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Me fui a casa, llamé al Los Ángeles Times y pedí por Ned Biondi, en Noticias Locales. Biondi era uno de los redactores jefes del periódico, un tipo bajito y nervioso, que parecía salido de la película Primera Página. Yo había tratado a su hija quinceañera de anorexia nerviosa hacía unos años. Biondi, con su salario de periodista, no había podido lograr reunir el dinero para el tratamiento (eso complicado por su tendencia a apostar por el caballo equivocado en Santa Anita). Pero la chica tenía problemas y yo había hecho la vista gorda. Le había costado año y medio liquidar la deuda. Su hija había quedado curada tras unos meses de irle arrancando capas de odio a sí misma, que estaban sorprendentemente osificadas tratándose de alguien que sólo tenía diecisiete años de edad. La recordaba claramente, una chica alta y morena, que vestía pantalones cortos de corredora y camisetas que acentuaban el aspecto esquelético de su cuerpo; una muchacha de rostro ceniciento y de piernas como palillos que pasaba de períodos profundos y depresivos de silencio ensimismado a ataques de hiperactividad durante los cuales estaba dispuesta a entrar en cualquier categoría de competición olímpica, con una dieta de sólo trescientas calorías diarias.

Había logrado meterla en el Pediátrico del Oeste, en donde había permanecido durante tres semanas. Luego, tras meses de psicoterapia, el tratamiento había logrado tener efecto, y eso la había permitido enfrentarse con una madre que era demasiado hermosa, un hermano que era demasiado atlético y un padre que era demasiado ocurrente…

– Biondi.

– Ned, soy Alex Delaware.

Le llevó un segundo reconocer mi nombre, sin el título.

– ¡Doctor! ¿Cómo está usted?

– Estoy bien, ¿y cómo está Anne Marie?

– Muy bien. Está acabando su segundo año en Wheaton… en Boston. Tiene algunas buenas notas y otras no tan buenas, pero éstas no le dan pánico. Aún es demasiado exigente consigo misma, pero parece estarse ajustando bien a los altos y los bajos de la vida, tal como los llamó usted. Su peso se ha estabilizado en cuarenta y uno.

– Excelente. Déle recuerdos de mi parte cuando hable con ella.

– Desde luego que lo haré. Y muchas gracias por haber llamado.

– Bueno, en realidad hay algo más que un seguimiento profesional de un caso.

– ¿Oh? -a su voz llegó una tonalidad expectante, el condicionamiento a la vigilancia que tiene alguien que vive de abrir cajas cerradas.

– Necesito un favor.

– Diga cuál.

– Voy a volar hacia el norte, a Seattle, esta noche. Necesito obtener algunos documentos en una pequeña universidad que hay allí, Jedson.

– Hey, eso no es lo que esperaba. Creía que lo que quería era que le hiciera una buena crítica de un libro suyo en la edición dominical o algo parecido. Esto suena a cosa seria.

– Lo es.

– Jedson, lo conozco. Anne Marie iba a tratar de matricularse allí… creímos que un lugar pequeño representaría menos presiones para ella, pero era un cincuenta por ciento más caro que Wheaton, Reed u Oberlin… y eso que esos sitios no son precisamente gratuitos. ¿Qué documentos necesita de allí?

– No se lo puedo decir.

– Doctor -dijo riéndose -, perdone la expresión, pero es usted un calientabraguetas. Yo soy un husmeador profesional. Colóqueme delante algo extraño y se me pone tiesa.

– ¿Y qué le hace pensar que esto es extraño?

– Los doctores que van por ahí tratando de meterse en los archivos ajenos no son una cosa común. De hecho, si la memoria no me falla, son los comecocos los que se acostumbran a encontrar con que se les meten en sus consultas y acaban con un cadáver en ellas.

– No puedo explicárselo ahora, Ned.

– Soy bueno guardando secretos, Doc.

– No. Aún no. Confíe en mí. Ya lo hizo antes.

– Eso ha sido pegar bajo el cinturón, Doc.

– Lo sé. Y no le daría un golpe bajo si esto no fuera importante. Necesito su ayuda. Quizá esté detrás de algo, quizá no. Si lo estoy, usted será el primero en enterarse.

– ¿Es algo grande?

Pensé en ello por un momento.

– Podría ser.

– De acuerdo -suspiró-, ¿qué es lo que quiere que haga?

– Voy a dar su nombre como referencia. Si alguien le llama, quiero que apoye mi historia.

– ¿Y cuál es esa historia? Escuchó.

– Eso parece bastante inofensivo. Naturalmente -añadió jocosamente-, si le descubren probablemente me encontraré sin trabajo.

– Tendré cuidado.

– Aja. ¡Qué infiernos, al fin y al cabo ya me queda poco para que me den el reloj de oro! – hubo una pausa, como si estuviera imaginándose cómo iba a ser su vida tras la jubilación. Aparentamente no le gustó lo que imaginó, porque cuando volvió a ocupar la línea, había brío en la voz y me ofreció el lamento priápico del reportero-: Voy a volverme mochales tratando de pensar de qué va todo esto. ¿Está seguro de que no quiere darme ni una pista de lo que anda detrás?

– No puedo, Ned.

– De acuerdo, de acuerdo. Vaya tras de su madeja y piense en mí si por el ovillo obtiene un jersey.

– Lo haré. Gracias.

– Oh, infiernos, no me dé las gracias. Aún me siento mal por haber tardado tanto tiempo en pagarle. Ahora miro a mi niña y veo a una damisela sonriente y de mejillas sonrosadas, toda una belleza. Aún es algo demasiado delgada para mi gusto, pero al menos no es un cadáver ambulante como antes. Es normal, por lo menos hasta donde yo alcanzo a ver. Ahora puede sonreír. Y eso se lo debo a usted, doctor.

– Que siga bien, Ned.

– Lo mismo digo.

Colgué. Las palabras de agradecimiento de Biondi me hicieron tener un instante de dudas acerca de mi retiro de la profesión. Luego pensé en cuerpos ensangrentados y la duda se alzó y se sentó en la parte trasera del coche de muertos.

Me costó varios falsos intentos el encontrar a la persona adecuada en el Jedson College.

– Relaciones Públicas, señora Dopplemeier.

– Señora Dopplemeier, soy Alex Delaware, escritor del Los Angeles Times.

– ¿Qué puedo hacer por usted, señor Delaware?

– Estoy escribiendo un artículo sobre las pequeñas universidades del Oeste, concentrándome en las instituciones que no son muy conocidas, pero no obstante excelentes desde un punto de vista académico: Claremont, Occidental, Reed, etc. Me gustaría incluir a Jedson en el trabajo.

– ¿Oh, realmente? – sonaba sorprendida, como si fuera la primera vez que alguien hubiera etiquetado a Jedson como excelente en lo académico -. Eso sería muy agradable, señor Delaware. Me complacería mucho contestarle ahora mismo a todas las preguntas que tenga en mente.

– No era en eso en lo que yo pensaba. Verá, intento darle al artículo una visión más personal. Mi director está menos interesado en las estadísticas que en el sabor local. El fondo del artículo es que las universidades pequeñas ofrecen un mayor grado de contacto y de… intimidad, que es algo que les falta a las grandes universidades.

– ¡Qué cierto es eso!

– Lo que estoy haciendo es visitando los campus, charlando con el profesorado y los estudiantes… es un artículo con mis impresiones subjetivas.

– Comprendo exactamente lo que busca. Lo que usted quiere destacar es la parte humana…

– Exactamente. Ése es un modo maravilloso de expresarlo.

– Yo trabajé dos años en un periódico local en New Jersey antes de venir a Jedson -dentro del alma de cada relaciones públicas se esconde un homúnculo periodístico, que se impacienta por ser liberado y gritar «¡ Exclusiva!» a los oídos del mundo.

¡Ah, un alma gemela!

– Bueno, ya lo he dejado, pero de vez en cuando pienso en volver a ello.

– No es un modo de hacerse rico, pero uno nunca deja de confiar en ello, señora Dopplemeier.

– Margaret.

– Margaret. Pensaba volar hasta ahí esta noche y me pregunto si podría mañana hacerle una visita.

– Déjeme ver -oí ruido de papeles-. ¿Qué le parece hacia las once?

– Excelente.

– ¿Hay algo que quiere que le tenga preparado?

– Una cosa que andamos mirando es lo que les suceda a los graduados de las pequeñas universidades. Me gustaría oír de sus alumnos con más éxito: doctores, abogados, este tipo de personas.

– Yo misma no he tenido tiempo de familiarizarme con la lista de los antiguos alumnos… llevo aquí muy pocos meses. Pero haré preguntas por aquí y veré si puedo encontrar a alguien que le pueda ayudar.

– Se lo agradecería.

– ¿Dónde puedo ponerme en contacto con usted, caso de que me fuera necesario?

– Estaré de viaje la mayor parte del tiempo, pero puede dejar un mensaje a mi jefe del Times, Edward Biondi. – Le di el número de Ned.

– Muy bien. Entonces quedamos para mañana a las once. La universidad está en Bellevue, justo en las afueras de Seattle. ¿Sabe dónde se encuentra esto?

– ¿En la costa este del Lago Washington? -años atrás había sido profesor invitado en la Universidad de Washington y había visitado la casa de quien me había invitado, en Bellevue. Lo recordaba como un pueblo- dormitorio de clase media y alta, con casas agresivamente modernas, céspedes cuadrados trazados con regla y centros comerciales ocupados por tiendas de comida para gourmets, galerías de antigüedades y tiendas de ropa cara.

– Así es. Si viene desde el centro, coja la 1- 5 hasta la 520 que gira en el Puente Flotante de Evergreen Point. Vaya todo el camino a través del puente hasta la orilla este, gire al sur en Fairweather y continúe a lo largo de la costa. Jedson se encuentra en la Bahía de Meydenbauer, nada más pasar el club de yates. Yo estoy en el primer piso del Crespi Hall. ¿Se quedará usted a comer?

– No se lo puedo asegurar. Depende cómo ande de tiempo -y de lo que encuentre.

– Por si acaso, tendré algo preparado para usted.

– Es muy amable por su parte, Margaret.

– Cualquier cosa por un compañero periodista, Alex. Mi siguiente llamada fue a Robin. Tardó nueve timbrazos en contestar.

– Hey -estaba sin aliento-. Tenía en marcha la sierra grande y no te oía. ¿Qué pasa?

– Me voy a ir de la ciudad un par de días.

– ¿A Tahití sin mí?

– Nada tan romántico, a Seattle.

– Oh. ¿Trabajo de detective?

– Llámalo mejor investigaciones biográficas – le dije lo de que Towle había estudiado en Jedson.

– Desde luego andas detrás de ese tipo, ¿no?

– Él también anda tras de mí. Cuando he estado en el Pediátrico esta mañana Henry Bork me cazó en el pasillo, me metió en su oficina y me dio una versión no demasiado sutil del viejo apretar las tuercas. Parece ser que Towle ha estado poniendo en cuestión mi ética en público. No hay quien se lo quite de encima, como las setas venenosas después de una inundación. Él y Kruger comparten alma mater y eso me hace desear conocer algo más acerca de las muy nobles aulas de Jedson.

– Déjame ir contigo.

– No. Va a ser puro trabajo. Cuando todo esto haya acabado, te llevaré a unas verdaderas vacaciones.

– El pensar que vas a ir tú solo me deprime. En esta época del año aquello es muy triste.

– No me pasará nada. Tú cuida de ti misma y trabaja un poco. Te llamaré cuando llegue allí.

– ¿Estás seguro de que no quieres que te acompañe?

– Sabes que me encanta tu compañía, pero no va a haber tiempo para hacer turismo. Ibas a pasarlo mal.

– De acuerdo – me dijo de mala gana-. Te echaré a faltar.

– Yo también a ti. Te amo. Cuídate.

– Lo mismo te digo. Te amo, cariño. Adiós.

– Adiós.


Tomé el vuelo de las nueve de la noche, que salía del aeropuerto de Los Angeles y aterrizaba en el Sea – Tac a las once y veinticinco. Alquilé un Nova en la Hertz, no era como el Seville, pero tenía una radio FM que alguien había dejado sintonizada en una emisora de música clásica. Una fuga de órgano de Bach en clave menor surgía del altavoz y yo no la corté: la música se ajustaba a la perfección a mi estado de ánimo. Confirmé mi reserva en el Westin, salí del aeropuerto, conecté con la autopista interestatal y me dirigí hacia el norte, al centro de Seattle.

El cielo estaba tan duro y frío como una pistola. Minutos después de que me metí en el asfalto la pistola demostró estar cargada: disparó un trueno y el agua comenzó a caer. Pronto era uno de esos torrentes airados que caen de los cielos del Noroeste y que convierten las autopistas en kilómetros de mojacoches para los que conducen.

– Bienvenido al Noroeste del Pacífico -dije en voz alta.

Los pinos y los abetos crecían en masas opacas a ambos lados del camino. Carteles iluminados anunciaban moteles rústicos y restaurantes de carretera que ofrecían comidas de maderero. Exceptuando a los semirremolques que gemían bajo cargas de troncos, yo era el único viajero de la carretera. Pensé lo bonito que sería estar dirigiéndome a una cabana en la montaña, con Robin a mi lado, con el maletero lleno de útiles de pesca y provisiones. Noté una repentina sensación de soledad y ansié un contacto humano.

Llegué al centro, poco después de la medianoche. El Westin se alzaba como un gigantesco tubo de ensayo, de acero y cristal, en medio del oscuro laboratorio que era la ciudad. Mi habitación del séptimo piso era decente, con una vista al Puget Sound y el puerto hacia el oeste, Washington y las islas hacia el este. Me saqué los zapatos que tiré por el suelo y me estiré en la cama, cansado, pero demasiado nervioso para poderme dormir.

Llegué a tiempo de ver las noticias del cierre en la estación local de televisión. El presentador era un tipo de cara de palo y ojos bizcos, e informaba de las noticias del día de un modo totalmente impersonal. Le daba idéntico énfasis a la narración de un asesinato en masa en Ohio que a los resultados de los partidos de hockey. Lo corté a media frase, apagué las luces, me desnudé en la oscuridad y miré las luces del puerto hasta quedarme dormido.

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