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Le conté a Milo todo mi encuentro con Towle mientras conducía de vuelta a mi casa.

– Juega a hacerse el interesante – su frente se arrugó y unas prominencias del tamaño de cerezas aparecieron justo por encima del borde de su mandíbula.

– Eso y algo más que no acabo de identificar. Es un tipo extraño. Se comporta de un modo muy cortés, casi obsequioso, y al cabo te das cuenta de que está jugando a sus juegos.

– ¿Y para qué tenía que hacerte ir allí si luego te iba a hacer ese papelón?

– No lo sé -era un rompecabezas, aquel tomarse un tiempo en una tarde tan atareada sólo para dar un sermón con toda tranquilidad. Toda nuestra conversación podría haber sido resumida en una charla de cinco minutos por teléfono-. Quizá sea su idea de la diversión. El pasarle la mano por la cara a otro profesional.

– ¡Vaya una diversión para un hombre tan atareado!

– Sí, pero el ego siempre tiene preferencia. Ya me he encontrado antes con tipos como Towle, obsesionados por estar al control, con ser el que manda. Hay muchos de ellos que son jefes de departamento, decanos y presidentes de comités.

– Y capitanes, e inspectores y jefes de la policía. -Justo…

– ¿Vas a llamarle, como te dijo? – parecía derrotado.

– Seguro, ¿qué tengo que perder?

– Claro.

Milo recuperó su Fiat y, tras algunos momentos de oraciones y tirar del starter logró ponerlo en marcha. Sacó la cabeza por la ventanilla y me miró cansado.

– Gracias, Alex. Voy a irme a casa y tirarme a la cama. Esto de no dormir está acabando conmigo…

– ¿Quieres echar una siesta aquí, antes de irte?

– No, gracias. Llegaré, si este montón de chatarra me lleva -dio una palmada a la abollada puerta-. Gracias de todos modos.

– Seguiré ocupándome de Melody.

– Estupendo. Te llamaré mañana -condujo un poco antes de que mi grito le hiciera detenerse. Retrocedió.

– ¿Qué pasa?

– Probablemente no es importante, pero he pensado que debía de decírtelo. La enfermera de la consulta de Towle me dijo que el padre de Melody está en la cárcel.

Asintió con la cabeza, con aire de sonámbulo.

– Como la mitad de este condado. Así son las cosas cuando la economía funciona mal. Gracias.

Y se marchó.

Eran las seis y cuarto y ya era oscuro. Me eché en la cama por unos minutos y cuando me desperté ya eran más de las nueve. Me levanté, me lavé la cara y llamé a Robin. No me respondió.

Me afeité de prisa, me puse un canguro y conduje hasta Hakata, en Santa Mónica. Bebí saké y comí sushi durante una hora, bromeando con el chef, que resultó tener una licenciatura en psicología por la Universidad de Tokio.

Llegué a casa, me desnudé y me di un baño caliente, tratando de borrar todo pensamiento acerca de Morton Handler, Melody Quinn y L.W. Towle, médico pediatra, de mi mente. Usé autohipnosis, imaginándome a Robin y a mí haciendo el amor en la cima de una montaña, en medio de una selva tropical. Enrojecido por la pasión, me levanté de la bañera y la volví a llamar. Tras diez timbrazos contestó, murmurando confusa, medio dormida.

Me excusé por haberla despertado, le dije que la amaba y colgué.

Medio minuto más tarde me llamó ella.

– ¿Eras tú, Alex? -sonaba como si estuviera soñando.

– Sí, cariño. Lamento haberte despertado.

– No, no hay problema… ¿qué hora es?

– Las once treinta.

– Oh, debo de haberme quedado dormida. ¿Qué tal estás, dulzura?

– Muy bien. Te llamé sobre las nueve.

– Estuve todo el día fuera, comprando madera. Hay un viejo fabricante de violines en el Simi Valley que se va a jubilar. Pasé seis horas eligiendo herramientas y rebuscando madera y marfil. Lamento que no me encontraras.

Sonaba exhausta.

– Yo también lo lamento, pero vuélvete a la cama. Duerme un poco y ya te llamaré mañana.

– Si quieres venir, puedes.

Lo pensé, pero estaba demasiado inquieto como para resultar una buena compañía.

– No, muñeca. Descansa. ¿Qué te parece si cenamos mañana? Elige tú el sitio.

– De acuerdo, querido -bostezó… un sonido suave y dulce-. Te quiero.

– Yo también.


Me llevó un tiempo quedarme dormido y, cuando finalmente lo logré, fue un dormir inquieto, marcado por sueños en blanco y negro, con mucho movimiento en ellos. No recuerdo de qué trataban, pero el diálogo era repetitivo y lento, como si todo el mundo estuviera hablando con labios paralizados y bocas llenas de arena húmeda.

A mitad de la noche me levanté, para comprobar si las puertas y ventanas estaban cerradas.

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