19

El vestíbulo de entrada al Centro Médico Pediátrico del Oeste estaba forrado con placas de mármol grabadas con los nombres de benefactores, muertos ya hacía tiempo. Dentro, el vestíbulo principal estaba lleno con los heridos, los enfermos y los condenados. Padres se mordían las uñas, se peleaban con impresos del seguro y trataban de no pensar en las pérdidas de las masculinidad resultantes de los encontronazos con la burocracia. Los bebés correteaban, colocando sus manos en el mármol, apartándolas rápidamente al notar el frío y dejando tras de sí sucios recuerdos. Un altavoz llamaba nombres y los elegidos se tambaleaban hasta el mostrador de admisiones. Una dama de cabello azulado, con el uniforme a rayas verdes y blancas de los voluntarios de hospitales estaba sentada tras el mostrador de informaciones, tan desconcertada como aquellos a los que se le había mandado asistir.

En un rincón lejano del vestíbulo, niños y mayores estaban sentados en sillas de plástico y miraban la televisión. El aparato sintonizaba un serial que sucedía en un hospital. Los doctores y las enfermeras de la pantalla vestían de un blanco impoluto, tenían el cabello arreglado de peluquería, rostros perfectos y dientes que irradiaban un destello mucoso mientras conversaban en tonalidades lentas, delicadas y bajas acerca del amor, el odio, la angustia y la muerte. Los doctores y las enfermeras que se abrían paso a codazos por el vestíbulo eran, en su conjunto, mucho más humanos: de ropas arrugadas, con ojos de sueño, acosados. Los que entraban se apresuraban, respondiendo a buscapersonas y llamadas telefónicas de emergencia. Los que salían lo hacían con la premura de presos que se escapan, temiendo llamadas de regreso a sus salas en el último momento.

Yo me había puesto mi bata blanca y placa del hospital y llevaba un maletín, cuando las puertas automáticas me permitieron entrar y el guardián, de unos sesenta años y nariz rojiza, me saludó al pasar:

– Buenos días, doctor.

Bajé en ascensor hacia el sótano, junto a una derrotada pareja de negros en la treintena y su hijo, un marchitado chico grisáceo de nueve años, que estaba en una silla de ruedas. En el semisótano se nos unió una técnica de laboratorio, una chica gorda que llevaba una cesta con jeringas, agujas, tubos de goma y tubos de cristal llenos con el jarabe rubí de la vida. Los padres del chico en la silla de ruedas miraron con ansia la sangre; él giró la cabeza hacia la pared.

El viaje terminó en un estremecimiento. Fuimos vomitados a un pasillo amarillo mugriento. Los otros pasajeros giraron a la derecha, hacia el laboratorio. Yo fui en la otra dirección, llegué a una puerta señalada «Historiales Médicos», la abrí y entré.

Nada había cambiado desde que yo me había ido. Tuve que ponerme de lado para pasar por el estrecho pasadizo abierto entre los montones de historiales, amontonados desde el suelo al techo. Aquí nada de ordenadores, nada de intentonas de alta tecnología para ordenar las decenas de millares de carpetas marrones en algo que pareciese un sistema coherente. Los hospitales son instituciones conservadoras, y el Pediátrico del Oeste era el más retrógado de todos, dando al progreso la misma bienvenida que un perro le da a la sarna.

Al final del corredor había una pared gris desnuda. Justo frente a ella se sentaba una joven filipina, de aspecto adormilado, que estaba leyendo una revista de modas.

– ¿Puedo ayudarle?

– Sí. Soy el doctor Delaware. Necesito el historial de uno de mis pacientes.

– Podía haber hecho que su secretaria nos llamase, doctor, y se lo hubiéramos enviado.

Seguro. Dentro de dos semanas.

– Se lo agradezco, pero necesito verlo ahora mismo y mi secretaria aún no ha llegado.

– ¿Cómo se llama el paciente?

– Adams. Brían Adams -la sala estaba dividida alfabéticamente. Había elegido un apellido que la llevaría al extremo más alejado de la sección A- K.

– Si me llena este formulario, yo misma se lo buscaré. Llené el impreso, mintiendo con toda naturalidad. Ella no se molestó en mirarlo y lo dejó caer en un archivador metálico. Cuando se hubo ido, oculta tras los montones, yo fui a la parte L- Z de la habitación, busqué entre las N y hallé lo que buscaba. Me lo guardé en el maletín y regresé.

Ella volvió minutos más tarde.

– Tengo aquí tres Brian Adams, doctor. ¿Cuál de ellos es?

Miré los tres y elegí uno al azar.

– Éste es.

– Si me firma esto – alzaba un segundo formulario-, puedo dejarle llevárselo en préstamo durante veinticuatro horas.

– No habrá necesidad de eso. Lo puedo examinar aquí. Hice toda una pantomima de parecer muy estudioso, mientras hojeaba el historial médico de Brian Adams, de once años, admitido cinco años antes para un rutinaria tonsiloctomía; chasqueé la lengua, agité la cabeza, tomé algunas notas sin sentido, y se lo devolví.

– Gracias. Me ha sido usted de una gran ayuda.

No me contestó, habiendo regresado ya al mundo del camuflaje cosmético y el vestuario diseñados para el segmento sadointelectual.

Hallé una sala de conferencias vacía, pasillo abajo, junto al depósito de cadáveres, cerré la puerta por dentro y me senté para examinar las crónicas finales de Cary Nemeth.

El chaval había pasado las últimas veintidós horas de su vida en la Unidad de Cuidados Intensivos del Pediátrico del Oeste, ni un segundo de las cuales había estado consciente. Desde un punto de vista médico era un caso abierto y cerrado: sin esperanzas. El interno que lo había admitido había tomado sus notas de un modo factual y objetivo, titulándolas Auto contra Peatón, en esa extraña jerga de la medicina que hace que las tragedias suenen a acontecimientos deportivos.

Había sido traído por una ambulancia, aplastado, golpeado, con el cráneo hecho trizas, con todas sus funciones corporales perdidas, excepto las más rudimentarias. Y, sin embargo, millares de dólares habían sido gastados en retrasar lo inevitable, y se habían escrito las suficientes páginas como para hacer un historial médico del tamaño de un libro de texto. Las hojeé: notas de las enfermeras, con su contabilidad compulsiva de entradas y salidas, con el niño reducido a centímetros cúbicos de fluido y fontanería; gráficos de la UCI, notas de progresos, ése sí que era un chiste cruel, consultas a neurocirujanos, nefrólogos, neurólogos, radiólogos, cardiólogos; pruebas de sangre, rayos X, scanners, desviaciones, suturas, alimentaciones intravenosas, suplementos nutritivos parenterales, terapia respiratoria y, finalmente, la autopsia.

Cosido con una grapa al interior de la contraportada estaba el informe del Sheriff, otro ejemplo de reducción a través de la jerga. En su igualmente precioso dialecto, Cary Nemeth era la V, o sea la Víctima.

La V había sido arrollada desde atrás mientras caminaba hacia abajo por la Malibú Canyon Road, justo antes de la medianoche. Iba descalzo y vestía un pijama, amarillo, tenía buen cuidado en señalar el informe. No habían señales de frenada, lo que había llevado al Diputado del Sheriff que hacía el informe a suponer que la V había sido impactada con toda la fuerza del coche. Y, por la distancia a la que había sido lanzado el cuerpo, se estimaba la velocidad del vehículo entre los sesenta y cinco y los ochenta y cinco kilómetros por hora.

El resto era papeleo, un bocadillo de cartulina para algún ordenador del centro.

Era un documento deprimente. Nada de él me sorprendía. Ni siquiera el hecho de que el pediatra de Cary Nemeth, el médico que había firmado el certificado de defunción, fuera Lionel Willard Towle, Doctor en Medicina.

Dejé el historial metido bajo un montón de placas de rayos X y caminé hacia el ascensor. Dos chavales de once años se habían escapado de una sala y estaban haciendo una carrera de sillas de ruedas. Pasaron dando alaridos, con sus tubos intravenosos agitándose como látigos, y yo tuve que echarme a un lado para evitarlos.

Tendí la mano hacia el botón del ascensor y oí mi nombre:

– ¡Hola, Alex!

Era el Director Médico, que venía charlando con un par de internos. Los despidió y se acercó a mí.

– Hola, Henry.

Había ganado unos cuantos kilos desde la última vez que lo había visto, con su papada luchando contra los confines del cuello de su camisa. Su complexión era poco saludablemente rubicunda. Tres cigarros sobresalían del bolsillo del pecho.

– ¡Qué coincidencia! -me dijo, entregándome una mano flaccida-. Estaba a punto de llamarte.

– ¿De veras? ¿Y para qué?

– Hablemos en mi oficina.

Cerró la puerta y se metió tras su escritorio.

– ¿Qué tal te van las cosas, hijo?

– Muy bien, papi.

– Bien, bien -sacó un cigarro de su bolsillo e hizo movimientos masturbatorios, arriba y abajo, con el envoltorio de celofán -. No me voy a andar con rodeos, Alex. Sabes que ése no es mi estilo… siempre voy directo al grano, ésa es mi filosofía. Hay que decir lo que uno piensa y que la gente sepa en dónde te encuentras.

– Por favor, hazlo.

– Sí. Hum. Eso es lo que voy a hacer – se inclinó hacia adelante, ya fuera para vomitar o preparándose para transmitir una grave confidencia-. He… he recibido una queja acerca de tu conducta profesional.

Se recostó en el sillón, placenteramente expectante, como un crío que espera que estalle un petardo.

– ¿Will Towle?

Sus cejas saltaron hacia el cielo. Pero no había petardos allá arriba, así que descendieron de nuevo.

– ¿Lo sabías?

– Di que ha sido una deducción afortunada.

– Sí. Bueno, pues estás en lo cierto. Está indignado por algún intento de hipnosis que has hecho u otra tontería por el estilo.

– Está cargado de puñetas, Henry.

Sus dedos se pelearon con el celofán. Me pregunté cuánto tiempo había pasado sin hacer cirugía.

– Comprendo tu punto de vista; sin embargo, Will Towle es un hombre importante, al que no se le puede tomar a la ligera. Está pidiendo una investigación, algún tipo de…

– ¿Caza de brujas?

– No me estás poniendo esto nada fácil, jovencito.

– No me da miedo ni Towle ni ningún otro. Estoy retirado, Henry, ¿o es que lo habías olvidado? Comprueba cuándo fue la última vez que recibí mi sueldo.

– No se trata de eso…

– De lo que se trata, Henry, es que, si Towle tiene algo en contra mía, que me lleve ante el Comité del Estado. Estoy preparado a intercambiar acusaciones. Te aseguro que será una experiencia muy educativa para todos los implicados.

Sonrió untuosamente.

– Me caes bien, Alex. Te digo esto para que estés advertido.

– ¿Advertido de qué?

– La familia de Will Towle ha donado cientos de millares de dólares a este hospital. Muy posiblemente hayan pagado la silla en la que en este momento estás sentado.

Me puse de pie.

– Gracias por avisarme.

Sus ojillos se endurecieron. El cigarro se partió entre sus dedos, llenando su mesa de trocitos de tabaco. Miró hacia abajo, a su chupete perdido, y por un momento me pareció que estaba a punto de echarse a llorar. Sería muy divertido en el sofá de un analista.

– No eres tan independiente como te crees ser. Está el asunto de tus privilegios como miembro de la plantilla.

– ¿Estás diciendo que, porque Will Towle se ha quejado de mí, corro el peligro de perder el derecho a practicar aquí?

– Lo que te estoy diciendo es que no levantes olas. Llama a Will, pídele excusas. No es un mal tipo. De hecho, vosotros dos tendríais que tener mucho en común. Él es un experto en…

– Pediatría del Comportamiento. Ya lo sé. Henry, ya he oído esta tonada y no tocamos en la misma banda.

– Recuerda esto, Alex: el estatus de los psicólogos en el equipo médico siempre ha sido muy tenue.

Un viejo discurso me vino a la mente. Algo acerca de la importancia del factor humano y de cómo se interrelacionaba con la medicina moderna. Pensé en echárselo en cara. Luego le miré al rostro y me di cuenta de que no había nada que hacer.

– ¿Eso es todo?

No tenía nada más que decir. Su tipo de persona pocas veces tiene algo que decir, una vez que la conversación ha ido más allá de los tópicos generales, los dobles sentidos, o las amenazas.

– Buenos días, doctor Delawere -me dijo.

Me fui en silencio, cerrando al puerta tras de mí.


Estaba de vuelta en el vestíbulo, que se había vaciado de pacientes y ahora estaba repleto con un montón de visitantes de algún grupo de damas voluntarias. Las damas tenían escrito en sus rostros que venían de familias con dinero antiguo y buena educación… eran como universitarias ya creciditas. Escuchaban arrobadas, mientras un lacayo de la administración les largaba una perorata prefabricada acerca de cómo el hospital estaba a la vanguardia del progreso médico y humanitario y todo era para los niños. Asentían con sus cabezas, tratando de no mostrar su ansiedad.

El lacayo peroraba acerca de cómo los niños eran el tesoro del futuro. Y lo único que venía a mi mente era la visión de huesos de pequeños, molidos en harina para beneficio del molino de alguien.

Di la vuelta y caminé hasta el ascensor.

El tercer piso del hospital albergaba la mayor parte de las oficinas administrativas, que tenían la forma de una T invertida, forradas con paneles de madera oscura y enmoque-tadas con algo que tenía el color y la consistencia del musgo. La oficina del equipo médico estaba situada en la parte de abajo del tallo de la T, en una suite de paredes acristaladas con vista a las colinas de Hollywood. La elegante rubia que estaba tras el mostrador era alguien a quien no había contado con ver, pero me arreglé la corbata y entré.

Ella alzó la vista, pensó si no reconocerme, luego se lo pensó mejor y me otorgó una sonrisa principesca. Extendió la mano con los modos imperiosos de alguien que ha estado en el mismo trabajo el suficiente tiempo como para hacerse ideas de ser irremplazable.

– Buenos días, Alex.

Sus uñas eran largas y estaban cubiertas por una espesa capa de pintura nacarada, como si hubiera saqueado las profundidades del océano para colmar su vanidad. Tomé la mano y la manejé con el cuidado que estaba exigiendo.

– Cora.

– ¡Qué alegría volverte a ver! ¡Ha pasado mucho tiempo!

– Sí que lo ha pasado.

– ¿Vas a volver con nosotros…? Oí que habías dimitido.

– No, no voy a volver. Y sí, sí lo hice.

– ¿Disfrutando de tu libertad? – me favoreció con otra sonrisa. Su cabello parecía más rubio, más maltratado, su figura más llena, pero aún de primera clase, y estaba embutida en un vestido de punto de color chartreuse que hubiera intimidado a alguien de unas proporciones menos heroicas.

– Lo hago. ¿Y tú?

– Haciendo lo mismo de siempre – suspiró.

– Y haciéndolo bien, seguro.

Por un momento pensé que el halago había sido un error. Su rostro se endureció y mostró algunas nuevas arrugas.

– Ya sabemos -proseguí-, quién hace que las cosas marchen realmente aquí.

– Oh, vamos – flexionó su mano como si fuera un abanico.

– Desde luego no son los doctores -resistí el impulso de llamarla «vieja amiga».

– ¡Desde luego que no! Es asombroso que veinte años de educación no le den a uno ni una pizca de sentido común. Yo soy sólo una pobre esclava asalariada, pero al menos se dónde está arriba y dónde abajo.

– Estoy seguro de que nunca serás la esclava de nadie, Cora.

– Bueno, no sé -unas pestañas tan espesas y oscuras como plumas de cuero fueron bajadas coquetamente.

Ella estaba al principio de la cuarentena y, bajo la inmisericorde luz fluorescente que iluminaba la oficina, se le veía cado uno de esos años. Pero estaba muy bien formada, con buenas facciones; era una de esas mujeres que mantienen la forma de la juventud, pero no la textura. En otro tiempo, hacía siglos, había parecido juvenil, despreocupada y atlética, mientras nos revolcábamos por el suelo de la oficina de historiales médicos. Había sido un asunto de una sola vez, seguido de un boicot mutuo. Pero ahora ella estaba flirteando, con el recurso borrado por el paso del tiempo.

– ¿Te han tratado bien? -le pregunté.

– Tan bien como cabría esperar. Ya sabes cómo son los doctores.

Hice una mueca.

– Soy un accesorio más -dijo -. Si algún día trasladan la oficina, me llevarán con el resto del mobiliario.

Miré su cuerpo, arriba y abajo.

– No creo que nadie te pueda confundir con el mobiliario. Ella rió nerviosamente y se retocó el cabello con un gesto reflejo.

– Gracias -el autoescrutinio se hizo demasiado perturbador, por lo que me puso a mí bajo los focos.

– ¿Qué es lo que te ha traído aquí?

– Estoy atando cabos sueltos… acabando unos historiales incompletos, papeleo. No me he preocupado demasiado de estar al día en mi correo. Me parece que recibí un aviso de que estaba retrasado en el pago de mis cuotas colegiales.

– No recuerdo haberte mandado ninguno, pero podría haberlo hecho alguna de las otras chicas. Estuve fuera un mes. Por una operación.

– Lamento oír eso, Cora. ¿Todo va bien ahora?

– Problemas femeninos -sonrió-. Dicen que estoy muy bien.

Su expresión indicaba que los que decían tal cosa eran unos redomados mentirosos.

– Me alegro.

Cruzamos nuestras miradas; por un momento, pareció tener veinte años, inocente y esperanzada. Me dio la espalda, como si quisiera que esa imagen fuera la que me quedase en la mente.

– Déjame comprobar tu ficha..

Se alzó y abrió un archivador laqueado en negro, del que sacó una carpeta azul.

– No -me dijo- estás al correinte. Recibirás una notificación para el pago del próximo año, en un par de meses.

– Gracias.

– No hay por qué. Volvió a guardar la carpeta.

– ¿Hace una taza de café? -inquirí en modo casual. Me miró, luego miró su reloj.

– No me toca un descanso hasta las diez, pero, ¿qué infiernos? Sólo se vive una vez… ¿no?

– Justo.

– Déjame ir al cuarto de las niñas y arreglarme un poco.

Se ahuecó el cabello, recogió su bolso y salió de la oficina para ir al lavabo que estaba al otro extremo del pasillo.

Cuando vi que la puerta se cerraba tras ella me acerqué al archivador. El cajón que ella había abierto estaba marcado «Personal, A- G». Dos cajones más abajo hallé lo que buscaba. Y fue a parar al interior del buen maletín.

Estaba esperando junto a la puerta cuando ella regresó, lavada sonrosada y hermosa, y oliendo a pachuli. Tendí mi brazo y ella lo cogió.

Tomando el café del hospital la estuve escuchando. Me habló de su divorcio, una herida de siete años de antigüedad que no acababa de cicatrizar, de la hija quinceañera que la estaba volviendo loca de hacer excatamente lo mismo que ella había hecho cuando era una adolescente, problemas con el coche, la insensibilidad de sus superiores, la injusticia de la vida.

Era extraño el llegar a conocer, por primera vez, a una mujer en cuyo cuerpo yo me había introducido. En el juego de palabras cruzadas que es el apareamiento actual, había mucha más intimidad en sus narraciones de penas y pesares que la que había habido en el abrir de sus piernas.

Nos separamos como amigos.

– Vuelve otra vez a visitarme, Alex.

– Lo haré.

Caminé hacia el aparcamiento, maravillándome de la facilidad con que me podía poner la máscara del engaño. Siempre me había gratificado a mí mismo con una autoconside-ración de integridad. Pero, en los últimos tres días, me había convertido en un experto en robo con disimulo, ocultamiento de la verdad, mentira descarada con faz imperturbable y putañeo emocional.

Debía de ser a causa de las malas compañías.

Fui hasta un coquetón restaurantito italiano en el Oeste de Hollywod. El local acababa de abrir y yo estaba solo en mi cubículo de la parte de atrás. Ordené escalopines al Marsala, un acompañamiento de linguini con ajo y aceite y una Coors.

Un camarero que arrastraba los pies me trajo la cerveza. Mientras esperaba la comida abrí el maletín y examiné mi botín.

La ficha de Towle tenía cuarenta páginas de largo. La mayor parte consistía en fotocopias de sus diplomas, certificados y premios. Su curriculum vitae eran veinte páginas de baladronadas, marcadamente desprovistas de toda cita a publicaciones científicas… había sido coautor de un breve informe cuando era un interno y no había vuelto a escribir nada desde entonces… y en cambio estaba lleno de entrevistas en la radio y televisión, conferencias a grupos de personas no médicas, servicios voluntarios a La Casa y otras organizaciones similares. Y, sin embargo, era catedrático con todas las consecuencias de ello en la Facultad de Medicina. ¿Dónde estaba aquí el rigor académico?

El camarero me trajo la ensalada y un cesto con panecillos. Tomé la servilleta con una mano e iba a meter de nuevo el historial en el maletín con la otra, cuando algo en la primera página de la ficha resumen atrajo mi atención.

En la casilla marcada como universidad en la que cursó sus estudios él había indicado: Jedson Colege, Bellevue, Washington.

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