12

Tres mañanas después de que descubriéramos la carnicería de Bruno, Milo quiso venir a revisar detenidamente el historial psiquiátrico del vendedor. Yo lo retrasé hasta la tarde. Movido por un instinto que no me resultaba nada claro, llamé a André Jaroslav a su estudio en Hollywood Oeste y le pregunté si tenía tiempo para ayudarme a poner al día mis conocimientos en karate.

– Doctor -dijo, con un acento tan espeso como el goulash-. ¡Cuánto tiempo desde que yo ver usted!

– Lo sé, André. Demasiado. Me he abandonado, pero espero que me puedas ayudar.

Se echó a reír.

– Hum. Tengo grupo intermedio a las once y clases privadas a las doce. Luego irme a Hawaii, doctor. Para coreografiar escenas de peleas para nuevo programa de televisión. Chica policía que hace judo y atrapa violadores. ¿Qué piensa?

– Muy original.

– Ja. Tener que trabajar con chica cabello rojo, esa Shandra Layne. Para enseñar a ella como tirar a hombres grandes. Como Wonder Woman, ¿ja?

– Ja. ¿Tienes tiempo antes de la once?

– Para tú, doctor… siempre. Ponerte en forma. Ven a las nueve y te daré dos horas.

El Instituto de Artes Marciales estaba situado en Donehy, en Santa Mónica, junto al club nocturno Troubadour. Era toda una institución en Los Ángeles, anterior a la locura por el kung-fu al menos en quince años. Jaroslav era un checo de piernas arqueadas que se había escapado en los años cincuenta. Tenía una voz chillona y aguda que él atribuía a que los nazis le habían pegado un tiro en la garganta. La verdad es que había nacido con el registro vocal de un capón histérico. No había sido fácil sobrevivir en la Praga de la postguerra, siendo un judío de voz chillona, pero Jaroslav había inventado su propio modo de hacerlo. Empezando de niño se había autoenseñado educación física, levantamiento de peso y las artes de la autodefensa. Cuando estaba en la veintena dominaba cualquiera de las doctrinas de las artes marciales, desde la esgrima con sable al hopkaido, y un montón de matones se habían llevado dolorosas sorpresas.

Me recibió a la puerta, desnudo de cintura para arriba, con un manojo de narcisos en la mano. La acera estaba repleta de tipos anoréxicos, de sexo indefinido, agarrándose a estuches de guitarra como si fueran salvavidas, chupando ansiosamente cigarrillos y contemplando el tráfico que pasaba con la incomprensión de los muy colgados.

– Audición -gimió, señalando con un dedo la puerta del Troubadour y mirándolos con ironía-. Los artesanos de la nueva era, doctor.

Entramos en su estudio, que estaba vacío. Colocó las flores en un jarrón. La sala de prácticas era una extensión de suelo de arce pulimentado bordeado por paredes blanqueadas. Fotos autografiadas de estrellas y cuasiestrellas colgaban en grupos. Fui a un vestidor con las tiesas prendas blancas que me entregó y surgí con el aspecto de un extra en una película de Bruce Lee.

Jaroslav estaba en silencio, dejando que su cuerpo y sus manos hablasen. Me situó en el centro del estudio y se quedó frente a mí. Sonrió levemente, ambos hicimos una reverencia y me llevó a través de una serie de ejercicios de precalentamiento que hicieron que me crugiesen las articulaciones. Había sido demasiado tiempo.

Cuando se hubieron desarrollado los katas introductorios, volvimos a inclinarnos. Él sonrió y pasó a barrer el suelo conmigo. Al final de una hora notaba como si me hubieran metido a presión por el triturador de desperdicios. Cada fibra muscular me dolía, cada sinapsis se estremecía en exquisita agonía.

Él siguió adelante, sonriendo y haciendo reverencias, a veces lanzando un alarido agudo, perfectamente controlado, tirándome de un lado a otro como un saco de patatas. Hacia el final de la segunda hora el dolor había dejado de ser inoportuno, para convertirse en un modo de vida, un estado de la conciencia. Pero, cuando nos detuvimos estaba empezando a sentirme de nuevo al control de mi cuerpo. Estaba respirando fuerte, estirándome, parpadeando. Mis ojos me ardían al ir goteando a su interior el sudor. Jaroslav parecía que sólo acababa de estar leyendo el diario de la mañana.

– Usted toma baño caliente, doctor. Que niña mona le haga masaje, usando loción de olmo escocés. Y recuerde: practicar, practicar, practicar.

– Lo haré, André.

– Usted llamarme cuando yo vuelva, en una semana. Le contaré lo de Shandra Layne y comprobaré si ha practicado – me clavó un dedo en la tripa, jocosamente.

– Trato hecho.

Tendió la mano. Yo también, para estrechársela, pero en seguida me puse en tensión, preguntándome si no me iría a derribar de nuevo.

– Ja, bien -dijo. Luego se echó a reír y me dejó ir.

La pulsante agonía me hacía sentirme recto y ascético. Comí en uno de los restaurantes montados en alguna de las docenas de congregaciones cuasi-hindúes que parecen preferir Los Ángeles a Calcuta. Una chica de ojos perdidos y perenne sonrisa, ataviada con ropajes blancos y algo así como un albornoz me sirvió. Tenía la cara de una niña rica unida a los modales de una monja y conseguía sonreír mientras hablaba, sonreír mientras tomaba nota y sonreír mientras se marchaba. Me pregunté si eso también haría daño.

Me acabé un plato repleto de lechuga picada, brotes, gramos de soja refritos y queso de cabra fundido, todo sobre un pan chapad, o sea una tostada sagrada, pasándolo con dos vasos de néctar de pina, coco y guava importado del sagrado desierto de Mojave. La cuenta fue nada menos que diez dólares y treinta y cinco centavos. Aquello explicaba las sonrisas.

Regresé a casa justo cuando Milo aparcaba un Matador color bronce, sin marcas de la policía.

– El Fiat murió al fin -me explicó-. He hecho que lo incineren y dispersen las cenizas sobre las plataformas petrolíferas marinas que hay frente a Long Beach.

– Te doy el pésame -tomé el historial de Bruno.

– Se aceptan contribuciones al pago del primer plazo de mi próximo trasto, preferiblemente a coronas de flores.

– Haz que el doctor Silverman te compre un coche.

– Estoy pensando cómo.

Me dejó leer unos minutos y luego preguntó:

– Entonces, ¿qué es lo que piensas?

– No se me ocurre nada genial. A Bruno lo mandó a ver a Handler el Departamento de Libertad Provisional tras su problema con los cheques sin fondos. Handler lo vio una docena de veces durante un período de cuatro meses. Cuando terminó el período de la libertad provisional, también terminó el tratamiento. Una cosa en la que me fijé es en que las notas de Handler acerca de él son relativamente benignas. Bruno fue uno de sus pacientes adquiridos más recientemente. En el momento en que inició su terapia, Handler estaba en su período más desagradable, y sin embargo no hay comentarios malévolos sobre él. Mira, aquí al principio, Handler le llama «un timador muy caradura» – pasé unas páginas-. Y un par de semanas más tarde Handler hace un comentario acerca de «la sonrisa de gato de Cheshire» de Bruno. Pero luego nada más.

– ¿Como si se hubieran hecho amigos?

– ¿Por qué dices eso?

Milo me entregó un trozo de papel.

– Toma. Mira esto.

Era un listado de la telefónica.

– Esto – señaló a un número de siete cifras rodeado por un círculo- es el número de Handler, el de su casa, no el de su oficina. Y este otro es el de Bruno.

Habían sido trazadas líneas entre los dos, como los lazos que cierran una bota de caña alta. Habían tenido montones de conexiones durante los últimos seis meses.

– Interesante, ¿eh?

– Mucho.

– Y aquí tienes algo más. Oficialmente, el forense dice que resulta imposible fijar el momento de la muerte de Bruno. El calor de dentro de la casa mandó al traste los cálculos basados en las tablas de descomposición… y con todos los palos que le han estado dando últimamente no se atreve a arriesgar el cuello y que quizá se lo corten si se equivoca. Pero uno de los chicos jóvenes de la oficina forénsica me dijo, extraoficialmente, que su suposición va de los diez a los doce días.

– Justo alrededor del momento en que asesinaron a Handler y Gutiérrez.

– O bien antes o justo después…

– Pero, ¿qué hay de los diferentes modos de operación?

– ¿Y quién te dice que la gente sea metódica, Alex? Francamente, hay otras diferencias entre ambos casos, aparte del modo en que fueron realizados. En el caso de Bruno parece que la entrada fue con reventón: hallamos ramas rotas bajo una ventana y marcas de una palanqueta en el marco… aquello antes fue la habitación de algún niño. Y el Departamento de Policía de Glendale cree que tienen dos tipos distintos de huellas de pisadas.

– ¿Dos? Entonces, quizá Melody sí que vio algo -Hombres oscuros. Dos o tres.

– Quizá, pero ya he abandonado esa línea de ataque. La niña nunca será una testigo fiable. En cualquier caso, a pesar de las discrepancias, parece que podríamos tener algo… el qué, no lo sé. Paciente y doctor, pruebas concretas de que mantuvieron algún tipo de contacto después de que hubiera terminado el tratamiento, ambos asesinados aproximadamente al mismo tiempo. Es demasiado, para ser simples coincidencias.

Estudió sus notas, pareciendo un profesor. Yo pensé acerca de Handler y Bruno y, de pronto, se me ocurrió.

– Milo, los roles sociales nos han impedido pensar correctamente.

– ¿De qué infiernos estás hablando?

– De los roles sociales… de los códigos de comportamiento prescritos. Como doctor y paciente. Psiquiatra y psicópata. ¿Cuáles son las características de un psicópata?

– La falta de conciencia.

– Justo. Y la imposibilidad de relacionarse con otra gente excepto a base de explotarlos. Los buenos tienen una fachada cuidada, atractiva, a menudo incluso son guapos. Habitualmente tienen una inteligencia superior a la normal. Manipulan sexualmente. Tiene predilección por meterse en timos, chantajes, fraudes.

Los ojos de Milo se abrieron mucho.

– Handler.

– Naturalmente. Hemos estado pensando en él como el doctor del caso y asumiendo su normalidad psicológica… su rol le ha protegido ante nuestros ojos. Pero examinémoslo más atentamente. ¿Qué es lo que sabemos de él? Estuvo involucrado en un fraude de seguros. Trató de chantajear a Roy Longstreth, usando su poder como psiquiatra. Sedujo al menos a una de sus pacientes, a Elaine Gutiérrez… ¿y quién sabe a cuántas más? Y todas estas notas maledicentes al margen de sus anotaciones… al principio pensé que eran una prueba de que se había quemado, pero ahora ya no sé. Fue algo muy frío, eso de pretender escuchar a la gente, aceptando su dinero, e insultándolos. Sus notas eran confidenciales, no esperaba que nadie las fuera a leer, así que en ellas podía mostrarlo todo, mostrar sus verdaderos colores. Milo, te digo que ese tipo se va pareciendo más y más al clásico psicópata.

– El doctor malvado.

– No es que sea una rara avis. Si pudo haber un Mengele, ¿por qué no docenas de Morton Handlers? ¿Qué mejor fachada para un psicópata inteligente que un título de doctor? Eso da un prestigio y credibilidad instantáneos…

– Un doctor psicópata y un paciente psicópata -lo rumió-. No amigos, pero sí compañeros en el crimen.

– Seguro, los psicópatas no tiene amigos, sólo víctimas y cómplices. Bruno debió ser un sueño hecho realidad para Handler, si éste estaba planeando algo y necesitaba la ayuda de alguien de su propia especie. Apostaría algo a que las primeras sesiones debieron ser increíbles, ambos unas hienas hambrientas, estudiándose el uno al otro, mirando por encima del hombro, olisqueando el terreno.

– Pero, ¿por qué Bruno en particular? Handler trató a otros psicópatas.

– Los otros eran demasiado bastos: pinches de cocinero, vaqueros, trabajadores de la construcción. Handler necesitaba a un tipo con buena apariencia y listo. Además, ¿cómo saber si alguno de esos tipos no fueron falsamente diagnosticados, de un modo deliberado, como ocurrió en el caso de Longstreth?

– Sólo por hacer de abogado del diablo por un momento… sucede que uno de esos tipos estudia leyes.

Pensé en ello por un momento.

– Demasiado joven. A los ojos de Handler era un punk endurecido. Dentro de algunos años, con un título y un barniz de sofisticación, quizá. Handler necesitaba a alguien estilo hombre de negocios para lo que trataba de llevar a cabo. A alguien realmente hábil. Y Bruno parece haberse ajustado perfectamente a sus necesidades: engañó a Gershman, que no es ningún tonto.

Milo se alzó y paseó por la habitación, pasándose los dedos por el cabello, creando una especie de nido de pájaro.

– Definitivamente me parece muy atractivo: el comecocos y el coco comido trabajando juntos en algo sucio – parecía divertido.

– No es la primera vez que sucede, Milo. Allá en el Este, hace unos años había un tipo… tenía muy buenas credenciales. Se casó con una hija de una familia muy rica y puso una clínica para los delincuentes juveniles… era en el tiempo en que aún los llamaban así. Usó las conexiones sociales de la familia de su mujer para organizar veladas de recogida de fondos para la clínica. Y, mientras corría el champán, los delincuentes juveniles estaban ocupados vaciando las casas de los asistentes a las fiestas. Al final lo atraparon con un almacén lleno de cristalerías y platería, pieles y alfombras. Y ni siquiera necesitaba aquellas cosas, lo estaba haciendo sólo por el reto que representaba. Lo mandaron a una de esas discretas instituciones en las hermosas colinas al sur de Maryland… y no me extrañaría que, en este momento, ya esté dirigiendo el establecimiento. El caso es que nunca llegó a los papeles, yo me enteré por los cotilleos profesionales, en las convenciones.

Milo sacó su lápiz. Comenzó a escribir, pensando en voz alta:

– Iremos a los pasillos de mármol de las altas finanzas. Informes bancarios, memorias de los agentes de bolsa, negocios realizados bajo nombres falsos. Ver lo que hay en las cajas fuertes de los bancos después de que los de Hacienda hayan hecho su trabajo sucio. Los registros del condado sobre compras de terreno. Los seguros hechos desde la consulta de Handler -se detuvo-. Espero que esto me lleve a alguna parte, Alex. Este maldito caso no me ha ayudado en lo que se refiere a mi estatus con el Departamento. El capitán busca el ascenso y quiere más y más detenciones. Handler y Gutiérrez no eran gente del ghetto cuya muerte pueda dejar que se vaya olvidando lentamente. Y está aterrado por la idea de que Glendale resuelva antes la muerte de Bruno y nos deje como a tontos. Recuerda lo que pasó con Bianchi.

Asentí con la cabeza: el jefe de la policía de un pueblo grande, Bellington, en Washington, que había cazado al Estrangulador de Hillside… algo que toda la maquinaria policial de Los Ángeles había sido incapaz de lograr.

Se alzó, se fue a la cocina y se comió la mitad de un pollo frío, de pie junto al fregadero. Lo hizo bajar con un litro de zumo de naranja y regresó limpiándose la boca.

– No sé por qué estoy luchando por no echarme a reír, viendo que estoy hasta el cuello de cadáveres y no logro una avance aparente; pero lo cierto es que me parece todo muy divertido: Handler y Bruno. Uno manda a un tipo al matasanos para que le arregle el coco y resulta que el médico está tan majara como el paciente, y sistemáticamente, organiza un lío con la terapia.

Puesto de aquel modo no sonaba a divertido. De todos modos se echó a reír.

– ¿Y qué me dices de la chica? -me preguntó.

– ¿La Gutiérrez? ¿Qué pasa con ella?

– Bueno. Estaba pensando en eso de los roles sociales. La hemos contemplado como la inocente espectadora que se ve implicada. Pero si Handler estaba en combinación con unos de sus pacientes, ¿por qué no con dos?

– No es imposible. Pero sabemos que Bruno era un psicópata, ¿tenemos alguna prueba al respecto sobre ella?

– No -admitió-. Buscamos el historial de Handler sobre ella, pero no lo pudimos encontrar. Quizá lo destruyó cuando cambió su relación. ¿Es eso habitual entre vosotros?

– ¿Cómo quieres que lo sepa? Yo no duermo nunca con mis pacientes… o con sus madres.

– No seas tan quisquilloso. Traté de hablar con su familia: la vieja y gruesa mamacita y dos hermanos, uno de ellos con esos ojos airados, de muy macho. No tienen padre, murió hace diez años. Los tres viven en un sitio muy pequeño en Echo Park. Cuando llegué allí estaban en medio del velatorio: el lugar estaba lleno de fotos de la chica, puestas en altarcitos. Y muchas velas, cestas con comida, vecinos llorosos. Los hermanos estaban con cara hosca y mamá apenas si hablaba ingles. Hice un intento por ser muy sensible, no violar ningún tabú cultural- y todo eso. Me llevé a Sánchez de la comisaría de Ramparts para que me tradujese. Compramos comida, procuramos no hacernos notar. No conseguí nada. No ver, no oír, no hablar. Honestamente, el Oeste de Los Ángeles es algo tan remoto como la Atlántida. Pero aunque hubieran sabido algo, puedes estar seguro que maldita si me lo iban a contar a mí.

– ¿Aunque ello hubiera servido para hallar al asesino? – pregunté.

Me miró cansinamente.

– La gente como ésa no cree que la policía pueda ayudarles, Alex. Para ellos, la policía son los bastardos que enchironan a sus cholos e insultan a sus chicas y que jamás esta a mano cuando por las noches llegan los coches a oscuras, a recorrer el barrio y disparar escopetazos a través de las ventanas de las casas. Lo que me recuerda que hablé con una amiga de la muerta. Su compañera de cuarto, que también es maestra. Ésta era visiblemente hostil. Me hizo saber, con toda claridad, que no quería saber nada de mí; a su hermano lo mataron hace cinco años en un tiroteo entre pandillas y como la policía no hizo entonces nada por ella o por su familia, ahora yo podía irme al infierno.

Se alzó y caminó por la habitación como un león cansado.

– Resumiendo: Elaine Gutiérrez es una incógnita, pero no hay nada que nos indique que no era tan pura como la nieve recién caída.

Se le veía miserablemente, plagado por las dudas.

– Es un caso muy duro, Milo. No te culpes tanto.

– Es curioso que digas eso, justo lo que mi madre me dice siempre: tranquilo, Milo Bernard, no seas tan prefeccionista… así es como lo prununcia ella. Toda mi familia tenía una larga tradición de pocos logros en la vida: dejar la escuela sin acabar ni siquiera los estudios secundarios, entrar a trabajar en la fundición, caer en una rutina vital de platos de plástico, televisión, fiestas en la iglesia y virutas de hierro que se te clavan en la carne. Tras treinta años, la bastante pensión y pagas por inhabilitación laboral como para poder pagarte un fin de semana en los Ozarks de tanto en cuando, si es que tenías suerte. Mi padre lo hizo, y su padre y mis dos hermanos. El plan de juegos Sturgis. Pero no lo hizo el prefeccionista… para empezar, el plan Sturgis funciona mejor si uno se casa y a mí me han gustado los chicos desde que tenía nueve años. Y, en segundo lugar y esto era aún más importante, yo creía ser demasiado inteligente para hacer lo que aquellos patanes estaban haciendo. Así que rompí el molde, espantándolos a todos. Y el tío listo que todos creían que iba a acabar abogado, o profesor, o al menos contable, va y se hace policía. ¿Qué tal está eso para un tipo que escribió una maldita tesis sobre el trascendentalismo en la poesía de Walt Whitman?

Se dio la vuelta y se quedó mirando a la pared. Había estado calentándose hasta aquel estado. Era algo que ya había visto antes y lo más terapéutico era no decir nada. Lo ignoré e hice algunos ejercicios gimnásticos.

– Maldito Jack La Lanne -murmuró.

Le costó diez minutos salir de aquello, diez minutos de apretar y abrir grandes puños. Luego llegó a alzar tentativamente los ojos, la inevitable sonrisita de borrego.

– ¿Cuánto por la terapia, doctor? Pensé un minuto.

– Una cena. Y en un buen sitio, nada de basuras. Se puso en pie y se estiró, gruñendo como un oso.

– ¿Qué te parecería algo de shushi? Hoy me siento todo un bárbaro, me comería esos pescados vivos.

Fuimos en coche hasta Oomasa, en el Little Tokyo. El restaurante estaba a rebosar, en su mayoría japoneses. Aquél no era un sitio de moda, ataviado en una elegancia falsa de biombos y barras de madera barnizada; el decorado era en cuero artificial de color rojo, sillas de respaldo duro y desnudas paredes blancas, únicamente decoradas por algunos calendarios de la Nikon. La solitaria concesión al estilo era un enorme acuario, a plena vista del bar de shushi, en el que unos bellos peces de colores luchaban por propulsarse a través de una burbujeante agua cristalina. Jadeaban y se estremecían, mutaciones poco adecuadas para sobrevivir en otra cosa que no fuera la más estéril de las cautividades, el producto de centenares de años de cuidadosa modificación de la naturaleza en Oriente: cabezas de león con sus rostros oscurecidos por brillantes excrecencias color fresa, moros negros de ojos saltones, celestiales con sus ojos forzados para siempre hacia el firmamento, ryukins tan sobrecargados por la superficie de sus aletas que apenas si podían moverse. Los miramos mientras bebíamos Chivas.

– Esa chica -dijo Milo -, la compañera de cuarto. Tuve la sensación de que podía ayudarme, que sabía algo sobre la forma de vida de Elaine, quizás algo acerca de ella y de Handler. Maldita sea su estampa, parecía que le hubieran cosido la boca.

Terminó su vaso y pidió otro. Le llegó y se tragó la mitad de golpe.

Una camarera se acercó dando pasitos de geisha y nos entregó toallas calientes. Nos frotamos las manos y la cara. Noté cómo se abrían mis poros, ansiosos de aire.

– Tú debes de ser muy bueno hablando con los maestros, ¿no? Probablemente lo estabas haciendo continuamente allá en los días en que te ganabas la vida honestamente.

– A veces los maestros odian a los psicólogos, Milo. Nos ven como unos enterados que vamos derramando perlas de sabiduría sobre ellos, mientras que a los maestros les toca apechugar con todo el trabajo sucio.

– Humm -el resto del escocés desapareció.

– Pero no importa, hablaré con ella para hacerte el favor. ¿Dónde puedo encontrarla?

– En la misma escuela en la que enseñaba la Gutiérrez. Al Oeste de Los Ángeles, no muy lejos de donde vives – escribió la dirección en una servilleta de papel y me la dio- Se llama Raquel Ochoa.

Lo deletreó, con una voz que empezaba a hacerse pastosa.

– Usa tu carnet -me dijo, con una palmada en la espalda.

Oímos un sonido chirriante por encima de nuestras cabezas. Alzamos la vista y nos escontramos con el chef encargado del shushi sonriéndonos y afilando sus cuchillos.

Ordenamos la comida. El pescado fresco, el arroz justamente un poco dulce. El rábano picante wasabe me limpió los conductos nasales. Comimos en silencio, sobre un fondo de música de samisen y charlas en idioma extranjero.

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