgando arrugados y su deformada chaqueta deportiva de franela.

– ¿Estás dispuesto? -preguntó Hardy.

– Dispuesto. -Adelante.

Cuando se hubieron ido puse un disco de Linda Rondstad en el tocadiscos. Y empecé mi investigación a los acordes de Poor, Poor pitiful Me.


El ochenta por ciento de los pacientes masculinos del archivo caía dentro de dos categorías: o bien ejecutivos adinerados, enviados a la consulta por sus médicos de cabecera, con una serie de síntomas relacionados con el estrés: anginas, impotencia, trastornos abdominales, dolores de cabeza crónicos, insomnios, erupciones cutáneas de origen desconocido… y luego los hombres deprimidos, de todas las edades. Revisé éstos y separé el restante veinte por ciento para una investigación más a fondo.

Cuando empecé no sabía nada acerca del tipo de psiquiatra que había sido Morton Handler, pero tras varias horas de revisar sus dossiers comencé a formarme una imagen de él, una imagen que distaba mucho de ser la de un santo.

Las notas de sus sesiones de terapia eran poco profundas, descuidadas y tan ambiguas que estaban desprovistas de todo sentido. Leyéndolas, resultaba imposible imaginar lo que había estado haciendo durante esas incontables horas de cuarenta y cinco minutos. Apenas si había mención alguna de planes de tratamiento, prognosis, historiales de estrés… cualquier cosa que hubiera podido ser considerada como significativa, médica o psicológicamente. Este modo descuidado de trabajar era aún más evidente en las notas tomadas en los últimos cinco o seis años de su vida.

En cambio, sus archivos financieros eran meticulosos y detallados. Sus honorarios eran altos, sus notas de reclamación a los deudores estaban redactadas con dureza.

Aunque durante los últimos años había hablado menos y recetado más, la frecuencia con la que recetaba medicación no era inusual. A diferencia de Towler, no parecía alguien comprado por las industrias farmacéuticas. Pero tampoco era demasiado bueno como terapeuta.

Lo que realmente me preocupaba era su tendencia, que de nuevo era más habitual durante sus últimos años, de introducir comentarios burlones en sus notas. Éstos, que ni siquiera se molestaba en disimular con la jerga profesional, no eran más que bromas sarcásticas a costa de sus pacientes; «Le gusta quejarse y sonreír como un bobalicón, alternativamente», era su descripción de un viejo con problemas de estabilidad en su humor. «Es poco probable que sea capaz de hacer algo constructivo», era su afirmación acerca de otro. «Quiere la terapia para disimular su vida, que es aburrida y sin sentido.» «Un deshecho total.» Y así muchos más.

Hacia última hora de la tarde había completado mi autopsia psicológica de Handler. Era una persona quemada, uno más entre las legiones de hormigas trabajadoras que han llegado a odiar su profesión elegida. Quizá hubo un tiempo en que sentía la responsabilidad: sus primeros historiales, aunque no inspirados, al menos eran decentes… pero al final, desde luego no la sentía. No obstante, había seguido en ello, día tras día, sesión tras sesión, no deseando perder unos ingresos del orden de las seis cifras y todo lo que lleva consigo la prosperidad.

Me pregunté cómo debía pasar el tiempo mientras sus pacientes escupían su torbellino interno. ¿Soñaba despierto? ¿Se dedicaba a sus fantasías (sexuales, financieras, sádicas)? ¿Planeaba el menú de la cena? ¿Hacía operaciones aritméticas mentalmente? ¿Contaba borreguitos? ¿Calculaba cuántos depresivos podrían bailar en la cabeza de una aguja de coser?

Hubiera sido lo que fuese, desde luego lo que no estaba incluido era escuchar a los seres humanos que estaban frente a él, convencidos de que su curación le importaba.

Aquello me hizo pensar en el viejo chiste, aquél acerca de un par de comecocos que, al final de la jornada, se encuentran en el ascensor. Uno de ellos es joven, un novato, y se ve claramente que está destrozado: la corbata mal anudada, el cabello enmarañado, doblado por la fatiga. Se vuelve y ve al otro, un veterano ya muy bregado, que está totalmente compuesto: moreno, en forma, cada cabello en su sitio, con un clavel recién cortado metido en el ojal de su solapa.

– Doctor – suplica el joven-, por favor, dígame cómo lo hace…

– ¿Cómo hago el qué, hijo?

– Estar sentado hora tras hora, día tras día, escuchando los problemas de la gente sin que éstos logren afectarle.

– ¿Y quién los escucha? -le contesta el gurú.

Muy divertido. A menos que le estuviera uno pagando noventa pavos por sesión a Morton Handler y lo único que lograse por su dinero fuera la secreta valoración de ser un quejica sonriente.

¿Acaso alguna de las víctimas de su malvada prosa habría descubierto lo farsante que era y le habría asesinado? Era difícil imaginar a alguien recurriendo a la elaborada técnica de matarife que había sido empleada con Handler y su amiguita sólo para vengar una afrenta así. Claro que uno nunca sabía… la ira es una cosa muy engañosa: a veces yace durmiente durante años, sólo para ser disparada por el estímulo aparentemente más trivial. Hay gente a la que han descuartizado por hacer una abolladura en el parachoques de un coche.

Aun así, me costaba creer que los depresivos y psicosomatizadores cuyos historiales yo había revisado fueran la materia prima con la que se moldean los que acechan en la noche. Aunque lo que realmente no quería creerme era que tuviéramos que enfrentarnos con dos mil sospechosos en potencia.

Eran ya casi las cinco. Saqué una cerveza Coors de la nevera, me la llevé al porche y me senté en una tumbona con los pies apoyados en la barandilla. Bebí y contemplé el sol sumergirse tras las copas de los árboles. Alguien del vecindario estaba haciendo sonar rock punk. Cosa extraña, no sonaba discordante.

A las cinco treinta Robin llamó.

– Hola, cariño. ¿Quieres venir esta noche? Pasan Cayo Largo por la tele.

– Seguro – le dije -. ¿Quieres que compre algo para comer? Se lo pensó un momento.

– ¿Qué te parecen salchichas con chile? Y cerveza.

– Yo ya te llevo ventaja en lo de la cerveza – en la mesa de la cocina había tres latas vacías y chafadas de Coors.

– Pues dame tiempo para alcanzarte, amor. Te veré sobre las siete.

No había tenido noticias de Milo desde la una treinta. Me había llamado desde Bellflower, cuando estaba a punto de interrogar a un tipo que había atacado a siete mujeres con un destornillador. Había muy poca similitud con el caso Handler, pero uno tenía que trabajar con lo que disponía.

Llamé a la División del Oeste de Los Ángeles y le dejé el recado de que estaría fuera aquella noche.

Luego llamé al número de Bonita Quinn. Esperé cinco timbrazos y, cuando nadie me contestó, colgué.


Humphrey y Lauren estaban maravillosos, como siempre. Las salchichas con chile nos dejaron eructando, pero satisfechos. Nos abrazamos y escuchamos un rato a Tal Farlow y Wes Montgomery. Luego tomé una de las guitarras que tenía por el estudio y toqué para ella. Escuchó, con los ojos cerrados, una débil sonrisa en los labios, luego me apartó suavemente las manos del instrumento y tiró de mí hacia ella.

Pensaba haberme quedado toda la noche allí, pero hacia las once me fui poniéndome nervioso.

– ¿Pasa algo, Alex?

– Ño -sólo que mi Zeigarnik me tiraba de la oreja.

– Es por ese caso, ¿no?

No dije nada.

– Estoy empezando a preocuparme por ti, cariño – puso su cabeza sobre mi pecho, una preciosa carga-. ¡Estás tan nervioso desde que Milo te metió en esto! No sé cómo eras antes, pero por lo que me has contado, parece como si volvieras a los buenos viejos tiempos.

– El viejo Alex no era tan mal tipo – reaccioné defensivamente.

Muy sabiamente, ella no dijo nada.

– No -me corregí -. El viejo Alex era un plasta. Te prometo que no lo voy a traer de vuelta, ¿vale?

– Vale -me dio un beso en la punta de la barbilla.

– Sólo necesito que me des un poco más de tiempo para dejar todo esto atrás.

– De acuerdo.

Pero, mientras me vestía, ella estuvo mirándome con una mezcla de preocupación, pena y confusión. Cuando yo fui a decir algo, ella se volvió. Me senté al borde de la cama y la estreché en mis brazos. La acuné hasta que sus brazos se deslizaron en derredor de mi cuello.

– Te amo -le dije-. Dame un poco de tiempo. Ella lanzó un cálido sonido y me apretó más. Cuando la dejé estaba durmiendo, con sus párpados estremeciéndose a causa del primer sueño de la noche.

Me hundí en los ciento veinte historiales que había dejado a un lado, trabajando hasta las primeras horas de la mañana. La mayor parte de ellos también resultaron ser documentos bastante banales. Noventa y uno de esos pacientes eran hombres con enfermedades psíquicas a los que Handler había visto como consultivo, cuando aún estaba trabajando en el Cedros del Sinaí, formando parte del equipo de enlace de psiquiatría. Otros veinte habían sido diagnosticados como esquizofrénicos, pero resultaba que eran seniles (con una media de edad de setenta y cinco años) pacientes del hospital de convalecientes en el que había trabajado durante un año.

Los nueve restantes eran interesantes. Handler los había diagnosticado a todos como pacientes con problemas de desórdenes psicópatas. Naturalmente, estos diagnósticos no eran muy de fiar, vista la poca fe que tenía yo en sus juicios. Pero, no obstante, valía la pena examinar más a fondo aquellos historiales.

Todos ellos se encontraban entre las edades de dieciséis y treinta y dos años. La mayor parte de ellos le habían sido enviados por organismos oficiales: el Departamento de Libertad Condicional, la Protección Juvenil de California, iglesias locales. Un par de ellos habían tenido fuertes encontronazos con la ley. Al menos a tres de ellos se les consideraba violentos. De éstos, uno de ellos le había dado una paliza a su padre, otro había acuchillado a un compañero de la escuela y el tercero había empleado un automóvil para pasarlo por encima de alguien con el que había tenido una discusión violenta.

Un puñado de angelitos.

Ninguno de ellos había estado sometido a terapia durante mucho tiempo, lo que no resultaba sorprendente. La psicoterapia no tiene demasiado que ofrecerle a la persona que no tiene conciencia, ni moral, ni, en la mayoría de los casos, deseo alguno de cambiar. De hecho y por su propia naturaleza, el psicópata es un insulto a la moderna psicología, con sus corrientes filosóficamente igualitarias y optimistas.

Los terapeutas se hacen terapeutas porque en lo más profundo de su ser están convencidos de que la gente es buena y tiene la capacidad de cambiar a mejor. La noción de que haya individuos que, simplemente, sean malvados, gente mala, y que esa maldad no puede ser explicada por ninguna de las combinaciones existentes de la naturaleza y la educación, es algo que ataca a las más íntimas sensibilidades del terapeuta. El psicópata es para psicólogos y psiquiatras lo que el paciente de cáncer terminal es para el médico: una prueba que camina y respira de su inutilidad y fracaso.

Yo sabía que esa gente existía. Afortunadamente había conocido a un muy pequeño número de ellos, en su mayoría adolescentes, pero también a algunos niños. Recuerdo en particular a un niño, que aún no había cumplido los doce años, pero que poseía un rostro tan cínico, endurecido y de una sonrisa tan cruel que habría hecho estar orgulloso, de tenerla, a un condenado a cadena perpetua en San Quintín. Y me había dado su tarjeta profesional: un brillante rectángulo de rabioso color rosa con su nombre en él, seguido de la palabra Negocios.

Y desde luego había resultado ser un muchachito muy emprendedor. Animado por mis seguridades de que todo sería confidencial, me había hablado orgullosamente de las docenas de bicicletas que había robado, de los robos en domicilios que había cometido, de las niñas quinceañeras que había seducido. ¡Estaba muy complacido consigo mismo!

Había perdido a sus padres a la edad de cuatro años, en un accidente de aviación, y había sido criado por una desconcertada abuela que trataba de convencer a todo el mundo, y sobre todo a sí misma, de que, en el fondo, él era un buen chico. Pero no lo era. Era un mal chico. Cuando le pregunté si se acordaba de su madre, había puesto cara obscena y me había contado que, en las fotos que había visto de ella, tenía pinta de ser una tía buena. Y no era una postura defensiva por su parte, ese era su verdadero yo.

Cuanto más tiempo pasé con él, más me iba descorazonando. Era como ir pelando una cebolla y encontrarse con que cada una de las capas internas sucesivas estaba aún más podrida que la anterior. Era un chico malo, y lo era irremediablemente. Lo más probable era que fuese a peor.

Y no había nada que yo pudiera hacer. No tenía la menor duda que acabaría por dedicarse a una carrera antisocial. Si la sociedad tenía suerte, se limitaría a jugar a ser un timador, a raterías. Si no, se iba a derramar mucha sangre. La lógica dictaba que lo que había que hacer con él era encerrarlo y tirar la llave, apartarlo de toda posibilidad de hacer daño, confinarlo para protegernos a los demás. Pero el sistema democrático dictaminaba otra cosa y, puestas las cosas en la balanza, incluso yo estaba de acuerdo en que no tenía que ser de otro modo.

Y, sin embargo, aún había noches en que pensaba en aquel crío de once años y me preguntaba si no vería algún día su nombre en los periódicos.

Dejé a un lado los nueve historiales.

Milo tendría algo más de trabajo ya preparado.

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