28

El Seville funcionaba, pero un tanto estremecidamente, a consecuencia del Grand Prix con Halstead. Además, era demasiado conspicuo para lo que me proponía. Lo dejé en un aparcamiento en Westwood Village, caminé dos manzanas hasta un alquiler de coches Budget y tomé un compacto japonés color marrón oscuro, una de esas cajitas cuadradas de plástico que, según dicen, están empapeladas con una película de metal. Le llevó quince minutos el recorrer el tráfico de un lado al otro del Village. Me metí en el garaje de la Bullocks, cerré la pistola en la guantera y me fui de compras.

Me compré un par de tejanos, calcetines gruesos, zapatos con suela de crepé, un jersey de cuello de cisne color azul marino, y un canguro del mismo color. Todo lo que había en los almacenes estaba protegido con pinzas de plástico de alarma magnética y a la vendedora le llevó varios minutos el liberar mis prendas, después de que hubiera tomado mi dinero.

– Vaya un mundo maravilloso – murmuré entre dientes.

– Si cree que esto es malo, ha de saber que tenemos los artículos caros, las pieles, el cuero, cerrados bajo llave. De lo contrario se los llevarían en un abrir y cerrar de ojos.

Intercambiamos recriminaciones de personas decentes, y tras ser informado de que probablemente estaba bajo vigilancia visual, decidí no cambiarme en el probador de la planta.

Eran justo las seis y algo, y ya era oscuro cuando salí de la tienda. Justo el tiempo de comerme un pepito de ternera, ensalada con queso fresco, helado de vainilla y mucho café y contemplar el cielo sin estrellas desde un restaurante rápido familiar en West Pico. A las seis treinta pagué la nota y entré en el lavabo de caballeros del restaurante para cambiarme. Mientras me estaba poniendo la nueva ropa vi un trozo de papel doblado en el suelo. Lo tomé. Era la copia del artículo sobre el accidente de Lilah Towle, que me había entregado Margaret Dopplemeier. Traté de nuevo de leerlo, pero no con mucho mayor éxito. Fui capaz de descubrir algo acerca de la Guardia Costera y las altas mareas, pero nada más. Lo volví a meter en el bolsillo de la chaqueta, me ajusté la ropa y me dispuse a dirigirme a Malibú.

Había un teléfono de pago en la parte de atrás de la cafetería, y lo usé para llamar a la comisaría del Oeste de Los Ángeles. Pensé en dejarle un mensaje en una especie de clave a Milo, pero recapacité, y decidí preguntar por Delano Hardy. Después de que me hicieran esperar durante cinco minutos, finalmente me dijeron que estaba en la calle. Dejé el mensaje en clave para él y me dirigí a Malibú.

El tráfico iba lento, pero yo ya había pensado en esto cuando había preparado mi horario. Llegué a la Rambla Pacífica justo antes de las siete y al cartel de carreteras que indicaba La Casa de los Niños diez minutos más tarde. El cielo estaba vacío y negro, como una gota que cae por un pozo sin fondo. Un coyote aulló desde una cañada lejana. Pájaros nocturnos y murciélagos aleteaban y chillaban. Cerré las luces y conduje un par de kilómetros y medio a puro tacto. No era tan difícil, pero el pequeño coche resonaba en cada bache y desnivel de la ruta, y transmitía las ondas de choque directamente a través de mi esqueleto.

Me detuve a algo menos de un kilómetro de la desviación hacia La Casa. Eran las siete y cuarto. No había otros coches en el camino. Rogando que aquello siguiera igual, puse el coche perpendicular a la ruta, bloqueando ambos carriles: con las ruedas traseras dando cara a la depresión que bordeaba la carretera, las delanteras hacia el espeso matorral que había al oeste. Me quedé sentado en el oscuro compartimento, con la pistola en la mano, aguardando.

A las siete veintitrés oí el ruido de un motor que se acercaba. Un minuto más tarde aparecieron los faros cuadrados delanteros del Lincoln, a medio kilómetro carretera arriba. Salté fuera del coche, corrí a ocultarme en el matorral y me quedé allá acurrucado, conteniendo el aliento.

Vio el coche vacío demasiado tarde y tuvo que frenar en seco, con gran chirrido de los neumáticos. Dejó el motor en marcha, con las luces puestas, y caminó al largo haz de éstas, maldiciendo. El cabello blanco brillaba plateado. Vestía un blasier cruzado, color negro carbón, sobre una camisa blanca con el cuello desabrochado, así como pantalones negros de franela y zapatos blancos y negros de golf, con adornos colgando del empeine. Ni una mancha, ni una arruga.

Pasó una mano a lo largo del flanco del pequeño coche, tocó el capó y se inclinó hacia el interior, por la abierta puerta del lado del conductor.

Fue entonces cuando me puse en pie, silencioso en mis zapatos de crepé, salté hacia él y le puse el cañón del revólver entre los omoplatos.

Por cuestiones tanto estéticas como de principios, odio las armas de fuego. Mi padre las adoraba, las coleccionaba. Primero tuvo las Luger que se había traído a casa como recuerdos de la Segunda Guerra Mundial. Luego fueron los rifles de caza mayor, las escopetas, las pistolas automáticas compradas en las tiendas de empeños, un viejo y herrumbroso Colt 45, pistolas italianas de aspecto letal, con largos cañones y cachas grabadas, pequeñas calibre 22 de acero pavonado. Todas ellas amorosamente expuestas en el salón de juegos, tras el cristal de una gran caja expositora en madera de cerezo. La mayor parte de ellas cargadas, y el viejo jugueteando con ellas mientras veía la tele. Y llamándome a su lado para mostrarme los detalles de construcción, las bellezas de su ornamentación; y hablarme de la velocidad en la recámara, del calibre, las estrías del cañón, el largo de éste, la capacidad del barrilete o cargador. El olor del aceite de máquina. El olor de cerillas quemadas que impregnaba sus manos. De pequeño tenía pesadillas en las que las armas dejaban sus perchas en la exposición, con animales que se escapasen de sus jaulas, adquiriendo instintos propios, ladrando y gruñendo…

En una ocasión tuvo una pelea con mi madre, una de esas aparatosas y muy gritonas. Lleno de ira, había ido a la vitrina y había tomado lo primero que le había venido a mano… una Luger. Teutónicamente eficiente. La había apuntado con ella. Aún lo podía ver: ella gritando, «¡Harry!»; y él dándose cuenta de lo que estaba haciendo… horrorizado, dejando caer el arma como si fuera un ser marino venenoso; abrazándose a ella, tartamudeando excusas. Nunca volvió a hacerlo, pero el recuerdo de aquello le cambió, los cambió… y me cambió. Yo, con mis cinco años de edad, agarrado a mi mantita, que lo había visto todo, medio oculto por la puerta. Desde entonces he odiado las pistolas. Pero, en aquel momento, me encantaba la sensación de agarrar el revólver calibre 38 mientras lo hundía contra la tela del blasier de Towle.

– Entre en el coche – susurré-. Siéntese tras el volante y no se mueva o le reviento las tripas a balazos.

Me obedeció. Rápidamente corrí hasta el asiento del pasajero y me senté junto a él.

– ¡Usted! -exclamó.

– Ponga en marcha el motor -le clavé la pistola en el costado, con más fuerza de lo necesario.

El cochecito tosió, poniéndose en marcha.

– Llévelo al costado de la ruta, de modo que la puerta del conductor quede pegada contra aquella roca. Luego apague el motor y tire las llaves por la ventana -hizo lo que le ordenaba, con su noble perfil sereno.

Salí y le ordené que hiciera lo mismo. Del modo en que le había hecho aparcar, la salida por su lado quedaba bloqueada por quince metros de granito. Se deslizó hasta el lado del pasajero y se quedó, quieto y estoico, junto al camino.

– Las manos arriba.

Me dio una mirada de superioridad y obedeció.

– Esto es indignante -se quejó.

– Use una mano pasa sacar sus llaves del coche del bolsillo, y tírelas suavemente al suelo, hacia aquí -apunté a un lugar a unos tres metros de distancia. Manteniéndole apuntado con el revólver, las recogí.

– Camine hacia su coche, coloqúese en el asiento del conductor. Ponga las dos manos en el volante, donde yo las pueda ver.

Le seguí hasta el Lincoln. Me metí en la parte de atrás, justo detrás de él y le coloqué el cañón de la pistola en la parte hueca que hay en la base del cráneo.

– Usted conoce la anatomía humana -le dije suavemente-. Una bala en la medulla oblongata y las luces se apagan para siempre.

No dijo nada.

– Ha hecho usted un trabajo excelente para echar a perder su vida y la de un montón de gente. Y ahora todo eso le va a caer encima. Lo que le voy a ofrecer es una posibilidad de redimirse, en parte. Por una vez salvar una vida, en lugar de destruirla.

– He salvado muchas vidas en el curso de la mía. Soy médico.

– Lo sé. Es usted un santo sanador. ¿Dónde estaba usted cuando había que haber salvado a Cary Nemeth?

Un sonido seco, como un graznido, surgió de muy dentro de él. Pero mantuvo su compostura.

– Lo sabe todo, ¿no es así?

– Casi todo. El primo Tim puede ser un verdadero charlatán cuando las circunstancias lo requieren -le di algunos ejemplos de lo que sabía. Seguía sereno, estoico, con las manos fundidas al volante, como un maniquí de cabello cano, colocado para una exhibición. Seguí-: Usted ya conocía mi nombre antes de que fuera a verle, por lo de Hickle. Así que, cuando le llamé me invitó a ir a su consulta, para ver cuánto me había contado Melody. Entonces aquello no tuvo sentido para mí, el que un pediatra muy atareado buscara el tiempo necesario para recibirme y tener una charla cara a cara. Todo lo que hablamos allá lo podríamos haber dicho por teléfono. Pero usted quería sonsacarme. Y luego trató de bloquear mi camino.

– Usted tenía la reputación de ser un joven muy persistente – me explicó-. Y las cosas se estaban acumulando.

– ¿Las cosas? ¿No querrá decir los cadáveres?

– No hay necesidad de ser melodramáticos -hablaba como uno de esos androides que tienen en Disneylandia: con una voz plana, sin inflexiones, desprovista de toda duda.

– No estoy intentándolo ser. Pero sucede que aún me ponen nervioso los asesinatos múltiples: el niño Nemeth, Elena Gutiérrez, Morry Bruno. Y ahora Bonita Quinn y el bueno de Ronnie Lee.

A la mención de este último nombre tuvo un pequeño, pero visible sobresalto.

– ¿Acaso la muerte de Ronnie Lee le preocupa particularmente?

– No conozco ese nombre. Eso es todo.

– Ronnie Lee Quinn. El ex marido de Bonita y padre de Melody. R.L. Un tipo rubio, alto, con aspecto de loco, con un lado del cuerpo deforme. Hemipáresis. Con el acento sureño de McCaffrey seguro que el R.L. lo pronunciaba como si fuera Earl.

– ¡Ah! -dijo, complacido de que las cosas volvieran a tener sentido de nuevo-. Un tipo repugnante. No se lavaba. Recuerdo haberle visto una o dos veces.

Protoplasma- que- no- vale- una- mierda, ¿no es así?

– Es usted quien lo ha dicho.

– Era uno de los matones de McCaffrey de los tiempos de Méjico, lo había traído aquí para que le hiciera uno o dos trabajillos sucios. Probablemente quería ver a su hija, así que McCaffrey la halló a ella y a Bonita, para tenerlo contento. Luego se le ocurrió cómo podría encajarla a ella también. No era muy brillante esa Bonita, ¿verdad? Seguro que pensó que usted era Santa Claus, cuando le consiguió aquel trabajo de encargada en la propiedad de Minassian.

– Estaba agradecida -dijo Towle.

– Le estaba haciendo un gran favor. La puso allí para así poder tener acceso al apartamento de Handler. Siendo la encargada, ella tenía una llave maestra. Y entonces, la siguiente vez que está en su consulta para la visita de Melody, va y «pierde» su bolso. Es fácil hacerlo, la señora tiene la mente a pájaros. Siempre estaba en las nubes, así es como me lo dijo la recepcionista de su consultorio. Siempre estaba perdiendo cosas. En tanto, usted se hace con la llave, y los monstruos de McCaffrey pueden entrar a por todo lo que buscan: mirar de encontrar las cintas, hacer unos cuantos cortes y rajas. Y todo sin que la pobre Bonita abra boca, ni siquiera cuando ya no sirve para nada más y acaba como abono para la cosecha de verduras de la próxima temporada. Una mujer sin importancia. Más protoplasma- que- no- vale- una- mierda.

– No tenía que haber sucedido así. Eso no estaba en los planes.

– Ya sabe lo que dicen: incluso los planes mejor trazados, y todas esas cosas.

– Es usted un joven muy sarcástico. Espero que no lo sea con sus pacientes.

– Ronnie Lee acaba con Bonita… quizá lo hiciera porque McCaffrey se lo dijo, o tal vez fue para saldar una vieja deuda. Pero entonces McCaffrey también se ha de deshacer de Ronnie Lee porque, a pesar de lo malvado que es, quizá ni él soporte ver como muere su hija.

– Es usted muy brillante, Alex -me dijo -, pero ciertamente ese sarcasmo es una faceta muy poco atractiva de su personalidad.

– Gracias por el consejo. Sé que es usted todo un experto en buenos modales.

– De hecho lo soy. Y me enorgullezco de ello. Obtengo rápidamente una buena relación con los niños y su familia, por muy distinto que sea su medio ambiente del mío. Ése es el primer paso para poder facilitar un buen cuidado médico. Esto es lo que les digo a los estudiantes, cuando doy mi clase de Introducción a la Medicina Clínica en la sección pediátrica.

– Fascinante.

– Los estudiantes hablan muy bien de la forma en que les enseño. Soy un buen maestro.

Le presioné un poco más con el 38. Separé sus cabellos plateados, pero él no se inmutó. Olía su tónico capilar, a clavos y lima.

– Ponga en marcha el coche y llévelo al borde de la carretera. Justo detrás de ese eucalipto gigante.

El Lincoln rugió y rodó, luego se detuvo.

– Apague el motor.

– No sea rudo -me dijo-. No tiene necesidad de intentar intimidarme.

– Apagúelo, Will.

– Doctor Towle.

– Doctor Towle.

El motor se calló.

– ¿Resulta necesario mantener esa cosa contra mi nuca?

– Soy yo quien hace las preguntas.

– Me parece innecesario, superfluo. No estamos en una de esas películas de Oeste de clase B.

– No, esto es mucho peor. La sangre es real y nadie se levanta y se marcha del plató cuando termina la escena.

– Más melodrama. Una palabra curiosa, melodrama.

– Deje de jugar con las palabras -le dije, irritado.

– ¿Jugar? ¿Estamos jugando? Pensé que sólo los niños jugaban: a las escondidas, a saltar la comba -su voz se alzó aguda.

– Los adultos también juegan -afirmé-. Juegos poco agradables.

– Los juegos. Los juegos ayudan a los niños a mantener la integridad de sus egos. He leído eso en alguna parte… ¿Ha sido Erikson? ¿Piaget?

O bien Kruger no era el único actor de la familia, o estaba pasando algo para lo que yo no me había preparado.

– Anna Freud -susurré.

– Sí, Anna. Una excelente mujer. Me habría encantado conocerla. Pero los dos estamos tan ocupados… Es una pena… El ego debe de mantener su integridad. A cualquier costo. -Permaneció en silencio por un minuto, luego-: Tengo que mandar limpiar estos asientos, veo manchitas en el cuero. Y ahora ya fabrican un buen limpiador para el cuero, lo vi en el lavacoches.

– Melody Quinn -dije, tratando de recuperarle -. Debemos salvarla.

– Melody. Una niña bonita. Una niña bonita es como una melodía. Una niñita bonita. Casi me resulta familiar…

Seguí hablando con él, pero no dejaba de marcharse. Minuto a minuto iba en regresión, con su palabrería convirtiéndose en más y más incoherente y fuera de todo contexto, de modo que al final, aquello era una ensalada de palabras, sin orden ni concierto. Parecía estar sufriendo y su aristocrático rostro estaba contraído por el dolor. Cada pocos minutos repetía la frase: «El ego debe de mantener su integridad», como si fuera un dogma del catecismo.

Lo necesitaba para entrar en La Casa, pero en su actual estado me resultaba inútil. Empecé a dejarme llevar por el pánico. Sus manos seguían en el volante, pero estaban temblando.

– Pildoras – me dijo.

– ¿Dónde?

– Bolsillo…

– Adelante… -le dije, no sin sospechas -, meta la mano y sáquelas. Las pildoras y nada más. No tome demasiadas.

– No… dos pildoras… es la dosis recomendada… nunca más… dijo el cuervo… nunca más.

– Tómelas.

Mantuve la pistola apuntándole. Bajó una mano y sacó una botellita no muy distinta a la que había contenido la Ritalina de Melody. Cuidadosamente dejó caer dos tabletas blancas sobre su mano, cerró el frasco y se lo guardó.

– ¿Agua? -preguntó, con voz de niño.

– Tómeselas en seco.

– Lo haré… es molesto. Se tragó las pildoras.


Kruger había tenido razón: era bueno dosificando. Al cabo de doce minutos, según mi reloj, tenía mucho mejor aspecto y empezaba a hablar coherentemente. Pensé en la tensión que sufría cada día, manteniendo su posición pública. No me cabía duda que el hablar de los asesinatos había acelerado el deterioro.

– Que tonto he sido… al saltarme la dosis de la tarde; nunca me olvido.

Le observé con mórbida fascinación, contemplando los cambios en su modo de hablar y comportamiento, mientras los productos químicos psicoactivos se apoderaban de su sistema nervioso central, tomando buena nota del gradualmente incrementado período de atención, los disminuyentes non sequiturs, la restauración del modo de conversación de adulto. Era como atisbar por un microscopio y contemplar la mitosis de un organismo primitivo, convirtiéndose en algo mucho más complejo.

Cuando los efectos de la droga aún estaban en sus estados iniciales, me dijo:

– He hecho… muchas cosas malas. Gus me ha hecho hacer cosas malas. Lo que es un grave error… para un hombre de mi categoría. Para alguien de mi alcurnia.

No le contesté.

Al fin ya estaba lúcido. Alerta, aparentemente no perjudicado por el incidente.

– ¿Qué es eso, Torazina? -le pregunté.

– Una variante. Desde hace ya un tiempo me receto los fármacos yo mismo. Probé con un cierto número de fenotiacinas… la Torazina me iba bien, pero me dejaba somnoliento. No podía aceptar aquello mientras estaba atendiendo a mis pacientes… No estaría bien que se me cayera un bebé de las manos. No, no podía aceptar nada así. ¡Qué horror, dejar caer un bebé! Éste es un nuevo fármaco, muy superior a los otros. Experimental. Me lo manda directamente el fabricante. Uno sólo tiene que escribir pidiendo muestras y usar su papel impreso con el título de doctor… no hay ni que justificar ni que explicar. A ellos les encanta complacernos… tengo un suministro adecuado. No obstante, debo tomarme la dosis de la tarde, o todo se vuelve confuso… eso es lo que ha sucedido, ¿no es así?

– Sí. ¿Cuánto tarda en hacer efecto?

– En un hombre de mi tamaño de veinte a veinticinco minutos. ¿Impresionante, no? Pastillas, abajo con ellas, espera y la imagen en la pantalla recupera su claridad. La vida se convierte en mucho más soportable. Todo te duele mucho menos. Incluso ahora mismo lo puedo notar trabajando, como cuando las aguas cenagosas se transforman en cristalinas. ¿Dónde estábamos?

– Estábamos hablando de los juegos sucios que juegan los pervertidos de McCffrey con esos niñitos.

– Yo no soy uno de ellos -explicó rápidamente.

– Lo sé. Pero usted ha ayudado a esos pervertidos a abusar de cientos de niños, le ha dado tiempo y dinero a McCaffrey, ha ayudado a atrapar a Handler, Gutiérrez y Hickle. Y le recetó una sobredosis a Melody Quinn para mantener su boca cerrada. ¿Por qué?

– Todo se ha acabado, ¿no es así? -me preguntó, pareciendo aliviado.

– Sí.

– Me incapacitarán para seguir practicando.

– Desde luego. ¿No cree usted que es mejor así?

– Supongo que sí – admitió de mala gana -. Pero aún siento que hay mucho dentro de mí, mucho buen trabajo que yo podría realizar.

– Tendrá su oportunidad -le tranquilicé, dándome cuenta de que las pastillas no eran absolutamente perfectas -. Le mandarán a algún lugar por el resto de su vida, en donde no sentirá ningún tipo de estrés. Nada de papeleo, nada de facturas, nada de todas las presiones de la práctica de la Medicina. Nada de un Gus McCaffrey diciéndole lo que tiene que hacer, dirigiendo su vida. Sólo usted… y tendrá buen aspecto y se sentirá bien, porque le dejarán seguir tomando sus pastillas y ayudar a otra gente. Gente que necesita ayuda. Usted es un sanador y podrá ayudarles.

– Seré capaz de ayudar -repitió.

– Absolutamente.

– De un ser humano a otro. Sin todas esas presiones.

– Sí.

– Tengo muy buenos modales. Cuando estoy bueno. Cuando no lo estoy, las cosas se vuelven confusas y todo me duele… incluso el pensar me duele, las ideas pueden ser dolorosas. Y no estoy en mi mejor forma cuando esto sucede. Cuando no funciono bien no sirvo para nada, no puedo ayudar a la gente.

– Eso lo sé, doctor. Conozco su reputación.

McCaffrey me había hablado de que había una necesidad interna de hacer el bien. Y me daba cuenta de qué botones debía haber estado apretando para mover a éste.

– Estoy en deuda con Gus -me dijo -, pero no es a causa de ninguna actividad sexual fuera de lo normal. Ése es su nexo de unión con los otros… con Stuart y con Eddy. Yo he sabido de… su forma rara de ser desde que éramos pequeños. Todos nos criamos en un lugar aislado, un lugar extraño. Nos cultivaron como si fuéramos orquídeas. Clases privadas sobre esto y aquello, cómo comportarse de modo correcto, cómo actuar del modo adecuado. A veces me pregunto si toda aquella atmósfera de refinamiento no nos hizo más mal que bien. Mire cómo resultamos ser todos, yo con mis ataques… sí, ya sé que hoy en día tienen nombres más correctos para esto, pero a mí no me gusta emplearlos. Y Stuart y Eddy con sus extrañas costumbres sexuales…

«Empezaron a tontear el uno con el otro un verano, cuando tendríamos nueve o diez años. Luego lo hicieron con otros niños. Niños más pequeños, mucho más pequeños. Y no me preocupé mucho por todo aquello, simplemente les hice saber que no estaba interesado. Y en el modo en que nos estaban educando, el bien y el mal no parecían tan procedentes como… lo correcto y lo que no lo era, lo adecuado y lo inadecuado. "Ésto no es adecuado, Willie", me decía mi padre. Me imagino que si los padres de Stuart y Willie los hubieran descubierto con los pequeñines, ésa hubiera sido su descripción de todo el asunto: No adecuado. Como cuando se usa el tenedor inapropiado en una cena.»,

Su descripción del llegar a la pubertad en Brindamoor era asombrosamente parecida a la que Van der Graaf me había hecho. En ese momento me parecía similar a los peces de colores del acuario de Oomasa: hermoso, espectacular, criado por mutación y siglos de casamientos entre ellos, educado en un ambiente protegido. Pero, al cabo, deforme e incapaz de adaptarse a las realidades de la vida.

– En ese sentido, en el sexual -prosiguió-, yo era bastante normal. Me casé, tuve un hijo. Un heredero. Me comporté de un modo bastante adecuado en lo sexual. Stuart y Eddy continuaron siendo mis amigachos, aunque seguían practicando sus perversiones sexuales. Era un vive y deja vivir. Ellos tampoco hablaron nunca de mis ataques. Y yo los dejaba en paz. Stuart era un tipo realmente estupendo; no muy brillante, pero muy bien intencionado. Fue una pena que tuviera que… Exceptuando esa cosa rara en lo sexual, era un buen chico. Eddy era, es diferente. Con sentido del humor, pero un humor siempre negro. Hay algo en su modo de ser que no es bueno. Habitualmente es cáustico y sarcástico… Y es por esto por lo que yo soy muy sensible a ese tipo de carácter. Quizá sea algo debido a su tamaño…

– Lo que le une a McCaffrey – le urgí.

– Los hombres pequeños a menudo se portan así. Usted es… no le puedo ver ahora, pero le recuerdo como de tamaño mediano. ¿Es esto correcto?

– Mido uno setenta y seis -le dije, cansinamente.

– Eso es tamaño mediano. Yo siempre he sido grande. Padre era grande. Es tal cual lo predijo Mendel: guisantes largos, guisantes cortos… es un campo fascinante, el de la genética, ¿no le parece?

– Doctor…

– Yo siempre me he interrogado acerca del impacto genético en muchos caracteres. La inteligencia, por ejemplo. Los dogmas liberales querrían hacernos creer que el medio ambiente es lo que hace la mayor contribución a la inteligencia. Es una premisa igualitaria, pero lo cierto es que no se tiene en pie. Guisantes largos, guisantes cortos. Padres inteligentes, hijos inteligentes. Padres estúpidos, hijos estúpidos. Yo mismo, soy un heterozigote. Mi padre fue brillante. Mi madre fue toda una belleza irlandesa, pero muy simple de mente. Vivía en un mundo en el que esta combinación servía para crear la perfecta anfitriona. La pieza más bella de la colección de arte de padre.

– Su lazo con McCaffrey -le dije con tono seco.

– ¿Mi lazo? Oh, no es nada que sea más serio que la misma vida o la misma muerte.

Se echó a reír. Era la primera vez que oía su risa y esperé que fuera la última. Era una nota vacía y discordante, un tremendo error musical, aullando en medio de una sinfonía.

– Yo vivía con Lilah y con Willie hijo en el tercer piso de los dormitorios de Jedson. Stuart y Eddy compartían una habitación en el primero. Como estudiante casado me habían otorgado un espacio mayor de vivienda… si uno lo piensa, en realidad era como un confortable apartamento. Dos dormitorios, baño, sala de estar y una cocinita. Pero no tenía biblioteca ni estudio, así que estudiaba en la mesa de la cocina. Lilah lo había convertido en un lugar muy agradable: con cortinas, tapetes, cuadritos, todas esas cosas tan femeninas. Recuerdo que Willie hijo tenía en aquel tiempo algo más de dos años. Era mi último año, y yo estaba teniendo problemas con algunas de las asignaturas: física, química orgánica. Nunca he sido una persona demasiado brillante. No obstante, me dedico mucho y pongo toda mi atención sobre un tema, de modo que puedo apañármelas bastante bien. Deseaba desesperadamente entrar en La Facultad de Medicina por mis propios méritos. Mi padre y el padre de mi padre habían sido doctores, y ambos habían sido unos estudiantes brillantes. La broma que hacían a mis espaldas, era que había heredado no sólo la belleza de mi madre, sino también su cerebro… se creían que yo no me enteraba de estas cosas, pero me enteraba. ¡Y deseaba tanto demostrarles que podía triunfar por mis propios méritos, y no por ser el hijo de Adolf Towle!

»La noche en que todo pasó, Willie hijo se había estado sintiendo mal, y no podía dormirse. Había estado gritando y llorando. Lilah estaba asustada, pero yo ignoré sus peticiones de ayuda, hundiéndome en mi estudio, tratando de cerrar mi mente a todo lo exterior. Tenía que conseguir buenas notas en ciencias. Era imperativo. Y, cuanto más ansioso me ponía, más incapaz era de prestar atención al estudio. Traté de resolver la papeleta adoptando una especie de visión en túnel, de sentirme como los caballos que llevan esas placas para no ver lo que hay a los lados.

»Lilah siempre se había mostrado muy paciente conmigo, pero aquella noche se puso furiosa, comenzó a desmoronarse. Alcé la vista y la vi venir hacia mí, con sus manos… tenía unas manos pequeñas, era una mujer muy delicada… con sus manos hechas puños, la boca abierta… supongo que estaba gritando… con los ojos llenos de odio. Me pareció como un ave de presa, a punto de caer sobre mí y roerme los huesos. La empujé para apartarla. Cayó, de espaldas, se dio con la cabeza en el borde de algún mueble… de un mueble espantoso, una antigüedad que su madre le había regalado… y se quedó allí tirada. Tirada sin más.

»Ahora puedo verlo todo con claridad, como si hubiera sucedido ayer, Lilah está allá tendida, inmóvil, me levanto de mi silla, como en sueños, todo se bambolea, todo resulta confuso. Y una forma pequeña viene hacia mí desde la derecha, es como un ratón, o una rata. Le doy un bofetón para apartarla. Pero no es una rata, no, no. Es Willie hijo, que vuelve a caer sobre mí, llorando, llamando a su madre, pegándome. Dándome sólo una cierta cuenta relativa de su presencia, le golpeo de nuevo, pegándole en un costado de la cabeza. Demasiado fuerte. Cae, da en el suelo, se queda quieto. Sin moverse. Un gran moretón marca el costado de su cara… Mi mujer, mi hijo, muertos por mis propias manos. Me preparo para ir a por mi navaja de afeitar y cortarme las venas, para acabar con todo de una vez.

»Y entonces descubro a Gus a mi espalda. Está en el hueco de la puerta, enorme, obeso, sudado, en su ropa de trabajo y con la escoba en la mano. Es el encargado de la limpieza, que está haciendo su ronda nocturna. Lo huelo: amoníaco, olor corporal, el líquido de la limpieza. Ha oído los ruidos y ha venido a ver qué pasaba. Me mira, con una larga y dura mirada, y luego mira a los cadáveres. Se inclina junto a ellos, les busca el pulso. "Están muertos", me dice, con voz atona. Por un segundo me parece verle sonreír y me dispongo a saltar sobre él, a intentar un tercer asesinato. Luego la sonrisa se convierte en un fruncir la frente; está pensado. "Siéntese", me ordena. No estoy acostumbrado a que uno de los de su clase me de órdenes, pero estoy débil y mareado por la sensación de culpa y dolor, me tiemblan las piernas, todo se está hundiendo… Doy la espalda a Lilah y Willie hijo, me siento, pongo mi cara entre las manos. Empiezo a llorar. Estoy cada vez más confuso… me viene encima uno de los ataques. Todo empieza a hacerme daño. Y no tengo pastillas, no tengo pastillas como las que tendré unos años después, cuando sea doctor. Ahora soy tan sólo un estudiante que quiere matricularse en Medicina, impotente y dolorido.

»Gus hace una llamada por teléfono. Minutos más tarde aparecen mis amigos Stuart y Eddy en la habitación, como personajes que entran en escena en medio de una pésima obra de teatro… los tres hablan entre ellos, mirándome de vez en cuando, cuchicheando. Stuart es el primero que se me acerca. Coloca una mano sobre mi hombro: "Sabemos que fue un accidente, Will", me dice. "Sabemos que no ha sido culpa tuya." Voy a discutir con él, pero las palabras se me quedan pegadas en la garganta… Los ataques hacen que sea tan difícil hablar, tan doloroso… Agito la cabeza, y Stuart me reconforta, me asegura que todo se solucionará. Que ellos se ocuparán de todo. Y se reúne de nuevo con Gus y Eddy.

«Envuelven los cadáveres con una sábana, me dicen que no abandone para nada la habitación. En el último momento deciden que Stuart tiene que quedarse conmigo. Gus y Eddy se marchan con los cadáveres. Stuart me prepara un café. Yo lloro. Y me quedo dormido llorando.

Luego, más tarde, regresan y me cuentan la historia que yo le voy a contrar a la policía. Me la hacen repetir, ¡son tan buenos amigos! Y yo lo hago muy bien, así me lo dicen. Al oír esto tengo una sensación de alivio: al menos hay una cosa en la que soy bueno: en interpretar papeles, actuar. Aunque, después de todo, esto es lo que son los buenos modales: darle a la audiencia lo que la audiencia quiere… y mi primera audiencia es la policía. Luego un oficial de la Guardia Costera, un amigo de la familia. Han encontrado el coche de Lilah. Su cuerpo está magullado e hinchado. No tengo necesidad de acudir a identificarlo, si esto va a ser una prueba demasido grande para mí. Agarrados a sus manos han hallado jirones de la ropa de Willie hijo. Su cuerpo ha sido arrastrado, las mareas, me explica el oficial guardacostas. Seguirán buscando; yo me derrumbo y preparo para el siguiente espectáculo: los que vienen a darme el pésame, la prensa…»

Las mareas, pensé, la Guardia Costera. Hay algo ahí…

– Varios meses después me aceptan en la Facultad de Medicina -seguía diciendo Towle-. Me traslado a Los Angeles; Stuart viene conmigo, aunque ambos sabemos que él no va a poder acabar la carrera. Por su parte, Eddy va a la Facultad de Leyes, también en Los Ángeles; los Cabezas vuelven a estar reunidos… así es como nos llamaban: los tres Cabezas de Estado.

«Seguimos con nuestras nuevas vidas, y jamás hay una sola mención del favor que me han hecho. De aquella noche. No obstante, se muestran más abiertos que nunca acerca de sus perversiones sexuales, dejando fotografías guarras allá donde yo voy a verlas, no molestándose en ocultar o disimular nada. Saben que yo estoy impotente, que no puedo abrir boca, ni siquiera aunque me encontrase a un chico de diez años dentro de la cama. Ahora nos ata una podrida interdependencia mutua.

»Gus ha desaparecido. Luego, años más tarde, cuando ya soy un doctor que ando camino de la celebridad, con mis buenos modales totalmente desarrollados, aparece en mi consulta cuando todos los pacientes se han ido a casa. Ha engordado más, va bien vestido, ya no es un encargado de la limpieza. Ahora, se cachondea, es un siervo de Dios. Me muestra su diploma en Ciencias Divinas, obtenido en una de esas escuelas por correspondencia. Y ha venido a pedirme algunos favores. A cobrarse una vieja deuda, es como él lo dice. Le pago aquella misma noche y le he seguido pagando desde entonces, de una manera u otra.»

– Es ya hora de cesar en esos pagos – le digo -. No le sacrifiquemos también a Melody Quinn.

– Tal como están las cosas, esa niña está condenada. Le dije a Gus que la dejara, que no tuviera un accidente. Le dije que no resultaba evidente en absoluto el que ella hubiera visto u oído algo. Pero él no lo retrasará mucho más. ¿Qué es una vida más para un hombre como ése? – hizo un pausa-. ¿Realmente es ella un peligro para él?

– Realmente no. Estaba sentada junto a la ventana, y vio sombras de hombres -uno de los cuales reconoció como su padre… nunca lo había visto, pero tenía su foto. El día que la hipnoticé, que fue justo el siguiente, inició una conversación espontánea acerca de él, justo después de la sesión. Me mostró la foto y un regalito que él le había hecho. Me lo tenía que haber imaginado, cuando ella tuvo aquellos terrores nocturnos. Pensé que la hipnosis no había evocado nada en ella. Pero lo había hecho. Le había traído recuerdos de su padre, de verle acechando junto a su ventana, entrando en la casa de Handler. Sabía que algo malo había pasado en aquel apartamento. Sabía que su papi había hecho algo terrible. Y lo había suprimido. Pero había vuelto a ella en sus sueños.

Todo había empezado a encajar en mi mente, cuando había visto la pista que ella había dejado tras de sí, cuando Ronnie Lee se había presentado y las había raptado a ella y a su madre: una cabeza reducida, algo precioso hasta aquel momento, un símbolo de papi. Para que lo hubiera abandonado tenía que suceder que ella hubiera dejado atrás su amor por papi, se había dado cuenta de que era un hombre malo, que había vuelto no para visitarlas, sino para hacer daño. Quizá le hubiera visto maltratar a Bonita, o quizá fuera la forma brutal, sin cariño, en la que le había hablado a ella. Fuera lo que fuese, la niña se había dado cuenta, sabía…

Rememorando, todo parecía muy lógico, pero en el mismo momento todas estas asociaciones habían sido una cosa remota.

– Resulta irónico -estaba diciendo Towle-. Yo le receté Ritalina para controlar su comportamiento y fue este mismo fármaco el que le causó el insomnio, lo que la hizo estar despierta en el momento equivocado.

– Irónico -repetí-. Ahora entremos ahí y saquémosla. Usted me va a ayudar. Cuando todo haya acabado me ocuparé que le traten del modo adecuado.

No dijo nada. Simplemente, se sentó muy tieso en el asiento, tratando con todas sus fuerzas de aparentar nobleza.

– ¿Está usted solicitando mi ayuda?

– Lo estoy, doctor.

– Solicitud concedida.

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