24

El transbordador a la Isla de Brindamoor hacía su viaje matutino a las siete treinta.

Cuando me llamaron a las seis de conserjería ya me hallaron duchado, afeitado y tensamente impaciente. La lluvia había empezado de nuevo, poco después de la medianoche, golpeando las paredes de cristal de mi suite en el hotel. Me había despertado por un instante en el que, medio despierto medio dormido, me había parecido oír cascos de caballo en estampida por el pasillo, pero de todos modos me había dormido de nuevo. Ahora continuaba cayendo, con la ciudad que había abajo mojada y desenfocada, como si la estuviera viendo dentro de un acuario sucio.

Me vestí con un pantalón deportivo grueso, cazadora de cuero, jersey de lana de cuello vuelto y me llevé la única gabardina que tenía: una trinchera de popelín, sin forro, que estaba muy bien para el sur de California, pero que era de incierta utilidad en mi localización actual. Desayuné rápidamente con salmón ahumado, pastelillos, zumo y café; llegué a los muelles a las siete y diez.

Fui de los primeros en hacer cola a la entrada del portalón de coches. La cola se movía y subí por una rampa y entré en las tripas del ferry tras un minibús Wolkswagen con pegatinas de «Salvad a las Ballenas» en su parachoques trasero. Obedecí las gesticulaciones del tripulante vestido con un mono naranja fosforescente y aparqué a cinco centímetros de la lisa y blanca pared de la cubierta de vehículos. Una subida de dos pisos me llevó a la de pasajeros. Pasé junto a una tienda de regalos, un estanco y un snack bar, todo ello cerrado, y una habitación a oscuras repleta, de pared a pared, con máquinas de juegos de vídeo. Un camarero solitario jugaba al comecocos, devorando puntos con una concentración que le hacía fruncir el entrecejo.

Hallé un asiento con vista hacia la proa, doblé mi gabardina sobre mis rodillas y me recosté para pasar la hora de viaje.

El buque iba prácticamente vacío. Mis pocos compañeros de viaje eran jóvenes y vestidos con ropas de trabajo: personal contratado en el continente, que viajaba a sus trabajos en las mansiones de Brindamoor. Sin duda, el viaje de regreso estaría lleno de viajeros de otro tipo: abogados, banqueros, financieros, camino a sus oficinas del centro y salas de consejo.

El océano cabeceaba y balanceaba al barco, espumándose en respuesta a los vientos de superficie que corrían sobre el mar. Había otros barcos, más pequeños, en el agua; principalmente pesqueros, remolcadores y barcazas, y todos ellos bailaban al mismo son, haciendo reverencias y balanceos. Y si no fuera por lo que se movía el transbordador podría haber sido una maqueta puesta sobre una estantería.

Un grupo de seis chicos, aún no en la veintena, subió a la cubierta y se sentó a menos de tres metros. Rubios, barbudos y con distintos grados de descuido en el vestir, a base de ropa caqui arrugada y tejanos engrisecidos por la suciedad, se pasaban entre ellos un termo que, desde luego, no contenía café, bromeaban, fumaban, ponían sus pies sobre sillas y emitían unas carcajadas colectivas que parecían esas risas en off de los programas cómicos televisivos. Uno de ellos se fijó en mí y me ofreció el termo.

– ¿Un trago, tío? – me ofreció.

Sonreí y negué con la cabeza.

Se alzó de hombros, se dio la vuelta y la fiesta empezó de nuevo.

Sonó la sirena del ferry, con el rugido de los motores reverberando a través de las maderas de la cubierta, y comenzamos a movernos.

A mitad del viaje fui a donde se hallaban los jóvenes bebedores, ahora repantingados. Tres de ellos dormían, roncando por sus bocas abiertas, uno estaba leyendo un cómic obsceno y otros dos, uno de ellos el que me había ofrecido de beber, permanecían sentados fumando, como hinoptizados por el extremo encendido de sus cigarrillos.

– Perdonen.

Los dos fumadores alzaron la vista. El lector no me prestó atención.

– ¿Aja? -el generoso sonrió. Le faltaba la mitad de los dientes de delante: o era a causa de una mala higiene dental o por su mal carácter-. Lo siento, tío, no tenemos más sopa Campbell's.

Tomó el termo y lo agitó.

– ¿No es cierto, Dougie?

Su compañero, un chico gordo con bigotazos que le caían y patillas muy pobladas, rió y asintió con la cabeza.

– Aja, no más sopa. De pollo y pasta. Y con cuarenta y cinco grados de alcohol.

Desde donde yo estaba todos ellos olían como si fueran una destilería.

– No hay problema, agradezco la oferta. Sólo me preguntaba si me podrían dar ustedes alguna información sobre Brindamoor.

Ambos chicos parecieron desconcertados, como si jamás se hubieran considerado poseedores de alguna información que dar.

– ¿Qué es lo que quieres saber? Ese sitio es una caca – dijo el generoso.

– Un jodido sitio -asintió el chico gordo.

– Estoy tratando de hallar cierta casa en la isla, pero no logro hacerme con un mapa.

– Eso es porque no hay ninguno. La gente de allí quiere estar escondida del resto del mundo. Tienen policías privados dispuestos a encargarse de ti, sólo porque escupas en la dirección equivocada. Doug y yo y el resto de estos cachondos vamos a trabajar en el campo de golf, recogiendo las basuras, las latas de cerveza vacías y todo eso. Acabamos la jornada y nos venimos derechitos al barco. Si queremos conservar nuestro trabajo, tío, hemos de atenernos a eso… exactamente.

– Aja -dijo el gordo-. Nada de ir tras los coños locales, nada de fiestecitas. Los trabajadores han estado haciendo esto desde hace muchos años… mi padre trabajaba en Brindamoor antes de meterse en el sindicato, y eso es lo que estoy haciendo yo, mientras espero que me meta a mí. Luego, que les den por el culo a esos ermitaños. Me dijo que en su tiempo tenían una cancioncita: Levántate y a trabajar, luego al barco y a la mar.

Se rió y le dio una palmada a su amigo en la espalda.

– ¿Qué es lo que estás interesado en hallar? -generoso encendió otro cigarrillo y lo colocó en el agujero en el que habían estado sus incisivos superiores.

– La casa de los Hickle.

– ¿Eres familia de ellos? -preguntó Doug. Sus ojos eran del color del mar, sanguinolentos y, de repente, llenos de preocupación, preguntándose si yo no sería alguien que pudiera volver sus palabras en su contra.

– No, soy un arquitecto. Sólo estoy dando una vuelta para ver cómo son las casas, y me dijeron que la mansión de los Hickle me podría interesar. Se supone que es la mayor de las de la isla.

– Tío, todas son grandes – dijo-. Podrías meter todo un jodido barrio dentro de una de ellas.

– Arquitecto, ¿eh? -la cara de generoso se iluminó con interés-. ¿Cuánta universidad tienes que hacer para eso?

– Cinco años.

– Olvídalo -bromeó con él el gordo-. Tienes la cabeza llena de aire, Harm. Primero tendrías que aprender a leer y escribir.

– ¡Anda a que te jodan! -le dijo su amigo, de buen humor, y luego a mí -: Trabajé el verano pasado en la construcción. Probablemente la arquitectura sea muy interesante.

– Lo es. Yo más que nada hago casas particulares. Siempre ando buscando nuevas ideas.

– Aja. Hey, tienes razón. Hay que mantenerlas interesantes.

– Uff, tío -bromeó Dougie-, nosotros no hacemos nada interesante. Recogemos la maldita basura… Infiernos, tío, ahí en ese club se lo pasan bien, porque la semana pasada Matt y yo hallamos un par de preservativos usados junto al agujero número once… y nosotros nos lo estamos perdiendo, Harm.

– No necesito a esa gente para divertirme -dijo generoso-. Si quieres saber sobre casas, tío, vamos a preguntárselo a Ray.

Se volvió y se inclinó por encima de un chico que dormía para darle un codazo al que tenía el cómic, que había seguido hundido en la lectura y no había alzado la vista ni una vez. Cuando lo hizo, sus ojos tenían esa mirada vidriosa del que es muy estúpido o está muy dopado.

– ¿Eh?

– Ray, tonto del culo, este tío quiere saber algo sobre la casa de los Hickle.

El chico parpadeó, sin comprender.

– Ray se ha estado tomando mucho ácido en el bosque y parece que ya no se lo puede sacar de encima – Harm hizo una mueca, dejando ver sus encías -. Vamos, tío, ¿dónde está la casa de los Hickle?

– Hickle -dijo Ray-. Mi viejo trabajaba allí… decía que era un lugar embrujado. Extraño. Creo que está en Charlemagne. El viejo acostumbraba a decir…

– Vale, tío.

Harm metió la cabeza de Ray otra vez en el cómic y éste volvió a hundirse en su lectura – Tienen nombres raros para las calles de la isla, tío: Charlemagne, Alexander, Suleiman.

Conquistadores. La bromita de los muy ricos evidentemente no era captada por aquellos a los que estaba destinada.

– Charlemagne es una calle del interior. Pasas la calle principal, pasas el mercado, haces como medio kilómetro, fíjate bien, porque los nombres de las calles acostumbran a estar tapados por los árboles, y giras… déjame ver… giras a la derecha. Ésa es Charlemagne. Después, más vale que preguntes por allí.

– Muy agradecido -busqué y saqué mi cartera, tomando de ella uno de cinco-. Aquí tienen, por las molestias.

Harm tendió la mano, en protesta, no para tomarlo.

– Olvídalo, tío. No ha sido nada.

Doug el gordo le lanzó una mirada airada y gruñó.

– Métete la lengua en el culo, Dougie -dijo el chico al que le faltaban dientes -. No hemos hecho nada para ganarnos el dinero del tío este.

A pesar de su aspecto descuidado y la boca que parecía el paisaje tras una batalla, tenía inteligencia y una cierta dignidad. Era el tipo de muchacho que no me importaría tener a mi lado si la cosa se ponía dura.

– Entonces, déjenme que les invite a una ronda.

– No -dijo Harm -. Ya no podemos beber más, tío. Tenemos que estar en el campo de golf dentro de media hora y en un día como éste la yerba debe de estar resbaladiza como un moco. Si este, Bubble Butt, bebiese algo más podría caerse, rebotar y aplastarnos a los demás.

– Que te den por el culo, Harm – dijo Doug, sin mucho convencimiento.

Me guardé el dinero.

– Muchas gracias.

– Ni pienses en ello, tío. Si construyes alguna casa en la que no tengas que contratar a gente del sindicato, en que quieras un buen trabajador de la construcción, con músculos, acuérdate de Harmon Lundquist. Estoy en el listín.

– Lo haré.


Diez minutos antes de que el barco llegara a tierra, la isla emergió de detrás de la cortina de lluvia y niebla que la ocultaba, un trozo de roca oblongo, chato y gris. Excepto por la cabellera de árboles que cubría la mayor parte de sus bordes exteriores, podría haber sido Alcatraz.

Bajé a la cubierta de coches, me puse tras el volante del Nova y estuve dispuesto cuando el hombre de naranja nos hizo señas para que bajásemos por la rampa. La escena que había fuera podría haber sido tomada en las calles de Londres. Había los suficientes abrigos negros, sombreros negros y paraguas negros como para llenar Picadilly. Manos sonrosadas sostenían maletines y ejemplares matutinos del Wall Street Journal. Con los ojos mirando inmóviles al frente. Los labios cerrados con determinación hosca. Cuando la puerta al pie de la pasarela se abrió, se movieron en procesión, cada hombre en su lugar, cada brillante zapato negro alzándose y descendiendo en respuesta a un tambor invisible. Un escuadrón de caballeros perfectos. Una brigada de caballeros…

Justo más allá del puerto de Brindamoor había una pequeña plaza de pueblo, construida alrededor de un enorme olmo y festoneada de tiendas: un banco con ventanales de cristal ahumado, una gestoría, tres o cuatro sastres de aspecto muy caro, con maniquíes sin rostros y muy conservadoramente vestidos en sus vitrinas, una tienda de ultramarinos, un carnicero, una tintorería que también albergaba la estafeta de correos local, una librería, dos restaurantes, uno francés y el otro italiano, una tienda de regalos y una joyería. Todas las tiendas estaban cerradas, las calles vacías y, exceptuando a una bandada de palomas que convergía bajo el olmo, desprovistas de vida.

Seguí las instrucciones de Harm y hallé la calle Charlemagne sin problemas. A un millar de metros de la plaza la calle se estrechaba y oscurecía, entre las sombras de heléchos, hiedra venenosa y matorrales de arce. El verdor quedaba roto por algún portalón ocasional, de hierro forjado o madera gruesa, acostumbrando a estar reforzados los primeros por una plancha de acero. No había buzones para el correo en la calle, ni una exhibición pública de nombres. Las mansiones parecían estar separadas entre sí por varias hectáreas de campos. Algunas veces tenía una súbita visión de las propiedades que había detrás: cantidad de campos de césped, senderos pavimentados con piedras o ladrillos, las casas grandes e imponentes: estilo Tudor, Regencia, Colonial… y los aparcamientos repletos de Rolls Royces, Mercedes y limusinas Cadillac, así como sus primos, más utilitarios, de cuatro ruedas: rancheras tapizadas con falsa madera, Volvos, compactos. Una o dos veces vi jardineros trabajando bajo la lluvia, con sus tractores miniatura estornudando y eructando.

La calle continuaba durante casi otro kilómetro, haciéndose más grandes las propiedades, y cada vez las mansiones más alejadas de los portalones. Se terminó, de un modo abrupto, en un seto de cipreses. No había puerta alguna, no había modo visible alguno de entrar, y por un momento creí que me habían dado mal las instrucciones. Me puse la gabardina, me subí el cuello y salí. El suelo estaba tapizado por una gruesa capa de pinaza y hojas húmedas. Fui hasta el seto y atisbé a su través, por entre las ramas. A unos siete metros por delante, casi totalmente oculto por el excesivo crecimiento de las ramas entrelazadas y la vegetación chorreante, se hallaba un corto sendero de piedra que llevaba hasta un portalón de madera. Los árboles habían sido plantados allí para bloquear la entrada; y por el tamaño de los mismos al menos tendrían veinte años de edad. Descontando la posibilidad de que alguien se hubiera tomado la molestia de trasplantar una docena de cipreses bien desarrollados poniéndolos en aquel lugar, supuse que hacía largo tiempo que no se llevaban a cabo por allí las actuaciones normales del vivir de los humanos.

Me abrí camino hasta la puerta y probé a abrirla. La habían cerrado con clavos. Le di una buena mirada: dos hojas de madera dura, pulimentadas y trabajadas, sostenidas con bisagras de un marco de ladrillos. Y éste estaba conectado a una verja de alambre entrecruzado, sobre la que se habían enrollado enredaderas espinosas. No se veía que estuviera electrificada. Logré un apoyadero en una roca húmeda, resbalé un par de veces, pero finalmente logré escalar el portalón.

Aterricé en otro mundo: hectáreas de tierras salvajes se extendían ante mí; lo que antes había sido un jardín formal ahora era un cenagal de hierbajos, matorrales y rocas. El suelo se había hundido en varios lugares, creando charcas de agua que se habían estancado y suministrado oasis para los mosquitos y los tábanos que volaban por encima. Árboles, otrora nobles, habían sido reducidos a tocones o a abatidos troncos en putrefacción, cubiertos de hongos. Piezas de auto oxidadas, viejos neumáticos y latas de botellas abandonadas estaban dispersas por lo que no era ya otra cosa sino un vertedero semiinundado; la lluvia caía sobre el metal y hacía un sonido hueco, tamborileante.

Caminé por un sendero pavimentado con ladrillos rojos, repleto de hierbas y cubierto por resbaladizo musgo. En los lugares en los que las raíces se habían abierto paso, los ladrillos surgían del suelo como dientes sueltos en una mandíbula rota. Aparté de una patada a un ratón de campo ahogado y chapoteé hacia la antigua residencia del clan Hickle.

La casa era maciza, una estructura de tres plantas en piedra tallada a mano que se había ennegrecido con el paso del tiempo. No me lo podía imaginar como hermosa en ningún momento, pero sin duda en otro tiempo había sido grandiosa: una tristona mansión techada con pizarra, de una decoración muy recargada, festoneada con aleros y aguilones y rodeada por grandes porches de piedra. En el porche delantero había mobiliario de exterior en hierro forjado, que estaba oxidado, una puerta catedralicia de unos tres metros de alto y una veleta en la cima más alta con la forma de una bruja volando sobre una escoba. La vieja hechicera giraba al viento, segura por encima de aquella desolación.

Subí los escalones de la puerta delantera. Las malas hierbas habían crecido hasta llegar a la puerta, que también estaba clausurada con clavos. Las ventanas estaban a su vez cerradas y aseguradas con tablones claveteados… A pesar de su tamaño, o quizá a causa del mismo, la casa parecía patética, como una solterona olvidada, abandonada hasta tal punto que ya no le importaba cómo se la veía y sentenciada a un destino de ir decayendo en silencio.

Forcé el paso a través de los tablones podridos, que habían sido amontonados a modo de barrera ante la puerta cochera. La casa tenía al menos cincuenta metros de largo y me llevó un tiempo comprobar todas las ventanas: cada una de ellas había sido clausurada.

La parte trasera de la propiedad era otra hectárea y media de pantano. Un garaje para cuatro coches, diseñado como si fuera una miniatura de la mansión también resultaba inaccesible: cerrado y claveteado. Una piscina de quince metros estaba vacía, a excepción de unos centímetros de agua embarrada sobre la que flotaba una armada de residuos orgánicos. Los restos de un emparrado y un rosal en glorieta sólo resultaban evidentes por una maraña de madera repelada y piedra desmoronada, que soportaban un nido de ramitas secas. Estatuas y bancos de piedra se hallaban inclinados o rotos por sus bases. Era como Pompeya tras la erupción del Vesubio.

La lluvia comenzó a caer más fuerte y fría. Me puse las manos en los bolsillos de la gabardina, que por aquel entonces ya estaba totalmente calada, y busqué refugio. Necesitaría herramientas: martillo y escoplo, para lograr entrar en la casa o el garaje, y no había ningún árbol grande del que pudiera fiarme que no iba a derrumbarse en cualquier momento. Estaba al abierto, como un vagabundo atrapado por una tormenta.

Vi un relámpago de luz y me preparé para una tormenta eléctrica. No hubo trueno y la luz centelleó de nuevo. La gruesa lluvia hacía difícil el ver nada, pero a la tercera vez que apareció la luz fui capaz de situarla y caminar en su dirección. Varios chapoteantes pasos después pude ver que había llegado a un invernadero de cristal en la parte trasera de la propiedad, justo detrás de la glorieta bombardeada. Los cristales estaban opacos por la suciedad, una parte de la cual corría en goterones negros, pero parecían intactos. Corrí hacia allí, siguiendo la luz que parpadeaba, danzaba, desaparecía y luego parpadeaba de nuevo.

La puerta del invernadero estaba cerrada, pero se abrió silenciosamente ante los tirones de mi mano. Dentro había un aire cálido, muy húmedo y amargo, con el aroma de la descomposición. A ambos lados de la estructura de cristal se extendían estantes de madera, a la altura de la cintura y entre ellos había un pasadizo tapizado con trozos de madera, tierra, turba y abono. Una colección de herramientas: horcas, rastrillos, palas, azadones, se encontraba apoyada contra un rincón.

Sobre los estantes se encontraban macetas de plantas que crecían exuberantes: orquídeas, hortensias azules, azaleas, begonias de todas las tonalidades, pensamientos… todas ellas en plena floración y desparramándose de forma espectacular fuera de sus casas de terracota. Una viga de madera a la que se le habían clavado ganchos de hierro se extendía por encima de los estantes. Colgando de los ganchos había fucsias que goteaban púrpura, heléchos, cintas, trepadoras, aún más begonias. Era el Jardín del Edén en medio del Gran Vacío.

El lugar estaba en penumbras y reverberaba con el sonido de la lluvia que asaltaba el techo de cristal. La luz que me había atraído apareció de nuevo, más brillante y cercana. Pude divisar una forma al otro lado del invernadero, una figura con una capa amarilla con capucha que aguantaba una linterna. La figura hacía caer la luz sobre las plantas, tomando una hoja de aquí, una flor de allí, examinando la tierra, partiendo una ramita seca, abriendo un capullo ya florecido.

– Hola -dije.

La figura se giró al instante y el haz de la linterna cayó sobre mi rostro. Entrecerré los ojos por la brillante luz y alcé una mano para tapármelos.

La figura se acercó.

– ¿Quién es usted? -exigió saber una voz, aguda y asustada.

– Alex Delaware.

El haz bajó. Yo iba a dar un paso adelante.

– ¡Quédese quieto ahí!

Retrasé el pie.

Echó hacia atrás la capucha. El rostro que fue revelado era redondo, pálido, plano, totalmente asiático, de mujer pero no femenino. Los ojos eran dos cortes con navaja en la piel apergaminada, la boca una raya no sonriente.

– Hola, señora Hickle.

– ¿Cómo me conoce… qué es lo que quiere? -había dureza, diluida en miedo, en aquella voz, la dureza del fugitivo con éxito, que sabe que nunca ha de cesar en su vigilancia.

– Creí que debía de hacerle una visita.

– No quiero visitantes. Y no le conozco.

– ¿No me conoce? ¿No le dice nada el nombre Alex Delaware?

No se molestó en mentir, se limitó a no decir nada.

– Fue mi consultorio el que su querido Suart eligió para su gran acto final… o quizá lo eligieron por él.

– No sé de qué está usted hablando. No deseo su compañía -su inglés era seco y con algo de acento.

– ¿Por qué no llama a su mayordomo y hace que me eche?

Sus mandíbulas se apretaron, los dedos de su mano se engarfiaron alrededor de la linterna.

– ¿Se niega a irse?

– Hace frío fuera y llueve. Le agradecería que me diera la oportunidad de secarme.

– ¿Y entonces se irá?

– Entonces me quedaré y hablaremos un poco. Acerca de su difunto esposo y sus buenos amigos.

– Stuart está muerto. No hay nada de lo que hablar.

– Creo que hay mucho. Tengo montones de preguntas. Ella dejó la linterna y cruzó los brazos sobre su pecho.

Había desafío en aquel gesto. Cualquier traza de miedo había desaparecido de su comportamiento y ahora éste era de irritación por ser molestada. Esto me asombró: ella era una mujer sola que se veía enfrentada a un desconocido en un lugar solitario, pero no se le notaba pánico.

– Es su última oportunidad -dijo.

– No estoy interesado en descubrir su escondrijo. Sólo déjeme…

Chasqueó la lengua contra la parte superior de su paladar.

Una gran sombra se materializó en algo vivo, que respiraba.

Vi lo que era y mis tripas se hicieron gelatina.

– Éste es Otto. No le gustan los extraños.

Era el perro más grande que jamás hubiera visto, un gran danés del tamaño de un poney, con el color de un dálmata: piel blanca con manchas negras. Una de sus orejas estaba parcialmente arrancada. Sus mandíbulas eran negras y goteaban saliva, colgando sueltas en esa medio sonrisa, medio mueca tan característica de los perros de ataque, revelando colmillos nacarados y una lengua del tamaño de una bolsa de agua caliente. Sus ojos eran como los de un cerdo y demasiado pequeños para el tamaño de aquel cabezón. Mientras me estudiaban mostraban puntitos de luz naranja.

Debí de moverme, porque sus orejas se pusieron tiesas. Jadeó y miró a su ama. Ella le hizo un ruidito de ánimo. Él jadeó aún más y le dio en la mano un rápido lametón con aquel pedazo de carne rosa que era su lengua.

– Hola, perro bonito -dije. Las palabras me salieron ahogadas. Sus mandíbulas se abrieron aún más en un bostezo gruñiente.

Me eché hacia atrás y el perro arqueó su cuello hacia adelante. Era una bestia musculosa, desde la cabeza hasta su tembloroso trasero.

– Ahora quizá no quiera que se vaya usted -comentó Kim Hickle.

Me retiré un poco más. Otto exhaló y emitió un sonido que le salió de lo más profundo de su tripa.

– Le dije que no la descubriría.

– Eso es lo que usted dice.

Di dos pasos más hacia atrás. Pasitos de bebé. Jugando a una enloquecida versión de ese juego en que un niño imita lo que hace otro, el perro dio dos pasos hacia adelante.

– Yo sólo quería que me dejasen tranquila -dijo ella-. Que nadie me molestase. Ni a mí ni a Otto.

Miró amorosamente al enorme bruto.

– Usted me encontró. Usted me molesta. ¿Cómo me encontró?

– Dejó usted su nombre en la ficha de la biblioteca del Jedson College.

Frunció el ceño, molesta por su paso en falso.

– Entonces, usted me anda buscando.

– No, el hallar su nombre en esa ficha fue por accidente. No es a usted a quien ando buscando.

Chasqueó la lengua de nuevo y Otto se acercó un poco más a mí. Su mueca malévola se hizo más grande. Lo podía oler, acre y ansioso.

– Primero usted, luego seguirán otros. Haciendo preguntas. Acusándome, diciendo que soy mala. Y no soy mala. Soy una buena mujer, buena con los niños. Fui una buena esposa de un hombre enfermo, pero no soy una mujer enferma.

– Lo sé -le seguí la corriente-. No fue culpa suya. Otro chasquido. El perro se colocó a distancia de salto.

Lo tenía controlado como un juguete de esos que se mueven con una radio: en marcha, Otto; párate, Otto; mata, Otto…

– No. No fue culpa mía.

Di un paso atrás. Otto me siguió, al acecho, con una pata rascando el suelo, los pelillos erizados.

– Me iré -dije-. No tenemos que hablar, no es tan importante. Se merece usted conservar su intimidad.

Estaba diciendo cualquier cosa, tratando de ganar tiempo, con la mirada puesta en las herramientas del rincón. Mentalmente medía la distancia hasta la horca, practicando inmóvil el movimiento que tendría que hacer.

– Ya le di una oportunidad y usted no la tomó. Ahora ya es demasiado tarde.

Chasqueó dos veces y el perro saltó, viniendo hacia mí una mancha desdibujada de oscuridad gruñente. Vi sus patas delanteras alzadas en el aire, la húmeda, hambrienta y cortante boca, los ojos naranja apuntados hacia su blanco, todo ello en una fracción de segundo. Y, en ese mismo segundo, hice una finta hacia la derecha, me hundí de rodillas y me abalancé sobre la horca. Mis dedos se cerraron sobre la madera y la alcé de un tirón, dando un golpe hacia arriba y adelante.

Cayó sobre mí, una tonelada de monstruo en tensión, aplastándome el aliento del pecho, con las garras y las mandíbulas arañando y mordiendo. Algo atravesó la ropa, luego el cuero, luego la piel. El dolor tomó posesión de mi brazo desde el codo hasta el hombro, punzante y mareante. El mango de la horca se escapó de mi mano. Me cubrí el rostro con una manga, mientras Otto me daba topetazos con su nariz húmeda, tratando de clavar aquellas mandíbulas como sierras circulares en mi garganta. Di un giro sobre mí mismo, tanteé a ciegas por la horca, la así, la perdí de nuevo. Le di un puñetazo con los nudillos en su coronilla. Era como golpear un blindaje. Se levantó sobre sus patas de atrás, rugiendo de ira y se dejó caer. Yo le di la vuelta a la horca para que las púas estuvieran hacia arriba. Él se abalanzó, tirando todo su peso sobre mí. Mis piernas se doblaron y mi espalda tocó el suelo. Me quedé sin aire y luché por mantenerme consciente, rodeado de piel peluda que luchaba por matarme y tratando, como fuera, de mantener la horca entre ambos.

Entonces él gimió de un modo muy agudo y, al mismo tiempo, noté como la horca daba contra hueso, resbalaba y lo rascaba mientras yo giraba el mango, repleto de odio. Las puntas entraron en él como un cuchillo en la mantequilla.

Nos abrazamos, con la lengua del perro en mi oreja, su boca saliveando, abierta en agonía, a un par de centímetros sólo de arrancarme un pedazo de la cara. Puse toda mi fuerza tras la horca, empujándola y girándola, apenas si dándome cuenta de los gritos de la mujer. Él gritaba como un cachorrillo. Las púas se hundieron un centímetro final y luego ya no pudieron hacerlo más. Sus ojos se abrieron mucho con una mirada de orgullo herido, parpadearon espasmódicamente y luego se cerraron. El enorme corpachón se estremeció convulsivamente encima de mí. Un chorro de sangre surgió de su boca, salpicándome en la nariz, labios y barbilla. Me dieron arcadas al notar aquella cosa viscosa y cálida. La vida desapareció de él y yo luché por rodar y liberarme de su cuerpo.

Todo aquello había durado menos de un minuto.

Kim Hickle miró al perro muerto y luego me miró a mí, e hizo una intentona de salir corriendo por la puerta. Yo me empujé hasta ponerme de pie, arranqué la horca de aquel barril de pecho y le bloqueé el camino.

– Atrás -jadeé. Moví la horca y gotitas de sangre volaron por el aire. Se quedó helada.

El invernadero estaba en silencio. La lluvia había cesado. El silencio fue roto por un sonido bajo y ronco: burbujas de gas se escapaban del cadáver del perro. Una masa fecal siguió, corriendo hacia abajo por las inmóviles patas y mezclándose con la tierra del suelo.

Ella lo vio y empezó a llorar. Luego se derrumbó y se sentó en el suelo con el aspecto estupefacto e inerme de los refugiados.

Clavé la horca en el suelo y la usé como soporte. Me llevó todo un minuto recuperar el aliento y otros dos o tres comprobar los daños que había sufrido.

La gabardina estaba destrozada, hecha jirones y ensangrentada. Con un cierto esfuerzo me la quité y la dejé caer al suelo. Una manga de la chaqueta de cuero estaba desgarrada. Me la saqué también y me subí la manga del jersey de cuello de cisne. Inspeccioné mi bíceps: las capas de ropa habían impedido que la cosa fuera peor, pero no era nada bonito lo que se veía: tres heridas incisivas, que ya estaban empezando a hincharse, rodeadas de un laberinto de abrasiones. Notaba el brazo rígido y dolorido. Me incliné y no noté nada roto. Lo mismo podía decir de mis costillas y otras partes del cuerpo, aunque mi cuerpo flotaba justo por encima de la agonía. Me estiré cuidadosamente, utilizando una técnica de desentumecimiento que me había enseñado Jaroslav. Me hizo sentirme algo mejor.

– ¿Estaba vacunado Otto?-pregunté.

No me contestó. Repetí la pregunta, subrayándola con un tirón del mango de la horca.

– Sí. Tengo los papeles.

– Quiero verlos.

– Es cierto, puede creerme.

– Justo hace un momento ha intentado que este monstruo me destrozase la garganta. Así que no se puede decir que su credibilidad sea muy alta.

Miró al animal muerto y cayó en una especie de meditación; parecía ser alguien que estaba acostumbrada a esperar para ver lo que sucedía. Yo no estaba de humor para una batalla de resistencia.

– Señora Hickle, tiene dos elecciones posibles: una es cooperar y la dejaré en paz en su pequeño refugio. O puede ponérmelo difícil y entonces yo me cuidaré de que un artículo acerca de usted aparezca en la primera página de la sección local del Los Ángeles Times. Piense en ello: la esposa del monstruo que abusaba sexualmente de los niños halla refugio en la mansión ancestral abandonada. Poético, ¿no? Apuesto diez contra a uno a que las agencias de noticias reproducen la historia por todo el país.

– ¿Qué es lo que quiere de mí?

– Respuestas a preguntas. No tengo ninguna razón, ni ningún deseo, de hacerle daño.

– ¿Realmente es usted la persona en cuya consulta murió Stuart?

– Sí, ¿a quién sino estaba esperando?

– A nadie -lo dijo demasiado de prisa.

– ¿A Towle? ¿A Hayden? ¿A McCaffrey?

A la mención de cada nombre su rostro registró dolor en forma secuencial, como si sus huesos fueran siendo partidos en distintas partes.

– No estoy con ellos, pero quiero saber más de ellos. Se alzó hasta quedar en cuclillas, se puso en pie y tomó la ensangrentada gabardina. Con mucho cuidado la colocó sobre la inerte forma del perro.

– Hablaré con usted-dijo.

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