6

Me desperté a las seis de la mañana siguiente, lleno de una energía indefinida. Hacía más de cinco meses que no me había sentido así. La tensión no era mala del todo, pues con ella me llegaba una sensación de tener un propósito que cumplir. Pero, hacia las siete, había ido en incremento, por lo que paseaba por dentro de casa como un jaguar en su jaula.

A las siete treinta decidí que ya era bastante tarde. Marqué el número de Bonita Quinn. Estaba totalmente despierta y sonaba como si hubiera estado esperando mi llamada.

– Buenos días, doctor.

– Buenos días. Pensé que quizá pudiera pasar por ahí, para estar unas horas con Melody.

– ¿Por qué no? No tiene nada que hacer -bajó la voz -. ¿Sabe?, creo que usted le cayó bien. Estuvo hablando de cómo había estado jugando con ella.

– Eso es bueno. Haremos algunas cosas más hoy. Estaré ahí dentro de una media hora.

Cuando llegué, estaba vestida y preparada para salir. Su madre le había puesto un traje de verano de color amarillo pálido que dejaba al descubierto su blanca y huesuda espalda y sus brazos delgados como palitos. Su cabello estaba recogido hacia atrás en una cola de caballo, atado con una cinta amarilla. Agarraba un pequeño bolso de cuero. Yo había pensado pasar algún tiempo en su habitación y luego quizá llevarla a comer fuera, pero estaba bien claro que ella estaba deseando salir.

– Hey, Melody.

Ella apartó la mirada y se chupó el pulgar.

– Esta mañana estás muy bonita.

Sonrió tímidamente.

– Pensé que quizá podíamos dar un paseo con el coche. Ir a un parque. ¿Qué tal te suena eso?

– De acuerdo -la voz quebradiza.

– Muy bien -metí la cabeza en el interior del apartamento. Bonita Quinn estaba pasando la aspiradora, empujándola como si se tratase de una carretada de pescados. Llevaba una sudadera azul en la cabeza y un cigarrillo colgaba de sus labios. La televisión estaba puesta en un programa religioso, pero la pantalla estaba oscurecida por la nieve electrónica y el coro quedaba ahogado por el ruido de la aspiradora.

Le toqué el hombro. Dio un salto.

– Me la voy a llevar, ¿vale? -grité por encima del estrépito.

– Está bien -cuando habló, el cigarrillo se agitó como un cebo para truchas en un torrente saltarín.

Volví con Melody.

– Vamos.

Caminó junto a mí. A medio camino del aparcamiento su pequeña mano se había introducido en la mía.


A través de una serie de curvas por las colinas y afortunados atajos, conecté con la Ocean Avenue. Conduje hacia el sur, hacia Santa Mónica, hasta que llegamos al parque en la cima de la colina que dominaba la autopista Pacific Coast. Eran las ocho treinta de la mañana. El cielo estaba claro, salpicado únicamente con un puñado de nubes, como guijarros, que podían estar tan lejos como Hawaii. Hallé un lugar en el que aparcar en la calle, justo delante de la Camera Oscura y el Centro de Recreo para los Ciudadanos Mayores.

Aun a aquella hora temprana de la mañana el lugar estaba a rebosar. Los ancianos atestaban los bancos y el patio delantero. Algunos de ellos charloteaban sin cesar con otros, o consigo mismos. Otros miraban fijamente al paseo, en mudo trance. Chavalas de piernas largas con mínimas camisetas y pantaloncitos de satén que sólo cubrían la décima parte de su región glútea pasaban patinando, trasformando los senderos entre las palmeras en autopistas de carne. Algunas de ellas llevaban auriculares estéreo… aceleradas mujeres del espacio, con expresiones beatíficas congeladas en sus rostros perfectos a la califor- niana.

Los turistas japoneses tomaban fotos, se daban codazos los unos a los otros, señalaban y reían. Vagos mal vestidos estaban sin hacer nada junto a la barandilla que separaba el incierto acantilado del puro espacio vertiginoso. Fumaban tapando el cigarrillo con la mano y contemplaban al mundo con miedo y disgusto. Un número sorprendente de ellos eran hombres jóvenes. Todos tenían el aspecto de haber salido reptando de alguna profunda, oscura e improductiva mina.

Había estudiantes leyendo, parejas tendidas sobre la hierba, niños corriendo por entre los árboles y algunos encuentros furtivos que sospechosamente parecían compraventas de droga.

Melody y yo caminamos a lo largo del borde exterior del parque, mano con mano, hablando poco. Le ofrecí comprarle un barquillo de un vendedor callejero, pero me contestó que no tenía hambre. Recordé que la pérdida del apetito era otro de los efectos secundarios de la Ritalina. O quizá fuese que acababa de desayunar copiosamente.

Llegamos al sendero que llevaba al muelle.

– ¿Has montado alguna vez en un tío-vivo? -le pregunté.

– En una ocasión. Fuimos en una excursión del colegio a la Montaña Mágica. Las montañas rusas me asustaron, pero me gustó el tío-vivo.

– Vamos -señalé hacia el muelle-. Hay uno allí. Daremos unas vueltas.

En contraste con el parque, el muelle casi estaba desierto. Había alguna gente pescando acá y allá, en su mayoría viejos negros y asiáticos, pero sus expresiones eran pesimistas y sus cubos estaban vacíos. Los viejos tablones de madera del malecón estaban llenos de escamas secas que se habían quedado pegadas a ellos, lo que les daba el aspecto de tener lentejuelas bajo aquel sol matutino. Varios de los envejecidos tablones tenían rajas y, mientras caminábamos, pude ver fugazmente el mar que abajo golpeaba a las pilastras y se retiraba con un siseo de advertencia. A la sombra de la parte inferior de la tripa del muelle el agua se veía negra-verdosa. Había un fuerte olor a creosota y sal en el aire, un aroma maduro y crudo de soledad y horas malgastadas.

Los billares en donde yo acostumbraba a esconderme mientras jugábamos de niños habían sido cerrados. En su lugar había un salón de juegos electrónicos, lleno de máquinas de vídeo. Un solitario chico mejicano tiraba decidido de la manecilla de uno de esos robots pintarrajeados con colores escandalosos. El sonido del ordenador surgía en pips y creecks.

El tío-vivo se albergaba en un edificio que más semejaba un cavernoso granero y que parecía como si fuera a hundirse a la siguiente crecida de la marea. El que lo manejaba era un hombrecillo con una tripa del tamaño de un melón y la piel despellejándosele alrededor de las orejas. Estaba sentado en un taburete, leyendo un impreso de las carreras de caballos y pretendiendo que no estábamos allí.

– Nos gustaría montar en el tío-vivo.

Alzó la vista, nos repasó de una mirada. Melody estaba mirando los viejos carteles que había en una pared: Buffalo Bill, una imagen victoriana de unos enamorados.

– Un cuarto de dólar cada vez.

Le di un par de billetes.

– Téngalo girando un rato.

– Seguro.

La alcé hasta un gran caballo blanco y oro, con una pluma rosa por cola. La barra de latón en la que estaba empalado tenía tiras diagonales a lo largo. Seguro que subía y bajaba. Me puse en pie junto a ella.

El hombrecillo estaba hundido en su lectura. Tendió una mano, apretó un botón de un oxidado mando, tiró de una palanca y una versión reumática de El Danubio Azul surgió de una docena de altavoces ocultos. El carrusel empezó a andar lentamente, y luego fue girando, mientras los caballos, los monos, los carruajes empezaban a vivir, moviéndose en un contrapunto vertical a la revolución de la máquina.

Las manos de Melody se aferraron al cuello de su montura; miraba fijamente hacia adelante. De un modo gradual fue relajando su presa y se permitió mirar alrededor. Hacia la veinteava revolución estaba moviéndose con la música, con los ojos cerrados y la boca abierta en una risa silenciosa.

Cuando la música acabó al fin, la ayudé a bajar y descendió algo mareada al sucio suelo de cemento. Estaba lanzando risitas y agitando su bolso en un alegre ritmo, al compás del ya acabado vals.

Dejamos el granero y nos aventuramos hasta el extremo del muelle. Ella estaba fascinada por los enormes depósitos de cebo, repletos de estremecientes anchoas, asombrada por el contenedor de peces de roca frescos que estaba siendo alzado por un trío de musculosos y barbudos pescadores. Los pescados rojizos estaban muertos en un montón. La rápida ascensión desde el fondo del océano había hecho que las vejigas de aire de algunos de ellos hubieran estallado y salido por sus bocas. Unos cangrejos, del tamaño de abejas, correteaban por dentro y alrededor de los inertes cuerpos. Las gaviotas picaban para saquear y eran asustadas por las manos marrones de los pescadores.

Uno de los pescadores, un chico de no más de los dieciocho, la vio mirando fijo.

– Vaya espectáculo, ¿eh?

– Aja.

– Dile a tu papi que te lleve a sitios más bonitos en su día libre. -Se echó a reír.

Melody sonrió. No trató de corregirle. Alguien estaba friendo gambas. Vi cómo se le arrugaba la nariz.

– ¿Tienes hambre?

– Un poco. – Parecía inquieta.

– ¿Pasa algo?

– Mamá me dijo que no te pidiera muchas cosas.

– No te preocupes. Le diré a tu madre que has sido muy buena chica. ¿Has desayunado?

– Algo.

– ¿Qué has tomado?

– Un zumo. Y un trozo de donut. De esos con polvos blancos encima.

– ¿Eso es todo?

– Aja -alzó la vista hacia mí, como si esperase ser castigada. Suavicé mi tono.

– Supongo que no tendrías hambre a la hora de desayunar, ¿eh?

– Aja -a tomar viento la teoría del desayuno copioso.

– Bueno, pues yo tengo mucha hambre -era cierto. Lo único que me había tomado era un café-. ¿Qué te parece si los dos comemos algo?

– Gracias, doctor Del… -se atragantó con mi apellido.

– Llámame Alex.

– Gracias, Alex.

Localizamos la fuente de los olores de cocina en un destartalado chiringuito situado entre una tienda de souvenirs y un puesto de venta de anzuelos y cebos. La mujer tras el mostrador era obesa y de un color blanco pastoso. El humo y el vapor subían en nubes alrededor de su rostro de luna, dándole un efecto de halo parpadeante. Unas freidoras chisporroteaban al fondo.

Compré una grasienta bolsa, grande y llena de cosas buenas: raciones, envueltas en papel de plata, de gambas y pescado frito, una bandeja de patatas fritas del tamaño de porras de policía, pozuelos de plástico, cerrados, con salsa tártara y ketchup, tubitos de papel con sal y dos latas de una cola de marca desconocida.

– No se olvide de esto, señor.

La gorda me tendía un puñado de servilletas de papel.

– Gracias.

– Ya sabe cómo son los crios -bajó la vista hacia Melody-. Disfruta con la comida, cariño.

Nos llevamos la comida del muelle y hallé un lugar tranquilo en la playa, no muy lejos del Centro de Longevidad Pritikin. Nos comimos nuestras grasientas viandas, mientras contemplábamos cómo hombres de mediana edad trataban de hacer footing alrededor de la manzana, movidos por el combustible que era la clase de comida sin gracia que el Centro debiera estar sirviendo aquellos días.

Comió como un camionero. Se estaba acercando el mediodía, lo que significaba que, normalmente, debería estar preparada a recibir su segunda dosis de anfetamina. Su madre no me había ofrecido la medicación para que me la llevara, y yo no había pensado, o no había querido, pedírsela.

El cambio de su comportamiento resultó evidente a mediados de la comida y fue siendo más obvio con cada minuto que pasaba.

Empezó a moverse más. Estaba más alerta. Su rostro se animó más. Se removía, como si se estuviese despertando de un largo y confuso sueño. Miraba en derredor, recién entrada en contacto con lo que la rodeaba.

– Míralos – señaló a un grupo de surfers, vestidos con trajes de goma, que flotaban sobre las olas en la distancia.

– Parecen focas, ¿no?

Lanzó una risita.

– ¿Podría meterme en el agua, Alex?

– Quítate los zapatos y mete los pies, pero sin alejarte de la orilla… donde el agua toca a la arena. Trata de no mojarte el vestido.

Me metí gambas en la boca, me incliné hacia atrás y la contemplé correr hasta el borde del agua, con sus delgadas piernas pateando las ondas. En una ocasión se volvió en mi dirección y me saludó con la mano.

La contemplé jugar de este modo durante unos veinte minutos o así. Luego me enrollé las perneras de los pantalones, me quité los zapatos y los calcetines y me uní a ella.

Corrimos juntos. Sus piernas funcionaban mejor a cada instante que pasaba; pronto fue una gacela. Lanzaba gritos y chapoteaba y siguió corriendo hasta que ambos nos quedamos sin respiración. Caminamos de regreso al lugar de nuestro picnic y nos desplomamos en la arena. Su cabello era una maraña, así que le solté las pinzas y se lo puse bien. Su diminuto pecho jadeaba. Sus pies estaban rebozados en arena desde el tobillo hasta abajo. Cuando al fin recuperó el aliento, me preguntó:

– He… he sido una niña buena, ¿no?

– Has sido maravillosa.

No parecía muy segura.

– ¿Acaso no lo crees tú, Melody?

– No sé. A veces pienso que soy buena y mamá se enfada mucho o la señora Brookhouse dice que soy mala.

– Siempre eres una buena chica. Incluso si alguien piensa que has hecho algo malo. ¿Comprendes lo que te digo?

– Creo que sí.

– No estás segura, ¿eh?

– Me… me lío.

– Todo el mundo se lía. Los niños, los padres y las madres. Y los doctores.

– ¿El doctor Towle también?

– Incluso el doctor Towle.

Estuvo digiriendo aquello durante un rato. Los grandes ojos oscuros saltaban de aquí a allí, moviéndose del agua a mi cara, al cielo y vuelta a mí.

– Mamá me dijo que me vas a hipnotizar -ella dijo himotizar.

– Sólo si tú lo quieres. ¿Recuerdas por qué pensamos que podía sernos de ayuda?

– Creo. ¿Para hacer que piense mejor?

– No. Ya piensas muy bien. Esto -le palmeé la cabeza- funciona bien. Queremos usar la hipnosis, hipnotizarte, para que nos puedas hacer un favor. Para que puedas recordar una cosa.

– Acerca de cuando al otro doctor le hicieron daño.

Dudé. Tenía el hábito de ser honesto con los niños, pero si no le habían dicho que Gutiérrez y Handler estaban muertos yo no iba a ser quien le diera la noticia. No si no tenía la posibilidad de estar cerca para poder recoger luego los pedazos.

– Sí. Acerca de eso.

– Le dije al policía que no recordaba nada. Todo estaba muy oscuro y eso.

– A veces la gente recuerda mejor después de que la hipnotizan.

Me miró, asustada.

– ¿Te da miedo el que te hipnotice?

– Aja.

– Eso está bien. Está bien el tener miedo de algunas cosas. Pero en realidad no hay nada que te pueda dar miedo en el que te hipnotice. En realidad es muy divertido. ¿Has visto a alguien al que le hayan hipnotizado?

– No.

– ¿Nunca? ¿Ni en los dibujos animados? Se le iluminó el rostro.

– Eso sí, cuando el tipo del sombrero en punta hipnotizó a Popeye y le salieron ondas de los dedos y Popeye salió por la ventana y no se cayó.

– Justo. Ese dibujo también lo he visto yo. El tipo del sombrero en punta le hacía hacer todo tipo de cosas raras a Popeye.

– Aja.

– Bueno, eso está bien para los dibujos animados, pero el hipnotismo de verdad no tiene nada que ver con eso – le di una versión para una niña de la explicación que le había dado a su madre…Y pareció creerme porque al miedo lo sustituyó una especie de fascinación.

– ¿Podemos hacerlo ahora?

Dudé. La playa estaba vacía, teníamos mucha intimidad. Y el momento era adecuado. Que Towle se fuera al infierno…

– No veo por qué no. Pero primero pongámonos bien cómodos.

Le hice que clavara la vista en una pequeña piedrecita brillante mientras la mantenía en la mano. Al cabo de unos instantes estaba parpadeando, en respuesta a la sugestión. Su respiración se hizo más lenta y se tornó regular. Le dije que cerrara los ojos y escuchase al ruido de las olas, golpeando contra la costa. Luego le dije que se imaginara estar descendiendo unas escaleras y pasando por una hermosa puerta que llevaba a uno de sus lugares favoritos.

– No sé dónde está, ni sé lo que hay dentro, pero es un lugar muy especial para ti. Me lo puedes decir o mantenerlo como un secreto, pero el estar ahí te hace sentirte tan cómoda, tan feliz, tan al control…

Un poco más de aquello y estaba en un profundo estado hipnótico.

– Ahora puedes oír el sonido de mi voz sin tener que escucharme. Sólo sigue disfrutando de tu lugar favorito y pásatelo muy bien.

La dejé ir por unos cinco minutos. En su pequeño y delgado rostro había una expresión angelical. Un suave viento agitaba los rizos sueltos de su cabello. Parecía diminuta, sentada en la arena, con las manos descansando en su regazo.

Le di una sugestión para que fuese hacia atrás en el tiempo, la llevé de vuelta a la noche del asesinato. Se puso en tensión por un instante, luego volvió a la respiración profunda y regular.

– Todavía te sientes totalmente relajada, Melody. Muy cómoda y totalmente al control. Pero ahora puedes verte a ti misma, como si fueras una estrella de las de la tele. Ahora te ves a ti misma saliendo de la cama…

Se entreabrieron sus labios y se pasó la lengua por ellos.

– Y te vas a la ventana y te sientas junto a ella, mirando hacia afuera. ¿Qué es lo que ves?

– Oscuridad -la palabra apenas si fue audible.

– Sí, es de noche. Y hay algo más.

– No.

– De acuerdo. Quedémonos sentados un rato más.

Unos minutos más tarde:

– ¿Puedes ver alguna otra cosa en la oscuridad, Melody?

– Oh- oh. Oscuridad.

Lo intenté unas cuantas veces más, y luego lo dejé correr. O bien no había visto nada y aquello de los dos o tres hombres había sido una invención, o estaba bloqueando. En cualquier caso no iba a sacar nada de ella.

La dejé disfrutar de su lugar favorito, le di sugerencias para que tuviera dominio sobre sí misma, control y para sentirse tranquila y feliz y la saqué suavemente de la hipnosis. Salió de ella sonriendo.

– ¡Esto ha sido divertido!

– Me alegra que te haya gustado. Parece que tenías un lugar favorito realmente bueno.

– ¡Me dijiste que no tenía que decirte cuál era!

– Es cierto, no tienes por qué hacerlo.

– Bueno, ¿y si quiero? -hizo un mohín,

– Entonces puedes.

– Humm – saboreó su poder por un momento -. Quiero decírtelo. Estaba dando vueltas en el tío-vivo. Girando y girando, más y más de prisa.

– Ésa ha sido una muy buena elección.

– Cada vez que daba una vuelta me sentía más y más feliz. ¿Podremos ir allí alguna otra vez?

– Seguro -ahora sí la has hecho buena, Alex. Te has metido en algo de lo que no te va a resultar fácil salir. Padre instantáneo, sólo hay que añadir sentido de culpa y agitar.

De vuelta al coche se volvió hacia mí.

– Alex, ¿no me dijiste que al hipnotizarte te resulta más fácil recordar?

– Puede.

– ¿Podría usarlo para recordar a mi papi?

– ¿Cuándo fue la última vez que lo viste?

– Nunca. Se fue cuando yo era una niña muy pequeña; él y mamá ya no viven juntos.

– ¿No te visita?

– No. Vive muy lejos. Una vez me llamó por teléfono, antes de las Navidades, pero yo estaba durmiendo. Mamá no me despertó. Me enfadé muchísimo.

– Lo entiendo.

– La pegué.

– Debías de estar realmente enfadada.

– Aja – se mordió el labio-. A veces me manda cosas.

– ¿Cómo Gordo?

– Sí, y otras cosas -buscó en su bolso y sacó lo que parecía ser el corazón de una fruta seca, o una semilla grande. Había sido tallado para que pareciese un rostro, una cara haciendo una mueca, con ojos de cuentas de vidrio y tiras de negro cabello acrílico pegadas a la parte superior. Una cabeza, una cabeza reducida. El tipo de basura repugnante que puedes hallar en cualquier tenderete de recuerdos para turistas en Tijuana. Por la forma en que lo aguantaba podría haber sido la Joya de la Corona de Kwarshiorkor…

– Muy bonito -di una vuelta a aquella cosa nudosa y se la devolví.

– Me gustaría verle, pero mamá dice que no sabe dónde está. ¿Podría ayudarme a recordarlo el que me hipnotizaras?

– Sería muy difícil, Melody, porque no lo has visto en mucho tiempo… Pero lo podemos intentar. ¿Tienes algo para ayudarte a recordarlo… una foto de él?

– Aja -buscó de nuevo en su bolso y sacó una doblada y mutilada instantánea. Probablemente la había manoseado tanto como a las cuentas de un rosario. Pensé en la foto en la pared de Towle. Ésta era la semana de los recuerdos en celuloide. ¡Ah, señor Eastman, si hubiera sabido que su pequeña caja negra iba a poder ser usada para conservar el pasado como el feto de un nonato en una botella con formol!

Era una desvaída foto en color de un hombre y una mujer. La mujer era Bonita Quinn en días más jóvenes, pero no mucho más hermosos. Incluso en la veintena había poseído una triste máscara como rostro que predecía un futuro inmisericorde. Vestía una ropa que mostraba demasiada cacha desnutrida. Su cabello era largo y liso y estaba separado en la mitad. Ella y su compañero estaban frente a lo que parecía ser un bar rural, el tipo de lugar en el cual tomar copas y que uno halla enfrente cuando da la vuelta a una inesperada curva en la autopista; las paredes del edificio eran de troncos mal desbastados. En la ventana se veía un cartel de la cerveza Budweiser.

Su brazo estaba en derredor de la cintura del hombre, que había colocado el suyo sobre el hombro de ella. Él vestía una camiseta de manga corta, tejanos y botas de cordones. Junto a él era visible la parte trasera de una motocicleta.

Era un tipo bien extraño. Un lado de él… el izquierdo, se caía y se le notaba algo más que una simple impresión de atrofia que iba a todo lo largo de ese costado, desde la cara al pie. Parecía mal hecho, como una fruta que ha sido partida en dos y luego vuelta a juntar pero no con demasiada precisión. Cuando uno dejaba de lado esa asimetría no tenía mal aspecto: alto, delgado, con un cabello lacio que le llegaba hasta los hombros, rubio, y con un espeso bigote.

Tenía en su rostro la expresión de los que se creen listos, que contrastaba con la solemnidad de Bonita. Era el tipo de mirada que uno ve en la cara de los matones locales, cuando entra en un pequeño bar de un pueblo desconocido. El tipo de expresión que uno se cuida muy bien de evitar, porque significa que van a haber problemas y nada más que problemas.

No me soprendía que su propietario hubiera acabado entre rejas.

– Aquí tienes – le devolví la foto y la guardó cuidadosamente en su bolso.

– ¿Quieres hacer otra carrera?

– No. Estoy bastante cansada.

– ¿Quieres volver a casa?

– Aja.

Durante el camino de regreso al apartamento estuvo muy quieta, como si volviera a estar dopada. Tuve la preocupante sensación de que no le había hecho ningún bien a aquella niña, que la había sobreestimulado, sólo para volverla a devolver a una rutina árida.

¿Estaba preparado para jugar el papel de chico bueno que va al rescate de un modo regular?

Pensé en la charla de despedida que uno de los profesores más veteranos de la escuela de graduados había dado a la clase de aspirantes a psicoterapeutas que estaban a punto de graduarse:

«Cuando uno decide ganarse la vida a base de ayudar a la gente que está envuelta en dolores emocionales, también está haciendo la elección de cargárselos a las espaldas durante un tiempo. Al infierno con todas esas chácharas de aceptar las propias responsabilidades, de afirmar el puesto que uno tiene en la vida. Todo eso es pura basura. Cada día de sus vidas van a chocar contra la impotencia. Sus pacientes van a marcarles, como esos pajarillos que se unen al primer ser vivo que divisan en cuanto sacan la cabeza fuera del cascarón. Y si no pueden soportar eso, mejor se hacen contables.»

Y, justo en aquel momento, un libro de caja lleno de hileras de números me hubiera resultado una agradable visión.

Загрузка...