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Nunca he creído demasiado en las coincidencias. Supongo que se debe a que la noción de que la vida está gobernada por la colisión al azar de las moléculas en el espacio, me llega hasta lo más hondo de mi identidad profesional. Después de todo, ¿para qué pasar todos estos años aprendiendo cómo ayudar a la gente a cambiar, si el cambio deliberado es una pura ilusión? Pero, aun si yo estuviera dispuesto a aceptar a los hados que todo lo predeterminan, me hubiera resultado difícil ver como una coincidencia el hecho que Cary o Corey Nemeth (fallecido), estudiante de Elena Gutiérrez (fallecida) hubiera sido residente de la misma institución en la que Maurice Bruno (fallecido) trabajaba como voluntario.

Era hora de enterarse de más cosas sobre La Casa de los Niños.

Me fui a casa y busqué entre las cajas de cartón que tenía almacenadas en el garaje desde que dejé el trabajo, hasta hallar los archivos de teléfonos de mi vieja oficina. Encontré el número de Olivia Brickerman en el Departamento de Servicios Sociales y lo marqué. Trabajadora social durante más de treinta años. Olivia sabía más de los intríngulis oficiales que cualquiera otra persona en la ciudad.

Una grabación me contestó, informándome que el D.S.S. había cambiado de número de teléfono. Marqué el nuevo número y otra grabación me dijo que esperara. Una cinta de Barry Manilow entró en la línea. Me pregunté si la ciudad pagaría derechos por usar aquella grabación: música para esperar que se ponga el encargado de su caso.

– Departamento de Servicios Sociales.

– La señora Brickerman, por favor.

– Un momento, señor -dos minutos más de Manilow y luego-: Ya no trabaja en esta oficina.

– ¿Podría usted decirme dónde podría encontrarla, por favor?

– Un momento -y de nuevo me informaron de quién escribía la música que hacía a todo el mundo cantar-. La señora Brickerman trabaja ahora en el Grupo Médico- Psiquiátrico de Santa Mónica.

Así que, finalmente, Olivia había abandonado el sector público.

– ¿Tiene usted su número?

– Un momento, señor.

– No se moleste, gracias -colgué y consulté las páginas amarillas en la sección Servicios de Salud Mental. El número pertenecía a una dirección en Broadway en donde Santa Mónica se acerca a Venice, no lejos del estudio de Robin. Llamé.

– Grupo Médico- Psiquiátrico de Santa Mónica.

– La señora Olivia Brickerman, por favor.

– ¿Quién la llama?

– El doctor Delaware.

– Un momento -la línea quedó en silencio. Aparentemente el uso de la música ambiental para amenizar las esperas telefónicas no era algo en que estuviera de acuerdo el Grupo.

– ¡Alex! ¿Cómo estás?

– Muy bien, Olivia, ¿y tú?

– Maravillosamente. Pensé que estabas en alguna parte de los Himalayas.

– ¿Y por qué pensabas eso?

– ¿No es ahí donde se va la gente cuando quiere hallarse a sí misma? ¿A algún sitio frío y con poco oxígeno y con un hombrecillo con barba, sentado en la cima de una montaña, masticando raicillas y leyendo un ejemplar de una revista del corazón?

– Eso fue en los sesenta, Olivia. En los ochenta uno se queda en casa y se empapa en agua caliente.

– ¡Ja!

– ¿Cómo está Al?

– Tan extrovertido como siempre. Cuando me marché esta mañana estaba acurrucado sobre el tablero, murmurando algo sobre la defensa pakistaní o alguna otra naarishkeit.

Su esposo, Albert D. Brickeran, era el experto en ajedrez del Times. En los cinco años que yo lo había conocido jamás le había oído pronunciar más de doce palabras seguidas. Era difícil imaginar lo que él y Olivia, Miss Sociabilidad del año 1930, reelegida como tal cada año hasta 1980, podían tener en común. Pero llevaban casados treinta y siete años, habían criado cuatro hijos y parecían felices el uno con el otro.

– Así que finalmente dejaste el Departamento de Servicios Sociales.

– Sí, ¿puedes creerlo? ¡Incluso los percebes pueden ser arrancados!

– ¿Y qué fue lo que te llevó a una actuación tan impulsiva?

– Te diré, Alex, podría haber seguido allí. Desde luego, el sistema olía mal… ¿qué sistema no huele mal? Pero ya estaba acostumbrada a ello, como una se acostumbra a una verruga. Me agrada pensar que aún estaba haciendo un buen trabajo… aunque, te lo aseguro, las historias se hacían cada vez más y más tristes. ¡Tanta miseria! Y con los recortes en los fondos, la gente recibía menos y menos… y se irritaba más y más. Se vengaban en los empleados asignados a sus casos. A una chica la acuchillaron en una de las oficinas del centro. Al final había guardas armados en cada oficina. ¡Pero qué infiernos, yo nací en Nueva York! Entonces mi sobrino, el hijo de mi hermana, Steve, acabó en la Facultad de Medicina y decidió hacerse psiquiatra… ¿puedes creértelo, otra persona dedicada a la salud mental en la familia? Su padre es cirujano y ésta era la manera más segura que tenía él para rebelarse. De cualquier modo, él siempre ha estado muy unido a mí y era un chiste habitual en la familia el que, cuando empezase a trabajar, rescataría a la Tía Livvy del Departamento de Servicios Sociales y se la llevaría a su consultorio. ¿Y quieres creer que eso es exactamente lo que hizo? Un día me escribe una carta, me dice que viene a California a unirse a un grupo y que necesitan a una trabajadora social para los recién llegados y los casos de corta duración y, ¿no me gustaría intentarlo? Así que aquí estoy, con vistas a la playa, trabajando para el pequeño Steve… aunque, naturalmente, no le llamo así delante de la otra gente.

– Es estupendo, Olivia. Suenas muy feliz.

– Lo soy. Bajo a la playa a la hora de comer, leo un libro y me pongo morena. Después de veintidós años, finalmente siento que realmente vivo en California. Quizá pueda empezar a patinar sobre ruedas, ¿eh?

La imagen de Olivia, que estaba construida más o menos como Alfred Hitchcock, pasando zumbando sobre patines me hizo reír.

– ¡Ah, ahora te ríes! ¡Espera y verás! -se carcajeó -. Pero ya basta de autobiografía. ¿Qué puedo hacer por ti?

– Necesito alguna información sobre un lugar llamado La Casa de los Niños, en Malibú.

– ¿El sitio de McCaffrey? ¿Estás pensando en mandar a alguien allí?

– No. Es una larga historia.

– Mira, si es tan larga, ¿por qué no me das una oportunidad de husmear en mis archivos? Ven a mi casa esta noche y te lo contaré todo en persona. Estaré trabajando al horno y Albert meditando en su tablero. Hace tiempo que no te vemos.

– ¿Qué estarás haciendo al horno?

– Strudel, pirogis, galletas.

– Iré. ¿A qué hora?

– Sobre las ocho. ¿Te acuerdas del lugar?

– No ha pasado tanto tiempo, Olivia.

– Dos veces más de lo que tú te crees. Oye, no quiero ser una yenta, pero si no tienes una amiguita, hay una jovencita, también psicóloga, que ha venido aquí a trabajar. Los dos tendríais hijos realmente brillantes.

– Gracias. Pero tengo a alguien.

– Maravilloso. Tráetela.


Los Brickerman vivían en Hayworth, no muy lejos del distrito de Fairfax, en una pequeña casa de estuco beig, con un tejado de tejas españolas. El enorme Chrysler de Olivia estaba aparcado en el caminito de la entrada.

– ¿Qué es lo que yo hago aquí, Alex? -me preguntó Robin, mientras nos acercábamos a la puerta delantera.

– ¿Te gusta el ajedrez?

– No sé cómo se juega.

– No te preocupes por eso. Ésta es una casa en la que no tienes por qué ir con cuidado con lo que dices. Tendrás suerte si te dan la oportunidad de hablar. Tú come galletas y pásatelo bien.

Le di un beso y llamé al timbre.

Olivia lo contestó. Estaba igual… quizá con unos kilos de más, con su cabello como una masa de rizos cubierta de jenna, su rostro sonrosado y abierto. Vestía una túnica, con un estampado hawaiano, que ondulaba cuando se reía. Abrió los brazos y me hundió contra su pecho, que tenía el tamaño y la consistencia de un pequeño sofá.

– ¡Alex! -me soltó y me mantuvo al largo de sus brazos -. Ya no más barba… antes te parecías a D.H. Lawrence, ahora pareces un estudiante recién graduado.

Se volvió y le sonrió a Robin. Las presenté.

– Me encanta conocerte. Eres muy afortunada, es un chico encantador.

Robin enrojeció.

– Entrad.

La casa estaba impregnada con buenos y dulzones aromas de horneado. Al Brickerman, todo un profeta con cabello y barba blancos, estaba sentado, inclinado sobre un tablero de ébano y arce, en la sala de estar. Estaba rodeado por montones de cosas: libros en estanterías y en el suelo, fotografías de hijos y nietos, menorahs, recuerdos, muebles demasiado tapizados, vestido con una bata vieja y zapatillas.

– Al, Alex y su amiga están aquí.

– Humm – gruñó y alzó la mano sin apartar la mirada de las piezas del tablero.

– Es bueno volverte a ver, Al.

– Humm.

– Es un verdadero esquizoide -le confió Olivia a Robin -, pero es pura dinamita en la cama.

Nos llevó a la cocina. Aquella habitación era la misma que cuando la casa había sido construida, cuarenta años antes: baldosas amarillas con bordes marrones, un estrecho fregadero de porcelana, los alféizares de las ventanas repletos de plantas en macetas. La nevera y la cocina eran viejas Kenmore. Un cartel de cerámica colgaba sobre la puerta que llevaba al porche del servicio: ¿Cómo puede uno alzar el vuelo como un águila, cuando está rodeado de pavos?

Olivia me vio mirándolo.

– Fue mi regalo de despedida de cuando me fui del Departamento de Servicios Sociales. Me lo hice yo misma – nos trajo una bandeja de galletas, aún calientes.

– Tomad. Coged algunas antes de que me las coma todas. Mirad esto… me estoy volviendo una obesa -se palmeó el trasero.

– Más para amar -le dije y ella me dio un pellizco en la mejilla.

– Humm. Son excelentes -dijo Robin.

– Una mujer de buen gusto. Venga, sentaos. Colocamos sillas en derredor a la mesa de la cocina, con la bandeja ante nosotros. Olivia comprobó el horno y luego se sentó también.

– Dentro de unos diez minutos tendréis strudel. De manzanas, pasas e higos. Esto último es una improvisación para Albert -señaló con un dedo hacia la sala de estar-. Su sistema se le emboza, de vez en cuando. Bien, entonces quieres saber cosas acerca de La Casa de los Niños. No es que sea algo que me importe, pero, ¿podrías decirme el porqué?

– Tiene que ver con un trabajo que estoy haciendo para el Departamento de Policía.

– ¿La policía? ¿Tú?

Le conté acerca del caso, dejando fuera los detalles más sangrientos. Ella ya conocía a Milo, que le caía maravillosamente, pero nunca había sabido que fuéramos tan amigos.

– Es un chico agradable. Le tendrías que buscar una mujer agradable, como la que has encontrado para ti – sonrió a Robin y le dio otra galleta.

– No creo que eso funcionase, Olivia. Es un gay. Eso no la detuvo, sólo la frenó algo.

– ¿Y qué? Entonces, búscale un chico agradable.

– Ya tiene uno.

– Bien. Perdóname, Robin, acostumbro a hablar demasiado. Es por todas esas horas que paso con los clientes, escuchándolos y diciendo aja, aja. Luego llego a casa y ya puedes imaginarte la profundidad de la relación conversatoria que mantengo con el Príncipe Albert. De todos modos, Alex, ¿fue Milo quien te dijo que hicieras esas preguntas sobre La Casa?

– No exactamente. Estoy siguiendo mis propias pistas. Ella miró a Robin.

– ¿Tienes aquí a un Philip Marlowe?

Robin le lanzó una mirada de incomprensión.

– ¿Es eso peligroso, Alex?

– No. Sólo quiero comprobar algunas cosas.

– Ten cuidado, ¿me oyes? -me apretó el bíceps. Tenía la mano la fuerza de uno de esos gorilas de bar-. Asegúrate que tiene cuidado, cariño.

– Lo intentaré, Olivia. Pero yo no lo controlo.

– Lo sé. Estos psicólogos, se acostumbran tanto a estar en posiciones de autoridad que no saben escuchar consejos. Déjame contarte unas cosas de este chico guapo. La primera vez que lo vi fue cuando era un interno, asignado por tres semanas al Departamento de Servicios Sociales, para que se enterase de lo que es la vida para la gente que no tiene dinero. Al principio se mostraba como un sabelotodo, pero yo pude ver que era algo especial. Era lo más listo que jamás se haya visto sobre dos patas, y tenía compasión por los seres humanos. Su gran problema era ser demasiado duro consigo mismo, trabajaba hasta agotarse. Estaba haciendo el doble de trabajo que cualquier otro y pensando que no hacía nada. No me sorprendió cuando despegó como un cohete, con ese título tan rimbombante, los libros y lo demás, pero me temí que iba a acabar por quemarse.

– Y tuviste razón, Olivia -admití.

– Pensé que se habría ido a los Himalayas o algo así – se echó a reír, y siguió hablando con Robin -. Para congelarse y así poder volver a disfrutar de California. Tomad más, los dos.

– Estoy rellena -Robin se tocó su lisa tripa.

– Probablemente tengas razón, manten tu figura, ya que la tienes. Yo ya empecé como un barril, así que nunca tuve nada que mantener. Dime, cariño, ¿lo quieres?

Robin me miró y luego me puso el brazo alrededor del cuello.

– Lo quiero.

– Estupendo. Yo os declaro marido y mujer. ¿Y a quién le importa lo que él diga?

Se alzó y fue al horno, atisbando por la ventanilla de cristal.

– Aún faltan algunos minutos. Creo que los higos tardan más en cocinarse.

– Olivia, ¿qué me dices de La Casa de los Niños? Suspiró y su pecho suspiró con ella.

– De acuerdo, aparentemente eres muy serio en eso de jugar a ser policía -se sentó-. Después de que me llamaste miré mis viejos archivos y saqué lo que pude hallar. ¿Queréis café?

– Por favor -le dijo Robin.

– Yo también tomaré.

Regresó con tres tazones humeantes, con crema de leche y azúcar, en una bandeja de porcelana sobre la que habían serigrafiado una vista del Parque de Yellowstone.

– Es delicioso, Olivia -dijo Robin, dando sorbitos.

– Es Kona, de las Hawaii. Este vestido también es de allí. Mi hijo pequeño, Gabriel, está allí. Trabaja en importaciones y exportaciones. Le va muy bien.

– Olivia…

– Sí, sí, de acuerdo. La Casa de los Niños. Fundada en 1974 por el Reverendo Augustus McCaffrey como un lugar de refugio para los niños sin hogar. Lo dice todo en el folleto…

– ¿Tienes aquí ese folleto?

– No, está en la oficina. ¿Quieres que te mande uno por correo?

– No te molestes. ¿Qué clase de niños hay allí?

– Niños abandonados y maltratados, huérfanos, algunos que se han escapado de los correccionales. Antes, a éstos los metían en la cárcel, pero éstas se llenaron demasiado con asesinos, violadores y atracadores de catorce años, así que ahora intentan buscarles a los más inocentes un hogar adoptivo o un sitio como La Casa. En general estas instituciones reciben los chicos que nadie quiere, aquellos para los que no se puede hallar una familia adoptiva. Muchos de ellos tienen problemas físicos o psicológicos: espásticos, ciegos, sordos, retrasados. O son demasiado mayores para resultar atractivos como hijos adoptivos. También están allí los hijos de las mujeres que están en las cárceles: la mayoría drogadictas y alcohólicas. A éstos tratábamos de colocarlos en familias, pero a menudo no los quería nadie. Resumiendo, encanto, los casos crónicos del Tribunal de Protección de Menores.

– ¿De dónde salen los fondos para un lugar como ése?

– Mira, Alex, tal como están montados los sistemas federal y estatal, alguien que sepa moverse entre el papeleo, puede sacar más de mil dólares por mes y crío, si sabe cómo hacer correctamente sus facturas. Los chicos con problemas físicos o mentales aún reciben más… a uno le pagan por todos esos servicios especiales. Además, por lo que he oído, ese McCaffrey es maravilloso para lograr donativos privados. Tiene buenas relaciones… el terreno de ese sitio es un buen ejemplo. Veinte acres en Malibú, que antes pertenecían al gobierno. Allí internaron a los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial. Luego lo usaron como un campo de trabajo para los criminales de primera vez: timadores, políticos y gente así. Él logró que el condado se lo cediese en un contrato a largo plazo. Noventa y nueve años y con un alquiler puramente nominal.

– Debe ser un buen hablador.

– Lo es. Un buen chico de los que ya no hay. Antes era misionero allá abajo, en Méjico. He oído que llevaba un sitio parecido allá.

– ¿Y por qué volvió arriba?

– ¿Quién sabe? Quizá se hartó de no poder beber el agua. O quizá sentía nostalgia de los Kentucky Fried Chicken… aunque según me han dicho, ahora también tienen de eso allá abajo.

– ¿Qué hay del lugar ese? ¿Es bueno?

– Ninguno de esos sitios es una utopía, Alex. Lo ideal sería una casita en las afueras, con una verja de madera rodeándola, cortinas de ganchillo y un prado, mami, papi y Rover el perro. La realidad es que hay más de diecisiete mil chavales en los archivos del Tribunal de Protección de Menores, sólo en el condado de Los Ángeles. ¡Diecisiete mil niños a los que nadie quiere! Y están entrando en el sistema mucho más deprisa de lo que éste… ahora diré una palabra terrible… puede procesarlos.

– Es increíble -dijo Robin. Tenía una expresión perturbada en el rostro.

– Nos hemos convertido en una sociedad de odiadoras de niños, cariño. Cada vez hay más y más abusos y abandono. La gente tiene hijos y luego cambia de idea. Los padres no quieren tener la responsabilidad de los niños, así que se los pasan al gobierno… ¿qué tal suena esto dicho por una vieja socialista, Alex? Y luego están los abortos… espero que esto no te ofenda, pues yo estoy por la liberación femenina tanto, si no más, que cualquier otra mujer. Ya estaba aullando por la igualdad salarial antes de que Gloria Steinem entrase en la pubertad. Pero aceptemos la realidad, esto del aborto generalizado que ahora tenemos no es otra cosa que un método de control de la natalidad, otra escapatoria para la gente que quiere eludir su responsabilidad. Y está matando niños, al menos en un cierto sentido, ¿no? Quizá sea mejor que el tenerlos y luego tratar de deshacerse de ellos… no sé.

Se secó el sudor de la frente y luego se pasó la servilleta de papel por el labio superior.

– Perdonadme, eso ha sido una tediosa filípica. Se alzó y se estiró la ropa.

– Dejad que mire como está el strudel. Volvió con una bandeja humeante.

– Soplad, está caliente. Robin y yo nos miramos.

– Tenéis caras tan serias. Os he estropeado el apetito con mis palabras, ¿no?

– No, Oivia – tomé un trozo del strudel y di un mordisco-. Está delicioso y estoy de acuerdo contigo.

Robin parecía muy seria. Habíamos discutido el tema del aborto en muchas ocasiones, sin llegar a conclusión alguna.

– En respuesta a tu pregunta, es un buen sitio. Sólo puedo decirte que cuando yo estaba en el Departamento de Servicios Sociales no teníamos ninguna queja. Ofrecen lo básico, el sitio parece limpio, el lugar es ciertamente bonito… la mayor parte de esos niños jamás habían visto una montaña como no fuera en la tele. Y llevan a los chicos en autobús a las escuelas públicas, cuando tienen necesidades especiales. De lo contrario, les dan clases en la propia casa. Dudo que alguien les ayude con los deberes… allí no hay nada de eso de preguntarle a papá, pero McCaffrey mantiene en marcha ese lugar y presiona para que la comunidad siempre esté involucrada. Eso significa que está en las noticias. ¿Por qué quieres saber tantas cosas, crees que la muerte de ese chico resulta sospechosa?

– No, no hay razón para sospechar nada -pensé en su pregunta-. Creo que simplemente estoy tratando de pescar algo.

– Bueno, pues cuida de no ir en busca de sardinas y acabar pescando un tiburón, querido.

Mordisqueamos el strudel. Olivia llamó hacia la sala de estar:

– Al… ¿quieres algo del strudel… del de los higos? No hubo respuesta que yo pudiese oír, pero sin embargo, ella puso algo del pastel en un plato y se lo llevó.

– Es una buena mujer -dijo Robin.

– Una entre un millón. Y muy dura.

– E inteligente. Deberías de hacerle caso cuando te dice que tengas cuidado, Alex. Por favor, deja a Milo el hacer de detective.

– Tendré cuidado, no te preocupes -le tomé la mano, pero ella la apartó. Estaba a punto de decirle algo cuando Olivia regresó a la cocina.

– El muerto… el vendedor… ¿dices que trabajaba voluntariamente en La Casa?

– Sí. Tenía un certificado en su oficina.

– Probablemente era uno de los miembros de la Brigada de Caballeros. Es algo que se inventó McCaffrey para conseguir que la gente de negocios se preocupase por ese lugar. Consigue que las empresas hagan que sus ejecutivos trabajen allí, voluntariamente, durante los fines de semana. Cuánto de ello es voluntario por parte de los «Caballeros» y cuánto es presión de sus jefes es algo que no sé. McCaffrey les da escudos bordados para las chaquetas e insignias de solapa, y certificados firmados por el alcalde. También se ponen a buenas con sus jefes. Lo útil que esto sea para los chicos ya no te lo puedo decir.

Pensé en Bruno, el psicópata, trabajando con chicos sin hogar.

– ¿Hay algún tipo de selección de los voluntarios?

– Lo habitual. Entrevistas, algunos tests de esos de papel y lápiz. Y ya sabes, mi buen amigo, para lo que sirven ese tipo de cosas.

Asentí con la cabeza.

– No obstante, como te he dicho, nunca tuvimos protestas. Yo tendría que darle a ese lugar un aprobado, Alex. El problema principal es que se trata de una operación demasiado grande, para que los crios tengan algún tipo de atención personalizada. Una buena casa adoptiva sería definitivamente preferible a tener a cuatrocientos o quinientos chavales juntos en un solo sitio… y ésos son los que tiene. Aparte de eso, La Casa es un lugar tan bueno como cualquier otro.

– Es bueno oír eso -pero, de algún modo perverso, me sentía defraudado. Hubiera sido bueno descubrir que aquel lugar era todo un infierno. Algo que lo conectase con los tres asesinatos. Desde luego, eso hubiera supuesto la miseria para cuatrocientos chicos. ¿Me estaba convirtiendo yo en otro miembro más de esa sociedad de odiadores de crios, que había descrito Olivia? De repente el strudel me supo a papel cubierto de azúcar y la cocina me resultó opresivamente calurosa.

– Bueno, ¿hay algo más que quieras saber?

– No, gracias.

– Ahora, cariñito -se volvió hacia Robin -, habíame de ti y de cómo conociste a este chico impetuoso…

Nos fuimos una hora más tarde. Puse mi brazo alrededor de Robin. Ella no lo rechazó, pero tampoco me respondió. Caminamos hacia el coche en un silencio que resultaba tan incómodo como los zapatos de un desconocido.

Ya dentro, le pregunté:

– ¿Qué es lo que va mal?

– ¿Por qué me has traído aquí esta noche?

– Pensé que te gustaría.

– ¿Que me gustaría hablar de muertes y malos tratos a niños? Alex, esto no ha sido una simple visita a unos amigos.

No tenía nada que decir, así que puse en marcha el coche y lo desaparqué.

– Estoy demasiado preocupada por ti -me dijo-. Las cosas que has estado describiendo ahí dentro son espeluznantes. Y lo que ella ha dicho de los tiburones es cierto. Eres como un niño pequeño a la deriva sobre una balsa, en medio del océano. No te das cuenta de lo que pasa alrededor tuyo.

– Sé lo que estoy haciendo.

– Justo -se puso a mirar por la ventanilla.

– ¿Qué tiene de malo el que quiera involucrarme en algo más que las bañeras calientes y el footing?

– Nada, pero, ¿no podría ser algo menos peligroso que el jugar a Sherlock Holmes? ¿Algo de lo que tú supieras?

– Yo aprendo muy rápido.

Me ignoró. Atravesamos calles oscuras y vacías. Una llovizna llenó de gotitas el parabrisas.

– No me gusta oír hablar de cómo le hunden la cara a la gente. Ni de cómo a los niños los atropellan autos que ni siquiera paran a ayudar -me dijo.

– Eso forma parte de lo que hay por ahí -hice un gesto hacia la oscuridad de la noche.

– ¡Bueno, pues yo no quiero tener nada que ver con ello!

– Lo que estás diciendo es que sólo estás dispuesta a ir en el viaje, mientras el paisaje sea bonito.

– ¡Oh, Alex, deja de ser tan melodramático! Lo que acabas de decir parece sacado de un serial televisivo.

– Y sin embargo es cierto, ¿no?

– No, no lo es… y no trates de ponerme a la defensiva. Yo quiero al hombre que conocí al principio… alguien que estaba satisfecho consigo mismo y no tan lleno de inseguridad que tiene que ir por ahí tratando de probarse a sí mismo. Eso es lo que me atrajo de ti. Ahora eres como… un poseso. Desde que te has metido en esas pequeñas intrigas tuyas, ya no has estado por mí. Te hablo y tu mente está en algún otro lugar. Es como ya te he dicho antes… estás volviendo a los días de antes, los malos días.

Había algo de verdad en esto. Las últimas mañanas me había estado despertando muy pronto, con un tenso sentido de urgencia en las tripas, la vieja necesidad obsesiva de llevar a cabo el trabajo. Pero lo más curioso, es que no quería deshacerme de aquello.

– Te prometo -le dije -, que tendré cuidado.

Ella agitó la cabeza, presa de la frustración, se inclinó hacia adelante y puso la radio. Muy fuerte.


Cuando llegamos a su puerta me dio un casto besito en la mejilla.

– ¿Puedo entrar?

Se me quedó mirando un momento y al fin me dedicó una sonrisa resignada.

– ¡Oh, infiernos! ¿Por qué no?

Arriba en el altillo la miré desnudarse a la escasa ración de luz de Luna que dejaba entrar la claraboya. Se quedó sobre un pie, desabrochándose la sandalia, y sus pechos colgaron bajos. Una pincelada diagonal de iluminación la convirtió en blanca, luego en gris, al girarse, después se hizo invisible al meterse bajo las sábanas. Tendí los brazos hacia ella, excitado, y bajé su mano hacia mí. Ella me tocó por unos segundos y luego apartó los dedos, moviéndolos hacia arriba y dejándolos descansar en mi cuello. Me hundí en el santuario que había entre su cuello y la arqueada dulzura debajo de su barbilla.

Nos quedamos dormidos así.

Por la mañana su lado de cama estaba vacío. La oí hacer ruido y supe que estaba abajo en el taller.

Me vestí, descendí las estrechas escaleras y fui hasta ella. Llevaba puesto un mono de peto y una camisa de trabajo de hombre. Su boca estaba cubierta por un pañuelo, sus ojos por lentes protectoras.

El aire estaba lleno de polvo de madera.

– Te llamaré luego -grité por encima del estrépito de la sierra de mesa.

Ella se detuvo por un momento, me hizo un gesto con la mano y luego siguió trabajando. La dejé rodeada por sus herramientas, sus máquinas, su arte.

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