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La última residencia de Morton Handler, si uno no cuenta el depósito de cadáveres, había estado en un conjunto de apartamentos de lujo, junto al Sunset Boulevard, en las Pacific Palisades. Había sido edificado en la ladera de una colina y diseñado para que tuviera el aspecto de una colmena: una cadena, vagamente interconectada, de unidades individuales, unidas por pasillos que habían sido colocados en lugares aparentemente elegidos al azar, con los apartamentos dispuestos de tal modo que cada uno de ellos tuviera una vista total del océano. El estilo era pseudo español: paredes encaladas, de un blanco deslumbrador, tejados de tejas rojas, ventanas enrejadas con filigranas de hierro. Los pedazos de tierra ocasionales estaban cubiertos con plantaciones de azaleas e hibiscos. Y había muchas otras plantas puestas en grandes macetones de terracota: palmeras, cocoteros, todo ello con un aspecto de provisionalidad, como si alguien estuviera planeando llevárselas en mitad de la noche…

El apartamento de Handler estaba a un nivel intermedio. La puerta delantera estaba sellada con una pegatina del Departamento de Policía de Los Ángeles. Un montón de huellas ensuciaban el sendero de terrazo cercano a la puerta.

Milo me llevó a través de una terraza repleta de piedras pulimentadas y cactus hasta una unidad que se hallaba a un ángulo del lugar del asesinato. En la puerta estaban pegadas letras adhesivas que formaban las palabras ENCARGADO EDIFICIO.

Milo golpeó con los nudillos.

Me di cuenta de que el lugar estaba asombrosamente silencioso. Al menos debía de haber allí cincuenta apartamentos, pero no se veía ni un alma. No había prueba alguna de que aquello estuviera habitado.

Esperamos unos minutos. Alzó el puño para golpear de nuevo justo antes de que se abriera la puerta.

– Perdón. Me estaba lavando el cabello.

La mujer podía haber tenido cualquier edad, desde los veinticinco hasta los cuarenta. Tenía una tez pálida con ese tipo de contextura que hacía que pareciese que un simple pellizco pudiera hacer que se desmoronase. Con grandes ojos marrones y cejas depiladas. Labios delgados, el inferior un poco carnoso. Su cabello estaba envuelto en una toalla naranja y el poco que sobresalía era de color castaño. Llevaba puesta una descolorida camisa de algodón, con un estampado ocre y naranja, y pantalones elásticos color herrumbre. En sus pies zapatillas oscuras. Sus ojos saltaron de Milo a mí. Tenía el aspecto de alguien a quien le han dado muchos palos y que se niega a creer que no se los vayan a empezar a dar de nuevo en cualquier momento.

– ¿Señora Quinn? Éste es el doctor Alex Delaware. Es el psicólogo del que le hablé.

– Encantada de conocerle, doctor.

Su mano era delgada, fría y húmeda y la retiró tan pronto como pudo.

– Melody está viendo la televisión en su habitación. No la he mandado a la escuela, después de todo por lo que ha pasado. Y la dejo que vea la tele para apartarle la cabeza de aquello.

La seguimos al interior del apartamento.

Llamarle apartamento era hacerle un favor. Lo que en realidad era es un par de armarios un poco grandes puestos juntos. Una posdata arquitectónica. Hey, Ed, tenemos cuarenta metros cuadrados de rincón detrás de la terraza 142 ¿Por qué no le ponemos un techo, cuatro paredes y le llamamos vivienda del encargado? Y así tendremos a algún desgraciado contento con hacer trabajos en la finca, por el privilegio de vivir en las Palisades…

La sala de estar estaba llena con un sofá floreado, una mesa rinconera y un aparato de televisión. Una imagen enmarcada del Monte Rainier que parecía haber sido arrancada del calendario de algún banco y algunas fotos amarillentas colgaban de una pared. Las fotos eran de gente endurecida, con cara de ser poco felices y parecían datar de la época de la búsqueda del oro.

– Mis abuelos -explicó ella.

Un cubículo- cocina era visible y del él surgía un aroma de bacon friéndose. Sobre la mesa se veían una bolsa grande de patatas con sabor a crema agria y cebolla, y un cartón de seis latas de cerveza.

– Muy interesante.

– Llegaron aquí en 1902. De Oklahoma -hizo que sonara como una excusa.

Había una puerta de madera sin pintar y detrás de ella llegó el sonido de repentinas risas y aplausos, campanadas y un timbre. Un concurso de televisión.

– Está viendo la tele ahí.

– Estupendo, señora Quinn. La vamos a dejar ahí tranquila, hasta que estemos preparados para ella…

La mujer hizo un gesto con la cabeza, asintiendo.

– Estando en la escuela, no tiene muchas posibilidades de ver los programas que hacen a esta hora. Por eso los ve ahora.

– ¿Nos podemos sentar, señora?

– Oh, sí, sí -revoloteó por la habitación como una polilla, tirando de la toalla que le cubría la cabeza. Trajo un cenicero y lo puso sobre la mesa. Milo y yo nos sentamos en el sofá y ella se sentó un una silla de tubo de aluminio y piel sintética que sacó de la cocina. A pesar de estar delgada sus caderas se desparramaron. Sacó un paquete de cigarrillos, encendió uno y chupó el humo hasta que se le hundieron las mejillas. Milo habló:

– ¿Qué edad tiene su hija, señora Quinn?

– Bonita. Llámenme Bonita. Mi hija se llama Melody. Justo cumplió los siete el mes pasado -el hablar de su hija parecía ponerla especialmente nerviosa. Inhaló con ansiedad de su cigarrillo y escupió un poco de humo. Su mano libre se abría y cerraba en rápida cadencia.

– Melody puede ser nuestra única testigo de lo que pasó aquí anoche – Milo me miró con un gesto de disgusto.

Sabía lo que estaba pensando: un complejo de apartamentos con de setenta a cien residentes y el único posible testigo era una niña.

– Me da miedo por ella, detective Sturgis, por lo que pueda pasarle si alguien más se entera de esto.

Bonita Quinn se quedó mirando el suelo, como si haciéndolo durante el suficiente tiempo fuera a revelarle los secretos místicos del Oriente.

– Le aseguro a usted, señora Quinn, que nadie más se va a enterar. El doctor Delaware ha actuado muchas veces como consejero especial de la Policía -mentía sin vergüenza alguna y con total credibilidad-. Comprende la importancia de mantener estas cosas en secreto. Además… – tendió la mano para darle unas palmadas tranquilizadoras en el hombro. Creí que iba a traspasar el techo del respingo-, cuando trabajan con sus pacientes todos los psicólogos se atienen al secreto profesional. ¿No es así, doctor Delaware?

– Absolutamente -no me iba a dejar meter en el terreno, totalmente resbaladizo, de los derechos del niño a la intimidad.

Bonita Quinn hizo un extraño ruido gimiente, que resultaba imposible de interpretar. Lo más parecido que lograba recordar era el sonido que acostumbraban a hacer las ranas del laboratorio en la clase de Psiquiatría Fisiológica justo cuando las descerebrábamos clavándoles una aguja en lo alto del cráneo.

– ¿Y qué es lo que va a hacerle a ella todo eso del hipnotismo?

Pasé a mi voz de comecocos: las tonalidades calmadas y tranquilizadoras que se habían convertido en algo tan natural con los años de práctica, que ya las adoptaba automáticamente. Le expliqué que la hipnosis no era magia, que simplemente era una combinación de concentración enfocada y relajación profunda, que la gente tendía a recordar las cosas con más claridad cuando estaba relajada y que era por eso por lo que la policía la empleaba con los testigos. Que los niños entraban mejor en la hipnosis, porque estaban menos inhibidos y disfrutaban con las fantasías. Que no hacía ningún daño y que, en realidad, resultaba agradable para la mayor parte de los pequeños; además que uno no podía quedarse colgado en la hipnosis ni se le podía obligar a hacer algo contra su voluntad.

– Toda hipnosis -acabé- es auto hipnosis. Mi papel será simplemente ayudarle a su hija a hacer algo que sale de ella misma de un modo natural.

Probablemente sólo entendió el diez por ciento de todo aquello, pero pareció calmarla.

– Desde luego eso sí que puede decirlo, que es natural en ella. Se pasa todo el día soñando fantasías.

– Exacto. La hipnosis es eso.

– Los maestros se quejan de que está todo el día en las nubes, que no hace su trabajo.

Estaba hablando como si esperase que yo fuera a hacer algo al respecto.

Milo la interrumpió:

– ¿Le ha dicho Melody algo más acerca de lo que vio, señora Quinn?

– No, no -una negativa enfática con la cabeza-. No hemos hablado de ello.

Milo sacó su bloc de notas y pasó unas cuantas hojas.

– Lo que tenemos anotado es que Melody no podía dormir y estaba sentada en la sala… en esta habitación, alrededor de la una de la madrugada.

– Así debe de haber sido. Yo me meto a las once treinta y me levanté para fumarme un cigarrillo a las doce y veinte. Entonces ella estaba dormida y no la oí en el tiempo en que yo tardé en quedarme dormida. Y tendría que haberla oído. Compartimos la habitación.

– Aja. Y aquí dice que ella vio a dos hombres: «Vi a unos hombres grandes.» La pregunta del agente fue: «¿Cuántos?» Y ella contestó: «Dos, quizá tres.» Cuando le preguntaron qué aspecto tenían, lo único que pudo decir fue que eran oscuros -ahora estaba hablando conmigo -. Le preguntaron que si negros o latinos. Nada, sólo oscuros.

– Eso podría significar que vio sombras. Podría significar cualquier cosa para una niña de siete años -dije yo.

– Ya lo sé.

– Y podría significar que o fueron dos hombres, o un hombre y su sombra, o…

– No lo digas. O nada.

– No siempre cuenta la verdad de todo.

Ambos nos volvimos para mirar a Bonita Quinn, que había aprovechado los pocos segundos que la habíamos ignorado para apagar el cigarrillo y encender otro nuevo.

– No estoy diciendo que sea una mala chica, pero no siempre dice la verdad. No sé por qué quieren ustedes hacerle caso.

– ¿Ha tenido usted problemas con ella porque mienta de un modo crónico? -le pregunté -. ¿En cosas que no tenían mucho sentido… o lo hace para evitar verse en líos?

– Lo segundo. Cuando hay algo roto y yo sé que tiene que haber sido ella y no quiere que le dé una azotaina, me dice: yo no, mamá, yo no. Y yo le doy el doble de azotes – me miró buscando mi desaprobación-. Por no decirme la verdad.

– ¿Tiene usted otros problemas con ella? -le pregunté suavemente.

– Es una buena chica, doctor. Sólo eso de soñar despierta y los problemas para concentrarse.

– ¿Si? -tenía que comprender a aquella niña si es que quería ser capaz de hipnotizarla.

– El concentrarse… es algo que le resulta difícil.

No era de extrañar, en aquella pequeña celda, saturada de televisión. Sin duda los apartamentos eran Sólo para Adultos y se exigía que Melody Quinn se dejara ver lo mínimo. Hay una parte importante de la población del Sur de California a la que resulta ofensiva la visión de cualquiera que sea demasiado joven o demasiado viejo. Es como si no quisieran que se les recordase de dónde vienen y a dónde van con toda seguridad. Esta clase de negativa, unida a las estiradas de la piel de la cara, los trasplantes de cabello y el maquillaje, dan una reconfortante sensación de inmortalidad. Al menos durante un tiempo.

Estaba dispuesto a apostar a que Melody Quinn pasaba la mayor parte de su tiempo libre dentro de casa, a pesar de que el complejo contaba con tres piscinas y un gimnasio totalmente equipado. Por no mencionar el océano, que se hallaba a un kilómetro de distancia. Aquellos terrenos de juego estaban pensados únicamente para los adultos.

– La llevé a un doctor cuando vi que los maestros no dejaban de mandarme a casa esas notas diciéndome que no puede estar sentada quieta, que su mente vaga. Me dijo que era hiperactiva. Que era algo que tenía que ver con su cerebro.

– ¿Hiperactiva?

– Eso es. No me sorprendió. Su papá no estaba bien del todo de la azotea – se dio unas palmadas en la frente-. Tomaba las drogas prohibidas y vino, hasta que…

Se quedó callada de pronto, mirando a Milo con miedo.

– No se preocupe, señora Quinn, no estamos interesados en ese tipo de cosas. Sólo queremos averiguar quién mató al doctor Handler y a la señora Gutiérrez.

– Sí, al comecocos… -se interrumpió de nuevo, esta vez mirándome a mí-. Hoy no digo ni una buena.

Se obligó a sonreír débilmente.

Yo asentí para darle ánimos, sonriendo comprensivamente.

– Era un hombre amable ese doctor -algunos de mis mejores amigos son psicoterapeutas -. Bromeaba mucho conmigo y yo también lo hacía con él, preguntándole cuántos cocos había arreglado aquel día.

Se puso a reír, con una extraña risita, enseñando la dentadura en un estado que pedía una reparación a gritos. Para aquel entonces, yo ya había limitado su edad hacia la mitad de la treintena. En unos diez años más tendría ya el aspecto de una anciana.

– Es terrible lo que le sucedió.

– Y a la señora Gutiérrez.

– Sí, a ella también. Sólo que ella no me caía tan bien. Era mejicana, ¿saben?, pero mejicana de clase alta. De donde yo vengo los mejicanos hacen los trabajos sucios, la limpieza, pero ésta tenía vestidos caros y ese cochecito deportivo. Y además era una maestra.

No era fácil para Bonita Quinn, a la que habían educado en la creencia de que todos los mejicanos eran bestias de carga, verlos en la gran ciudad, tan lejos de los campos de las lechugas, y ver que algunos de ellos parecían gente de verdad. Mientras que a ella le tocaba hacer el trabajo del burro.

– Siempre se portaba como si fuera alguien superior a los demás. La saludabas y ella pasaba mirando a la lejanía, como si no tuviera tiempo para ti.

Dio otra chupada al cigarrillo y sonrió malévola.

– Esta vez no he metido la pata. Ambos la miramos.

– Ninguno de ustedes dos es un mejicano, así que no he vuelto a decir algo que no debía.

Estaba muy complacida consigo misma y me aproveché de esta sensación de ánimo para hacerle algunas preguntas más.

– ¿Está siendo medicada su hija por causa de su hiperactividad, señora Quinn?

– Oh, claro. El doctor me dio unas pildoras para ella.

– ¿Tiene usted la receta a mano?

– Tengo la botella -se alzó y regresó con un frasco color ámbar lleno de pastillas…

Lo tomé y miré la etiqueta. Ritalina. Hidroclorato de metilfenidato. Una superanfetamina que acelera a los adultos, pero que frena a los niños, y que es uno de los fármacos más comúnmente recetados a los niños de los Estados Unidos. La Ritalina es adictiva y potente, además de tener una multitud de efectos secundarios, siendo uno de los más comunes el insomnio. Lo cual podía explicar el porqué Melody Quinn estaba sentada una madrugada en una habitación a oscuras, mirando por la ventana.

La Ritalina es una droga encantadora cuando lo que uno desea es controlar a los niños. Mejora su concentración y reduce la frecuencia de los comportamientos problemáticos en los chicos hiperactivos… lo que suena muy bien, sólo que los síntomas de hiperactividad son muy difíciles de distinguir de los de la ansiedad, depresión, reacción aguda al estrés, o simple aburrimiento en la escuela. Yo he visto a chicos que eran demasiado inteligentes para la clase en que estaban y que por eso parecían ser hiper. Y no hablemos de los pequeñines que estaban pasando por los horrores de un divorcio de sus padres u otro trauma significativo.

Cualquier doctor que esté haciendo su trabajo de un modo correcto exigirá una valoración psicológica y social completa, antes de recetarle Ritalina u otra droga modificadora del comportamiento a un niño. Y hay muchos doctores buenos; pero algunos se escapan por la tangente, usando las pastillas a las primeras de cambio. Si esto no es un incumplimiento de los deberes profesionales, es algo que se le parece mucho.

Abrí el frasco y me dejé caer algunas pastillas en la palma de la mano. Eran de color ambarino, de las de veinte miligramos. Examiné la etiqueta. La dosis máxima recomendada era de sesenta miligramos. Muy fuerte para una niña de siete años.

– ¿Se las da tres veces al día?

– Aja. Eso es lo que dice ahí, ¿no?

– Sí, es lo que dice. ¿Empezó su doctor con algo más pequeño… con pildoras blancas o azules?

– Oh, sí. Primero la tuvimos tomando tres de las azules. Funcionaba bien, pero aún recibía las quejas de la escuela, así que me dijo que probase con éstas.

– ¿Y esta dosis le va bien a Melody?

– A mí me va muy bien. Si va a ser un día muy duro, con montones de visitantes que van a venir… a ella la pone muy nerviosa el ver mucha gente, cuando hay mucho jaleo… le doy una extra.

Ahora nos encontrábamos con una sobredosis.

Bonita Quinn debió haber visto la mirada de sorpresa y desaprobación que yo traté, sin conseguirlo, de ocultar, porque alzó la voz, con tono indignado.

– El médico me dijo que no había problema. Y es un hombre importante. Miren, en este sitio no se permite tener niños y me dejan quedar sólo porque se trata de una chica tranquila, o lo parece. La empresa M and M Properties, que es la propietaria de todo esto, me dijo que, a la primera queja que hubiera sobre mi niña… se acabó.

Sin duda aquello obraba maravillas con la vida social de Melody. Lo más probable es que nunca le hubieran dejado llevar a una amiguita a su casa de visita.

Había una cruel ironía en la idea de una niña de siete años prisionera en medio de todo aquel lujo para solteros dorados, metida dentro de un rincón escuálido en un lugar de ensueño anidado sobre el Pacífico, y atiborrada de Ritalina para cumplir con los deseos conjuntos del sistema escolar de Los Ángeles, una madre de escasas luces y la M and M Properties.

Examiné la etiqueta del frasco y encontré el nombre del doctor que lo había recetado. Y entonces las cosas empezaron a encajar.

L. W. Towle. Lionel Willard Towle, Doctor en Medicina. Uno de los pediatras mejor establecidos y respetados del Lado Oeste. No le conocía personalmente, pero sí su reputación. Estaba entre el personal directivo del Pediátrico del Oeste y en media docena más de hospitales de la zona. Era uno de los hombres importantes de la Academia de Pediatría. Conferenciante invitado, muy solicitado, en los seminarios sobre problemas del aprendizaje y del comportamiento.

El doctor Towle también era asesor a sueldo de tres empresas farmacéuticas. O, lo que es lo mismo, era un propagandista de las mismas. Tenía la reputación, especialmente entre los doctores más jóvenes y generalmente más conservadores acerca del uso de fármacos, de ser muy liberal en el empleo de su libreta de recetas. Nadie lo decía en voz demasiado alta, porque Towle llevaba mucho tiempo en la profesión y tenía montones de pacientes importantes y muy buenas relaciones, pero el consenso, susurrado, era que era una especie de Doctor Feelgood para los bebés. Me pregunté cómo una mujer como Bonita Quinn habría llegado a su consulta. Pero no había un modo fácil de preguntárselo sin parecer demasiado entrometido.

Le devolví la botella y me volví hacia Milo, que había estado sentado en silencio durante toda nuestra conversación.

– Tengo que hablar contigo un momento -le dije.

– Ahora volvemos, señora. Fuera del apartamento le dije:

– No puedo hipnotizar a esa niña. Está drogada hasta la coronilla. Sería un riesgo trabajar con ella y, además, hay pocas posibilidades de sacarle algo que merezca la pena.

Milo digirió lo que le decía.

– Mierda -se rascó la cabeza -. ¿Y si la tuviéramos unos cuantos días sin pastillas?

– Eso es una decisión médica. Si hacemos eso, nos estamos metiendo en un terreno que no es el nuestro. Necesitamos el permiso de su médico, con lo que mandamos al diablo el secreto.

– ¿Quién es ese doctor? Le hablé de Towle.

– Maravilloso. Pero quizá acepte dejarla unos días sin pastillas.

– Quizá. Pero no hay garantía de que nos vaya a contar algo. Esta niña lleva un año tomando estimulantes. ¿Y qué me dices de la señora Q? Ya está bastante aterrada, tal cual están las cosas. Saca a su querida hija de las pildoras y lo primero que hará es tenerla encerrada doce horas al día. En este lugar les gusta el silencio.

El complejo seguía tan silencioso como un mausoleo. Y eso a la una cuarenta y cinco del día.

– Al menos, ¿puedes echarle una mirada a la cría? Tal vez no esté tan dopada.

Al otro lado del camino, la puerta del apartamento de Handler estaba abierta. Pude dar una ojeada a la elegancia desordenada: alfombras orientales, antigüedades y muebles en acrílico rotos y volcados, así como paredes manchadas de sangre. Los técnicos del laboratorio de la policía trabajaban en silencio, como topos.

– En este momento ya debe haber tomado su segunda dosis, Milo.

– Mierda – se dio un puñetazo en la palma-. Sólo quiero que veas a la niña. Dame tu impresión. Quizá aún esté alerta.

No lo estaba. Su madre la trajo a la sala de estar y luego se fue con Milo. Miraba a la lejanía, chupándose el pulgar. Era una niña pequeñita. Si no hubiera sabido su edad, hubiera supuesto que tenía cinco años, quizá cinco y medio. Tenía una cara larga y seria, con unos ojos marrones demasiado grandes. Su liso cabello rubio le colgaba hasta los hombros, mantenido en su sitio por dos pasadores de plástico. Vestía tejanos y una camiseta de rayas azules, verdes y blancas. Tenía los pies descalzos y sucios.

La llevé a la silla y me senté frente a ella en el sofá.

– Hola, Melody. Soy el doctor Delaware. Soy psicólogo. ¿Sabes lo que es eso?

Sin respuesta.

– Soy de la clase de médico que no da inyecciones. Lo que yo hago es hablar con los chicos, y dibujar y jugar. Trato de ayudar a los niños que están tristes o irritados, o asustados.

A la palabra asustados enfocó la vista por un instante. Luego volvió a mirar más allá de mí y siguió chupándose el dedo.

– ¿Sabes por qué estoy hablándote? Un movimiento de la cabeza.

– No es porque estés mala o porque hayas hecho algo malo. Sabemos que eres una chica buena.

Sus ojos se movieron por la habitación, evitándome.

– Estoy aquí porque quizá hayas visto algo la noche pasada que es importante. Cuando no podías dormir y estabas mirando por la ventana.

No me contestó. Continué:

– ¿Qué tipo de cosas te gusta hacer, Melody? Nada.

– ¿Te gusta jugar? Asintió con la cabeza.

– A mí también me gusta jugar. Y me gusta patinar. ¿Tú patinas?

– Oh -oh- claro que no. Los patines hacen ruido.

– Y me gusta ver películas. ¿Tú ves películas? Murmuró algo. Me incliné, acercándome a ella.

– ¿Qué me has dicho, cariño?

– En la tele – su voz era débil y quebradiza, un sonido tembloroso y jadeante, como el viento cuando sopla a través de hojas secas.

– Aja. En la tele. Yo también miro la tele. ¿Qué cosas te gusta ver?

– Scuby – Du.

– Scuby – Du, ése es un buen programa. ¿Algún otro programa?

– Mi mamá mira los seriales.

– ¿A ti te gustan los seriales? Negó con la cabeza.

– Muy aburridos, ¿eh?

Algo así como una sonrisa, alrededor del pulgar.

– ¿Tienes juguetes, Melody?

– En mi habitación.

– ¿Me los puedes enseñar?

La habitación que compartía con su madre no tenía un carácter ni de adulto ni de niño. Era muy pequeña, con el techo bajo y una solitaria ventana situada alta en la pared, lo que le daba el aspecto de una celda. Melody y Bonita compartían una cama de matrimonio, que no estaba adornada con ningún tipo de cabecera. Estaba a medio hacer, con un cobertor fino doblado a los pies y que dejaba ver las sábanas arrugadas. En un lado de la cama había una mesita llena con botellas y botes de crema facial, loción para las manos, cepillos, peines y un trozo de cartón en el que había cogidas unas cuantas pinzas para el cabello. En el otro lado había una gran morsa de peluche comida por las polillas, de un atroz color turquesa. El único adorno en la pared era un dibujo de un niño. Un escritorio medio destartalado, hecho de pino sin pintar estaba cubierto con una manteleta de ganchillo y, con la televisión, eran los únicos otros muebles de la habitación.

En un rincón había un motoncito de juguetes.

Melody me llevó hacia él, dubitativa. Tomó una sucia y desnuda muñeca de plástico.

– Amanda -me dijo.

– Es muy bonita.

La niña se apretó la muñeca contra su pecho y la acunó.

– Seguro que la cuidas mucho.

– Lo hago – lo dijo en tono defensivo. Ésta era una niña que no estaba aconstumbrada a que la alabasen.

– Sé que lo haces -le dije con amabilidad. Miré a la morsa-. ¿Quién es?

– Gordo. Mi papi me lo regaló.

– Es guapo.

Fue hasta el animal, que era tan alto como ella, y lo acarició con dedicación.

– Mamá quiere que lo tire, porque es muy grande. Pero yo no la dejo.

– Gordo es muy importante para ti.

– Oh- oh.

– Papi te lo regaló.

Asintió, enfáticamente, y sonrió. Yo había pasado algún tipo de prueba.

Durante los siguientes veinticinco minutos estuvimos sentados en el suelo, jugando.

Cuando Milo y su madre regresaron, Melody y yo estábamos de muy buen humor. Habíamos construido y destruido varios mundos.

– ¡Vaya! Parecéis muy retozones -dijo Bonita.

– Estamos pasándolo muy bien, señora Quinn. Melody ha sido muy buena niña.

– Eso es bueno -se inclinó hacia su hija y le colocó una mano sobre la cabeza-. Eso es bueno, cariño.

Había una inesperada ternura en sus ojos, pero en seguida desapareció. Se volvió hacia mí y me preguntó:

– ¿Qué tal se ha portado durante el hipnotismo?

Me lo había preguntado del mismo modo en que podría haber preguntado qué tal iba su hija en aritmética.

– Aún no hemos hecho nada de hipnosis. Simplemente, Melody y yo nos estamos conociendo.

La aparté a un lado.

– Señora Quinn, la hipnosis requiere confianza por parte del crío. Normalmente, antes de emplearla paso algún tiempo con él. Y Melody se ha mostrado muy cooperativa.

– ¿No le ha dicho nada? -rebuscó en el bolsillo del pecho de su camisa y sacó otro cigarrillo.

– Nada importante. Con su permiso me gustaría venir otro rato mañana, para pasar algún tiempo más con Melody.

Me miró con sospecha, modisqueó el cigarrillo y al cabo se alzó de hombros.

– Usted es el doctor.

Volvimos con Milo y la niña. El estaba arrodillado sobre una pierna y le estaba mostrando su placa de detective. Los ojos de ella estaban muy abiertos.

– Si a ti no te importa, Melody, querría volver mañana para jugar otra vez contigo.

Ella alzó la vista hacia su madre y volvió de nuevo a chuparse el dedo.

– Por mí no hay inconveniente -dijo secamente Bonita-. Ahora, vete ya.

Melody se puso en pie de un salto y fue a la habitación. Se detuvo en la puerta y me lanzó una mirada indecisa. Le hice un gesto con la mano y ella me lo devolvió, tras lo que desapareció. Un momento más tarde la televisión empezó a berrear.

– Una cosa más, señora Quinn. Tendré que hablar con el doctor Towle antes de intentar la hipnosis con Melody.

– Está bien.

– Necesito que me dé su permiso para hablar con el doctor Towle sobre el caso. Supongo que se dará cuenta de que, por su profesión, él está obligado a mantener el secreto, tanto como yo.

– Está bien. Me fío del doctor Towle.

– Y quizá le pida que la mantenga sin medicación durante un par de días.

– Oh, de acuerdo, de acuerdo -hizo un gesto con una mano, ya exasperada.

– Muchas gracias, señora Quinn.

La dejamos en pie, frente a su apartamento, fumando frenéticamente, retirando la toalla que le cubría la cabeza y agitándola para que se le soltasen los cabellos bajo el sol del mediodía.

Me puse al volante del Seville y conduje lentamente, hacia Sunset.

– Deja de sonreír, Milo.

– ¿Cómo dices? -él estaba mirando por la ventanilla de su lado, con su pelo revoloteando como las alas de los patos.

– Sabes que me has cazado, ¿no es cierto? Una niña así, con esos ojazos, como si fuera una pintura de Keene…

– Si quieres dejarlo correr no me voy a alegrar, Alex. Pero tampo te lo voy a impedir. Y aún tenemos tiempo para los gnocchi.

– ¡Al diablo los gnocchi. Vamos a hablar con el doctor Towle.

El Seville estaba consumiendo gasolina con su habitual glotonería, por lo que me detuve en una gasolinera Chevron de autoservicio, en Bundy. Mientras Milo llenaba el depósito, yo conseguí el número de Towle de Información y lo marqué. Usé mi título y conseguí que me pusieran con el doctor en medio minuto. Le di una breve explicación del motivo por el que tenía que hablar con él y que si quería lo podíamos hacer entonces mismo, por teléfono.

– No -me dijo -. Tengo la oficina llena de chavales. Su voz era suave y tranquilizadora, el tipo de voz que un padre querría oír a las dos de la madrugada, cuando el bebé se está poniendo de color azul.

– ¿Ya qué hora le vendría bien que pasara a verle? No me contestó. Pude oír murmullos de actividad en el ambiente, luego voces apagadas. Volvió a la línea.

– ¿Qué tal le parece dejarse caer por aquí a las cuatro treinta? Hacia esa hora tengo un poco de tiempo libre.

– Le agradezco que me lo dedique, doctor.

– No es molestia -y colgó.

Salí de la cabina. Milo estaba sacando la manguera de la parte trasera del Seville, manteniendo la boca lo más apartada que le era posible, para que no le cayese una gota en el traje.

Me senté en el lugar del conductor y saqué la cabeza por la ventanilla.

– Limpíame el parabrisas, muchacho.

Puso cara de gárgola, lo cual no era muy difícil para él, y me hizo un gesto obsceno con el dedo. Luego empezó a limpiarlo con pañuelos de papel.

Eran las dos cuarenta y estábamos a sólo un cuarto de hora de la consulta de Towle. Eso nos daba más de una hora que matar. Ninguno de los dos estábamos con el suficiente buen humor como para catar una buena comida, así que regresamos al Oeste de Los Ángeles y fuimos a Angela's.

Milo pidió algo llamado una Tortilla De Luxe a La San Francisco. Resultó ser un horror de color amarillo brillante y rellena con espinacas, tomates, carne picada, chiles, cebollas y berenjena marinada. Se dedicó a ella con gusto, mientras yo me contentaba con un pepito de carne y una cerveza Coors. Entre bocados, fuimos hablando del asesinado de Handler.

– Es un rompecabezas, Alex. Tiene todos los signos del crimen de un psicópata que anda buscando emociones: ambos atados como salchichones en la alcoba, cual si fueran animales preparados para el matadero. Y las cinco docenas de cuchilladas. Parecía que esa chica se había encontrado con Jack el Destripador y su…

– Por favor, ahora no -señalé la comida.

– Perdona. Me olvido que estoy hablando con un civil. Te acostumbras a todo esto, tras estar metido en ello hasta el cuello durante años. No puedes dejar de seguir viviendo, así que aprendes a comer, beber y echarte pedos, a pesar de todo ello -se limpió los labios con la servilleta y le dio un largo trago a su cerveza -. Y, sin embargo, a pesar de la aparente locura, no hay señales de que la entrada fuera forzada. La puerta delantera estaba abierta. Normalmente, esto hubiera resultado desconcertante. Pero en este caso, siendo la víctima un psiquiatra, quizá tenga sentido; quizá conociera a ese tipo raro y le dejase entrar en casa.

– ¿Crees que pueda haber sido uno de sus pacientes?

– Es una posibilidad aceptable. Se dice que los psiquiatras a veces se relacionan con locos…

– Me sorprendería que resultase ser eso, Milo. Apostaría diez contra uno a que Handler tenía la típica consulta del lado Oeste: mujeres de mediana edad deprimidas, ejecutivos desilusionados y, para acabar de hacer el peso, algunas crisis de identidad de la adolescencia.

– ¿Será cierto que noto en su voz una cierta tonalidad de cinismo?

Me alcé de hombros.

– Esto es lo que ocurre en la mayoría de casos. Lo que se ofrece en esas consultas es amistad, a un alto precio… y no es que esto no sea valioso, no me interpretes mal. Lo que quiero decir es que nosotros los psiquiatras y psicólogos vemos a bien poca enfermedad mental real en las consultas. Los locos de verdad, los auténticos perturbados, ésos están hospitalizados.

– Handler trabajaba en un hospital antes de montárselo por su cuenta. En el Encino Daks.

– Quizá puedas encontrar algo allí -le dije, dubitativo. Estaba harto de ser un trapo de lágrimas, así que no le dije que el Hospital de Encino Daks era un lugar de almacenamiento de los descendientes suicidas de los ricos. Allí había muy poca psicopatología sexual.

Empujó su plato, apartándolo e hizo una seña a la camarera.

– Por favor, Bettijean, dame un buen pedazo de pastel verde de manzana, por favor.

– ¿Con helado por encima, Milo?

Se palmeó la tripa y lo consideró.

– ¡Infiernos! ¿Por qué no? De vainilla.

– ¿Y usted, señor?

– Café solo, por favor.

Cuando ella se hubo marchado, Milo continuó, más pensando en voz alta que hablando conmigo.

– De todos modos, parece como si el doctor Handler hubiera dejado entrar a alguien en su casa en algún momento entre la medianoche y la una y que, a consecuencia de esto, lo destriparon.

– ¿Y esa mujer, la Gutiérrez?

– La típica espectadora inocente. Se hallaba en el peor lugar en el peor momento.

– ¿Era la amiguita de Handler? Asintió con la cabeza.

– Desde hacía unos seis meses. Por lo que he averiguado, empezó como paciente y acabó por pasar del sofá a la cama.

Una historia no muy inusual.

– La ironía del asunto es que la cortaron con mucha más saña que al mismo Hadler. A él le cortaron el cuello y probablemente murió con bastante rapidez. Había algunos otros agujeros en su cuerpo, pero nada letal. En cambio parece como si el asesino se hubiera tomado más tiempo con ella. Lo cual tiene sentido si se trata de un loco sexual.

Podía notar como mi proceso digestivo empezaba a detenerse, así que cambié de tema.

– ¿Quién es tu nuevo amor?

Llegó el pastel. Milo sonrió a la camarera y se lanzó al ataque. Vi que, desde luego, el relleno era de color verde, de un verde brillante, casi luminoso. Alguien en la cocina estaba experimentando con los colorantes alimenticios. Me estremecí al pensar lo que podían llegar a hacer si se enfrentaban con un verdadero reto, como el hacer una pizza. Probablemente el aspecto final sería el de la paleta de un pintor enloquecido.

– Un médico. Un maravilloso médico judío -miró hacia los cielos -. Es un sueño hecho realidad.

– ¿Y qué pasó con Larry?

– Se ha ido a buscar fortuna a San Francisco. Larry era un negro, director escénico, con el que Milo había mantenido una relación intermitente durante unos dos años. Su último medio año había sido hoscamente platónico.

– Está metido en algún tipo de espectáculo, patrocinado por una de esas grandes empresas. Algo muy serio para la televisión educativa, en la línea de «Nuestra herencia agrícola: el amigo arado». Todo un programón.

– Malo, malo.

– No, la verdad es que deseo que le vaya muy bien. Bajo ese exterior neurótico se esconde un genuino talento.

– ¿Cómo conociste a tu doctor?

– Trabaja en la Sala de Emergencias de Cedars. Es nada menos que un cirujano. Yo estaba en un caso de atraco que acabó en agresión, él estaba colocando un tubo endovenenoso y nuestras miradas se cruzaron. El resto es ya historia.

Me reí tan fuerte que casi me sube el café por la nariz.

– Hace dos años que ha dejado de disimular lo que es.

Se casó mientras estaba en la Facultad de Medicina, tuvo un feo divorcio, fue excomulgado por su familia. No le faltó nada de todo el dramón. Es un tipo fantástico. Tienes que conocerlo.

– Me gustaría.

– Dame unos días para que repase toda la historia de la vida de Morton Handler y luego salimos un día por ahí.

– Trato hecho.

Eran las cuatro menos cinco. Acepté que el Departamento de Policía de Los Ángeles pagara mi comida. Milo dejó una enorme propina según la mejor tradición de la policía en el mundo entero. Camino de la calle le dio una palmada al trasero de Bettijean y la risa de ésta nos siguió al exterior.

El Santa Mónica Boulevard estaba comenzando a atascarse de tráfico y el aire empezaba a oler a polución. Cerré las ventanillas del Seville y puse el aire acondicionado. Coloqué en el cassette una cinta de Joe Pass y Stephane Grappelli. El sonido de Only a Paper Moon, tocado al estilo de los cuarenta llenó el coche. La música me hacía sentir bien. Milo dio una siestecita, roncando sonoramente. Metí el Seville en el tráfico y regresé a Brentwood.

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