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Mi vida había sido frenética desde la adolescencia: estudiante de sobresaliente para arriba, había entrado en la universidad a los dieciséis, pagándome los estudios trabajando de guitarrista, y había logrado un doctorado en la Universidad de California de Los Ángeles en Psicología Clínica, a la edad de veinticuatro. Había aceptado entrar como interno al norte, en el Instituto Langley Porter, y luego había regresado a Los Ángeles a completar un curso postdoctoral en el Centro Médico Pediátrico del Oeste. Acabado ya mi entrenamiento había conseguido un puesto en el cuadro médico del hospital y simultáneamente un puesto como profesor en la Facultad de Medicina afiliada al Centro Médico. Había visitado a montones de pacientes y publicado montones de artículos científicos.

A los veintiocho era ayudante de cátedra de Pediatría y Psicología y director de un programa de apoyo a los jóvenes enfermos. Tenía un título demasiado largo como para que mis secretarias pudieran memorizarlo y no dejaba de publicar artículos, construyéndome una torre de papel en cuyo interior vivía yo: estudios de casos, experimentos controlados, prospecciones, monografías, capítulos de libros de texto y un esotérico volumen, del que era autor en solitario, acerca de los efectos psicológicos de las enfermedades crónicas en los niños.

Mi estatus era exaltado, la paga no tanto. Empecé a hacer horas extra, buscándome pacientes privados en un consultorio realquilado a un analista de Beverly Hills. El número de mis pacientes fue en incremento, hasta que me encontré trabajando sesenta horas a la semana y corriendo entre el hospital y la consulta como una hormiga obrera enloquecida.

Entré en el mundo de los que estafan en los impuestos tras descubrir que, sin algunos olvidos y triquiñuelas legales, iba a estarle pagando a Hacienda más de lo que yo consideraba un buen sueldo anual. Contraté y despedí contables, compré terrenos en California, antes del boom y los vendí con unos beneficios de escándalo, comprando más. Me convertí en propietario de una casa de apartamentos que yo mismo controlaba: otras cinco a diez horas a la semana. Mantenía a un batallón de personal de servicios: jardineros, fontaneros, pintores y electricistas. Recibía montones de calendarios de Navidad.

A la edad de treinta y dos años llevaba un régimen de trabajo ininterrumpido que me tenía al borde de la extenuación, agarrando unas pocas horas de nervioso sueño de vez en cuando y levantándome para trabajar un poco más. Me dejé barba, para ahorrarme los cinco minutos del afeitado por las mañanas. Cuando me acordaba de comer, era comida de las máquinas expendedoras del hospital y la tragaba apresuradamente, mientras corría por los pasillos, con la bata blanca ondeando al viento, el bloc de notas en una mano, cual si fuera un increíble loco de la velocidad. Era un hombre poseído por una misión… aunque fuera una misión totalmente estúpida.

Era un hombre de éxito

En una vida como ésa, quedaba bien poco tiempo para el romance. Tuve alguna que otra relación carnal, frenética y sin significado, con enfermeras, doctoras internas, estudiantes graduadas y trabajadoras sociales. Sin olvidar a la secretaria cuarentona, de estupendas piernas, que, si me hubiera parado a pensar, me hubiera dado cuenta que no era mi tipo, que me cautivó durante veinte minutos de estremecimientos tras las estanterías repletas de archivadores del almacén de historiales clínicos.

De día eran reuniones de comité, trabajo burocrático, tratar de solucionar los pequeños enfrentamientos del equipo y más papeleo. Por la noche era enfrentarse con la marea de quejas paternas a las que llega a acostumbrarse el terapeuta infantil y dar ayuda y aliento a los pequeños atrapados en el fuego cruzado.

En mi tiempo libre recibía las quejas de los inquilinos, hojeaba el Wall Street Journal para medir mis pérdidas y ganancias y me abría paso entre montañas de cartas, la mayor parte de ellas de tipos de buen traje y sempiterna sonrisa que, al parecer, tenían el método infalible para hacerme rico. Fui nombrado Joven Excepcional, por una gente que, al parecer, lo que buscaban era venderme por cien dólares su directorio, encuadernado en piel, de los otros individuos similarmente honrados. A mitad del día había momentos en los que, de repente, me resultaba difícil respirar, pero no hacía caso de aquello: estaba demasiado ocupado como para poder dedicarme a la introspección.

En este remolino entró Stuart Hickle.

Hickle era un hombre silencioso, un técnico de laboratorio jubilado. Tenía todo el aspecto del vecino amable de las comedias costumbristas: alto, algo encorvado, cincuentón, amante de los jerseys gruesos y las pipas. Sus gafas de carey grueso colgadas de lo alto de una delgada y respingona nariz protegían unos ojos amables, del color del agua sucia. Tenía una sonrisa benigna y modales avunculares.

También tenía un apetito malsano por manosear las partes más privadas de los niños.

Cuando la policía logró por fin cazarlo, confiscaron unas quinientas fotos en color de Hickle haciendo de las suyas con docenas de niños y niñas de dos, tres, cuatro y cinco años; blancos, negros, hispánicos. No tenía manías en cuestiones de sexo o raza. Sólo le interesaban la edad y la imposibilidad de defenderse.

Cuando vi las fotos lo que me impresionó no fue su crudeza gráfica, a pesar de que eso ya resultaba suficientemente repulsivo. Fue la mirada en los ojos de los niños… una vulnerabilidad aterrada y, sin embargo, consciente. Era una mirada que decía: sé que esto está mal, ¿por qué me está sucediendo a mí? La mirada estaba en todas y cada una de las fotos, hasta en los ojos de las víctimas más pequeñas.

Era una personificación de la violación.

Me dio pesadillas.

Hickle tenía un acceso privilegiado a los pequeños. Su esposa, una huérfana coreana a la que había conocido cuando era soldado en Seúl, tenía un jardín de infancia muy concurrido, en el elegante barrio de Brentwood.

El Rincón de Kim tenía una sólida reputación como el mejor lugar en el que dejar a tus crios cuando uno tenía trabajo, o diversión, o, simplemente, quería estar solo. Cuando estalló el escándalo ya llevaba en funcionamiento desde hacía una década y, a pesar de las pruebas, hubo mucha gente que rehusó creer que la guardería hubiera servido como paraíso para los rituales pedofílicos de alguien.

El jardín de infancia había estado situado en un lugar muy alegre, ocupando una gran casa de dos pisos en una calle tranquila y residencial, no muy lejos de la universidad. En su último año cuidaba de unos cuarenta niños, la mayoría de ellos de familias de buena posición. La mayor parte de los niños al cuidado de Kim Hickle eran muy pequeñitos, porque ella era una de las pocas encargadas de guardería que aceptaba niños que aún no supieran hacer sus necesidades por sí solos.

La casa tenía un sótano -cosa rara en una zona con terremotos- y la policía había pasado mucho tiempo en aquella sala húmeda y cavernosa. Allí habían encontrado un viejo camastro militar, una nevera, un lavabo herrumbroso y cinco mil dólares en equipo fotográfico. El camastro mereció un escrutinio más a fondo, pues sirvió como base de una buena serie de fascinantes pruebas forenses sobre cabellos, sangre, sudor y semen.

La prensa se ocupó del caso Hickle con predecible interés. Aquél era un caso con mucho jugo, que incidía sobre los miedos primigenios de cualquiera, trayendo memorias del hombre del saco y los demás monstruos de cualquier niñez. Las noticias de la tarde de la tele habían tenido como protagonista a Kim Hickle huyendo de una muchedumbre de periodistas, con las manos sobre la cara. Clamaba su inocencia, su ignorancia. No había prueba alguna de complicidad, así que le cerraron la guardería, le revocaron la licencia y la dejaron estar. Ella puso una demanda de divorcio y partió con destino desconocido.

Yo tenía mis dudas acerca de su inocencia. Había visto bastantes de aquellos casos como para no saber que las esposas de los que molestan a los niños a menudo juegan un papel, explícito u oculto, en el montaje de aquellas sucias acciones. Habitualmente se trataba de mujeres que consideraban el acto sexual y la intimidad física como algo aborrecible y, con el fin de liberarse de sus tareas conyugales, acostumbraban a ayudar a sus hombres a hallar un sustituto. Podía incluso llegar a ser una parodia cruel de aquellos chistes sobre harenes… yo había visto un caso en el que el padre se había estado llevando a la cama, de modo regular, a tres de sus hijas, con mami llevando el control de la rotación.

También me resultaba difícil creer que Kim Hickle estuviera jugando arriba al Lego con los niños, sin enterarse de que abajo estaba Stuart molestándoles. No obstante, ellos la dejaron marchar.

En cuanto a Hickle, lo echaron a los lobos. Las cámaras de la televisión no se perdieron ni una sola imagen.

Hubo montones de interrupciones en el programa habitual para dar las últimas noticias del caso, repletas de entrevistas con los más charlatanes de mis colegas, y varios editoriales acerca de los derechos de los niños.

La palabrería duró dos semanas, luego la historia perdió atractivo y fue sustituida por la información de otras atrocidades, pues no faltan las historias poco agradables en Los Ángeles. La ciudad pare fealdad como un insecto predador pare sus larvas ensangrentadas.

A mí me consultaron en relación con el caso, a las tres semanas de la detención. Ahora la historia ya estaba en las páginas de atrás de los periódicos y alguien pensó al fin en las víctimas.

Las víctimas estaban pasando por un verdadero infierno.

Los niños se despertaban gritando en medio de la noche. Bebés que ya habían aprendido a hacer sus necesidades comenzaron de nuevo a cagarse encima. Niños que antes eran modositos y bien educados empezaron a pegar, morder y dar patadas sin provocación alguna. Y se daban muchos dolores de tripa y síntomas físicos ambiguos, así como los clásicos síntomas de la depresión: pérdida del apetito, inquietud, ensimismamiento, sensación de no valer nada.

Los padres estaban sumidos en un sentimiento de culpa y vergüenza, viendo o imaginando las miradas acusadoras de los familiares y amigos. Esposos y esposas se culpaban unos a otros. Algunos de ellos malcriaban a los niños agredidos, a base de mimarlos, incrementando así la inseguridad de sus hijos y molestando a sus hermanos. Más tarde, algunos de estos hermanos y hermanas llegaron a admitir haber deseado que también los hubieran molestado a ellos, con el fin de haber sido así merecedores del tratamiento especial. Luego, se habían sentido culpables por haber pensado en aquellas cosas.

Familias enteras se estaban viniendo abajo, aunque buena parte de su sufrimiento quedaba oscurecido por el ansia de sangre que el público mostraba en el caso, pidiendo la cabeza de Hickle. Y las familias podrían haber quedado para siempre en la oscuridad, hundidas en su confusión, culpa y miedo, de no haber sido por el hecho de que la tía abuela de una de las víctimas era una filántropa, miembro del Comité del Centro Médico Pediátrico del Oeste. La señora no dudó en preguntar, tan alto como le fue posible, por qué infiernos no estaba haciendo nada al respecto el hospital y que, en cualquier caso, dónde estaba el sentimiento de servicio al público de la institución. El presidente del Comité había aceptado la sugerencia de inmediato, viendo en ello la oportunidad de lograr una buena cobertura de su actuación por parte de la prensa. La última historia publicada sobre el Centro Médico había sido acerca de la aparición de salmonella en la ensalada de col de la cafetería, así que un poco de buena publicidad iba a ser bien recibida.

El director médico mandó una nota de prensa anunciando un programa de rehabilitación psicológica para las víctimas de Stuart Hickle, conmigo como terapeuta. La primera noticia que tuve de mi nombramiento fue cuando lo leí en el Times.

Cuando a la mañana siguiente llegué a su oficina, me hicieron pasar de inmediato. El director, un cirujano pediatra que llevaba ya veinte años sin operar y que había adquirido la untuosidad del burócrata bien alimentado, estaba sentado, sonriente, tras un reluciente escritorio del tamaño de un campo de hockey.

– ¿Qué es lo que pasa, Henry? -le dije, blandiendo el periódico.

– Siéntate, Alex. Estaba a punto de llamarte. El Comité decidió que eras perfecto, pluscuamperfecto, para este trabajo. Es un caso que requiere urgencia.

– Me halagan.

– El Comité recordó el maravilloso trabajo que llevaste a cabo con los Browning.

– Los Brownell.

– Sí, los comosellamen.

Los cinco niños de la familia Brownell habían sobrevivido al accidente de una avioneta que se había estrellado en las sierras y en el que habían muerto sus padres. Habían sufrido traumas físicos y psíquicos… expuestos a los elementos, medio muertos de hambre, amnésicos, mudos. Había trabajado con ellos durante dos meses y los papeles se habían enterado de la historia.

– ¿Sabes, Alex? -me estaba diciendo el director-. A veces, en medio de los trabajos por tratar de sintetizar la alta tecnología y en medio del pleno heroísmo que es tan fundamental a buena parte de la moderna medicina, resulta que uno pierde de vista el factor humano.

Era un perfecto pequeño discurso. Esperaba que recordase aquello cuando llegase el momento de preparar los presupuestos para el próximo año.

Siguió haciéndome la pelota, hablando de la necesidad de que el hospital estuviera «a la vanguardia de las empresas humanitarias», luego sonrió y se inclinó hacia adelante.

– Además, me imagino que hay una buena posibilidad de realizar investigaciones en este caso… digamos que te puede dar al menos para un par de artículos, a publicar en junio.

Junio era cuando me presentaba a oposiciones para obtener mi propia cátedra. Y el director estaba en el Comité de Selección de la Facultad de Medicina.

– Henry, tengo la impresión de que estás apelando a mis más bajos instintos.

– ¡Jamás se me ocurriría tal cosa! -me guiñó el ojo en plan cómplice-. Nuestro principal interés se halla en ayudar a esos pobres, pobres niños.

Agitó la cabeza.

– Es un asunto realmente repugnante. A ese hombre habría que castrarlo. Pura justicia de cirujano.

Me volqué, con mi acostumbrada monomanía, en el planteamiento del programa de tratamiento. Recibí permiso para llevar a cabo las sesiones de terapia en mi consulta privada, tras prometer que el Centro Médico se llevaría todos los honores.

Mi objetivo era lograr que las familias expresasen todos los sentimientos que habían mantenido bajo llave desde que habían salido a la luz los rituales subterráneos de Hickle, y ayudarles a compartir unos con otros esos sentimientos, con el fin de que vieran que no estaban solos. La terapia estaba pensada como un programa intensivo de seis semanas, usando grupos: los padres, los niños, sus hermanos y múltiples familias, así como tantas sesiones individuales cual fueran precisas. El ochenta por ciento de las familias se apuntaron y ni una sola lo dejó correr. Nos encontrábamos por la noche en mi consulta de Wilshire, cuando el edificio estaba vacío y silencioso.

Había noches en las que salía de las sesiones física y emocionalmente depleto, tras oír cómo la angustia fluía cual sangre de una herida abierta. Que nadie se atreva a decir lo contrario: la psicoterapia es una de las tareas más agotadoras que conozca la Humanidad. Yo he llevado a cabo toda clase de trabajos, desde recolectar zanahorias bajo el ardiente sol hasta sentarme en comités nacionales en lujosas salas de juntas, y no hay nada que pueda compararse al enfrentarse con la miseria humana, hora tras hora, y tener la responsabilidad de aliviar esa miseria usando únicamente tu mente y tu palabra. En sus mejores momentos es tremendamente animador, cuando ves que tu paciente se abre, respira, deja atrás el dolor. En los peores momentos es como hacer el surf en una letrina, luchando por mantener el equilibrio mientras te golpea ola tras pútrida ola.

El tratamiento funcionó. Los ojos de los niños volvieron a brillar. Las familias se tendieron las manos y se ayudaron unas a otras. Gradualmente, mi papel fue disminuyendo hasta el de simple observador.

Unos pocos días antes de la última sesión recibí una llamada de un periodista del National Medical News, una de esas revistas médicas que les regalan a los doctores y éstos dejan en sus salitas de espera. Su nombre era Bill Roberts, estaba en la ciudad y quería entrevistarme. El artículo estaría destinado a los pediatras, para alertarles acerca del problema de los abusos sexuales a los niños. Me pareció una causa notable y acepté hablar con él.

Eran las siete treinta de la tarde cuando saqué mi coche del parking del hospital y me dirigí hacia el oeste. No había mucho tráfico y llegué a la torre de granito negro y cristal que albergaba mi consulta hacia las ocho. Aparqué en el garaje subterráneo, atravesé las dobles puertas de cristal para entrar en un vestíbulo que estaba en silencio, si no contamos la música ambiental, y subí en el ascensor hasta el sexto piso. Se abrieron las puertas, fui pasillo abajo, giré la esquina y me detuve.

No había nadie esperándome, lo que no era muy habitual, pues siempre había comprobado que los periodistas son muy puntuales.

Me acerqué a la puerta de mi oficina y vi cómo un estilete de luz rasgaba diagonalmente el suelo. La puerta estaba entreabierta, quizá un par de centímetros. Me pregunté si el equipo nocturno de limpieza habría dejado entrar a Roberts. Si era así tendría una charla con el encargado del edificio acerca de esa ruptura de las medidas de seguridad.

Cuando llegué hasta la puerta supe que algo andaba mal. Había raspaduras alrededor de la manecilla y virutas de metal sobre la alfombrilla. Y sin embargo, como si estuviera siguiendo lo escrito en un guión, entré.

– ¿Señor Roberts?

La sala de espera estaba vacía. Entré en la consulta propiamente dicha. El hombre que estaba en mi sofá no era Bill Roberts. Jamás me lo habían presentado, pero le conocía muy bien.

Stuart Hickle estaba desplomado sobre los blandos cojines de algodón. Su cabeza -lo que quedaba de ella – estaba apoyada contra la pared, con los ojos mirando ausentes al techo. Sus piernas estaban espasmódicamente abiertas. Una mano estaba apoyada sobre un punto húmedo de su bajo vientre. Había tenido una erección. Las venas de su cuello se erguían en bajorrelieve. Su otra mano yacía inerte sobre su pecho; con un dedo engarfiado alrededor del gatillo de una fea pequeña pistola de acero azulado. El arma colgaba, con la culata hacia abajo y la boca del cañón a un par de centímetros de la abierta boca de Hickle. En la pared, tras su cabeza, había pedazos de cerebro, hueso y sangre. Una mancha escarlata decoraba el estampado verde suave del empapelado como si fuera la marca dejada por la mano de un niño. Más escarlata caía de la nariz, las orejas y la boca. La habitación olía a petardos y desechos humanos. Marqué en el teléfono.

El veredicto del forense fue muerte por suicidio. La versión final era algo así como esto: Desde su detención, Hickle había estado muy deprimido e, incapaz de soportar la humillación pública, había elegido la escapatoria de los samuráis. Había sido él quien, como Bill Roberts, había quedado citado conmigo, quien había forzado la cerradura y se había saltado la tapa de los sesos. Cuando la policía me había hecho escuchar grabaciones de su confesión, la voz me había resultado similar a la de «Roberts»… o, al menos, lo bastante parecida como para impedirme decir que no se semejaban.

En cuanto al porqué había elegido mi oficina para su canto del cisne, fue algo para lo que mis colegas comecocos consultados tuvieron una pronta respuesta: Debido a mi papel como terapeuta de las víctimas, yo era una figura paterna simbólica, que estaba deshaciendo el daño que él había perpetrado. Su muerte era un gesto, igualmente simbólico, de arrepentimiento.

Fin.

Pero incluso los suicidios -especialmente aquéllos que están conectados con casos criminales en curso – tienen que ser investigados, atados los cabos sueltos y allí se inició un pásale- a- otro- ese- muerto entre el Departamento de Policía de Beverly Hills y el de Los Ángeles. Beverly Hills aceptaba que el suicidio había tenido lugar en su propio campo, pero afirmaba que era una simple extensión de los crímenes anteriores… que habían sucedido en el territorio de Los Ángeles Oeste. Gol. A Los Ángeles Oeste le hubiera encantado devolver la pelota, pero el caso aún estaba en los papeles y lo que menos le hubiera gustado al Departamento hubiera sido un artículo sobre el incumplimiento de los deberes propios.

Así que la china le tocó a Los Ángeles Oeste. Especialmente le tocó al detective de Homicidios Milo Bernard Sturgis.

No empecé a tener problemas sino hasta una semana después de encontrarme con el cadáver de Hickle, lo cual es un retraso normal, porque yo me estaba negando a aceptar todo aquello y, además, estaba más que un poco atontado. Y puesto que, como psicólogo, se suponía que yo era capaz de enfrentarme con tales cosas, a nadie se le ocurrió preocuparse por mi estado de salud.

Me mantuve bajo control cuando estuve con los niños y sus familias, presentándoles una fachada que era tranquila, conocedora y aceptante. Parecía bajo control. En la terapia nos enfrentamos con la muerte de Hickle, con un énfasis respecto a ellos. A cómo estaban sobrellevándolo ellos.

La última sesión fue una fiesta durante la cual las familias me dieron las gracias, me abrazaron y me entregaron una reproducción enmarcada de la pintura de Braggs, El psicólogo. Fue una buena fiesta, con muchas risas y mucha suciedad en la alfombra, mientras se alegraban del estar mejor y, en parte, de la muerte de su atormentador.

Llegué a casa sobre la medianoche y me arrastré entre las sábanas sintiéndome vacío, frío e inerme, como un niño huérfano en un camino vacío. A la mañana siguiente empezaron los síntomas.

Estaba cada vez más inquieto y me costaba concentrarme. Las ocasiones en que me costaba respirar fueron incrementándose e intensificándose. Sin motivo alguno fui estando más y más ansioso, tenía una continua sensación de mariposeo en mi estómago, y sufría premoniciones de muerte.

Los pacientes comenzaron a preguntarme si me sentía bien. En este punto debía estar clara y visiblemente perturbado, pues se necesita de algo muy fuerte para apartar la atención de un paciente de sí mismo.

Tenía los bastantes estudios como para saber lo que me estaba sucediendo, pero no la suficiente introspección como para darle un sentido.

No había sido el hallar el cadáver, pues estaba acostumbrado a acontecimientos sobrecogedores, pero el hallazgo del cuerpo de Hickle había sido el catalizador que me había hundido en una crisis de grandes proporciones. Contemplando ahora las cosas con perspectiva, puedo ver que el haber tratado a sus víctimas me había permitido abandonar la loca carrera en que había estado metido durante seis semanas y que el final del tratamiento me había dejado con el tiempo suficiente como para dedicarme al peligroso pasatiempo de la auto evaluación. Y no me había gustado lo que había descubierto.

Estaba solo, aislado, sin ningún verdadero amigo en todo el mundo. Durante casi una década, con los únicos humanos con los que me había relacionado había sido con mis pacientes y, por definición, los pacientes toman de uno, no le dan.

La sensación de soledad llegó a hacerse dolorosa. Me fui hundiendo en mí mismo y me deprimí profundamente. Me excusé en el hospital por enfermedad, anulé las visitas de mis pacientes privados y pasé días en cama, mirando los seriales de la televisión.

El sonido y las luces de la televisión fluían sobre mí como alguna repugnante droga paralizadora, atontándome, pero no curándome.

Comía poco y dormía demasiado, me sentía pesado, débil e inútil. Mantenía el teléfono descolgado y no salía de la casa más que para meter las cartas con propaganda dentro y volver a retirarme a mi soledad.

En el octavo día de mi existencia fúnebre apareció en la puerta Milo, queriendo hacerme algunas preguntas. Llevaba un bloc de notas en la mano, tal cual un analista. Sólo que no tenía aspecto de analista: un tipo grande, algo encorvado, de pelo descuidado y ropa arrugada.

– ¿El doctor Alex Delaware? -preguntó, mostrándome su placa.

Sí.

Se presentó y me miró. Estaba vestido con una bata vieja color amarillo. Mi descuidada barba había adquirido proporciones rabínicas y mi cabello parecía un estropajo electrificado. A pesar de las trece horas de sueño me notaba y me comportaba como adormilado.

– Espero no molestarle, doctor. En su oficina me dieron su número particular, pero parece tener el teléfono estropeado.

Le dejé entrar y se sentó, dando una ojeada al lugar. Montones muy altos de correspondencia sin abrir llenaban la mesa del comedor. La casa estaba a oscuras, con las cortinas corridas, y olía a rancio. En la tele se veía un serial lacrimógeno.

Apoyó el bloc en una rodilla y me dijo que las preguntas eran pura formalidad, parte de la investigación del forense. Luego hizo que reviviera la noche en que encontré el cadáver, interrumpiéndome para aclarar un punto, raspando, apuntando, tomando notas y mirándome. Era todo tediosamente según el procedimiento y, a menudo, mi mente divagaba, de modo que tenía que repetirme las preguntas. A veces yo hablaba tan bajo que él tenía que decirme que le repitiese mi respuesta.

Al cabo de veinte minutos me dijo:

– ¿Se encuentra usted bien, doctor?

– Muy bien -sin convencimiento.

– De acuerdo -meneó la cabeza, me hizo algunas preguntas más y luego bajó el lápiz y rió nervioso.

– ¿Sabe? Me encuentro un tanto raro preguntándole a un doctor cómo se siente.

– No tiene importancia.

Volvió a hacerme preguntas y, aun a través de mi embotamiento, pude ver que tenía una técnica curiosa: saltaba de tópico en tópico sin una aparente línea de investigación. Eso me desequilibraba y me ponía más en guardia.

– ¿Es usted ayudante de cátedra en la Escuela de Medicina?

– Sí.

– Es usted muy joven para serlo, ¿no?

– Tengo treinta y dos. Empecé pronto.

– Aja. ¿Cuántos chicos había en el programa de tratamiento?

– Sobre unos treinta.

– ¿Y padres?

– Quizá diez, once parejas, y media docena de desparejados.

– ¿Se habló del señor Hickle durante el tratamiento?

– Eso es confidencial.

– Claro, señor.

– Usted llevó a cabo ese tratamiento como parte de su trabajo en… -consultó sus notas-… el Hospital Pediátrico del Oeste.

– Fue un trabajo voluntario, en asociación con el hospital.

– ¿No le pagaron por hacerlo?

– Continué recibiendo mi sueldo y el hospital me relevó de todas mis otras tareas.

– ¿Había también padres en el grupo de tratamiento?

– Sí -creía haberlo mencionado.

– Supongo que algunos de ellos estaban muy irritados contra el señor Hickle.

El señor Hickle. Sólo un policía podía ser tan artificialmente educado como para llamar señor a un difunto pervertido. Claro que entre ellos usaban otro vocabulario, supongo. Una insoportable educación es un modo de mantener una barrera infranqueable entre el civil y el policía.

– Eso es confidencial, detective.

Sonrió, como para decirme: no puede culparme por haberlo intentado y garrapateó en su bloc.

– ¿Por qué tantas preguntas acerca de un suicidio?

– Pura rutina -contestó automáticamente, sin alzar la vista-. Me gusta llegar al fondo.

Me miró con aire ausente y luego preguntó:

– ¿Tuvo usted alguna ayuda para hacer funcionar los grupos?

– Animé a las familias a participar… para ayudarse a sí mismas. Yo era el único profesional.

– ¿Ayuda entre afectados?

– Exactamente.

– Algo así pasa también en el Departamento -lo dijo sin comprometerse-. Así que, poco a poco, se fueron haciendo cargo.

– Gradualmente. Pero yo siempre estaba presente.

– ¿Alguno de ellos tenía una llave de su consulta? Aja.

– ¡Claro que no! ¿Acaso cree que una de esas personas mató a Hickle y luego lo preparó todo para que pareciera un suicidio? -claro que lo creía, yo ya había pensado en esa posibilidad.

– No estoy sacando conclusiones. Simplemente, estoy investigando -aquel tipo era tan escurridizo que parecía un analista.

– Ya veo.

Abruptamente se alzó, cerró su bloc y se guardó el lápiz.

Me alcé para acompañarle a la puerta, me tambaleé y perdí el conocimiento.

Lo primero que vi cuando las cosas volvieron a estar enfocadas fue su grande y feo rostro inclinado hacia mí. Me notaba húmedo y frío. Tenía en la mano un trapo de cocina húmedo con el que estaba dejando caer gotitas sobre mi cara.

– Se desmayó. ¿Cómo se siente?

– Muy bien -desde luego me sentía cualquier otra cosa menos bien.

– No tiene un aspecto nada maravilloso. Quizá debiera llamar a un doctor, doctor.

– No.

– ¿Está seguro?

– No es nada. He tenido la gripe estos últimos días. Sólo necesito meterme algo en el estómago.

Fue a la cocina y volvió con un vaso de zumo de naranja. Lo fui sorbiendo poco a poco y comencé a notarme más fuerte.

Me senté y cogí yo mismo el vaso.

– Gracias-le dije.

– Estamos al servicio del ciudadano.

– Ahora ya me encuentro bien, de veras. Si no tiene más preguntas…

– No. Nada más por esta vez -se alzó y abrió algunas ventanas: la luz me hizo daño en los ojos. Apagó la tele.

– ¿Quiere comer algo antes de que me vaya? Que hombre tan extraño, tan materno.

– No me pasará nada.

– De acuerdo, doctor. Cuídese.

Tenía muchas ganas de verle irse, pero cuando ya no se oyó el ruido del motor de su coche, me sentí desorientado. No deprimido, como antes, sino agitado, inquieto, sin paz. Traté de mirar el serial de la televisión, pero no podía concentrar mi atención. Y ahora el diálogo me irritaba. Tomé un libro pero las palabras no entraban en foco. Di un trago al zumo de naranja y me dejó mal sabor en la boca y un pinchazo en la garganta.

Estuve así todo el mediodía. Sintiéndome miserable.

A las cuatro treinta llamó.

– ¿El doctor Delaware? Soy Milo Sturgis. El detective Sturgis.

– ¿Qué puedo hacer por usted, detective?

– ¿Cómo se siente?

– Mucho mejor, gracias.

– Eso es bueno. Hubo un silencio.

– Esto, doctor, sé que piso un terreno difícil, pero…

– ¿De qué me habla?

– ¿Sabe?, en Vietnam yo era sanitario. Veíamos muchos casos de algo llamado reacción aguda al estrés. Y me preguntaba…

– ¿Cree que eso es lo que yo tengo?

– Bueno…

– ¿Cuál era el tratamiento acostumbrado en el Vietnam?

– Los devolvíamos a la acción tan pronto como nos era posible. Cuando más trataban de evitar el combate, peor se ponían.

– ¿Cree que eso es lo que yo debería hacer? ¿Volver a meterme en el lío cotidiano?

– No puedo decírselo, doctor. Yo no soy psicólogo.

– Usted diagnostica, pero no da un tratamiento.

– Vale, doctor. Sólo quería saber si…

– No, un momento. Lo lamento. Agradezco que me haya llamado -estaba confuso, preguntándome qué motivo ulterior podría tener.

– Claro, seguro. No hay problema.

– De veras, muchas gracias. Sería un excelente matasanos, detective.

Se echó a reír.

– A veces eso forma parte de mi trabajo.

Después de que hubo colgado me sentí mejor de lo que me había sentido en muchos días. Al día siguiente le llamé a las oficinas de la División de Los Ángeles Oeste y le invité a tomar un trago.

Nos encontramos en Angela's, enfrente de la comisaría de Santa Mónica Boulevard. Era una cafetería que en la parte de atrás tenía un bar de cocktails, lleno de humo y poblado por varios grupos de hombres grandotes y solemnes. Me fijé en que pocos de ellos saludaban a Milo, lo que me pareció extraño. Siempre había creído que los policías se dedicaban a darse palmadas en las espaldas y maldecir de buen humor tras las horas de servicio. Esos hombres se tomaban el beber muy en serio. Y lo hacían en silencio.

Él tenía unas grandes posibilidades como terapeuta. Sorbía un Chivas, estaba reclinado en su asiento y me dejaba hablar. Ya no era un interrogatorio. Ahora me escuchaba, y yo vacié todo lo que llevaba en mi interior.

Sin embargo, cuando estaba terminando la velada, también él hablaba

Durante las siguientes dos o tres semanas Milo y yo descubrimos que teníamos muchas cosas en común. Éramos más o menos de la misma edad -él tenía diez meses más-, y habíamos nacido en el seno de familias trabajadoras, en ciudades medianas. Su padre había sido un obrero metalúrgico, el mío un montador eléctrico. También él había sido un buen estudiante, graduándose con honores en Purdue y luego sacando un título en Literatura en la Universidad de Indiana en Bloomington. Planeaba convertirse en maestro, cuando le habían llamado a filas. De algún modo, los dos años de Vietnam le habían transformado en policía.

Y no es que considerase que su trabajo estuviera enfrentado con sus inquietudes mentales. Me informó que los detectives de Homicidios eran los intelectuales de los Departamentos de Policía. El investigar un asesinato requiere poca actividad física y mucho trabajo mental. A veces, los veteranos de Homicidios violan el reglamento y no llevan arma alguna. Sólo montones de plumas y lápices. Milo llevaba su calibre 38, pero confesaba realmente no necesitarlo.

– Es un trabajo muy de oficina, Alex, con montones de papeleo, toma de decisiones y atención a los detalles.

Le gustaba ser un polizonte y disfrutaba cazando a los malos. A veces pensaba que tendría que intentar alguna otra cosa, pero no estaba muy seguro acerca de qué cosa podría ser.

Teníamos otros intereses en común. Ambos habíamos hecho algún tipo de entrenamiento en artes marciales. Mientras había estado en el ejército, Milo había seguido una mezcla de cursos de defensa personal. Y yo había estudiado esgrima y karate mientras estaba graduándome. Estábamos absolutamente fuera de toda forma, pero nos engañábamos a nosotros mismos diciendo que podríamos recuperarla si ello fuera necesario. Ambos apreciábamos la buena comida, la buena música y las virtudes de la soledad.

La relación entre ambos se desarrolló con premura.

Al cabo de unas tres semanas de conocernos me dijo que era homosexual. Me sorprendió y no supe qué decirle.

– Te lo digo ahora, porque no quiero que llegues a pensar que estoy tratando de ligarte.

De repente me sentí avergonzado porque ése, exactamente ése, había sido mi pensamiento inicial.

El que fuera gay era algo que, al principio, me resultó difícil de aceptar, a pesar de toda mi presunta sofisticación como psicólogo. Sí, sé todos los datos: que ellos representan del cinco al diez por ciento de prácticamente cualquier grupo humano. Que la mayoría de ellos tienen el mismo aspecto que usted o que yo. Que ellos pueden ser cualquiera: el carnicero, el panadero, el policía de Homicidios local. Y que la mayoría de ellos son razonablemente normales.

Y, sin embargo, los estereotipos no quieren despegarse de tu cerebro. Esperas que sean mariconas siempre haciendo posturitas, gritonas, afeminadas, o demonios de cráneo rapado y vestidos de cuero, o jovencitos muy a la moda, más in que nadie, o lesbianas bigotudas y mal ataviadas.

Milo no tenía aspecto de homosexual.

Pero lo era y se había sentido muy a gusto siéndolo desde hacía años. Ni lo mantenía absolutamente oculto, ni iba pregonándolo por ahí.

Le pregunté si lo sabían en el Departamento.

– No. Al menos no en el sentido de algo que puede ser puesto en un informe oficial. Simplemente, es algo que se sabe.

– ¿Y cómo te tratan?

– Desaprobadoramente, desde una cierta distancia… miradas frías. Pero, básicamente, es una cuestión de «déjame vivir y yo te dejaré vivir a ti». Andan escasos de personal y yo soy bueno. ¿Qué van a hacer, buscarse un escándalo y además perder un buen detective? Ed Davis era un homófobo, pero se fue y las cosas ya no andan tan mal.

– ¿Y qué hay de los otros detectives? Se alzó de hombros.

– Me dejan en paz. Hablamos del trabajo. No nos relacionamos socialmente.

Ahora tenía sentido la fría recepción que le habían dado en Angela's.

Y también era algo más comprensible aquel altruismo inicial de Milo, aquel esforzarse en ayudarme. Sabía lo que era sentirse solo. Un polizonte gay era alguien que vivía en una especie de limbo. Nunca podría ser uno de los compañeros de la comisaría, por muy bien que llevase a cabo su trabajo. Y la comunidad homosexual no podía sino sospechar de alguien que parecía un policía, actuaba como un policía y era un policía.

– Creí que debía decírtelo, visto que nos estamos haciendo amigos.

– No pasa nada, Milo.

– ¿No?

– No -desde luego no me sentía nada a gusto con la idea. Pero iba a intentar con todas mis fuerzas reconciliarme con ella.

Un mes después de que Stuart Hickle se metió un calibre 22 en la boca y me salpicó de cerebro el empapelado, hice algunos cambios trascendentales en mi vida.

Dimití de mi trabajo en el Pediátrico del Oeste y cerré mi consulta. Le pasé todos mis pacientes a un antiguo estudiante mío, un terapeuta de primera que estaba empezando a practicar y necesitaba trabajo. Había aceptado muy pocos clientes nuevos desde que había iniciado los grupos con las familias de El Rincón de Kim, así que hubo menos ansiedad de separación de la que uno hubiera esperado normalmente.

Vendí la casa de apartamentos, cuarenta en total, que había comprado siete años antes, obteniendo un gran beneficio. También dejé el dúplex en Santa Mónica. Parte del dinero, la porción que al cabo iría a parar a Hacienda, la metí en el mercado del dinero de alto rendimiento. El resto lo invertí en deuda municipal, que desgravaba impuestos. No era el tipo de inversión que iba a hacerme más rico, pero me iba a proporcionar una estabilidad económica. Me figuré que, si no me comportaba de un modo demasiado extravagante, podría vivir dos o tres años de los intereses.

Vendí mi viejo Chevrolet Dos y me compré un Cadillac Seville del setenta y nueve, el último año que los hicieron con buen aspecto. Era de color verde bosque con un interior en cuero viejo, muy cómodo y silencioso. Y con lo poco que iba a conducir, el que el cuentakilómetros estuviera muy alto no tenía ninguna importancia. Tiré la mayor parte de mi ropa vieja y me compré otra nueva, casi toda deportiva y confortable: jerseys de cachemir, pantalones anchos, zapatos de suela de goma, batas, pantalones cortos y así.

Hice que desembozaran las cañerías de la bañera que no había usado desde que había adquirido la casa, comencé a comprar verdadera comida y a beber leche. Saqué mi vieja guitarra de la funda y empecé a rasguearla en el porche. Escuchaba discos. Empecé a leer por el puro placer de la lectura, por primera vez desde la universidad. Me puse moreno. Me afeité la barba y descubrí que tenía un rostro, y que no estaba tan mal.

Tuve citas con buenas mujeres. Conocí a Robín y las cosas comenzaron a ir mejor.

Era tiempo de portarse bien con Alex. La jubilación anticipada, seis meses antes de mi trigésimo tercer cumpleaños.

Fue divertido mientras duró.

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