16

Si hubiera estado en pie fuera, hubiera tapado el sol.

Tenía un metro noventa y cinco de alto y pesaba más de ciento cincuenta kilos, una montaña con forma de pera, de carne pálida vestida con un traje de color gamuza, camisa blanca y corbata de seda negra del ancho de una toalla para manos de un hotel. Sus zapatos de color tostado eran del tamaño de pequeños botes de vela, sus manos como sacos de arena gemelos. Llenaba el hueco de la puerta. Unas gafas de concha negra colgaban encima de una nariz carnosa que biseccionaba una cara tan aterronada como un pudding de tapioca. Lunares, lobanillos y poros abiertos se abrían camino a lo largo de sus caídas mejillas. Había un toque de África en lo aplanado de su nariz, los labios llenos, tan oscuros y húmedos como el hígado crudo y el cabello de ricitos en caracolillo y del color de las cañerías oxidadas. Sus ojos eran pálidos, casi sin color. Había visto ojos como aquellos antes. En los salmonetes, metidos en cajas entre hielo.

– Doctor Delaware, soy Augustus McCaffrey.

Su mano devoró la mía y luego la liberó. Su voz era extrañamente suave. Por el tamaño que él tenía había esperado algo del estilo de la sirena de un remolcador. Y lo que había surgido era sorprendentemente lírico, apenas si un barítono, suavizado por la cansina cadencia del profundo Sur… Louisiana, supuse.

– Entre, por favor.

Le seguí, como un hindú tras la pista de un elefante, hasta su oficina. Era amplia y con buenas ventanas, pero no más elegantemente montada que la sala de espera. Las paredes estaban cubiertas con la misma imitación de madera y estaban desprovistas de toda decoración, excepto el gran crucifijo de madera que colgaba sobre el escritorio, que era un rectángulo de fórmica y acero que parecía excedente del gobierno. El techo era bajo, de cuadrados blancos perforados, que colgaban de una rejilla de aluminio. Había una puerta tras el escritorio.

Me senté en una de un trío de sillas tapizadas en vinilo. Él se aposentó en una silla giratoria que gruñó en protesta, entrelazó los dedos y se inclinó hacia adelante sobre el escritorio, que ahora parecía uno de esos en miniatura que hacen para los niños.

– Espero que Tim le haya dado una visita completa y haya contestado a todas sus preguntas.

– Me ha sido de una gran ayuda.

– Bien -arrastró la palabra, convirtiéndola en tres sílabas -. Es un joven muy capacitado. Selecciono mi equipo con mucho cuidado.

Entrecerró los ojos.

– Tal como selecciono a todos los voluntarios. Sólo queremos lo mejor para nuestros niños.

Se echó hacia atrás y puso las manos sobre su tripa.

– Me complace sobremanera que un hombre de su talla haya considerado el unirse a nosotros, doctor. Nunca hemos tenido un psicólogo infantil en la Brigada de Caballeros. Tim me dice que está usted jubilado.

Me contempló jovialmente. Estaba claro que esperaba que yo explicase mi situación.

– Sí. Así es.

– Hum – se rascó tras una oreja, aún sonriendo. Esperando. Yo le devolví la sonrisa.

– ¿Sabe? -dijo al fin -, cuando Tim mencionó su visita pensé que su nombre me resultaba familiar, pero no lograba situarlo. Luego me vino de repente, justo hace unos momentos. Usted dirigió aquel programa para esos niños que fueron víctimas del escándalo en la guardería, ¿no es así?

– Sí.

– Un trabajo maravilloso. ¿Qué tal van esos chicos?

– Muy bien.

– Usted… se retiró justo después de que el programa se hubo acabado, ¿no es cierto?

.

La enorme cabeza se agitó tristemente.

– Un asunto muy penoso. Si no recuerdo mal el hombre aquel se mató.

– Lo hizo.

– Doblemente trágico. Los pequeñines maltratados de aquel modo y la vida de un hombre echada a perder sin posibilidad de salvación. O… -sonrió -, para usar un término más secular, sin posibilidad de rehabilitación. Son exactamente lo mismo, la salvación y la rehabilitación, ¿no lo cree usted así, doctor?

– Puedo ver similitudes en ambos conceptos.

– Ciertamente, todo depende de la perspectiva de cada uno. Le confieso – suspiró -, que a veces encuentro difícil el divorciarme de mi entrenamiento religioso, cuando estoy enfrentándome con temas referentes a las relaciones humanas. Naturalmente, debo esforzarme en hacerlo, visto el aborrecimiento que muestra nuestra sociedad incluso a la más mínima relación entre Iglesia y Estado.

No estaba protestando. El ancho rostro estaba insuflado con una gran calma, nutrido por el dulce fruto del martirio. Parecía en paz consigo mismo, tan contento como un hipopótamo puesto al sol en un charco de barro.

– ¿Cree usted que ese hombre… el que se mató… podría haber sido rehabilitado? -me preguntó.

– Es difícil de decir. Yo no le conocí. Aunque las estadísticas sobre el tratamiento de pedófilos de toda la vida no son demasiado animadoras.

– Las estadísticas -jugueteó con la palabra, dejandola rodar lentamente por su lengua. Le encantaba el sonido de su propia voz -. Las estadísticas son números fríos, ¿no es así? Con ninguna consideración hacia el individuo. Y, según me ha informado Tim, en un nivel matemático las estadísticas no tienen relevancia alguna para el individuo. ¿Es eso correcto?

– Cierto.

– Cuando la gente cita estadísticas me recuerda aquel chiste acerca de la mujer Okie… los chistes sobre los Okies, la gente de Oklahoma, estaban muy de moda antes de que usted naciese. Resulta que esa Okie había dado a luz a diez niños con relativa ecuanimidad, pero se mostró muy agitada al enterarse de que estaba preñada con el onceavo. Su doctor le preguntó el porqué, después de haber pasado por las labores del encontrarse en estado y parir en diez ocasiones, se mostraba repentinamente tan desmoralizada. Y ella le contestó que había leído que cada onceavo niño nacido en Oklahoma era indio, y que, ¡maldita sea si ella iba a criar a un piel roja!

Se rió, con su tripa agitándose, los ojos rendijas oscuras. Sus gafas se le deslizaron por la nariz y él las volvió a subir.

– Eso, doctor, resume mi punto de vista acerca de las estadísticas. ¿Sabe? La mayor parte de los niños de La Casa eran estadísticas antes de llegar aquí… números de historial de un doctor en los archivos del Tribunal de Protección de Menores, códigos para que los encargados de casos del Departamento de Servicios Sociales los catalogasen, valoraciones en los tests del Cociente de Inteligencia. Y todos esos números decían que no había esperanza para ellos. Pero nosotros los cogemos y trabajamos extenuantemente para transformar esos números en pequeños individuos. A mí no me importa el Cociente de Inteligencia de un niño, yo lo que quiero es ayudarle a que pueda reclamar su derecho de nacimiento a ser un ser humano: las oportunidades, una salud y un bienestar básicos y, si me permite un lapsus de clérigo, un alma. Pues hay un alma en cada uno de esos niñitos, aun en los que sólo funcionan a un nivel vegetativo.

– Estoy de acuerdo en que es bueno el no estar limitado por los números -su hombre, Kruger, había hecho buen uso de las estadísticas cuando éstas le iban bien para sus propósitos y hubiera apostado a que La Casa empleaba uno o dos ordenadores para listar los números correctos, cuando la ocasión lo requería.

– Nuestro trabajo consiste en efectuar cambios. Es algún tipo de alquimia. Y es por esto que los suicidios… cualquier tipo de suicidio, me entristecen tan profundamente. Pues todos los hombres son capaces de salvarse. Ese hombre era un perdedor, en el sentido más definitivo de la palabra. Pero, naturalmente -bajó la voz -, el que abandona se ha convertido en el arquetipo del hombre moderno, ¿no es así doctor? Se ha puesto de moda el alzarse de hombros en signo de impotencia, tras una mínima simulación de esfuerzo. Todo el mundo desea soluciones rápidas y sin esfuerzo.

Incluyendo, no cabía duda alguna, aquellos que se jubilaban a los treinta y dos.

– Cada día suceden milagros, justo en este lugar. Chicos que habían sido dados por casos perdidos ganan un nuevo sentido de sí mismos. Un crío que no sabe dominarse aprende a controlar sus tripas -hizo una pausa, tal cual un político tras una frase que merece un aplauso -. Los niños llamados retrasados aprenden a leer y escribir. Milagros pequeños, quizá, cuando se los mide con los del Hombre caminando sobre la Luna, o quizá no.

Sus cejas se arquearon, los gruesos labios se abrieron para mostrar unos dientes de caballo, muy separados entre sí.

– Naturalmente, doctor, si usted cree que la palabra milagro es indebidamente sectaria, podemos sustituirla por éxito. Ésa sí es una palabra con la que puede identificarse el americano medio: el éxito.

Viniendo de cualquier otro, podría haber sido un sermón de baratillo, propio de uno de esos predicadores dominicales de tres al cuarto. Pero McCaffrey era bueno y sus palabras tenían la convicción de alguien que ha sido ordenado para que lleve a cabo una misión sagrada.

– ¿Podría preguntarle -me interrogó con tono placentero-, por qué se retiró usted?

– Quería tener un cambio de ritmo, Reverendo. Tiempo para ordenar mi tabla de valores.

– Le comprendo. La reflexión puede ser profundamente valiosa. Sin embargo, espero que no se ausente usted por demasiado tiempo de su profesión. Necesitamos gente buena en su campo.

Aún estaba predicando, pero ahora estaba mezclando el sermón con una dosis de masaje a mi ego. Comprendí por qué lo apreciaban tanto los jefazos de las grandes empresas.

– De hecho, he empezado a echar en falta el trabajar con niños. Que es el motivo por lo que me he puesto en contacto con ustedes.

– Excelente, excelente. La pérdida de la psicología será en nuestro beneficio. Usted trabajó con el Pediátrico del Oeste, ¿no es así? Creo recordar haberlo leído en el periódico.

– Allí y en una consulta particular.

– Es un hospital de primera. Enviamos allí a muchos de nuestros niños cuando surge la necesidad de cuidados médicos. Estoy relacionado con varios de los médicos de su plantilla y muchos de ellos han sido muy generosos… en la entrega de sí mismos.

– Son unos hombres muy ocupados, Reverendo; debe usted de ser muy persuasivo.

– En realidad no; no obstante, me doy perfecta cuenta de la existencia de una necesidad humana básica de dar, o si lo prefiere, de una motivación altruística. Sé que esto choca de frente con la psicología moderna, que limita la noción de la motivación a la autogratificación, pero estoy convencido de que tengo la razón. El altruismo es algo tan básico como el hambre y la sed. Usted, por ejemplo, satisfizo sus propias necesidades altruísticas dentro de los límites de su profesión elegida. Pero, cuando dejó de trabajar, volvió ese hambre. Y -abrió los brazos -, aquí está.

Abrió un cajón de su escritorio, sacó un opúsculo y me lo entregó. Era muy deslumbrante y estaba muy bien hecho, tan cuidado como el informe trimestral de un conglomerado industrial.

– En la página seis podrá ver una lista parcial de nuestro directorio.

La hallé. Para ser una lista parcial era impresionante, extendiéndose a todo lo largo de la página y en letra pequeña. Y resultaba deslumbradora: incluía dos supervisores del condado, un miembro del consejo municipal, el alcalde, jueces, filántropos, grandes nombres del mundo del espectáculo, abogados, hombres de negocios y muchos médicos, algunos de cuyos nombres reconocí. Como L. Willard Towle.

– Todos esos son hombres muy atareados, doctor. Y, sin embargo, hallan el tiempo necesario para nuestros niños. Porque sabemos llegar hasta el recurso interno, la fuente del altruismo.

Fui pasando páginas. Había una carta de recomendación del gobernador, muchas fotos de chavales pasándoselo bien, y aún más fotos de McCaffrey. Su enorme masa aparecía con un traje de mil rayas en el show televisivo de Donahue, con smoking en una gala benéfica en el Music Center, con chandal y un grupo de sus jóvenes en la línea de llegada de las Olimpiadas Especiales. McCaffrey con personalidades de la televisión, con líderes del movimiento por los derechos civiles, con cantantes de música country y presidentes de bancos.

A mitad del folleto encontré a McCaffrey fotografiado en una sala que reconocí como el salón de conferencias del Pediátrico del Oeste. Junto a él, con el cabello cano brillando, estaba Towle. Al otro lado había un hombrecillo, con aspecto de rana, cuadrado, hosco incluso cuando sonreía. Era el tipo con ojos a lo Peter Lorre cuya fotografía había visto en la consulta de Towle. El texto bajo la foto lo identificaba como el Honorable Edwin G. Hayden, juez supervisor del Tribunal de Protección de Menores. La ocasión era la charla que había dado McCaffrey al equipo médico sobre: «La asistencia social a los niños: pasado, presente y futuro».

– ¿Está muy implicado en La Casa el doctor Towle? – pregunté.

– Pertenece a nuestro Comité y es uno de los médicos que hacen un trabajo rotatorio. ¿Lo conoce usted?

– Nos hemos visto. De un modo casual. Pero le conozco muy bien por su reputación.

– Sí, es toda una autoridad en la pediatría del comportamiento. Sus servicios nos son muy valiosos.

– Estoy seguro de ello.

Pasó el siguiente cuarto de hora enseñándome su libro, un volumen impreso localmente, de tapas blandas y lleno de lugares comunes muy edulcorados y una parte gráfica de primer orden. Le compré un ejemplar, por quince pavos, después de que me largó una versión más sofisticada de la petición de dinero envuelta en palabrería que antes me había soltado Kruger. El ambiente de la oficina, con sus muebles que parecían comprados en un saldo, daba credibilidad a su petición. Además, me había aprobado en lo que a pensamiento positivo se refería y aquél parecía un precio bajo por un descanso en el acoso.

Tomó los tres billetes de cinco dólares, los dobló y los metió ostentosamente en un cepillo para limosnas que tenía sobre su escritorio. El receptáculo estaba empapelado con el dibujo de un niño de aspecto solemne con unos ojos que rivalizaban con los de Melody Quinn en tamaño, luminosidad y la habilidad de proyectar una sensación de dolor interno.

Se puso en pie, me dio las gracias por haber venido y tomó mi mano entre las dos suyas.

– Espero verle pronto de nuevo, doctor. Ahora era mi turno de sonreír.

– De eso puede estar seguro, Reverendo.

La Abuela me estaba aguardando y, en cuanto entré en la sala de espera vino con un montón de impresos unidos por grapas y un par de lápices del número dos y punta muy afilada.

– Puede llenar esto aquí mismo, doctor Delaware – me dijo dulcemente.

Yo miré mi reloj.

– Uff, es mucho más tarde de lo que me imaginaba. Tendré que irme a toda prisa.

– Pero… -enrojeció.

– ¿Qué le parece si me da todo eso, para que me lo lleve a casa? Los llenaré y se los mandaré por correo.

– ¡Oh, no! ¡No puedo permitírselo! ¡Éstos son tests psicológicos! -apretó los papeles contra su pecho-. Las reglas dicen que tiene usted que llenarlos aquí.

– Bueno, pues entonces tendré que volver en otra ocasión – hice gesto de irme.

– Espere. Deje que se lo pregunte a alguien. Le preguntaré al Reverendo Gus si es…

– Me dijo que se iba a retirar para un período de meditación. No creo que desee que le molesten.

– Oh -estaba desorientada-. Tengo que preguntárselo a alguien. Espéreme aquí, doctor, y encontraré a Tim.

– Seguro.


Cuando se hubo ido, me deslicé por la puerta sin que nadie me viera.

El sol ya casi se había puesto. Era ese período de transición del día, cuando la paleta de colores diurnos va siendo rascada lentamente, con los colores desapareciendo para revelar una capa gris, ese segmento ambiguo del crepúsculo cuando todo se ve como un poco borroso en los bordes.

Caminé hacia mi coche, desconcertado. Había pasado tres horas en La Casa y había aprendido poco más que el Reverendo Augustus McCaffrey era un viejo astuto con unas glándulas carismáticas superactivas. Se había tomado el tiempo necesario para examinarme y había querido que yo me diese cuenta de ello. Pero sólo un paranoico hallaría algo ominoso en aquello. Estaba fanfarroneando, demostrándome lo bien informado y preparado que estaba. Lo mismo se podía decir de su ostentación de la abundancia de amigos que tenía en altos cargos. Era un puro flexionar los músculos psicológicos. El poder respetaba al poder, la fuerza gravitaba hacia la fuerza. Cuantas más conexiones pudiera mostrar McCaffrey más iba a lograr. Y aquél era el camino hacia la pasta abundante. Esto y los limosneros decorados con enanitos de ojos tristes.

Tenía la llave en la puerta del Seville y estaba de cara al campus de la institución. Se veía vacío y silencioso, como una granja bien llevada después de que se había hecho todo el trabajo. Probablemente era la hora de cenar, con los chicos en la cafetería, los consejeros vigilándoles y el Reverendo Gus soltándoles una elocuente bendición.

Me sentía como un tonto.

Estaba a punto de abrir la puerta cuando capté un movimiento cerca de la arboleda del Bosquecillo, a varios cientos de metros en la distancia. Era difícil estar seguro, pero creí ver una lucha, oír el sonido de gritos apagados.

Puse las llaves del coche otra vez en mi bolsillo y dejé que el ejemplar del libro de McCaffrey cayese a la grava. Ño había nadie más a la vista, excepto el guardia en la garita de la entrada y su atención estaba enfocada en la dirección opuesta. Necesitaba acercarme sin ser visto. Cuidadosamente, recorrí el camino que bajaba la colina en la que se hallaba el aparcamiento, manteniéndome a la sombra de los edificios siempre que me era posible. Las formas en la distancia se estaban moviendo, pero lentamente.

Me apreté contra la pared rosa flamenco del dormitorio situado más al sur, que era lo más lejos que podía llegar sin abandonar la cobertura. El suelo estaba húmedo y reblandecido, el aire podrido con los vapores que salían de un cercano contenedor de basuras. Alguien había tratado de escribir JODER en la pintura rosa, pero el metal ondulado era una superficie hostil y sólo había admitido rasguños, como de uña de pollo. Ahora los sonidos eran más fuertes y más claros, y eran definitivamente gritos de dolor… sonidos animales, quejumbrosos y fuertes.

Pude ver tres siluetas, dos grandes y una mucho más pequeña. La pequeña parecía estar caminando en el aire.

Me acerqué más, centímetro a centímetro, atisbando por la esquina. Las tres figuras pasaron ante mí, quizá a unos diez metros de distancia, moviéndose a lo largo del borde sur de la institución. Caminaban a través del cemento que rodeaba a la piscina y llegaron bajo la iluminación de una luz amarilla antiinsectos que estaba fijada al alero de la caseta de la piscina.

Fue entonces cuando los vi claramente, como congelados en un destello de la luz limón.

La figura pequeña era Rodney y parecía suspendida porque estaba siendo llevada en el firme abrazo de Halstead, el entrenador, y de Tim Kruger. Lo aferraban por debajo de los brazos, con lo que sus pies colgaban a centímetros por encima del suelo.

Eran unos hombres fuertes, pero el chico estaba luchando con ellos. Se estremecía y pateaba como un hurón atrapado en un cepo, abría su boca y lanzaba un gemido sin palabras. Halstead apretaba una peluda mano sobre la boca, pero el chico lograba soltarse y gritaba de nuevo. Halstead lo amordazaba otra vez y siguieron así hasta que desaparecieron de mi línea de visión; los sonidos alternos de los gritos y los gruñidos apagados era como un enloquecido solo de trompeta que fue haciéndose más débil y al final se perdió en la lejanía.

Entonces sólo hubo silencio y yo estuve solo, con la espalda contra la pared, bañado en sudor, con la ropa mojada y pegada a mi cuerpo. Quería realizar algún acto heroico, romper la atontadora inercia que se había solidificado alrededor de mis tobillos como si fuera cemento de secado rápido.

Pero yo no podía salvar a nadie. Era un hombre que estaba fuera de su elemento. Si los seguía, habría una explicación racional para todo y una manada de guardias para llevarme rápidamente afuera, tomando cuidada nota de mi cara para que nunca más se abrieran las puertas de La Casa ante ella.

No me lo podía permitir, aún no.

Así que allí me quedé, pegado a la pared, enraizado en aquel silencio de ciudad fantasma, sintiéndome mal e inerme. Apreté los puños hasta que me hicieron daño y escuché el seco y urgente sonido de mi propia respiración, que era como el raspar de botas contra los tochos de callejones.

Forcé la imagen del forcejeante chico fuera de mi mente.

Cuando estuve seguro de que nadie me veía, regresé a hurtadillas a mi coche.

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