22

Un ascensor que era una jaula dorada nos llevó al quinto piso de un edificio rematado por una cúpula que estaba a un extremo del campus. Abrió sus fauces y nos soltó en un silencioso vestíbulo, decorado con un zócalo de mármol y tapizado de polvo. El techo era cóncavo y en yeso, sobre el que había sido pintado un ya descolorido mural de querubines soplando trompetas: estábamos dentro de la concha de la cúpula. Las paredes eran de piedra y soltaban un olor de papel en putrefacción. Una ventana con paneles en forma de rombos separaba dos puertas de madera. Una de ellas llevaba la mención SALA DE MAPAS y parecía no haber sido abierta en generaciones. La otra no decía nada.

Margaret golpeó con los nudillos en la puerta sin letrero y, al ver que no obtenía respuesta, la abrió. La habitación que reveló era espaciosa y de techo alto, con ventanas de catedral que daban una vista del puerto. Cada centímetro posible de espacio en las paredes había sido ocupado por estantes repletos de libros raídos, puestos al azar. Aquellos libros que no habían hallado un lugar de descanso en los estantes se hallaban en montones, precariamente equilibrados, por el suelo. Había una mesa de caballetes en el centro de la habitación, que estaba llena de montones de manuscritos y aún más libros. Un globo terráqueo sobre un soporte con ruedas y un escritorio de patas con forma de garras habían sido arrinconados contra un ángulo. Encima del escritorio se veía una caja de esas de la MacDonalds de llevarse la comida a casa, y un par de servilletas de papel, arrugadas y grasientas.

– ¿Profesor? -dijo Margaret, y luego a mí-: Me pregunto a dónde habrá ido.

– ¿Jugamos al escondite? -la voz venía de algún lugar tras la mesa de caballetes.

Margaret se sobresaltó, el bolso se le cayó de las manos y su contenido se desparramó por el suelo.

Una cabeza apergaminada apareció atisbando por sobre los bordes arrugados de un montón de papel amarillento.

– Lamento haberla asustado, cariño -la cabeza estaba echada hacia atrás en una carcajada silenciosa.

– Profesor -dijo Margaret-. ¿No le da vergüenza? Se inclinó a recoger sus cosas.

Él salió de detrás de la mesa con aspecto de niño regañado. Hasta ese momento yo había creído que estaba acurrucado. Pero cuando su cabeza no subió más, me di cuenta que todo el tiempo había estado de pie.

Medía menos de un metro y medio. Su cuerpo era de un tamaño normal, pero estaba doblado por la cintura, con su columna formando una S y con su deformada espalda cargada con una joroba del tamaño de una mochila bien repleta. Su cabeza parecía demasiado grande para su figura y era como un huevo arrugado coronado por un mechón de cabello blanco y muy fino. Cuando se movía parecía un escorpión adormecido.

Tenía una expresión de falsa contricción, pero el centelleo de sus llorosos ojos azules decía más que su boca sin labios y las comisuras caídas.

– ¿Puedo ayudarte, cariño? -su voz era seca y tenía un acento muy culto.

Margaret recogió sus últimos efectos personales del suelo y los metió en el bolso.

– No, gracias profesor. Ya lo tengo todo -recobró el aliento y trató de parecer compuesta.

– Pero, ¿a pesar de todo tendremos ese picnic con pizza?

– Sólo si se porta bien.

Él junto sus manos, como rezando.

– Te lo prometo, cariño -afirmó.

– De acuerdo, profesor. Éste es Bill Roberts, el periodista del que le hablé. Bill, le presento al profesor Van der Graaf.

– Hola, profesor.

Me miró bajo párpados adormilados.

– No te pareces a Clark Kent -me dijo.

– ¿Cómo?

– ¿No se supone que los periodistas deben parecerse a Clark Kent, la identidad secreta de Superman?

– No tenía noticias de que eso estuviera regulado por la Asociación de la Prensa.

– A mí me entrevistó un periodista después de la Guerra… la grande, la Segunda. Quería saber qué lugar tendría esa guerra en la Historia. Y él se parecía a Clark Kent -se pasó una mano por su cráneo, lleno de manchas del hígado-. ¿No tienes unas gafas o algo así jovencito?

– Lo siento, pero tengo unos ojos perfectamente sanos. Me dio la espalda y fue hacia una de sus librerías.

Había una gracia rara, como reptiloide, en sus movimientos: su deforme cuerpo parecía moverse hacia un lado, cuando en realidad se estaba moviendo hacia adelante. Se subió lentamente a una escalera baja, tendió el brazo hacia arriba y tomó un volumen encuadernado en piel, bajó y regresó.

– Mira – me dijo, abriendo el libro que pude ver que era una colección de tebeos encuadernados -. Esto es lo que yo quiero decir.

Su tembloroso dedo apuntaba a un dibujo del mejor de los periodistas del Daily Planet entrando en una cabina telefónica.

– Clark Kent. Éste sí que es un periodista.

– Estoy segura de que el señor Roberts sabe quién es Clark Kent, profesor.

– Entonces que vuelva cuando se parezca más a él, y hablaremos -nos espetó el viejo.

Margaret y yo intercambiamos miradas de impotencia. Ella iba a decir algo cuando Van der Graaf echó hacia atrás su cabeza y lanzó una seca carcajada.

– ¡Inocentada! -se reía de muy buena gana de su propio ingenio, hasta que su risa se disolvió en un ataque de tos y flemas.

– ¡Oh, profesor! -le riñó Margaret.

Se enfrentaron el uno con el otro, en un torneo verbal. Comencé a sospechar que su amistad estaba bien establecida. Me quedé a un lado, sintiéndome como el asistente involuntario a uno de esos espectáculos de seres monstruosos de las ferias.

– Admítelo, cariño -él estaba diciendo -. ¡Te había engañado!

Dio pataditas al suelo, con plena satisfacción.

– ¡Te habías creído que ya estaba totalmente senil!

– No es usted más senil que yo -le contestó ella-. Simplemente es un crío malcriado.

Mis esperanzas de obtener información fiable de aquel enano jorobado estaban disminuyendo por momentos. Me aclaré la garganta.

Dejaron de hablar y me miraron. Una burbuja de saliva se había formado en la comisura de la retorcida boca de Van der Graaf. Sus manos vibraban con falso Parkinsons. Margaret se alzaba frente a él con las piernas abiertas.

– Y ahora quiero que coopere con el señor Roberts – le dijo con severidad.

Van der Graaf me lanzó una mirada aviesa.

– Oh, de acuerdo -gimió-, pero sólo si me llevas alrededor del lago en mi Doosie.

– Ya le he dicho que lo haría.

– Tengo un coche Duesenberg del treinta y siete -me explicó -. Un carruaje maravilloso. Cuatrocientos garañones relinchantes bajo una capota rubí brillante. Escapes cromados. Consume gasolina con una voracidad despreocupada. Yo ya no puedo conducirlo y Maggie es una moza robusta; siguiendo mis instrucciones podría manejarlo. Pero rehusa.

– Profesor Van der Graaf, hubo una buena razón para que yo rehusara: estaba lloviendo y no quise ponerme tras el volante de un automóvil que vale doscientos mil dólares en un tiempo peligroso.

– ¡Bah! Yo llevé a ese juguete de aquí a Sonoma en el cuarenta y cuatro. Se agranda ante las adversidades metereológicas.

– De acuerdo, le llevaré. Mañana, si el señor Roberts me da un buen informe de su comportamiento.

– Yo soy el profesor. Yo doy las notas.

Ella le ignoró.

– Tengo que volver a la biblioteca, señor Roberts. ¿Sabrá hallar usted el camino de regreso a mi oficina?

– Desde luego.

– Le veré cuando haya acabado, entonces. Adiós, profesor.

– Mañana a la una. Llueva o haga sol -gritó él, mientras ella se alejaba.

Cuando la puerta se hubo cerrado, me invitó a sentarme.

– Yo me quedaré de pie, no encuentro una silla que se me adapte. Cuando era un chico, papá llamó a carpinteros y tallistas en madera, tratando de hallar un modo de sentarme cómodamente. Sin conseguirlo; no obstante, produjeron algunas esculturas abstractas realmente fascinantes – se rió, y se aferró a la mesa de caballetes para sostenerse-. He pasado de pie la mayor parte de mi vida y al cabo probablemente eso haya sido beneficioso. Tengo unas piernas que parecen fundidas en acero. Y mi circulación es tan buena como la de alguien con la mitad de mi edad.

Me senté en un sillón de cuero. Ahora nuestros ojos estaban a la misma altura.

– Esta Maggie -dijo-, ¡vaya una chica! Flirteo con ella, trato de animarla… Parece estar tan sola la mayor parte del tiempo.

Revolvió los papeles y sacó de entre ellos una petaca.

– Whisky escocés. Encontrará dos vasos en el cajón superior derecho del escritorio. Haga el favor de tomarlos y sea tan amable de entregármelos.

Encontré los vasos, que no parecían estar demasiado limpios. Van der Graff echó en cada uno de ellos unos tres centímetros de whisky, sin dejar caer una sola gota.

– Aquí tiene.

Le vi dar un sorbito a su bebida y yo seguí su ejemplo.

– ¿Cree usted que aún seguirá virgen? ¿Es tal cosa posible en nuestros días? -se enfrentó con las preguntas como si fueran una cuestión epistemológica.

– Realmente no sabría decírselo, profesor. Sólo la conozco desde hace una hora.

– No puedo imaginármelo, la virginidad en una mujer a su edad. Y, sin embargo, me resulta igualmente increíble la sola idea de esas caderas de lechera rodeando a un par de cachas de fornicador.

Bebió algo más de whisky y contempló la vida sexual de Margaret Dopplemeier en silencio, con la mirada perdida en el vacío. Finalmente dijo:

– Es usted un hombre joven paciente. Ésa es una cualidad poco común.

Asentí con la cabeza.

– Me imagino que empezaremos cuando usted esté dispuesto, profesor.

– Sí, confieso que tengo una buena parte de comportamiento infantil. Es un requisito de mi edad y condición. ¿Sabe cuánto tiempo hace que no he dado una clase o escrito un artículo serio?

– Me imagino que bastante.

– Más de dos décadas. Desde entonces he estado aquí arriba dedicado a largas y solitarias temporadas de lo que supuestamente es un profunda actividad mental… en realidad, lo que hago es vaguear. Y, sin embargo, soy catedrático honorífico. ¿No cree que un sistema que tolera tal insensatez es absurdo?

– Quizá exista la sensación de que se ha ganado usted el derecho a una jubilación con todos los honores.

– ¡Bah! -hizo un gesto con la mano-. Eso suena demasiado parecido a la muerte. Jubilación con honores y los gusanos mordisqueándole ya a uno los dedos de los pies. Le quiero confesar, joven, que jamás me gané nada. Escribí sesenta y tres artículos en prestigiosas publicaciones científicas, y todos menos cinco eran pura basura. Codirigí tres libros que nadie nunca leyó y, en general, llevé una vida de niño mimado. Ha sido todo maravilloso.

Se acabó el whisky y dejó el vaso sobre la mesa con mucho estrépito.

– Me mantienen aquí por que tengo millones de dólares en un fondo libre de impuestos que mi padre me legó, y porque esperan que yo se los legue a ellos – sonrió con una mueca -. Quizá lo haga, quizá no. Tal vez lo teste todo a alguna organización de negros, o alguna otra cosa igualmente escandalosa. Un grupo que luche por los derechos de las lesbianas, quizá. ¿Existe alguna cofradía así?

– Estoy seguro que debe de haberla.

– Sí, en California sin duda. Y, hablando de esto, usted quiere hablar de Willie Yowle que está en Los Ángeles, ¿no es eso?

Repetí la historia acerca del Medical World News.

– De acuerdo -suspiró -, si insiste… Tratraré de ayudarle. Dios sabe que no entiendo el porqué alguien puede llegar a interesarse en Willie Towle, pues jamás puso el pie en este campus alguien más insípido que él. Cuando me enteré que había llegado a ser médico, me asombré mucho, nunca le pensé intelectualmente apto para una cosa tan avanzada. Naturalmente, su familia está muy enraizada en la práctica de la medicina… uno de los Towles fue el médico personal del General Grant, en la Guerra Civil, ahí tiene ya una nota de interés para su artículo, y me imagino que el conseguir a que admitieran a Willie en la Facultad de Medicina no les debió resultar muy difícil.

– Pues resultó ser luego un doctor de mucho éxito.

– Eso no me sorprende. Hay diferentes tipos de éxito: uno requiere una combinación de rasgos de personalidad que Willie desde luego poseía: perseverancia, falta de imaginación, un conservadurismo innato. Y, desde luego, un buen cuerpo recto y una cara convencionalmente atractiva es algo que tampoco va mal. Apostaría a que no fue subiendo por ser un profundo pensador científico o un investigador innovador. Sus puntos fuertes son de una naturaleza más mundana, ¿no es así?

– Tiene la reputación de ser excelente doctor -insistí-. Sus pacientes sólo cuentan cosas buenas de él.

– Sin duda les dice exactamente lo que ellos desean oír. Willie siempre fue muy bueno en esto. Muy popular: presidente de esto y de aquello. Fue estudiante mío en un curso sobre la Civilización Europea, y era un verdadero encanto. Sí, profesor, no, profesor. Siempre estaba a mano para correrme la silla… ¡Dios, como odiaba que me ayudasen! Y eso sin tener en cuenta el hecho de que casi nunca me sentaba.

Hizo una mueca al recordar aquello.

– Sí, había en él un cierto encanto banal. Y a la gente le gusta eso en sus médicos, creo que a eso le llaman buenos modales. Naturalmente los ensayos que les hacía hacer como exámenes eran muy reveladores en su caso, pues mostraba su verdadera personalidad. Predecible, exacto pero no iluminador, gramáticamente correcto, sin llegar a ser buen escritor -hizo una pausa-. No es éste el tipo de información que usted se esperaba, ¿no?

Sonreí.

– No exactamente.

– Esto no lo van a poder publicar, ¿verdad? -parecía desencantado.

– No. Me temo que se espera que el artículo sea laudatorio.

– Bravo, hurra, y todo ese bla, bla, bla; o, traduciéndolo una pura caca, ¿correcto? Qué aburrido. ¿No le aburre a usted el tener que escribir esas tonterías?

– A veces. Me ayuda a pagar las facturas.

– Sí, que arrogante ha sido por mi parte el no tomar eso en cuenta. Yo nunca tuve que pagar facturas, mis banqueros lo han hecho por mí. Siempre he tenido más dinero del que podía gastar, y eso le lleva a uno a una terrible ignorancia. Es una falta muy común entre los ricos indolentes: somos increíblemente ignorantes. Y nos casamos entre nosotros, lo que lleva a aberraciones tanto psicológicas como físicas -sonrió, se llevó una mano atrás y se palmeó la joroba -. Todo este campus es un lugar de refugio para los cachorros de los indolentes, ignorantes y intermezclados ricos. Incluyendo a su doctor Willie Towle. Él desciende de uno de los medios ambientes más opresivos que existen. ¿Lo sabía?

– ¿Por ser el hijo de un doctor?

– No, no -me recriminó como si fuera un pupilo especialmente estúpido-. Es uno de los Doscientos. ¿No ha oído hablar de ellos?

– No.

– Vaya al cajón inferior de mi escritorio y saque el mapa viejo de Seattle.

Hice lo que me decía. El mapa estaba doblado y bajo varios ejemplares de Playboy.

– Démelo – me dijo impaciente. Lo abrió y lo desplegó sobre la mesa-. Mire aquí.

Me puse junto a él. Su dedo apuntaba a un punto en el extremo norte del estrecho. A una pequeña isla con forma de diamante.

– La Isla de Brindamoor. Unos ocho kilómetros cuadrados de un terreno asombrosamente poco atractivo, sobre el que están situadas las doscientas mansiones que no tienen rival en ningún otro lugar de los Estado Unidos. Josiah Jedson edificó allí su primera mansión, que era una monstruosidad gótica… y otros como él lo imitaron. Tengo primos que residen allí… la mayor parte de nosotros tenemos algún grado de parentesco… Eso a pesar que mi padre construyó nuestra casa en tierra firme, en Windermere.

– Apenas si se la ve.

La isla era un puntito en el Pacífico.

– Y eso es lo que ellos quieren, muchacho. En muchos de los mapas antiguos la isla ni tiene nombre. Como puede imaginar, no hay acceso por tierra. El ferry hace un viaje de ida y vuelta desde el puerto, cuando el tiempo y las mareas lo permiten, y no es inusitado que durante dos o tres semanas no haya viaje alguno. Algunos de los residentes tienen aviones privados y pistas de aterrizaje en sus propiedades. La mayoría están muy contentos de permanecer en su espléndido aislamiento.

– ¿Y el doctor Towle creció allí?

– Desde luego que sí. Aunque creo que sus tierras ancestrales han sido vendidas. Era hijo único y cuando se trasladó a California no le pareció que hubiera razón alguna para seguir poseyéndolas. La mayoría de esas casas tienen mucho mayor tamaño del que debería tener una casa. Dionosaurios arquitectónicos. Escalofriantemente caras de mantener… y hoy en día incluso los Doscientos tienen que andarse con cuidado con el presupuesto. No todos tuvieron antepasados tan astutos como mi padre.

Se palmeó la tripa, autocomplaciente.

– ¿Y cree que el haber crecido en ese tipo de aislamiento pudo tener efectos sobre el doctor Towle?

– Ahora suena usted como un psicólogo, jovencito.

Sonreí.

– Contestando a su pregunta, desde luego. Los niños de los Doscientos eran un grupo insufriblemente esnob… y para lograr merecer tal calificativo en el Jedson College hay que poseer un chovinismo casi imposible de alcanzar. Era un clan, autocentrados, mimados y no demasiado brillantes. Muchos tenían familiares deformes, con problemas mentales y físicos crónicos… mi comentario acerca del casarnos entre nosotros mismos era muy en serio, y la experiencia parecía haberlos dejado insensibles y cínicos, en lugar de lo opuesto.

– Está usando usted el tiempo pasado, ¿es que ya no existen?

– Es asombroso los pocos jóvenes que hay ahora allí. Prueban lo que es el mundo exterior y se muestran muy poco dispuestos a regresar a Brindamoor… que en realidad es un lugar muy poco atractivo, a pesar de las pistas de tenis cubiertas y una cosa patética a la que llaman pomposamente club de campo.

Para mantenerme dentro de mi papel yo tenía que defender a Towle.

– Profesor, yo no conozco demasiado al doctor Towle, pero se habla muy bien de él. He hablado con él y me parece ser un hombre muy decidido, de fuerte carácter. ¿No es también posible que el crecer en el tipo de medio ambiente como ese que usted pinta en Brindamoor, le aumente a uno la fuerza de la personalidad?

El viejo me miró con desprecio.

– ¡Tonterías! Comprendo que tenga usted que adecentar su imagen, pero a mí no me va a sacar otra cosa que no sea la verdad. No había ni un solo individuo en toda aquella manada de Brindamoor. Jovencito, el néctar de la individualidad es la soledad. Y nuestro Willie Towle ni la cató.

– ¿Y por qué afirma usted eso?

– No puedo recordar el haberle visto nunca solo. Siempre iba de pandilla con otros dos tontarrones de la isla. Los tres iban muy chulos, como si fueran unos pequeños dictadores. Los Tres Cabezas de Estado, les llamaban a sus espaldas… chicos pretenciosos, muy pagados de sí mismos. Willie, Stu y Eddy.

– ¿Stu y Eddy?

– Sí, eso es lo que que he dicho: Stuart Hickle y Edwin Hayden.

Al oír mencionar esos nombres tuve un sobresalto involuntario. Luché por neutralizar mi expresión, esperando que el anciano no se hubiera fijado en mi reacción. Felizmente, así parecía, pues siguió perorando con aquella voz reseca:

– …y Hickle era un monstruito enfermizo, con un temperamento fantasmal. No decía una sola palabra que no tuviera que ser censurada por los otros dos. Hayden era un pequeño tramposo, con muy mala leche. Lo cacé copiando en un examen y trató de sobornarme para que no lo suspendiese a base de ofrecerme los servicios de una prostituta hindú de supuestos talentos exóticos…¡se imagina tamaña caradura, como si no fuera yo capaz de arreglármelas por mí mismo en los asuntos de la lujuria! Naturalmente le suspendí, y escribí una carta muy dura a sus padres. Nunca tuve respuesta… seguro que jamás la leyeron, estarían de viaje por Europa o algo así. ¿Y sabe cómo acabó? – me preguntó, retoricamente.

– No -mentí.

– Pues ahora es juez… en Los Ángeles. De hecho, creo que los tres, los gloriosos Cabezas; se fueron a vivir a Los Ángeles. Hickle es una especie de farmacéutico… quería ser doctor, igualito que Willie, y creo que incluso empezó en la Facultad de Medicina, pero era demasiado'estúpido para acabar.

Hizo una pausa.

– Un juez -repitió-. ¿Qué dice esto acerca de nuestro sistema judicial?

La información estaba llegando en cascada y, tan cual un pobre al que de repente le cae encima una aceptable herencia, no sabía cómo apañármelas con ella. Deseaba abandonar mi disfraz y arrancar hasta la última brizna de información del viejo, pero tenía que pensar en el caso… y en mis promesas a Margaret.

– Soy un malvado viejo malhablado, ¿no es cierto? – se carcajeó Van der Graaf.

– Me parece usted alguien muy perceptivo, profesor.

– ¿Oh, si? – sonrió con astucia -. ¿Alguna otra habladuría que quiera que le revele?

– Sé que el doctor Towle perdió a su mujer y a su hijo hace ya unos años. ¿Qué me puede decir de eso?

Me miró, luego volvió a llenar su vaso y dio un sorbito.

– ¿Todo eso forma parte de la historia?

– Todo eso forma parte del ir rellenando el retrato -le dije. No muy convincentemente.

– Ah, sí. Rellenándolo. Claro. Bueno, fue una tragedia, de eso no hay duda alguna y su doctor era demasiado joven para aquello. Se casó en el primer curso con una chica encantadora de una buena familia de Portland. Encantadora, pero no pertenecía al clan… los Doscientos tendían a casarse entre ellos. El casamiento fue toda una sorpresa, pero seis meses más tarde la chica dio a luz y se disiparon todas las dudas. Durante un tiempo pareció que el trío se fuera a quebrar… Hickle y Hayden hacían sus truhanerías juntos, mientras que Willie atendía a sus obligaciones como hombre casado. Luego la mujer y el hijo murieron y los Cabezas se volvieron a reunir. Supongo que es natural que un hombre busque el consuelo de sus amigos tras una pérdida como ésa.

– ¿Cómo sucedió?

Atisbo al interior de su vaso y se acabó las últimas gotas.

– La muchacha, la madre, llevaba al crío al hospital. Se había despertado con el garrotillo o alguna enfermedad así. El lugar para emergencias más cercano estaba en el Hospital Ortopédico para Niños, en la Universidad. Era de madrugada, aún a oscuras. El coche cayó por el Puente Evergreen al lago. No lo encontraron hasta ya amanecido.

– ¿Dónde estaba el doctor Towle?

– Estudiando. Haciendo una empollada para un examen. Naturalmente esto le hizo coger un gran complejo de culpabilidad, se quedó totalmente hundido. No había duda de que se culpaba a sí mismo por no haber estado allí y ahogarse él también. Ya conoce el tipo de autoflagelación que acostumbran a adoptar los enamorados fustrados.

– Un asunto trágico.

– Oh, sí. Era una chica encantadora.

– El doctor Towle tiene una foto de ella en su oficina

– Es un sentimental, ¿no?

– Supongo -bebí un poco de whisky-. ¿Comenzó a ver más a sus amigos tras la tragedia?

– Sí. Aunque, cuando le oigo usar esa palabra me doy cuenta de algo. En mi concepto de amistad viene implicada una relación de afecto, algún grado de admiración mutua. Y esos tres tenían un aspecto tan fúnebre cuando estaban juntos… no parecían disfrutar de la compañía de los otros dos. Nunca supe cuál era el nexo de unión entre ellos, pero desde luego existía. Willie se marchó a la Facultad de Medicina y Stuart le siguió. Edwin Hayden asistió a las clases de leyes en la misma universidad. Se aposentaron en la misma ciudad. Sin duda se pondrá en contacto con los otros dos para obtener citas laudatorias para su artículo. Si es que hay tal artículo.

Luché por permaner en calma.

– ¿Qué quiere decir?

– Oh, creo que ya sabe lo que quiero decir, muchacho. No le voy a pedir que me presente una identificación que pruebe que es usted lo que dice ser… de todos modos eso no probaría nada… No lo haré porque me parece usted un joven agradable e inteligente, y porque, ¿cuántos visitantes con los que pueda charlar cree que recibo? Y ya he dicho bastante.

– Le agradezco eso, profesor.

– Y vaya si tiene que hacerlo. Espero que tenga sus razones para quererme interrogar sobre Willie. Sin duda son muy aburridas y no quiero conocerlas. ¿Le he sido de alguna ayuda?

– Me ha sido de mucha ayuda -llené nuestros vasos y compartimos otro trago, sin que se cruzase conversación alguna entre nosotros.

– ¿Querría usted serme de un poco más de ayuda? -le pregunté.

– Depende.

– El doctor Towle tiene un sobrino, Timothy Kruger. Me pregunto si habrá algo de él que pueda decirme.

Van der Graaf se llevó el vaso a los labios con dedos temblorosos. Su rostro se ensombreció.

– Kruger – dijo el apellido como si fuera un insulto. – Sí.

– Primo. Primo lejano, no sobrino.

– Primo, pues.

– Kruger. Una vieja familia, prusianos hasta el último. Una poderosa familia, manejando los hilos del poder -su ironía había desaparecido y escupía las palabras con entonación mecánica-. Prusianos.

Dio unos pasos. El caminar de arácnido cesó de repente y dejó que sus manos cayeran a sus costados.

– Esto tiene que ser un asunto policial -dijo.

– ¿Por qué lo cree?

Su rostro se ennegreció con la ira y alzó un puño al aire, como un profeta hablando del día final.

– ¡No bromee conmigo, joven! ¿Qué otra cosa puede ser si tiene que ver con Timothy Kruger?

– Forma parte de una investigación criminal. No puedo entrar en más detalles.

– ¿Ah, no puede? He soltado mi lengua ante usted sin pedirle saber sus verdaderas intenciones. Hace un momento supuse que deberían ser aburridas, ahora he cambiado de opinión.

– ¿Qué es lo que hay en el apellido de Kruger que le aterra tanto, profesor?

– Maldad -afirmó-. La maldad me aterra. Dice usted que sus preguntas forman parte de una investigación criminal. ¿Cómo puedo saber de qué lado está usted?

– Trabajo con la policía, pero no soy un policía.

– ¡No soporto los acertijos! ¡Sea usted veraz o márchese! Consideré la elección.

– Margaret Dopplemeier -dije-. No quiero que ella pierda su empleo por algo que yo le pueda decir a usted.

– ¿Maggie? -resopló-. No se preocupe por ella, no tengo intención alguna de hacer saber que ella le trajo hasta mí. Es una muchacha triste y necesita algo de intriga para sazonar su vida. He hablado lo bastante con ella como para saber que se aferra a la Teoría Vital de la Conspiración. Si uno le coloca una ante la nariz, picará como una trucha lo hace con el cebo: los asesinatos de los Kennedys, los OVNIS, el cáncer, la descomposición dental… todo ello se debe a los complots de anónimos demonios. No me cabe duda de que usted se dio cuenta de ello y lo explotó en su favor.

Hizo que sonase a maquiavélico. No se lo discutí.

– No -me dijo-. No tengo ninguna intención de aplastar a Maggie. Ella ha sido una buena amiga. Aparte de esto, mi lealtad por este lugar no llega a la ceguera; detesto ciertos aspectos de este sitio… que se podría decir que es mi verdadero hogar.

– ¿Cosas como los Kruger?

– Como el medio ambiente que permite florecer a los Kruger y a los de su especie.

Se tambaleó, con la demasiado grande cabeza oscilando sobre la deforme peana.

– Usted elige, joven. O canta o se larga.

Canté.

– No hay nada en su historia que me sorprenda -me dijo-. No tenía noticia de la muerte de Stuart Hickle ni de sus tendencias sexuales, pero nada de eso me asombra. Doctor Delaware, él era un mal poeta, muy malo… y no hay nada que no pueda hacer un mal poeta.

Recordé el verso bajo el obituario dedicado a Lilah Towle en el anuario. Ahora estaba claro quién era aquel «S».

– Cuando mencionó usted a Timothy me alarmé, porque no sabía si estaba usted a sueldo de los Kruger. Y la credencial que me ha enseñado está muy bien, pero esos jueguecitos pueden ser falsificados fácilmente.

– Llame al detective Delano Hardy en la División Oeste de la Policía de Los Ángeles. Él le dirá de qué lado estoy – esperé que no me tomase al pie de la letra… ¿quién sabía que reacción podía tener Hardy?

Me miró pensativamente.

– No, eso no será necesario. Es usted un malísimo mentiroso. Creo que puedo saber de un modo intuitivo cuando está diciendo la verdad.

– Gracias.

– De nada. Desde luego lo he dicho como un cumplido.

– Hábleme de Timothy Kruger.

Se quedó parpadeante, igualito que un gnomo. Parecía el resultado del trabajo de uno de los laboratorios de efectos especiales de Hollywood.

– La primera cosa que desearía enfatizar es que la maldad de los Kruger no tiene nada que ver con el que sean ricos. Podrían haber sido unos pordioseros malvados… y me imagino que eso es lo que fueron, hace un tiempo. Y si esto suena a estar defendiéndome, lo estoy.

– Le comprendo.

– Los muy ricos no son malvados, diga lo que diga la propaganda bolchevique. Son una gente inerme… superprotegidos, reticentes, destinados a la extinción -dio un paso atrás, como retirándose de su propia predicción.

Esperé.

– Timothy Kruger -dijo al fin-, es un asesino, así de simple. El hecho de que jamás fuera detenido, juzgado y condenado no disminuye su culpabilidad ante mis ojos. La historia se remonta a siete… no, ocho años atrás. Había aquí un estudiante, un chico campesino de Idaho. Agudo como un clavo, con el tipo de un adonis. Se llamaba Saxon, Jeffrey Saxon. Vino aquí a estudiar; era el primero de su familia que acababa los estudios secundarios, y soñaba con ser escritor. Lo aceptaron por una beca de atletismo: equipo de náutica, pelota base, fútbol americano, lucha… y logró ser excelente en todo ello, al tiempo que mantenía un promedio de sobresaliente. Su especialidad era Historia y yo fui su profesor consejero, aunque para aquel entonces ya no daba clases. Tuvimos muchas charlas, aquí arriba en esta habitación. Era un placer conversar con aquel chico. Tenía un verdadero entusiasmo por la vida y una tremenda sed de conocimientos.

Una lágrima se formó en el rabillo de uno de sus caídos ojos azules.

– Perdóneme -el viejo sacó un pañuelo de lino y se secó la mejilla -. Está esto lleno de polvo, tendré que hacer que vengan los de la limpieza.

Dio un trago a su whisky y, cuando habló, su voz estaba debilitada por los recuerdos.

– Jeffrey Saxon tenía el temperamento curioso, buscador, del verdadero intelectual, doctor Delaware. Me acuerdo de la primera vez que vino aquí y vio todos estos libros. Era como un chiquitín al que dejan suelto dentro de una tienda de juguetes. Le presté mis mejores libros de anticuario… todo, desde la edición de Londres de las Crónicas de Josefus hasta tratados de antropología. Los devoraba. «Por Dios, Profesor», me decía, «se necesitarían varias vidas para aprender una pequeña fracción de lo que hay que conocer»… Esto, desde mi punto de vista, es la prueba de que uno es un intelectual, el darse cuenta de lo insignificante que es uno en relación con la masa acumulada del conocimiento humano. Suspiró.

– Los otros, naturalmente, lo consideraban un empollón, un lameculos de los profesores. Se burlaban de su ropa, de su comportamiento, de su falta de sofisticación. El me hablaba de todo eso, supongo que me había convertido en algo así como un abuelo putativo, y yo le aseguraba que él estaba destinado a frecuentar una más noble compañía que la que Jedson le podía ofrecer. De hecho le animé a que solicitase el traslado a una universidad del este: Yale, Princeton… en donde pudiera lograr un crecimiento intelectual significativo. Con sus notas y una carta de recomendación mía, podría haberlo logrado. Pero no tuvo esa oportunidad: se quedó prendado de una jovencita, una de los Doscientos, bastante guapa, pero tonta. Esto, en sí, no era un error, pues el corazón y las gónadas también han de ser satisfechos. El error fue elegir una hembra que ya era anhelada por otro.

– ¿Por Tim Kruger?

Van der Graaf asintió, con gesto dolorido.

– Esto me resulta difícil, doctor. Me trae tantos recuerdos…

– Si le resulta demasiado difícil, profesor, puedo irme ahora y volver en otro momento.

– No, no. Eso no serviría de nada -inspiró profundamente-. La cosa se convierte en un relato que parece de serial lacrimógeno: Jeffrey y Kruger estaban interesados en la misma chica y tuvieron palabras altisonantes en público. Se enardecieron los ánimos, pero pareció que todo pasaba. Jeffrey me visitó y dejó ir todo lo que llevaba dentro. Yo jugué al psicólogo aficionado: a menudo se requiere que los profesores ofrezcan apoyo emocional a sus alumnos y, debo admitirlo, vaya un trabajo que hice. Le insté a que se olvidase de la chica, conociendo de qué tipo era ella, comprendiendo muy bien que Jeffrey sería el perdedor en cualquier enfrentamiento de voluntades. Los chicos de Jedson son como palomas mensajeras que, tan predeciblemente como lo hicieron sus antepasados, volverán al nido. La chica estaba destinada a aparearse con uno de los suyos. A Jeffrey le esperaban cosas mejores, cosas más elevadas, toda una vida de oportunidades y aventuras. No quiso escucharme. Era como uno de los caballeros de los viejos tiempos, investido por la nobleza de su misión. Derrotaría al Caballero Negro, rescataría a la doncella. Puras tonterías… pero él era inocente. Un inocente. Van der Graaf hizo una pausa, perdido el aliento. Su rostro se había tornado de un pálido verdoso, y tuve miedo por su salud.

– Quizá deberíamos dejarlo por el momento -le sugerí-. Puedo volver mañana.

– ¡Ni hablar de eso! ¡No me voy a quedar aquí, en reclusión solitaria, con ese bocado venenoso atragantado en mi garganta! -se la aclaró-. Seguiré con mi relato… así que continúe ahí sentado y preste buena atención.

– De acuerdo, profesor.

– Vamos a ver, ¿dónde estaba yo? ¡Ah, sí! En lo de Jeffrey convertido en el Caballero Blanco. Chico tonto; la enemistad entre él y Timothy Kruger continuó y se fue infectando. Jeffrey fue ignorado por todos los demás, tratado como un leproso… Kruger era una de las luminarias del campus, con su posición social. Yo me convertí en el único apoyo de Jeffrey. Nuestras conversaciones cambiaron; ya no eran intercambios cerebrales, ahora estaba llevando a cabo una psicoterapia a tiempo completo… una actividad en la que me sentía muy poco a gusto, pero no creía que tuviese que abandonar al chico. Yo era lo único que él tenía. Todo culminó en un combate de lucha. Los dos chicos eran luchadores de grecorromana. Acordaron enfrentarse, a plena noche, en el gimnasio vacío, ellos dos solos para dirimir sus diferencias en un combate. Yo no soy ningún luchador, por razones obvias, pero sé que ese deporte está altamente estructurado, lleno de reglas, con unos criterios claramente definidos para conceder una victoria. A Jeffrey le gustaba justo por esa razón… estaba altamente disciplinado para alguien de su edad. Entró en ese gimnasio vivo y salió de él en camilla, con el cuello y la columna rotos, vivo únicamente en el más puro sentido vegetativo. Tres días más tarde murió.

– Y se dictaminó que su muerte se debió a un accidente – dije en voz suave.

– Ésa fue la versión oficial; Kruger afirmó que ambos se habían metido en una serie complicada de llaves y que en el consiguiente entremezclarse de torsos, brazos y piernas, Jeffrey se había hecho daño. ¿Y quién iba a discutirlo…? En las peleas de lucha ocurren accidentes. En el peor de los casos parecía tratarse de dos personas inmaduras que actúan de un modo irresponsable. Pero aquellos de nosotros que conocíamos a Timothy, que comprendíamos lo profundo de la rivalidad existente entre ellos, para nosotros aquella explicación resultaba insuficiente. La universidad tuvo buen cuidado de acallarlo todo, la policía colaboró encantada… ¿para qué meterse con los millones de los Kruger, cuando hay cientos de pobres que cometen crímenes?

Rememoró. Y luego:

– Yo fui al funeral de Jeffrey, volé a Idaho, pero antes de irme me topé con Timothy en el campus. Y pensándolo ahora, supongo que debió de hacerse el encontradizo -la boca de Van der Graaf se apretó, con sus arrugas profundizándose, como si estuvieran siendo tiradas desde dentro por hilos-. Se me acercó junto a la estatua del Fundador. «He oído que va usted de viaje, profesor», me dijo. «Sí», le contesté, «vuelo a Boise esta noche». «¿A asisitir a los últimos ritos por su alumno?», me preguntó. Tenía una expresión de absoluta inocencia en su cara, inocencia fingida… ¡Cielos, era un actor, podía manipular sus facciones a su antojo! «¿Y qué le importa a usted eso?», le pregunté. Él se inclinó al suelo, tomó una ramita seca caída de un árbol y, mostrando una sonrisa arrogante, la misma sonrisa que uno puede ver en las fotografías de los guardas de los campos de concentración mientras estaban torturando a sus víctimas, partió la ramita entre sus manos y luego la dejó caer al suelo. Después se rió. Nunca en mi vida he estado tan a punto de cometer un asesinato, doctor Delaware. Si hubiera sido más joven, más fuerte, estado adecuadamente armado, lo hubiera hecho. Tal como eran las cosas, me quedé allí de pie, sin palabras por única vez en mi vida. «Que tenga buen viaje», me dijo y, aún sonriendo, se retiró. Mi corazón latía de tal modo que me dio un mareo, pero luché por mantener el equilibrio. Cuando lo hube perdido de vista me derrumbé y lloré.

Un largo momento de silencio pasó.

Cuando me pareció lo bastante compuesto, le pregunté:

– ¿Sabe Margaret esto? ¿Sabe lo de Kruger? Asintió con la cabeza.

– Se lo he dicho. Es mi amiga.

Así que la poco apta Relaciones Públicas era, después de todo, más araña que mosca. Por alguna razón, el saber esto me alegró.

– Una cosa más: la chica… la chica por la que se pelearon. ¿Qué pasó con ella?

– ¿Y qué cree usted? -resopló, y algo del viejo vitriolo volvió a su voz -. No quiso nada con Kruger… como hicieron la mayoría de los otros. Le tenían miedo. Siguió en Jedson durante tres años más, sin distinguirse en nada, y luego se casó con un banquero inversionista, yéndose a vivir a Spokane. No me cabe duda que es una mujercita de su casa muy propia, llevando a los niñitos en coche a la escuela, comiendo con las amigas en el club, follando con el chico de los recados.

– Los despojos de la batalla -dije. Él agitó la cabeza.

– ¡Qué gran desperdicio!

Miré a mi reloj. Había estado bajo la cúpula poco más de una hora, pero me parecía mucho más. Van der Graaf me había dejado caer encima una camionada de basura durante este tiempo, pero él era un historiador, y para eso es para lo que los educan. Me sentía cansado y en tensión, y ansiaba una bocanada de aire fresco.

– Profesor -le dije-, no sé cómo agradecérselo.

– El dar un buen uso a esta información sería dar un paso en la dirección correcta -los ojos azules brillaban como fanales de gas gemelos -. Y el partir algunas ramitas por su cuenta.

– Haré todo lo que pueda -me puse en pie.

– Espero que pueda salir por sí mismo.

Lo hice.

Cuando estaba a mitad del vestíbulo, le oí gritar:

– ¡Recuérdele a Maggie lo de nuestro picnic con pizza! Sus palabras crearon ecos en las lisas y frías piedras.

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