13

Me desperté tan tieso como si me hubiera rociado con almidón; las agujetas se habían apoderado de mis músculos, un souvenir de mi bailecito con Jaroslav. Luché contra ellas haciendo una carrera de tres kilómetros cañón abajo y vuelta. Luego practiqué movimientos de karate en el patio de atrás, entre los comentarios divertidos de dos ruiseñores que interrumpieron su pelea doméstica el suficiente tiempo como para mirarme atentamente y luego dedicarme lo que debía ser el equivalente avícola de una pedorreta.

– Volad hasta aquí abajo, pequeños bastardos -les gruñí-, y os enseñaré quién es el más macho.

Me respondieron con un griterío hilarante.

El día estaba convirtiéndose en uno de esos que te destrozan los pulmones, con los sucios dedos de la polución tendiéndose sobre las montañas para ahogar el cielo. El océano estaba oscurecido por un sudario sulfuroso de basura flotando en el aire. Mi pecho me dolía en armonía con la rigidez de mis junturas y, hacia las diez, ya estuve a punto para dejarlo correr.

• Planeé mi visita a la escuela en la que enseñaba Raquel Ochoa para que coincidiese con la hora de comer, esperando encontrarla libre. Eso me dejó el bastante tiempo para un largo baño caliente, una ducha fría y un desayuno, cuidadosamente ensamblado, de huevos con champiñones, tostadas de pan integral, tomates a la plancha y café.

Me vestí informalmente con unos pantalones marrón oscuro, una chaqueta deportiva de pana color tostado, camisa a cuadros y corbata marrón de punto. Antes de marcharme marqué un número que ahora ya me resultaba familiar. Bonita Quinn me contestó:

– ¿Si?

– Señora Quinn, soy el doctor Delaware. Sólo la llamo para saber cómo está Melody.

– Está muy bien – su tono hubiera congelado una jarra de cerveza -. Muy bien.

Antes de que yo pudiera decir más colgó.


La escuela estaba en una parte de la ciudad habitada por clase media, pero podría haber estado en cualquier lugar. Tenía la vieja y familiar distribución de las ciudadelas de la enseñanza por toda la ciudad: edificios color carne, dispuestos en el clásico estilo penintenciario, rodeados por un desierto de asfalto negro y controlados por una verja de tela metálica de tres metros de altura. Alguien había tratado de alegrarlo a base de pintar un mural de niños jugando a lo largo de uno de los edificios, pero no bastaba para lograr tal propósito. Lo que sí ayudaba era la visión y la escucha de verdaderos niños jugando: corriendo, saltando, tropezando, persiguiéndose los unos a los otros, aullando como posesos, tirando pelotas, llorando con el fervor de los realmente acosados («¡Maestra, me ha pegado!»), sentados en corros, intentando alcanzar el cielo. Un pequeño grupo de maestros, de caras aburridas, los contemplaban desde los laterales.

Subí las escaleras delanteras y no tuve problema para hallar la oficina de dirección. El plano interno de las escuelas era tan predecible como su poco atractivo exterior.

Yo antes me preguntaba el motivo por el que todas las escuelas que yo conocía eran tan irremisiblemente feas, tan predeciblemente opresivas, luego había empezado a salir con una enfermera cuyo padre era uno de los principales arquitectos de la empresa que había estado construyendo escuelas durante los últimos cincuenta años. Sus sentimientos hacia él no acababan de ser definidos y hablaba mucho de él: un hombre melancólico y borrachín, que odiaba a su mujer y aún despreciaba más a sus hijos, y que contemplaba al mundo como una serie de tonalidades del desencanto, con escasas variaciones entre ellas. Todo un Frank Lloyd Wright.

La oficina apestaba a líquido de multicopista. Su única ocupante era una mujer negra de unos cuarenta años, muy adusta y encerrada en una fortaleza de madera ya muy maltratada. Le enseñé mi credencial, que no le interesó en lo más mínimo y le pregunté por Raquel Ochoa. El nombre tampoco pareció interesarle demasiado.

– Es una de las maestras de aquí. De cuarto curso – añadí.

– Es la hora de comer. Pruebe en el comedor de maestros.

El tal comedor resultó ser un lugar sin aireación, de siete metros por cinco, en el que habían sido apiñadas mesas y sillas plegables. Una docena de hombres y mujeres estaban acurrucados sobre sus comidas de bolsa y café, riendo, fumando, masticando. Cuando yo entré cesó toda actividad.

– Estoy buscando a la señorita Ochoa.

– No la encontrarás aquí, cariño -me dijo una mujer fortachona de cabellera rubio platino.

Varios de los maestros se rieron. Me dejaron allí en pie durante un rato y, al cabo, un tipo con cara joven y ojos viejos me dijo:

– En la habitación 304. Probablemente.

– Gracias.

Me marché. Estaba ya a mitad de pasillo cuando ellos comenzaron a hablar de nuevo.

La puerta de la 304 estaba entreabierta. Entré. Hileras de banquetas escolares desocupadas llenaban cada metro cuadrado de espacio, con la excepción de un estrecho trozo en la parte de delante, que había sido reservado para la mesa del profesor, un rectángulo con forma de caja, en metal, tras el que estaba sentada una mujer hundida en el trabajo. Si me había oído entrar no dio señales de ello, pues continuó leyendo, haciendo anotaciones, tachando errores. Una bolsa marrón sin abrir estaba colocada junto a su codo. La luz entraba en chorro a través de partículas de polvo que danzaban, suspendidas, en los haces de sol. Aquella suavidad tan a lo Vermeer estaba en claro conflicto con la severidad utilitaria de la sala: crudas paredes blancas, una pizarra peliculada por residuos de tizas, una sucia bandera americana.

– ¿Señorita Ochoa?

El rostro que se levantó parecía salido de un mural de Rivera. Una piel rojizo- marrón, estirada muy tirante sobre unos huesos claramente definidos pero delicadamente construidos, labios líquidos y unos fundentes ojos negros, enmarcados por gruesas cejas oscuras. Su cabello era largo y liso, partido en el centro y cayéndole espaldas abajo. Parte azteca, parte española, parte desconocida.

– ¿Si? -su voz era suave en volumen, pero el timbre era defensivamente duro. Algo de la hostilidad que había descrito Milo era inmediatamente aparente. Me pregunté si era una de aquellas personas que había convertido la vigilancia psicológica en todo un arte.

Fui hasta ella, me presenté y le mostré la identificación. Ella la inspeccionó.

– ¿Doctor en qué?

– En psicología.

Me miró con desdeño.

– Como la policía no ha logrado satisfacción, ¿ahora manda a los comecocos?

– No es tan simple.

– Evíteme los detalles -volvió los ojos a su papeleo.

– Sólo quiero hablar con usted unos minutos. Acerca de su amiga.

– Le dije a aquel detective grandote todo lo que sabía.

– Es sólo una comprobación.

– ¡Qué minuciosos! -tomó su lápiz rojo y comenzó a dar trazos airados sobre el papel. Lo sentí por los estudiantes cuyo trabajo estaba siendo objeto de su escrutinio en aquel momento en particular.

– Esto no es una investigación psicológica, si es eso lo que la preocupa. Es…

– No me preocupa nada. Ya le dije todo a él.

– Él no lo cree así.

Dio un golpe con el lápiz. La punta se rompió.

– ¿Me está llamando usted mentirosa, señor doctor? – su forma de hablar era correcta y articulada, pero aún tenía un deje latino.

Me alcé de hombros.

– Las etiquetas no son importantes. Sí lo es el averiguar tanto como sea posible de Elaine Gutiérrez.

– Elena -escupió ella-. Y no hay nada que contar. Deje que la policía haga su trabajo y que no sigan enviando científicos a husmear y molestar a la gente ocupada.

– ¿Demasiado ocupada como para ayudar a encontrar al asesino de su amiga?

La cabeza se irguió de una sacudida. Se echó hacia atrás, de un manotazo, un mechón de cabello rebelde.

– Por favor, vayase – dijo entre dientes -. Tengo trabajo que hacer.

– Sí, ya lo sé. Usted ni siquiera come con los otros maestros. Es en demasiado delicada y seria… en eso es lo que tuvo que convertirse para salir del barrio… y eso la coloca por encima de las normas de la cortesía habitual.

Se puso en pie, en todo su metro y medio de altura. Por un momento pensé que me iba a abofetear, porque echó la mano hacia atrás. Pero se contuvo y me miró.

Podía notar la oleada de ácido que venía en mi dirección, pero mantuve la mirada. Jaroslav hubiera estado muy orgulloso de mí.

– Estoy ocupada -dijo al fin, pero había un tono como de súplica en la afirmación, cual si estuviera tratando de convencerse a sí misma.

– No quiero llevármela de crucero. Sólo quiero hacerle algunas preguntas acerca de Elena.

– ¿Qué clase de psicólogo es usted? No habla como ellos acostumbran.

Le di una historia, resumida y vaga, acerca de mi relación con el caso. Me escuchó y creí ver que se suavizaba.

– Un psicólogo de niños. Podríamos usar a alguien como usted por aquí.

Miré alrededor de la sala y conté cuarenta y seis banquetas en un espacio para veintiocho.

– No sé qué es lo que iba a poder hacer… ¿quizás ayudarla a atarlos?

Ella se echó a reír, luego se dio cuenta de lo que estaba haciendo y cortó, como si de una mala conexión telefónica se tratase.

– No vale la pena hablar de Elena -me dijo -. Sólo se metió… en líos, por su relación con ese…

Se le acabó la voz.

– Sé que Handler era un mal tipo. El detective Sturgis, ese poli grandote, también lo sabe. Y posiblemente usted tiene razón en que ella sólo fue una víctima inocente. Pero vamos a asegurarnos, ¿vale?

– ¿Hace esto muy a menudo? Quiero decir el trabajar para la policía -estaba evadiendo mi pregunta.

– No, estoy jubilado.

Me miró con incredulidad.

– ¿A su edad?

– Me quemé.

Esto si que fue un gol. Dejó que la máscara le cayera un poco y apareciese la humanidad que había debajo.

– Desearía poder permitírmelo. Eso de jubilarme.

– Sé lo que quiere decir. Debe ser una locura trabajar con toda esta burocracia – lancé el cebo de la simpatía… al fin y al cabo, los administrativos son el objeto de todas las iras de los enseñantes. Si no picaba con aquello, ya no sabía qué iba a poder utilizar para establecer una buena relación. Me miró con suspicacia, buscando señales de que estaba mostrándome paternalista con ella.

– ¿No trabaja nada, nada? -me preguntó.

– Hago alguna investigación en plan free- lance. Eso ya me tiene lo bastante ocupado.

Charlamos un poco más, acerca de las vaguedades del trabajo escolar. Ella evitó cuidadosamente hablar de nada personal, manteniéndolo todo en el reino de la sociología popular… lo pútridas que son las cosas cuando los padres no quieren verse implicados, emotiva e intelectualmente, con sus hijos, lo difícil que es enseñar cuando la mitad de los chicos vienen de hogares rotos y están tan alterados que apenas si pueden concentrarse, la frustración de tratar con unos administradores que han dado ya todo por perdido y cuya única ambición en la vida es aguantar hasta que llegue el momento de cobrar sus pensiones, la ira que provoca el hecho de que el salario inicial de un maestro es inferior al de un basurero. Ella tenía veintinueve años y había perdido ya todo rastro de idealismo, que le hubiera aún quedado tras la transición del Este de Los Ángeles al mundo de la burguesía angloparlante.

Cuando se ponía a hacerlo, desde luego hablaba sin parar, con sus ojos negros lanzando chispas, las manos gesticulando… revoloteando por los aires como dos golondrinas marrones.

Yo me senté frente a ella, como si fuera el chico favorito de la maestra y la escuché, dándolo eso que todo el mundo quiere cuando está descargando: empatia, un gesto de comprensión. Parte de ello estaba calculado: yo quería abrir una brecha en ella, con el fin de averiguar más acerca de Elena Gutiérrez… pero parte era mi vieja personalidad terapéutica, totalmente genuina.

Estaba empezando a pensar que había logrado abrirme paso hasta ella, cuando sonó el timbre. De nuevo se convirtió en una maestra, el árbitro de lo bueno y lo malo.

– Tiene que irse ya. Los niños van a regresar.

Me alcé y me apoyé en su escritorio.

– ¿Podemos hablar más tarde? ¿De Elena?

Ella dudó, mordisqueándose el labio. El sonido de la estampida comenzó como un rumor débil hasta hacerse atronador. Voces de timbre agudo fueron gritante cada vez más cerca.

– De acuerdo. Acabo a las dos treinta.

La oferta de invitarla a tomar una copa hubiera sido un error. Manténlo todo muy profesional, Alex.

– Gracias. La esperaré en la verja.

– No. Espéreme en el aparcamiento para profesores. En el lado sur del edificio -lejos de los ojos curiosos.

Su coche era un polvoriento Vega blanco. Caminó hacia el mismo llevando un montón de libros y papeles, que le llegaba hasta la barbilla.

– ¿Puedo ayudarla?

Me entregó la carga, que debía de pesar al menos cinco kilos, y se tomó un minuto en hallar las llaves. Me fijé en que se había maquillado: se había puesto sombra en los ojos, lo que acentuaba la profundidad de sus órbitas. Tenía el aspecto de una chica de dieciocho años.

– No he comido aún -me dijo. Era menos una insinuación para una invitación que una queja.

– ¿No lleva su bolsa marrón?

– La tiré. Me preparo unas comidas espantosas. Y en un día como éste no hay quien se las trague. Hay un sitio que dan buenas costillas, en Wilshire.

– ¿Quiere que vayamos en mi coche? Ella se miró al Vega.

– Claro, ¿por qué no? Además, voy baja de gasolina. Tire eso en el asiento delantero -dejé los libros y ella cerró el coche-. Pero yo me pagaré mi comida.

Salimos del terreno escolar. La llevé hasta el Seville. Cuando lo vio se le alzaron las cejas.

– Debe de ser usted un buen inversor.

– He tenido suerte, de vez en cuando.

Se hundió en el suave cuero y lazó un suspiro. Yo me metí tras el volante y puse en marcha el motor.

– He cambiado de idea -me dijo-. Usted paga la comida.

Comió meticulosamente, cortando la carne en pequeños pedacitos, pinchando cada uno de ellos por separado y metiéndoselos en la boca, limpiándose ésta con la servilleta después de cada tercer bocado. Apostaría algo a que era muy dura a la hora de dar notas.

– Era mi mejor amiga -dijo, dejando el tenedor y tomando el vaso de agua-. Crecimos juntas en el Este de Los Angeles. Rafael y Andy, sus hermanos, jugaban con Miguel.

A la mención de su hermano muerto, sus ojos se nublaron y luego se hicieron tan duros como la obsidiana. Apartó el plato. Se había comido sólo la cuarta parte de su comida.

– Cuando nos trasladamos a Echo Park, los Gutiérrez se trasladaron con nosotros. Los chicos siempre se estaban metiendo en líos: pequeñas travesuras, bromas pesadas. Elena y yo éramos buenas chicas. Unas santitas, en realidad; las monjas nos querían mucho -sonrió -. Estábamos tan unidas como si fuéramos hermanas. Y, como si fuéramos hermanas, había mucha competitividad entre nosotras. Ella siempre fue más bonita.

Leyó la duda en mi rostro.

– De veras. Yo era una niña muy delgadita. Tardé mucho en desarrollarme. Elena era voluptuosa, blandita. Los chicos la seguían a todas partes con la lengua caída. Ya incluso cuando ella tenía once años y yo doce. Mire -buscó en su bolso y sacó una foto. Más memorias fotográficas-. Éstas somos Elena y yo. En la escuela secundaria. Dos chicas estaban recostadas en una pared repleta de pintadas. Vestían uniformes de esos de los colegios católicos: blusas bancas de manga corta, faldas grises y zapatones. Una era pequeñita, delgada y oscura. La otra le pasaba una cabeza, tenía curvas que el uniforme no podía ocultar y una tez sorprendentemente clara.

– ¿Era rubia ella?

– Sorprendente, ¿no? Algún alemán que violó a una antepasada, sin duda. Luego aún se le aclaró más, hasta parecer toda una americana. Se sofisticó, cambió su nombre a Elaine, gastó cantidad de dinero en ropa, en su coche – se dio cuenta de que estaba criticando a la muerta y rápidamente cambió de canción-. Pero, debajo de todo aquello, era una persona con verdaderos valores. Era una maestra realmente dotada… y no hay muchas así. Enseñaba a los niños retardados, ¿sabe?

Las clases que daba Elena no eran para minusválidos, pero sí para niños que tenían problemas para aprender. Esa categoría podía incluirse desde niños brillantes con problemas perceptivos específicos, hasta chavales cuyos problemas emocionales se inmiscuían en el camino hacia el aprender a leer y escribir. El enseñar a los retardados era muy duro. Podía ser una frustración constante o un reto estimulante. Todo dependía de las motivaciones, energía y talento del maestro.

– Elena tenía un verdadero don para hacerles abrirse a ella… esos niños con los que nadie quiere trabajar. Tenía paciencia. Viéndola, uno nunca lo hubiera supuesto: era muy… vistosa. Usaba mucho maquillaje y se vestía en plan provocativo. A veces parecía una furcia, pero no tenía ningún miedo a tirarse por el suelo con los chicos, ni le importaba ensuciarse las manos. Lograba meterse en sus cabezas. Estaba muy dedicada a ellos. Los niños la querían mucho. Mire.

Otra foto. Elena Gutiérrez rodeada por un grupo de niños sonrientes. Ella estaba arrodillada y los niños se le estaban subiendo encima, le tiraban del borde de la falda, le ponían las cabezas en el regazo. Era una joven alta y bien hecha, más guapa que hermosa, con una mirada abierta y natural, con su cabello amarillo en un peinado muy estudiado, que rodeaba un rostro ovalado y contrastaba de forma espectacular con sus facciones hispánicas. Exceptuando esas facciones, ella era la clásica chica de California, el tipo que debiera haber encontrado uno tirada boca abajo en la arena de Malibú, con la parte superior del bikini suelta y la suave espalda morena expuesta al sol. Una chica para los anuncios de colas y las demostraciones de camionetas con el interior decorado, una chica que bajase corriendo al super, con sujetador y un pantalón corto, a por un cartón de seis cervezas. Una chica que no debiera haber acabado como carne maltrecha y sin vida en un cajón refrigerado, en la otra parte de la ciudad.

Raquel Ochoa tomó la foto de mis manos y creí ver celos en su rostro.

– Está muerta – dijo, metiéndola de nuevo en su bolso y frunciendo el entrecejo, como si yo hubiera cometido algún tipo de herejía.

– Parece que la adoraban -comenté.

– Así era. Ahora han puesto en su lugar a una vieja chocha, a la que no le interesa un pimiento enseñar a esos chicos. Lo han hecho ahora que Elena… se ha ido.

Empezó a llorar, usando su servilleta para tapar su rostro a mi mirada. Sus delgados hombros se estremecían. Se hundió en el asiento, como tratando de desaparecer, sollozando.

Me alcé, me coloqué a su lado y le puse los brazos alrededor de sus hombros. Parecía tan frágil como una tela de araña.

– No, no. Estoy bien -pero se acercó más a mí, hundiéndose en las arrugas de mi chaqueta, como haciendo un agujero en el que pasar el largo y frío invierno.

Mientras la abrazaba, me di cuenta de que me agradaba. Olía bien. Tenía entre mis brazos a una persona sorprendentemente sueve y femenina. Tuve la fantasía de alzarla en mis brazos, ligera y vulnerable, y llevarla hasta la cama, en donde podría hacer callar sus gemidos de dolor con la panacea definitiva: el orgasmo. Una fantasía estúpida, porque se necesitaría algo más que una follada y un abrazo para resolver sus problemas. Estúpida porque este encuentro no había sido para eso. Noté un molesto calor y tensión en mi bajo vientre. La tumescencia, alzando su inoportuna cabeza cuando menos se la necesitaba. Sin embargo, la seguí asiendo, hasta que fueron disminuyendo los sollozos y su respiración se tornó regular. Pensando en Robin, la solté al fin y regresé a mi lado de la mesa.

Ella evitó mis ojos, sacó su maquillaje y se arregló la cara.

– Esto ha sido una verdadera tontería.

– No, no lo ha sido. Así es como se hacen las eulogias.

Lo pensó un momento y consiguió mostrar una débil sonrisa.

– Sí, supongo que tiene razón -se inclinó sobre la mesa y colocó una pequeña mano sobre la mía -. Gracias, la echo tanto a faltar.

– Lo comprendo.

– ¿De veras? -apartó la mano, repentinamente enfadada.

– No, supongo que no. Nunca he perdido a nadie que representara tanto para mí. ¿Aceptaría usted un serio intento de lograr empatia?

– Lo lamento, he sido muy mal educada… desde el momento en que apareció usted. Ha sido tan duro; todos esos sentimientos… la tristeza, el vacío, y la ira contra el monstruo que lo hizo… Porque tuvo que ser un monstruo, ¿no?

– Sí.

– ¿Lo cazarán ustedes? ¿Lo cazará ese detective grandote?

– Es un tipo muy capaz, Raquel. A su estilo, es alguien muy dotado. Pero tiene muy poco con lo que ir adelante.

– Sí. Supongo que yo podría ayudarles, ¿no es así?

– Nos iría muy bien.

Encontró un cigarrillo en su bolso y lo encendió con las manos temblorosas. Dio una profunda chupada y lanzó el humo.

– ¿Qué es lo que quiere saber?

– Para comenzar, ¿qué tal si empezásemos con aquello tan sabido: tenía algún enemigo?

– La respuesta también es sabida: no, era una chica muy querida y muy popular. Y, además, quienquiera que hiciese aquello no era conocido de ella; ella no conocía a gente así -se estremeció, enfrentándose a su propia vulnerabilidad.

– ¿Salía con muchos hombres?

– Las mismas preguntas -suspiró-. Salía con unos pocos hombres antes de conocerle a él. Luego, ya sólo eran ellos dos, como pareja.

– ¿Cuándo empezó a verlo?

– Empezó como paciente casi hace un año. Me resulta difícil saber cuándo empezó a acostarse con él. Ella no hablaba conmigo sobre ese tipo de cosas.

Me podía imaginar que la sexualidad había sido un tópico tabú para aquellas dos buenas amigas. Con la educación que habían recibido tenían que haber tenido muchos conflictos. Y, con lo que yo había visto de Raquel y oído de Elena, era seguro que se habían dedicado a resolver esos conflictos de modos muy diferentes: una se había convertido en la chica de las fiestas, la mujer que es de un hombre; la otra, atractiva pero viéndose en conflicto con el mundo. Miré al otro lado de la mesa al oscuro y serio rostro y supe que su cama estaría llena de espinas.

– ¿Le contó que estaba teniendo un asunto?

– ¿Un asunto? Eso era demasiado ligero y aéreo. Él violó su ética profesional y ella picó – echó humo con el cigarrillo-. Ella estuvo hablándome en risitas de él, durante una semana, y luego se puso seria y me dijo lo maravilloso que era. Yo sumé dos más dos y me salió cuatro. Un mes más tarde él ya vino a buscarla a nuestra casa. Ya era oficial.

– ¿Cómo era él?

– Como usted dijo antes, un tipo raro. Demasiado bien vestido: chaqueta de terciopelo, pantalones hechos por un sastre, moreno de lámpara solar, con la camisa desabrochada para enseñar mucho vello del pecho… un vello gris y ensortijado. Sonreía mucho y en seguida empezó a mostrarse familiar conmigo. Me estrechaba la mano y la retenía demasiado tiempo. Se eternizaba con un beso de despedida… claro que no hacía nada de lo que una pudiera acusarle.

Las palabras casi eran idénticas a las que había dicho Roy Longstreth.

– ¿Escurridizo?

– Exactamente. Resbaladizo. Ya antes había buscado ella a ese tipo de gente. Yo no lo podía comprender… era una persona tan buena, tan real. Supongo que eso tiene algo que ver con el que perdiera a su papá cuando era tan niña. No tuvo un buen modelo del rol masculino. ¿Suena esto pausible?

– Seguro -la vida nunca era tan simple como los textos de psicología, pero la gente se sentía bien cuando encontraban respuestas.

– Él era una mala influencia para ella. Cuando comenzó a salir con él fue cuando se tiñó el cabello, se cambió de nombre y se compró toda esa ropa. Incluso fue y se compró uno de esos nuevos coches… un Datsun Z turbo.

– ¿Y cómo se lo podía permitir? -el coche costaba más de lo que ganaba un maestro en un año.

– Si está pensando que quizás él lo pagó, olvídelo. Se lo compró ella, a plazos. Ésa era otra de las cosas típicas de Elena: no tenía ni idea del valor del dinero. Tenía un agujero en la mano, por el que se le escapaba. Siempre bromeaba acerca de que iba a tener que casarse con un tipo rico, para poder pagar sus caprichos.

– ¿Se veían muy a menudo?

– Al principio sólo una o dos veces por semana. Pero hacia el final era como si se hubiera ido a vivir con él, yo ya casi nunca la veía. Sólo pasaba a recoger algunas cosas y a invitarme a que saliera con ellos.

– ¿Y usted aceptaba?

Se sintió sorprendida por la pregunta.

– ¿Bromea? No podía soportar el estar con ellos. Yo tengo mi propia vida. No necesitaba para nada ser la que está de más.

Una vida, sospechaba yo, de dar notas a los exámenes escritos hasta las diez y luego irse a la cama, con el camisón bien abotonado, con una novela de terror y una taza de cacao caliente.

– ¿Tenían amigos, otras parejas con las que se relacionasen?

– No tengo ni idea. Estoy tratando de decirle… que yo me mantenía alejada -una cierta tonalidad apareció en su voz y yo me retiré.

– Ella comenzó como paciente. ¿Tiene usted idea del motivo por el que empezó a ir a un psiquiatra?

– Me dijo que estaba deprimida.

– ¿Y usted no cree que lo estuviera?

– Hay gente con la que es difícil decirlo. Cuando yo me deprimo todo el mundo lo puede ver. Me encierro, no quiero saber nada de nadie. Es como si me hiciese pequeña y me metiese dentro de mí misma. Pero con Elena, ¿quién podía decirlo? No es que tuviera problemas para comer o para dormir, no, simplemente estaba un poco más callada.

– ¿Pero ella decía que estaba deprimida?

– No me lo dijo, hasta después de contarme que estaba yendo a ver a Handler… cuando yo le pregunté el porqué. Me dijo que se sentía hundida, que el trabajo la agobiaba.

Yo traté de ayudarla, pero ella me dijo que necesitaba algo más. Yo nunca fui muy amiga de psiquiatras y psicólogos – sonrió en plan de excusa-. Si una tiene amigos y familiares debería apañarse con ellos.

– Si con eso basta, estupendo. A veces es como dijo Elena, a veces se necesita más.

Ella apagó su cigarrillo.

– Bueno, supongo que es una suerte para ustedes que tanta gente esté de acuerdo con eso.

– Supongo que sí.

Se produjo un silencio incómodo. Lo rompí:

– ¿Le prescribió él alguna medicación?

– No, que yo sepa. Sólo hablaba con ella. Iba a verle cada semana, y después dos veces por semana, cuando murió uno de sus estudiantes. Entonces sí que estaba claro que se sentía deprimida: estuvo llorando durante días enteros.

– ¿Cuándo fue eso?

– Déjeme ver… fue poco después de que empezó a ir a ver a Handler, quizá después de que ya estuvieran saliendo… no lo sé. Hará unos ocho meses.

– ¿Cómo sucedió?

– Un accidente, un atropello. El chico estaba caminando por una carretera oscura por la noche y un auto le golpeó. Eso la destruyó a ella. Había estado trabajando con él durante meses. Era uno de sus milagros: todo el mundo pensaba que era mudo, pero Elena le hizo hablar – agitó la cabeza -. Un milagro. Y que entonces todo se vaya al diablo, así… Es algo tan sin sentido.

– Los padres del chico debieron de quedarse destrozados.

– No, no tenía padres. Era huérfano, venía de La Casa.

– ¿La Casa de los Niños? ¿En Malibú Canyon?

– Seguro. ¿Qué es lo que le sorprende? Nos contratan para darles una educación especial a algunos de sus niños. Lo hacen con varias escuelas locales. Forma parte de un fondo estatal, o algo así. Para ir introduciendo a los niños sin familia en la comunidad.

– No me sorprende nada -mentí -. Lo que sucede es que me parece muy triste que una cosa así le suceda a un huérfano.

– Sí. La vida no es justa -tal declaración pareció darle alguna satisfacción.

Miró a su reloj.

– ¿Algo más? Tengo que irme.

– Una cosa más. ¿Recuerda el nombre del chico que murió?

– Nemeth. Cary o Corey. Algo así.

– Gracias por su tiempo. Me ha sido de mucha ayuda.

– ¿Si? No veo cómo, pero me alegra, si esto le lleva más cerca de ese monstruo.

Tenía una visión tan concreta del asesino, que Milo hubiera sentido envidia.

Fuimos de vuelta a la escuela y la acompañé hasta su coche.

– De acuerdo -dijo ella.

– Gracias de nuevo.

– No hay de qué. Si tiene más preguntas puede volver otra vez -era lo más atrevida que se iba a mostrar… para ella era el equivalente a invitarme a su casa. Me hizo sentir triste, al saber que no había nada que yo pudiese hacer por ella.

– Lo haré.

Sonrió y me tendió la mano. Yo se la estreché, cuidando no retenerla demasiado.

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