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Entre algunas tribus primitivas existe la creencia de que, cuando uno vence a un enemigo, no es bastante con destruir toda evidencia de vida corpórea: el alma también debe de ser vencida. Esta creencia está en la base de las diversas formas de canibalismo que se sabe hayan existido, y aún existen, en muchas regiones del mundo. Uno es lo que uno come. Devora el corazón de tu víctima, y absorbes su mismo ser. Convierte en polvo su pene y trágate ese polvo y habrás adquirido su masculinidad.

Pensé en Timothy Kruger… en el chico al que había matado y cómo había asumido su identidad de luchador becario, cuanto se me describía… y unas visiones de un salvajismo machacador de huesos y burlas sangrientas se sobrepuso al idílico verdor del campus de Jedson. Aún estaba luchando para borrar esas visiones, mientras subía las escaleras del Crespi Hall.

Margaret Dopplemeier respondió a mi llamada en código con un:

– ¡Espere un segundo! -y una puerta abierta. Me dejó entrar y volvió a cerrar.

– ¿Le ha servido de ayuda Van der Graaf? -me preguntó a la ligera.

– Me lo ha contado todo acerca de Jeffrey Saxon y Tim Kruger, y también que es usted su confidente.

Enrojeció.

– No puede usted esperar que me sienta culpable por haberle engañado, cuando usted hizo lo mismo conmigo – me dijo.

– No lo espero -le aseguré-. Sólo quería que usted supiese que él confía en mí y me lo ha contado todo. Sé que usted no podía hacerlo antes de que él lo hiciera.

– Me alegra que lo entienda -dijo remilgadamente.

– Gracias por llevarme hasta él.

– Ha sido un placer para mí, Alex. Sólo deseo que dé un buen uso a esa información.

Era la segunda vez en diez minutos que había recibido esa orden. Si añadía a eso que tenía otra similar de Raquel Ochoa, se convertía en una pesada carga.

– Lo haré. ¿Tiene usted el recorte?

– Aquí está -me entregó una fotocopia. La muerte de Lilah Towle y el pequeño Willie había llegado a primera página, compartiéndola con un reportaje acerca de las bromas de las asociaciones escolares y una reimpresión de un informe de la Associated Press acerca de los peligros de fumar «porros de marihuana». Comencé a leer, pero la copia estaba borrosa y apenas si era legible. Margaret me vio forzar la vista.

– El original estaba como borrado.

– No hay problema – podía ver lo bastante del artículo como para comprobar que estaba de acuerdo con la descripción que me había hecho Van der Graaf.

– Hay otro artículo, de varios días más tarde… sobre el funeral. Éste está mejor.

Me lo entregó y lo examiné. Para ese entonces el asunto Towle ya estaba en la página seis, un puro tema de sociales. La narración de la ceremonia era relamida y llena de nombres metidos con calzador. Una foto que había abajo atrajo mi atención.

Towle dirigía el cortejo de los asistentes al duelo, desaliñado y hosco, con las manos cruzadas por delante. A un lado estaba un más joven, pero ya con cara de sapo, Edwin Hayden. Al otro, un poco hacia atrás, se veía una alta figura. No había forma de equivocar la identidad de aquel acompañante.

Era el Reverendo Augustus McCaffrey, en una época más juvenil.

Doblé ambos papeles y me los metí en el bolsillo de la chaqueta.

– Llame a Van der Graff -pedí.

– Es un anciano. ¿No cree que ya lo ha interrogado bastan…?

– Usted llámelo -la corté-. Si no lo hace volveré allí en persona.

Parpadeó ante lo abrupto de mi tono, pero marcó en el teléfono.

Cuando logró la conexión, dijo:

– Lamento molestarle, profesor, pero es él de nuevo – escuchó, me lanzó una mirada poco feliz y me entregó el aparato, manteniéndolo tan lejos como le llegaba el brazo.

– Gracias -le dije con tono suave, y luego, por el teléfono-: Profesor, tengo que hacerle una pregunta acerca de otro alumno. Es importante.

– Adelante. Lo único que ocupaba mi atención en este momento es la Playmate de Noviembre de 1973. ¿De quién se trata?

– Augustus McCaffrey… ¿También él era amigo de Towle? Hubo un silencio al otro extremo, y luego el sonido de risas.

– ¡Vaya por Dios! ¡Ésta sí que es buena! ¡Gus McCaffrey, estudiante de Jedson! ¡Y que la mierda le haya salpicado también a él! -rió algo más y pasó algún tiempo antes de que pudiera recuperar el aliento-. ¡Por la Santísima Virgen, no, hombre, no! ¡Nunca estudió aquí!

– Tengo aquí una foto que lo muestra en el funeral de la señora Towle…

– Tenga usted lo que tenga, él no era estudiante. Gus McCaffrey era, creo que ahora les llaman ingenieros de mantenimiento… Gus era el encargado de la limpieza. Barría los dormitorios, sacaba los cubos de la basura y este tipo de cosas.

– ¿Y qué estaba haciendo en el funeral? Parece estar justo detrás de Towle, preparado para sostenerle si se desmayaba.

– No me sorprende. Al principio era un empleado de la familia Hickle, que tenía una de las mansiones más grandes de Brindamoor. Los sirvientes de la familia llegan a compenetrarse mucho con sus amos… creo que Stuart se lo trajo a Jedson cuando empezó sus clases aquí. Y al fin logró alcanzar algún tipo de grado dentro de los que se encargaban de la limpieza, supervisor o algo similar. El salir de Brindamoor debió de ser una excelente oportunidad para él. ¿Qué es lo que anda haciendo ahora el gran Gus?

– Es ministro religioso… y el director de ese asilo para niños del que le he hablado.

– Ya veo. Sacando fuera la basura del Señor, por así decirlo.

– Por así decirlo. ¿Puede usted decirme algo más de él?

– Honestamente no puedo. Sucede que yo no tenía contactos con los empleados que no formaban parte del profesorado… existe una tendencia, que uno adquiere con el paso del tiempo, a pretender que son invisibles. Lo que sí recuerdo es que era un bruto enorme. Desaliñado, parecía bastante fuerte, quizá fuera inteligente… desde luego la información que usted me da apunta en esa dirección, y yo no soy ningún darwinista social que sienta la necesidad de disputar eso. Pero esto es realmente todo lo que puedo decirle de él. Lo lamento.

– No lo lamente. Una última cosa: ¿dónde puedo conseguir un mapa de la Isla de Brindamoor?

– Que yo sepa no hay ninguno, como no sea el del Archivo del Condado… un momento, una de mis estudiantes hizo una tesina sobre la historia del lugar, que incluía un mapa residencial. No tengo ninguna copia, pero supongo que estará guardada en la biblioteca, en la sección de las tesis. El nombre de la estudiante era… déjeme pensar… ¿Church? No, era algo de naturaleza religiosa, pero no era iglesia… era capellán. Eso es, Chaplain. Gretchen Chaplain. Busque en la C y la encontrará.

– Gracias de nuevo, profesor. Adiós.

– Adiós.

Margaret Dopplemeier estaba sentada en su escritorio, mirándome de mala manera.

– Lamento haber sido tan desagradable -le dije-. Era muy importante.

– De acuerdo -aceptó ella-. Sólo sucede que creo que debería haberse mostrado usted algo más educado, en vista de lo que he hecho por usted.

La mirada posesiva se deslizó hacia sus ojos como lo hace una pitón hacia una charca.

– Tiene usted razón, debería de haber sido más educado. No la molestaré más -me puse en pie-. Muchas gracias por todo.

Tendí mi mano y, cuando ella extendió la suya de mala gana, la tomé.

– Realmente lo que he conseguido aquí ha sido gracias a usted.

– Es bueno saberlo. ¿Cuánto tiempo se quedará por aquí?

Suavemente solté mi mano.

– No mucho -retrocedí, sonreí y, al fin, puse mi mano sobre la manecilla de la puerta y empujé -. Que le vaya muy bien, Margaret. Disfrute de las moras.

Iba a decir algo, pero luego se lo pensó mejor. La dejé en pie tras el escritorio, con un círculo de puntita de la lengua visible en la comisura de su poco atractiva boca, buscando el sabor a algo.


La biblioteca era adecuadamente austera y muy respetablemente atiborrada con libros y revistas, sobre todo tratándose de una universidad del tamaño de Jedson. La sala principal era una catedral de mármol tapizada con grueso terciopelo rojo e iluminada por ventanas descomunales colocadas a tres metros de distancia unas de otras. Estaba repleta de mesas de lectura en arce, lámparas con pantallas de color verde, sillones de cuero. Lo único que faltaba era gente que leyera los augustos volúmenes que empapelaban las paredes.

El bibliotecario era un joven afeminado con el cabello cortado muy corto y un bigote como trazado a lápiz. Su camisa era a cuadros roja y su corbata amarilla de punto. Estaba sentado tras la mesa de las referencias, leyendo un ejemplar reciente de la revista Artforum. Cuando le pregunté dónde estaba la sección de las tesis, alzó la vista con la atónita expresión de un ermitaño que observa cómo alguien penetra en su cubil.

– Allí – dijo lánguidamente, y señaló a un punto en el extremo sur de la sala.

Había un fichero en madera y en él hallé listada la tesina de Gretchen Chaplain. El título de su obra magna era Brindamoor: Historia y Geografía de la Isla.

Las tesis de Frederick Chalmers y O. Winston Chastain se hallaban presentes, pero el correcto lugar de la de Gretchen, entre esas dos, estaba vacío. Comprobé y volví a comprobar por su numeración de archivo, pero fue un ritual sin resultado: el estudio sobre Brindamoor había desaparecido.

Regresé con el Camisa Roja y tuve que aclararme la garganta por dos veces antes de que lograse arrancarlo de un artículo sobre Billy Al Bengston.

– ¿Si?

– Estoy buscando una tesis específica y no logro hallarla.

– ¿Ha comprobado la ficha, para asegurarse de que esté adecuadamente listada?

– La tarjeta está, pero la tesis no.

– ¡Qué infortunio! Supongo que deben de habérsela llevado.

– ¿Podría comprobarme eso, por favor?

Suspiró y tardó demasiado tiempo en levantarse de su sillón.

– ¿Cuál es el nombre del autor?

Le di la información necesaria y él se fue tras la mesa de las referencias con expresión dolida. Le seguí.

– La Isla de Brindamoor… un sitio muy aburrido. ¿Por qué quiere usted saber algo de allí?

– Soy un profesor de la Universidad de California en Los Angeles de visita aquí y esto forma parte de mi investigación. No sabía que tuviera que explicar para qué la quiero.

– ¡Oh, no ha de hacerlo! -dijo él, rápidamente, y hundió la nariz en un montón de fichas. Levantó una porción de las cartulinas y las fue barajando como si fuera un profesional de los casinos de Las Vegas. Al fin dijo-: ¡Aquí está! Esa tesis se la llevaron hace seis meses… uy, hace tiempo que la hubieran tenido que devolver, ¿no?

Tomé la ficha. Bien poca atención había sido prestada a la obra maestra de Gretchen. Antes de la última vez que la retirasen, hacía medio año, no había sido pedida desde 1954, en que lo había hecho la propia Gretchen. Probablemente se la quería enseñar a los retoños: Mami fue una escritora en otro tiempo, cariños…

– A veces nos retrasamos en pedir las publicaciones que se han llevado a casa. Me ocuparé de esto, profesor. ¿Quién ha sido el último que se la ha llevado?

Miré la firma y se lo dije. Y mientras el nombre salía de mi boca mi cerebro estaba procesando la información. Para cuando se hubieron disuelto las dos palabras, sabía que mi misión no estaría completa sin un viaje a la isla.

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