11

– De acuerdo – dijo Milo. Estábamos sentados en una de las salas de interrogatorios de la División Oeste. Las paredes eran todas ellas pintura verde guisante y cristales de los que sólo se ve en un sentido. Un micrófono colgaba del techo. El mobiliario consistía en una mesa gris de metal y tres sillas plegables, también de metal. Había en el aire un olor rancio a sudor, y mentiras, y miedo; el hedor de la dignidad humana cuando es disminuida.

Había desparramado los historiales sobre la mesa y tomado el primero con un floreo.

– Aquí está la situación de tus nueve tipos malos. El número uno, Rex Alien Camblin, está encarcelado en Soledad, por atraco y daños físicos -dejó caer el historial.

– Número dos, Peter Lewis Jefferson, trabaja en un rancho en Wyoming. Su presencia allí ha sido comprobada.

– ¡Pobrecitas vacas!

– Tienes razón, este parecía un buen sospechoso. El número tres, Darwin Ward… no te lo vas a creer está en la Facultad de Leyes de la Universidad del Estado de Pennsylvania, siguiendo los cursos.

– Un abogado psicópata… después de todo, ¿qué tiene eso de raro?

Milo lanzó una carcajada y tomó el siguiente historial.

– Número cuatro… esto… Leonard Jay Helsinger, trabaja en la construcción del oleoducto de Alaska. Su localización también ha sido confirmada por el Departamento de Policía de Juneau. El quinto, Michael Penn, estudiante en la Northridge del Estado de California. Con él vamos a hablar -puso a un lado el historial de Penn -. Sexto, Lance Arthur Shattuck, pinche del cocinero del trasatlántico de lujo de la Cunard Line Helena, la Guardia Costera ha verificado que ha estado flotando en medio del Mar Egeo durante las últimas seis semanas. Séptimo, Maurice Bruno, viajante de comercio de la Presto Instant Print de Burbank… otro a entrevistar.

El historial de Bruno fue a parar encima del de Penn.

– Octavo, Roy Longstreth, farmacéutico de la cadena Thrifty's Drug, en la tienda de Beverly Hills. Otro más. Y, el último pero no el postrero, Gerard Paul Mendehall, cabo del Ejército de los Estados Unidos destinado en Tyler, Texas, presencia verificada.

Beverly Hills estaba más cerca que Northride o Burbank, así que nos dirigimos a la Thrifty's. La tienda de Berverly Hills resultó ser un cubo de ladrillos y cristal en Canon Drive, justo al norte de Wilshire. Compartía una manzana con boutiques muy de moda y una tienda de venta de helados de la Haagen Dazs.

Milo le enseñó la chapa discretamente a la chica que estaba tras el mostrador de venta de licores y consiguió ver al gerente, un negro de mediana edad y piel clara, en un abrir y cerrar de ojos. El gerente se puso nervioso y quiso saber si Longstreth había hecho algo malo. En el más puro estilo polizonte, Milo se salió por la tangente.

– Sólo queremos hacerle unas preguntas.

Tuve problemas en mantener la cara seria al oír aquello, pero esa frase tan hecha pareció satisfacer al gerente.

– No está aquí ahora. Viene a las dos treinta, trabaja en el otro turno.

– Volveremos. Por favor, no le diga que hemos estado aquí.

Milo le dio su tarjeta. Cuando nos fuimos, la estaba estudiando cual si fuera el mapa de un tesoro enterrado.

El viaje hasta Northridge fue un paseo de media hora por la Autopista Este de Ventura. Cuando llegamos al campus de la Universidad del Estado de California, nos dirigimos directamente a la oficina del registro. Milo obtuvo una copia de los horarios de clase de Michael Penn. Armado con esto y con la foto de carnet que le habían dado, logró localizarlo en sólo veinte minutos, mientras caminaba por un ancho campo de césped triangular, acompañado por una chica.

– ¿El señor Penn?

– ¿Si? -era un tipo de buen aspecto, estatura mediana, con anchas espaldas y largas piernas. Su cabello, color marrón claro, estaba cortado muy corto, a la moda estudiantil. Vestía una camisa Izod azul claro y tejanos, mocasines sin calcetines. Sabía por su historial que tenía veintiséis años, pero parecía cinco años más joven. Tenía un rostro placentero, sin arrugas, el verdadero tipo puramente americano. No parecía la clase de persona que tratara de arrollarle a uno con un Pontiac Firebird.

– Policía -de nuevo la placa-. Nos gustaría hablar con usted unos momentos.

– ¿Sobre qué? -los ojos castaños se estrecharon y la boca se contrajo.

– Preferiríamos hablarle a solas.

Penn miró a la chica. Era joven, de no más de diecinueve, baja, morena, con un corte de cabello a lo Dorothy Hamill.

– Permíteme un minuto, Julie -le hizo una caricia en la barbilla.

– Mike…

– Sólo será un minuto.

La dejamos allá y caminamos hasta un área de cemento en la que había mesas y bancos de piedra. Los estudiantes iban de un lado a otro como si estuvieran en una cinta transportadora. No había muchos parados por allí. Aquél era un campus de transeúntes: la mayor parte de los estudiantes trabajaban en empleos parte de su tiempo y apretaban las clases durante su tiempo libre. Era un buen sitio en el que obtener un título en ciencia de ordenadores o en empresariales, el de maestro o de contable. Si lo que uno quería era divertirse o unos tranquilos debates intelectuales bajo la sombra de un roble centenario, más valía irse a otra parte.

Michael Penn parecía furioso, pero estaba tratando de ocultarlo con todas sus fuerzas.

– ¿Qué es lo que quieren?

– ¿Cuándo fue la última vez que vio al doctor Morton Handler?

Penn echó la cabeza hacia atrás y se puso a reír a carcajadas.

– ¿A ese tonto del culo? He leído sobre su muerte. No se ha perdido nada.

– ¿Cuándo lo vio por última vez?

Ahora, Penn mostraba una sonrisa irónica.

– Hace años, agente -hizo que la palabra sonase a insulto- cuando estaba en terapia.

– Creo entender que no tenía usted un gran concepto de él.

– ¿De Handler? Era un médico del coco -como si eso lo explicase todo.

– Entonces no tiene usted un gran concepto de los psiquiatras.

Penn alzó las manos, con las palmas hacia arriba.

– Hey, escuchen. Todo aquello fue un gran error. Yo perdí el control de mi coche y un idiota paranoico afirmó que había tratado de matarlo con el auto. Me ficharon, me presionaron y luego me ofrecieron la libertad provisional si iba a ver a un comecocos. Me hizo pasar por toda esa basura de tests.

Esa basura de tests incluía el Inventorio Multifásico de Personalidad de Minnesota y un puñado de proyectivos. Aunque estén muy lejos de ser perfectos, son lo bastante fiables cuando se trataba de alguien como Penn. Yo había leído su perfil IMPM y de cada uno de los índices rezumaba la psicopatía.

– ¿No le gustaba a usted el doctor Handler?

– No ponga palabras en mi boca -Penn bajó la voz. Movía los ojos de un lado a otro, inquieto, nervioso. Tras el apuesto rostro había algo oscuro y peligroso. Handler no había equivocado el diagnóstico en este caso.

– Entonces le caía bien – Milo actuaba como un pez raya que ataca incansable.

– Ni me caía bien ni mal. No me servía de nada. No estoy loco. Y no lo maté.

– ¿Puede usted decirnos dónde se encontraba en la noche en que fue asesinado?

– ¿Cuándo fue eso?

Milo le dio la fecha y la hora.

Penn hizo chasquear sus nudillos y miró a través nuestro, como si estuviera fijándose en un blanco muy lejano.

– Seguro. Estuve toda la noche con mi chica.

– ¿Con Julie? Penn se rió.

– ¿Con ella? No, tengo una mujer madura, agente. Una mujer bien situada -su frente se llenó de arrugas y su expresión pasó de autocomplacida a agria -. Van a tener que hablar con ella, ¿no es así?

Milo asintió con la cabeza.

– Eso me joderá el plan.

– Vaya, Mike. Qué pena me da eso.

Penn le lanzó una mirada de odio, que luego cambió a suave inocencia. Podía manejar su rostro como si fuera un mazo de cartas, barajándolo, dando desde abajo, mostrando un naipe nueve a cada segundo.

– Mire, agente, todo aquel incidente quedó atrás, en mi pasado. Tengo un trabajo, voy a la universidad… voy a graduarme dentro de seis meses. No quiero que todo esto se eche a perder sólo porque mi nombre estaba en los archivos de Handler.

Sonaba como uno de esos personajes de las series de dibujos animados, el bueno, todo él pureza e inocencia.

– Tendremos que comprobar su coartada, Mike.

– De acuerdo, de acuerdo, háganlo. Pero no le expliquen demasiadas cosas, ¿de acuerdo? Sólo generalidades.

Sólo generalidades para que yo pueda inventarme algo. Uno podía casi ver las ruedas girando tras la alta y bronceada frente.

– Seguro, Mike – Milo sacó su lápiz y se dio con él golpecitos en los labios.

– Sonya Magary. Es la propietaria de la boutique para niños Puff n'Stuff de la Plaza del Oro en Encino.

– ¿Tiene a mano su número de teléfono? – le preguntó Milo con aire placentero.

Penn apretó las mandíbulas y se lo dio.

– Nosotros la llamaremos, Mike. Y no la llame usted primero, ¿eh? Nos gusta mucho la espontaneidad – Milo guardó su lápiz y cerró el bloc de notas-. Y que tenga un buen día.

Penn me miró a mí y luego a Milo, luego de nuevo a mí, como buscando un aliado. Luego se alzó y se marcho, caminando con largos y musculosos pasos.

– ¡Hey, Mike! -le llamó Milo. Penn se dio la vuelta.

– ¿En qué se va a graduar?

– En Marketing.


Mientras salíamos del campus lo pudimos ver, caminando con Julie. La cabeza de ella estaba sobre el hombro de él, el brazo de él alrededor de la cintura de ella. Estaba sonriéndole y hablando muy de prisa.

– ¿Qué piensas? -me pregutó Milo, mientras se colocaba tras el volante.

– Pienso que es inocente en lo que a este caso se refiere, pero me apostaría algo a que tiene en marcha algún tipo de negocio sucio. Se sintió verdaderamente descansado cuando descubrió el motivo real por el que estábamos aquí.

Milo asintió con la cabeza.

– Estoy de acuerdo. Pero, ¡que infiernos…! Ese dolor de cabeza le tocará a otro.

Volvimos a la autopista, dirigiéndonos hacia el este. Salimos en Sherman Oaks, fuimos a un pequeño restaurante francés cercano a Woodman, en Ventura, y allí comimos. Milo usó el teléfono para llamar a Sonya Magary. Volvió a la mesa agitando la cabeza.

– Ella le ama. «Ese buen chico, ese niño encantador… espero que no esté en problemas» – imitó el fuerte acento húngaro-. Confirma que estuvo con ella en la trágica noche. Sonaba muy orgullosa de ello. Casi esperé que me fuera a contar como era su vida sexual… con todo lujo de detalles y en technicolor.

Volvió a agitar la cabeza y casi hundió la cara en su plato de mejillones al vapor.


Caímos sobre Roy Longstreth en el mismo momento en que estaba saliendo de su Toyota en el aparcamiento de Thrifty's. Era bajo y de aspecto frágil, con ojos azules aguados y una barbilla poco formada. Prematuramente calvo, el poco cabello que tenía era en los costados de la cabeza y él se lo había dejado largo, cayéndole sobre las orejas, de modo que el efecto general era el de un fraile que llevaba demasiado tiempo meditando y había descuidado su aspecto. Un bigote marrón ratonil atravesaba su labio superior. No tenía nada de la fanfarronería de Penn, pero sí el mismo nerviosismo en sus ojos saltones.

– Sí, ¿qué es lo que desean? -inquirió con voz chillona después de que Milo le hiciera el numerito de la placa. Miró su reloj.

Cuando Milo se lo explicó, pareció como si fuera a echarse a llorar. Una ansiedad nada característica para un supuesto psicópata. A menos que todo aquello fuera una actuación. Uno nunca sabía qué trucos iban a emplear aquellos tipos cuando se veían obligados a ello.

– Cuando leí lo que había pasado supe que acabarían viniendo a por mí -el bigotillo insignificante temblaba como una ramita en medio de una tormenta.

– ¿Y por qué pensó eso, Roy?

– Por las cosas que él dijo de mí. Le dijo a mi madre que yo era un psicópata. Le dijo que no se fiara de mí. Probablemente estoy apuntado en alguna lista de mochales, ¿no es así?

– ¿Puede usted justificar dónde se hallaba en la noche del asesinato?

– Sí. En eso es en lo primero en que pensé cuando leí lo del asesinato… van a venir a por mí y me van a hacer preguntas sobre eso. Me aseguré de recordarlo, incluso lo escribí. Me escribí una nota a mí mismo: Roy, esa noche estuviste en la iglesia. Así, cuando vengan a preguntártelo, te acordarás de dónde estabas…

Podía haber seguido con aquello durante un par de días, pero Milo le cortó:

– ¿En la iglesia? ¿Acaso es usted una persona religiosa, Roy?

Longstreth lanzó una risa que estaba ahogada por el pánico.

– No, no. No de los de rezar. Es el grupo de solteros de Westside, en la Iglesia Presbiteriana de Bel Air… es el mismo sitio al que acostumbraba a ir Ronald Reagan.

– ¿Al grupo de solteros?

– No, no, no. A la Iglesia. Acostumbraba a seguir los cultos allí antes de que lo eligieran y…

– De acuero, Roy. ¿De qué hora a qué hora estuvo en el grupo de solteros de Westside?

El ver a Milo tomando notas aún le puso más nervioso.

Comenzó a dar saltitos, como una marioneta en manos de un marionetista con temblores.

– Desde las nueve a la una treinta… me quedé hasta el final. Ayudé a limpiar. Puedo decirles lo que sirvieron: fue guacamole y nachos, y también había jarras de vino marca Gallo y una salsa de gambas, y…

– Naturalmente hay mucha gente que le vio a usted allí.

– Seguro -dijo, luego se interrumpió -. Yo… yo en realidad no me mezclé mucho en los grupos. Ayudé atendiendo en el bar. Vi a montones de gente, pero no sé si alguno de ellos… si me recordarán.

Su voz había ido atenuándose hasta un susurro.

– Eso podría ser un problema, Roy.

– A menos que… no… sí… la señora Heatherington. Es una señora mayor. Ayuda a las funciones religiosas sin cobrar. Ella también se quedó a limpiar. Y estuvo sirviendo. Pasé mucho rato hablando con ella… puedo incluso contarles de hablamos. Fue acerca del coleccionismo. Ella colecciona Norman Rockwells y yo colecciono Icarts.

– ¿Icarts?

– Ya saben, los grabados de Art Deco.

Las obras de Louis Icart se cotizaban a un alto precio en aquellos tiempos, me pregunté cómo podría permitirse comprarlas un farmacéutico.

– Mi madre me regaló uno cuando tenía dieciséis años y me… -buscó la palabra correcta-… cautivó. Me regala uno para cada uno de mis cumpleaños y yo me he hecho con algunos más por mi cuenta. El doctor Handler también los coleccionaba, ¿saben? Eso…

Dejó que sus palabras muriesen.

– ¿Oh, sí? ¿Le mostró a usted su colección? Longstreth negó enérgicamente con la cabeza.

– No. Tenía uno en su consultorio. Me fijé en él y empezamos a hablar del tema. Pero luego lo usó en contra mía.

– ¿Y cómo fue eso?

– Tras la evaluación… ya saben que me mandaron a él por orden del juez, después de que me cazasen… -miró nerviosamente al edificio de la Thrifty's -… robando en una tienda.

Las lágrimas llenaron sus ojos.

– ¡Por Dios, tomé un tubo de cemento para plástico en la Sears y me atraparon! ¡Pensé que mi madre se moriría de la vergüenza! ¡Y temía que lo descubrieran en la Facultad de Farmacia… fue horrible!

– ¿Y cómo utilizó en contra de usted el que coleccionase Icarts? -preguntó pacientemente Milo.

– De alguna manera implicó, aunque se cuidó mucho de nunca decirlo concretamente, pero lo fraseó de un modo en que uno sabía lo que él quería decir, aunque nunca se le podría acusar de haberlo dicho…

– ¿Qué es lo que implicó, Roy?

– El que se le podría sobornar. Que si le regalaba un Icart o dos… incluso mencionó los que más le gustaban, podría escribir un informe favorable.

– ¿Y lo hizo usted?

– ¿El qué? ¿Sobornarle? ¡Nunca en la vida, eso hubiera sido deshonesto!

– ¿Y él insisitió al respecto? Longstreth se mordisqueó las uñas.

– Como ya le he dicho, lo hizo de un modo que no se le podía acusar de nada. Se limitó a decir que era un caso fronterizo: que tenía una personalidad psicopática, o algo menos estigmatizador: que tenía una reacción de ansiedad o algo así… que podía decantarme en cualquiera de los dos sentidos. Al final le dijo a mi madre que era un psicópata.

El demacrado rosto se contrajo con la ira.

– ¡Me alegra que esté muerto! ¡Ya está, ya lo he dicho! Eso es lo primero que pensé cuando lo leí en el periódico.

– Pero usted no lo hizo.

– ¡Claro que no! No hubiera podido. ¡Yo huyo de la maldad, no la abrazo!

– Hablaremos con la señora Heatherington, Roy.

– Sí. Pregúntenle sobre los nachos y el vino… creo que era Gallo Hearty Burgundy. Y también había un ponche de frutas con rodajas de naranja flotando en él. En un bol de cristal tallado. Y, al final, una de las mujeres se mareó y vomitó en el suelo. Yo ayudé a limpiarlo…

– Gracias, Roy. Ya puede marcharse.

– Sí. Lo haré.

Se dio la vuelta como un robot, una figura delgada con una corta bata azul de farmacéutico, y caminó hacia Thrifty's.

– ¿Y está vendiendo fármacos? -pregunté, incrédulo.

– Debe de estar, si es que no lo han puesto en alguna lista de dementes -Milo se metió el bloc de notas en el bolsillo y caminamos hacia el coche -. ¿A ti te ha parecido un psicópata?

– No, a menos que sea el mejor actor de toda la faz de la Tierra. Esquizoide, introvertido. En todo caso, preesquizofrénico.

– ¿Peligroso?

– ¿Quién sabe? Enfréntalo con el suficiente estrés y puede estallar. Pero yo creo que más bien elegiría la ruta del ermitaño: acurrucarse en la cama, tocársela, marchitarse, seguir así una década o dos, mientras mami le va ahuecando las almohadas.

– Si esa historia de los Icarts es cierta lanza algo más de luz sobre nuestra amada víctima.

– ¿Handler? Era todo un doctor Schweitzer.

– Eso -dijo Milo-. Justo el tipo de tío que uno desearía ver muerto.


Llegamos a Coldwater Canyon antes de que quedara atascado con los coches de los que volvían del trabajo a sus casas del Valle, y entramos en Burbank hacia las cuatro y media.

La Presto Instant Print era uno de las docenas de edificios de cemento gris que llenaban la zona industrial, cercana al aereopuerto de Burbank, como si fueran otras tantas lápidas desmesuradas. El aire olía tóxico y el rugido flatulento de los reactores estremecía el cielo a intervalos regulares. Me pregunté cuál sería la esperanza de vida de quienes pasaban allí las horas del día.

Maurice Bruno había ido hacia arriba en este mundo desde que se había hecho su historial. Ahora era uno de los vicepresidentes, encargado de las ventas. También resultaba que no se le podía ver, según nos dijo su secretaria, una morena flexible con una boca pensada para decir no.

– Entonces pásenos a su jefe – ladró Milo. Le metió la placa bajo la nariz. Estábamos ambos acalorados, cansados y descorazonados. El último lugar del mundo en el que deseábamos quedar embarrancados era en Burbank.

– Ustedes deben querer hablar con el señor Gershman – dijo, como si acabase de descubrir una gran verdad.

– Si usted lo dice, ése debe de ser con quien quiero hablar.

– Esperen un momento.

Se marchó contoneándose y regresó con su duplicado clónico, pero con peluca rubia.

– Soy la secretaria del señor Gershman -anunció el clone.

Decidí que debía ser el veneno que había en el aire. Causaba daños al cerebro, erosionaba el cortex cerebral hasta el punto en que los hechos más simples tomaban un aura de profundidad.

Milo inspiró profundamente.

– Querríamos hablar con el señor Gershman.

– ¿Puedo preguntarle acerca de qué?

– No. No puede. Ahora, llévenos con el señor Gershman.

– Sí, señor -las dos secretarias se miraron la una a otra, luego la morena apretó un botón y la rubia nos llevó a través de puertas dobles de cristal hasta una enorme área de producción, repleta de máquinas que mordisqueaban, machacaban, mordían, rugían y embadurnaban. Unas pocas personas se encontraban alrededor de los rabiosos monstruos de acero, con ojos opacos, las bocas entreabiertas, respirando vapores que apestaban a alcohol y acetona. El ruido, por sí sólo, ya era como para matarle a uno.

Giró súbitamente a la izquierda, probablemente esperando perdernos entre las fauces de uno de los gigantes, pero permanecimos tras ella, siguiendo los movimientos de su penduleante trasero hasta que llegamos a otro grupo de puertas dobles. Éstas las empujó y las soltó, obligando a Milo a tirarse hacia adelante para sujetarlas. Un pasillo corto, otro grupo de puertas y nos vimos enfrentados a un silencio tan completo que resultaba sobrecogedor.

El área para ejecutivos de la Presto Instant Print podría haber estado en otro planeta. Alfombras espesas de color ciruela con las que uno tenía que negociar con el fin de lograr recuperar sus tobillos, paredes forradas en auténtica madera de nogal. Enormes puertas, de grueso nogal, con nombres puestos en letras de bronce cuidadosamente centradas en la madera. Y silencio.

La rubia se detuvo al final del corredor, frente a una puerta especialmente grande, con unas letras doradas especialmente cuidadas que decían Arthur M. Gershman, Presidente. Nos dejó entrar en una sala de espera del tamaño de una casa mediana, nos hizo un gesto para que nos sentáramos en sillas que tenían el aspecto y el tacto de la masa de pan no horneada. Colocándose tras su escritorio, un artilugio de plexiglás y madera que permitía al mundo una visión perfecta de sus piernas, apretó un botón en una consola que parecía pertenecer a un centro de control de la NASA, movió un poco los labios, asintió con la cabeza y se puso de nuevo en pie.

– El Señor Gershman les verá ahora.

El sancta sanctorum era como cabía esperar: del tamaño de una catedral, decorado como algo concebido en las páginas del Architectural Digest, suavemente iluminado y confortable, pero con los suficientes ángulos duros como para mantenerle a uno despierto… Pero el hombre que había tras el escritorio era una completa sorpresa.

Vestía pantalones caqui y una camisa blanca de manga corta que necesitaba que la plancharan. Sus pies estaban calzados con unos Hush Puppies y, dado que estaban sobre la mesa, resultaban obvios los agujeros de las suelas. Estaría a mitad de los setenta, era calvo, usaba gafas y uno de los aros de éstas estaba reparado con esparadrapo, además tenía un gran tripón.

Estaba hablando por teléfono cuando entramos.

– Espera un momento, Lenny -nos miró-. Gracias Denise.

La rubia desapareció y él nos dijo:

– Un instante. Siéntense, pónganse algo -y señaló a un bar repleto, que cubría la mitad de una pared -. De acuerdo, Lenny, tengo a unos polizontes aquí, así que he de cortar. Sí, policías. No, no sé, ¿quieres preguntárselo tú? Ja ja. Claro, seguro que les digo eso, so caradura. Les contaré lo que hiciste en Palm Springs la última vez que estuvimos allí. Eso. Okey, el trabajo del Sahara en lotes de trescientos mil, posavasos y cerillas… nada de cajas, libritos. Ya lo he apuntado. Te doy una fecha de entrada para dentro de dos semanas. ¿Cómo? Olvídalo -nos hizo un guiño-. De acuerdo, vete a alguien de ahí, será por lo que a mí me importa… Me quedan uno o quizá dos meses antes de que me caiga muerto de tanto trabajo… ¿te crees que me importa si me anulan un pedido? Todo se lo va a llevar el tío Sam y Shirley y el principito de mi hijo, que va por ahí con un coche alemán. No, no, un BMW. Pagado con mi dinero. Eso. ¿Y qué puedes hacer, si todo se escapa a cualquier control? ¿Diez días? -hizo gesto de masturbarse con una mano y nos dedicó una gran sonrisa-. Te la estás machacando, Lenny. Al menos cierra la puerta y así nadie te verá. Doce días es lo más que puedo hacer. ¿Vale? Pues queda en doce. Vale. Te dejo, que estos cosacos se me van a llevar a rastras en cualquier momento. Adiós.

Tras haber colgado el teléfono de un golpe, el hombre se irguió como impulsado por un resorte.

– Artie Gershman.

Alzó una mano manchada de tinta. Milo la estrechó, luego lo hice yo. Era tan dura como el granito y repleta de callos.

Se sentó de nuevo y volvió a poner los pies sobre la mesa.

– Lamento el retraso- tenía la jovialidad de alguien que está rodeado por los suficientes autómatas, como Denise, como para que su intimidad esté a salvo-. Uno trata con los casinos y se creen que tienen derecho a tenerlo todo al instante. Son de la Mafia, ¿saben? Pero… ¿qué infiernos les estoy contando? Ustedes son policías, así que lo saben, ¿no? Y bien, ¿qué puedo hacer por ustedes, agentes? Ya sé que la situación de los aparcamientos es un problema. Si son esos bastardos de al lado, de la Chemco, los que se están quejando, lo único que quiero decirles es que se pueden ir al infierno metidos en una bolsa, porque sus trabajadores mejicanos están aparcando siempre en mi aparcamiento… y además tendrían ustedes que comprobar cuántos de ellos están en el país legalmente. Si quieren jugar en plan sucio, yo también puedo jugar a eso.

Hizo una pausa para recobrar el aliento.

– No es por el aparcamiento.

– ¿No? ¿Entonces por qué?

– Queremos hablar con Maurice Bruno.

– ¿Morry? Morry está en Las Vegas. Hacemos un montón de trabajo para allí, para los casinos, los hoteles y los moteles. Miren -abrió un cajón de su escritorio y nos lanzó un puñado de cajas de cerillas. Estaban representados la mayoría de los nombres famosos.

Milo se metió en el bolsillo unas cuantas.

– ¿Cuándo volverá?

– En unos pocos días. Se fue en un viaje de ventas hace un par de semanas, primero a Tahoe, luego a Reno, para acabar en Las Vegas… probablemente esté pasándoselo un poco bien, pues paga la empresa, que para eso tiene cuenta de gastos. Aunque, ¿a quién le importa? Es un vendedor sensacional.

– Pensé que era el vicepresidente.

– Vicepresidente encargado de las ventas. Es un vendedor con un bonito título, un salario mayor, una oficina más bonita… ¿qué es lo que les parece este lugar? Es como si un maricón lo hubiera instalado, ¿no?

Busqué una reacción en el rostro de Milo y no hallé ninguna.

– Mi esposa. Ella misma lo hizo. Este lugar era antes bonito. Había papeles por todas partes, un par de sillones, las paredes blancas… paredes normales de modo que uno podía oír el ruido de la fábrica, saber que todo seguía en marcha. Esto parece ahora la muerte, ¿saben? Esto es lo que me merezco por haberme buscado una segunda esposa. La primera esposa te deja en paz, la segunda quiere transformarte en una nueva persona.

– ¿Está usted seguro de que el señor Bruno está en Las Vegas?

– ¿Y por qué no iba a estar seguro? ¿A dónde podría haber ido si no?

– ¿Cuánto tiempo hace que el señor Bruno trabaja para usted, señor Gershman?

– ¿Hey, qué es esto? ¿Es por algún retraso en el pago de la pensión a sus hijos?

– No. Queremos hablar con él con referencia a la investigación que estamos llevando a cabo sobre un homicidio.

– ¿Homicidio? -Gershman se levantó de un salto-. ¿Asesinato? ¿Morry Bruno? Deben de estar bromeando, este tío es una joya.

Una joya que había sido un maestro colocando cheques sin fondos.

– ¿Cuánto tiempo lleva trabajando para usted?

– Déjenme ver… un año y medio, quizá dos.

– ¿Y no ha tenido ningún problema con él?

– ¿Problema? Les digo que es una joya. No sabía nada de este negocio, pero tuve un presentimiento y lo contraté. Es un vendedor increíble. Ha superado en ventas a todos los demás… incluso a los más veteranos… y eso ya lo logró al cuarto mes. Fiable, amistoso, jamás ha sido un problema.

– Ha mencionado usted los pagos de la pensión a sus hijos. ¿Está casado el señor Bruno?

– Divorciado – dijo tristemente el señor Gershman -. Como todo el mundo, mi hijo incluido. Hoy en día lo dejan correr con demasiada facilidad.

– ¿Tiene familia aquí, en Los Ángeles?

– No. Su esposa y los crios… creo que son tres, se marcharon al este. A Pittsburgh, o a Cleveland, a algún sitio en el que no hay mar. El los echaba a faltar, hablaba mucho de ello. Es por eso por lo que se presentó voluntario en La Casa.

– ¿La Casa?

– Sí, ese sitio para chicos, en Malibú. Morry acostumbraba a pasar los fines de semana allí, trabajando voluntariamente con los chicos. Le dieron un diploma. Vengan, se lo enseñaré.

La oficina de Bruno era la cuarta parte de la de Gershman, pero estaba decorada en el mismo estilo eclécticamente elegante. El lugar estaba tan limpio como una patena, lo que no resultaba sorprendente, visto que Bruno pasaba la mayor parte de su tiempo de viaje. Gershman señaló una placa enmarcada que compartía pared con media docena de premios a El Número Uno en Ventas.

– ¿Ven?: «Concedida a Maurice Bruno en reconocimiento a su servicio voluntario en pro de los niños sin hogar en La Casa de los Niños y bla, bla, bal». Ya les he dicho que es una joya.

El certificado estaba firmado por el alcalde, como testigo honorífico, y por el director del asilo de niños, un tal Reverendo Augustus J. McCaffrey y era todo él caligrafía y cenefas florales. Muy impresionante.

– Muy bonito -dijo Milo-. ¿Sabe en qué hotel reside el señor Bruno?

– Acostumbraba a ir al MGM, pero después del incendio, ya no sé. Volvamos a mi despacho y averigüémoslo.

De vuelta al Despacho Bonito, Gershman tomó el teléfono, apretó el interfono y ladró por el micrófono.

– Denise, ¿dónde está residiendo Morry en las Vegas? ¡Averígüelo!

Medio minuto más tarde zumbó el interfono.

– ¿Aja? Bien. Gracias, monada – se volvió hacia nosotros-. El Palace.

– ¿El Caesar's Palace?

– Aja. ¿Quieren que llame allí, para que puedan hablar con él?

– Si no le importa… Diremos que se lo carguen al Departamento de Policía.

– ¡Nia! -Gershman hizo un gesto con la mano -. Pago yo. Denise, llame al Caesar's Palace y haga que Morry se ponga al teléfono. Si no está allí, déjele un mensaje para que llame a…

– Al detective Sturgis, de la División Oeste de Los Angeles.

Gershman completó las instrucciones.

– No estarán pensando que Morry pueda ser sospechoso, ¿verdad? – nos preguntó cuando dejó el teléfono -. Es sólo como testigo, ¿no?

– Realmente no le podemos decir nada al respecto, señor Gershman – Milo era muy estricto en cuestiones de discreción.

– ¡No puedo creérmelo! -Gershman se dio una palmada en la cabeza-. ¡Realmente piensan que Morry puede ser un asesino! ¡Un tipo que trabaja con niños en el fin de semana… un tipo que jamás ha tenido una palabra más fuerte que otra con nadie de aquí… Vayan a preguntar por la casa, les doy permiso. ¡Si encuentran a alquien que tenga algo malo que decir acerca de Morry Bruno, me como esta mesa!

Le interrumpió el zumbador del interfono.

– Sí, Denise. ¿Cómo es eso? ¿Está segura? Quizá haya sido un error. Compruébelo de nuevo. Y luego llame al Aladdin, o al Sands quizá cambió de idea.

El rostro del viejo estaba solemne cuando colgó.

– No está en el Palace -dijo con la tristeza y miedo de alguien al que le van a arrancar del reconfortante calor de sus ideas preconcebidas.

Maurice Bruno no estaba en el Aladdin, o el Sands, ni en ningún otro de los principales hoteles de Las Vegas. Nuevas llamadas desde la oficina de Gershman revelaron el hecho de que no había registro en ninguna de las compañías aéreas de que hubiera ido de Los Ángeles a Las Vegas.

– Me gustaría su dirección y número de teléfono, si me hace el favor.

– Denise se lo dará -dijo Gershman. Lo dejamos sentado en su gran despacho, solo, con su barbilla mal afeitada apoyada en sus manos, frunciendo el ceño como un maltratado bisonte que ya lleva demasiados años residiendo en el Zoo.

Bruno vivía en Glendale, que normalmente hubiera estado a diez minutos en coche de la fábrica Presto, pero eran las seis de la tarde, había habido un accidente justo al oeste de Hollywood, en el trébol de Golden State, y la autopista esta estancada todo el camino desde Burbank hasta Pasadena. Pero cuando salimos de ella en Brand era ya obscuro y los dos estábamos de muy mal humor.

Milo giró hacia el norte y se dirigió hacia las montañas.

La casa de Bruno estaba en Armelita, una calle lateral a un kilómetro de donde acababa el paseo. Se hallaba situada en el final de un callejón sin salida y era una pequeña imitación del estilo Tudor, de un solo piso, frente a la que había un cuidado cuadrado de césped, con setos de tejos y arbustos de enebro metidos en los espacios vacíos. Dos grandes matorrales del árbol de la vida guardaban la entrada. No era el tipo de lugar que me hubiera imaginado para un soltero acostumbrado a ir por Las Vegas. Luego recordé lo que Gershman había dicho de su divorcio. Sin duda aquél era el hogar familiar, dejado atrás por la esposa y los hijos al huir.

Milo llamó al timbre un par de veces, luego golpeó fuerte con el puño. Cuando nadie le contestó se fue a su coche y llamó a la policía de Glendale. Diez minutos más tarde apareció un coche patrulla y de él salieron dos agentes uniformados. Ambos eran altos, robustos y de cabello color arena y tenían poblados, erizados y pajizos bigotes bajo sus narices. Se nos acercaron con esa marcha que sólo tienen los polizontes y los borrachos cuando están intentando con todas sus fuerzas aparentar que están sobrios, y conferenciaron con Milo. Luego se fueron a su radio.

La calle estaba silenciosa y desprovista de todo signo de que allí viviese algún ser humano. Siguió así mientras llegaban y aparcaban los tres coches patrulla adicionales y el Dodge sin marca alguna. Hubo una breve conferencia que pareció un corro de los que se hacen en el fútbol americano y luego desenfundaron pistolas. Milo volvió a tocar el timbre, esperó un minuto y luego abrió la puerta de una patada. Había empezado el asalto.

Yo me quedé fuera, mirando, esperando. Pronto se pudo oír el sonido de arcadas y vómitos. Luego empezaron a salir policías corriendo de la casa, dejándose caer sobre el césped, con sus manos tapándoles las narices, como en una escena de acción pasada al revés. Un policía particularmente apuesto se ocupó en echar el contenido de su tripa sobre los enebros. Cuando parecía que todos se habían retirado salió Milo a la puerta, con un pañuelo cubriéndole la boca y la nariz. Sus ojos eran visibles y entraron en contacto con los míos. Me ofrecían una elección.

Contra todo lo juicioso, saqué mi propio pañuelo, enmascaré la parte inferior de mi cara y entré.

El delgado algodón era poca defensa contra el cálido hedor que se alzó contra mí en cuanto crucé el umbral. Era como si puros gases de las alcantarillas y los pantanos se hubieran unido en una sopa burbujeante y arremolinada, tras lo que ésta se hubiera vaporizado y diseminado por el aire.

Con los ojos acuosos, luché contra la necesidad de vomitar y seguí la silueta de Milo, que avanzaba hacia la cocina.

Estaba sentado allá, ante la mesa de fórmica. La parte inferior de él, la que estaba vestida, aún parecía humana. El traje, azul cielo, de vendedor, la camisa color maíz con un pañuelo de cuello de seda azul. Los toques de distinción: el pañuelo en el bolsillo superior de la chaqueta, los zapatos con pequeños adornos colgantes en cuero, el brazalete de oro que colgaba en derredor de una muñeca plagada de gusanos.

Desde el cuello arriba era algo como lo que tiran a la basura los patólogos. Parecía como si le hubieran estado trabajando el cráneo con una barra de hierro, pues toda la parte delantera, lo que antes fue su cara, estaba hundida, pero realmente resultaba imposible saber a qué había sido sometida aquella masa hinchada y sanguinolenta que estaba unida a sus hombros… tan avanzado era el estado de descomposición en que se encontraba…

Milo comenzó a abrir ventanas y me di cuenta de que la casa se notaba tan caliente como si fuera el interior de un horno, calentada por los hidrocarbonos emitidos por la materia orgánica en descomposición. Era una rápida respuesta a la crisis de la energía: ahorre kilowatios, mate a un amigo…

No pude resistir más. Corrí hacia la puerta, jadeando y tiré el pañuelo cuando estuve fuera. Tragué ansiosamente, a borbotones, el frío aire exterior. Me temblaban las manos.

Ahora había mucha excitación en el vecindario. Los vecinos: hombres, mujeres y niños, habían salido de sus castillos, haciendo una pausa en medio de las noticias de la noche, interrumpiendo el comer sus festines recién descongelados, para mirar boquiabiertos a las parpadeantes luces carmesí y escuchar a la tartamudeante estática de la radio de los coches patrulla, contemplando la camioneta del forense que se había quedado aparcada en la acera con la fría autoridad de un déspota que preside un desfile. Algunos crios iban con sus bicicletas calle arriba, calle abajo. Las voces que murmuraban adquirían la tonalidad de las langostas cuando viajan en nube. Un perro ladraba. Bienvenidos a los barrios residenciales.

Me pregunté dónde habrían estado todos cuando alguien se había metido en la casa de Bruno, le había atizado hasta dejarlo hecho gelatina, cerrado todas las ventanas y abandonado allá para que se descompusiese.

Al fin salió Milo, con la cara verde. Se sentó en los escalones delanteros y colgó su cabeza entre las rodillas. Luego se levantó y llamó a los empleados de la oficina del forense, para que se acercasen. Habían llegado preparados, con mascarillas de gas y guantes de goma. Entraron con una camilla vacía y salieron llevando algo envuelto en un sudario de plástico negro.

– Ugh. ¡Qué asco! -le dijo una quinceañera a su amiga.

Era un modo tan elocuente de decirlo como cualquier otro.

Загрузка...