15

Llamé a Milo a la comisaría y le di un informe completo sobre mi entrevista con Raquel Ochoa y la conexión con La Casa de los Niños, incluyendo la información que me había dado Olivia.

– Estoy muy impresionado -me dijo-. Te equivocaste de profesión.

– Entonces, ¿qué es lo que piensas? ¿Habría que investigar a ese McCaffrey?

– Espera un minuto, amigo. Ese hombre se ocupa de cuatrocientos chicos y uno de ellos muere en un accidente de tráfico. Eso no es prueba de nada sucio.

– Pero resulta que ese chico era un estudiante de Elena Gutiérrez. Lo que quiere decir que, probablemente, habló de su caso con Handler. Y no mucho después de su muerte, Bruno empezó a trabajar voluntariamente en ese lugar. ¿Todo es una coincidencia?

– Probablemente no. Pero no entiendes cómo funcionan las cosas por aquí. Yo estoy en el retrete con este caso. Hasta el momento, los archivos bancarios no me han dicho nada… todo en sus cuentas corrientes parece correcto. Tengo que trabajar aún algo más en ello, pero el hacerlo yo solo me lleva tiempo. Cada día, el capitán me mira con esa expresión de ¿Todavía sin lograr progresos, Sturgis? Me siento como un escolar que no ha hecho los deberes en casa. Cada día espero que me aparte de este caso y me meta en algún trabajo bien asqueroso.

– Si las cosas están tan mal, uno supondría que saltarías de alegría ante la posibilidad de una nueva pista.

– En eso tienes razón: una pista. No una conjetura basada en una serie de tenues asociaciones.

– A mí no me parecen tan tenues.

– Míralo desde este otro punto de vista… yo empiezo a husmear en casa de McCaffrey, que tiene relaciones que van todo el camino desde el centro de la ciudad hasta Malibú. Él hace unas cuantas llamadas de teléfono estratégicas… nadie le podría acusar de obstrucción a la justicia, porque yo no tengo ninguna razón legítima para estarlo investigando, y me veo apartado de este caso más rápido de lo que tú puedas tardar en escupir.

– De acuerdo -admití -, pero, ¿qué hay del aspecto mejicano? Ese tipo estuvo allí años y, de repente, se marcha, aparece en Los Ángeles y se convierte en un triunfador.

– La movilidad hacia arriba no es un delito, y a veces un cigarro es sólo un cigarro, doctor Freud.

– Mierda. No te soporto cuando te pones tan chistoso.

– Alex, por favor. Mi vida no es lo que se dice precisamente de color rosa. No necesito que, además de todo lo otro, me vengas tú con mamonadas.

Yo parecía estar desarrollando un talento para alienarme con aquellos que tenía más cercanos. Aún tenía que llamar a Robin, para averiguar a dónde la habían llevado los sueños de la noche anterior.

– Lo lamento. Supongo que estoy demasiado metido en esto.

No me lo discutió.

– Has hecho un buen trabajo. Me has sido de mucha ayuda. Pero a veces las cosas no concuerdan, por el simple hecho de que uno haya realizado un buen trabajo.

– Así, ¿qué es lo que vas a hacer? ¿Dejarlo correr?

– No. Miraré qué hay en el historial de McCaffrey… con mucha discreción. Especialmente la parte de Méjico. Y voy a continuar estudiando los archivos financieros de Handler y Bruno y, puesto a hacer, añadiré los de la Gutiérrez. Incluso voy a llamar a la Oficina del Sheriff de Malibú y le pediré una copia del informe del accidente de ese chico. ¿Cómo me dijiste que era su apellido?

– Nemeth.

– Muy bien. Esa parte debería ser fácil.

– ¿Hay algo más que quieras de mí?

– ¿Cómo? ¡Oh, nada! Has hecho un gran trabajo, Alex, quiero que sepas que te lo digo en serio. Ahora yo te relevaré. ¿Por qué no te tomas las cosas con más calma durante un tiempo?

– De acuerdo -le dije sin entusiasmo-. Pero tenme informado.

– Lo haré -me prometió -. Adiós.


La voz al otro lado era femenina y muy profesional. Me saludó con la cantinela de la cancioncilla de un anuncio de detergentes, una voluptuosidad que lindaba con lo obsceno.

– ¡Buenos Días, ésta es La Casa!

– Buenos días. Querría hablar con alguien acerca de la posibilidad de convertirme en miembro de la Brigada de Caballeros.

– ¡Aguarde un momento, señor!

En veinte segundos estuvo en la línea una voz masculina.

– Tim Kruger. ¿En qué puedo servirle?

– Me gustaría hablar acerca de unirme a la Brigada de Caballeros.

– Sí, señor. ¿Y a qué empresa representa usted?

– A ninguna. Estoy interesándome como particular.

– Oh, ya veo -la voz perdió buena parte de su amistosidad. La interrupción de la rutina provoca esto en mucha gente… les saca de quicio, los pone sobre guardia -. ¿Y cuál es su nombre, por favor?

– Doctor Alexandre Delaware.

Debió ser a causa del título, porque de nuevo cambió de marcha, al instante.

– Buenos días, doctor. ¿Qué tal está usted?

– Muy bien, gracias.

– Estupendo. ¿Y en qué especialidad está doctorado, si es que puedo preguntárselo?

Puedes.

– Soy psicólogo infantil. Jubilado.

– Excelente. No se nos presentan voluntarios muchos profesionales de la salud mental. Yo mismo soy graduado en consejería, y estoy al cuidado de la selección de candidatos para La Casa.

– Me imagino que la mayor parte de ellos lo deben considerar como algo demasiado parecido al trabajo -le dije -. Pero como yo he estado un tiempo apartado de este campo, la idea de volver a trabajar con niños me atrae.

– Maravilloso. ¿Y qué es lo que le ha traído hasta La Casa?

– Su reputación. He oído hablar de su buen trabajo. Y que están ustedes bien organizados.

– Bueno, muchas gracias, doctor. ¡Desde luego tratamos de hacer lo mejor para nuestros chicos!

– Estoy seguro de que así es.

– Damos una visita en grupo para los posibles Caballeros. La próxima está programada para el viernes de la semana próxima.

– Déjeme mirar en mi agenda -dejé el teléfono, miré por la ventana, hice media docena de flexiones de piernas y volví a cogerlo-. Lo siento, señor Kruger, pero ése es un mal día para mí. ¿Cuándo es la siguiente?

– Tres semanas después.

– Eso es mucho tiempo. Esperaba empezar antes -traté de mostrarme delicado y justo un poquito impaciente.

– Hum. Bueno, doctor, si no le importa algo un poco menos preparado que la orientación de grupo, yo podría acompañarle en una visita privada. No habrá tiempo para montar el audiovisual, pero de todos modos, como psicólogo, seguro que ya sabe mucho de estas cosas.

– Eso suena muy bien.

– De hecho, si está usted libre esta tarde, podría prepararla para entonces. El Reverendo Gus está hoy aquí y a él le gusta conocer a todos los posibles Caballeros… aunque no siempre sea posible, con la de viajes que tiene que hacer. Esta semana graba para el programa de Merv Griffin y luego vuela a Nueva York para salir en un programa de «A.M. América».

Me comunicó la noticia de las actividades televisivas de MacCaffrey con la solemnidad de un cruzado descubriendo el Santo Grial.

– Hoy sería perfecto.

– Excelente. ¿Alrededor de las tres?

– A la tres.

– ¿Sabe exactamente dónde estamos?

– No exactamente. ¿En Malibú?

– En Malibú Canyon -me dio la dirección exacta y luego añadió-: Ya que está aquí podrá llenar nuestros cuestionarios de selección. En un caso como el suyo, doctor, será una formalidad, pero tenemos que cumplir con las reglas. Aunque no creo que los tests psicológicos sean muy válidos para preseleccionar a un psicólogo ¿no es así?

– No creo. Nosotros los escribimos y podemos hacerles decir lo que queramos.

Se rió, tratando de parecer un buen colega.

– ¿Alguna otra pregunta?

– Creo que no.

– Excelente. Le veré a las tres.

Malibú es tanto una imagen como un lugar. La imagen es transmitida a las salas de estar de los Estados Unidos por la televisión, es salpicada en las pantallas cinematográficas, grabada en los surcos de los elepés y blasonada en las portadas de las novelas baratas. La imagen tiene que ver con extensiones ilimitadas de arena; cuerpos desnudos, bronceados y aceitados; balón-volea en la playa; cabellos blanqueados por el sol; hacer el amor bajo una manta, con la cadencia del coito acorde con la subida y bajada de las olas; casitas de un millón de dólares que se tambalean sobre pilastras hundidas en una tierra que no es tan firme sino que, en realidad, baila el hula-hula cuando llueve; coches deportivos, algas y cocaína.

Todo lo cual es válido, pero limitado.

Hay otro Malibú, un Malibú que incluye los cañones y los senderos de tierra que se esfuerzan en cruzar la cordillera de Santa Mónica. Este Malibú no tiene océano. La poca agua que posee se encuentra en forma de arroyos que gotean a través de gargantas sombreadas y desaparecen cuando sube la temperatura. Hay algunas casas en este Malibú, y manadas de coyotes que acechan por la noche, haciéndose con gallinas, una zarigüeya, un sapo gordo. Hay bosquecillos de abundante sombra, en los que las ranas de los árboles crían con tanta abundancia que uno llega a pisarlas creyendo que está poniendo el pie en suave tierra gris. Hasta que ésta se mueve. Hay montones de serpientes: reyes, de liga y de cascabel, en este Malibú. Y aislados ranchos en los que la gente vive bajo la ilusión de que nunca ha llegado la segunda parte del siglo veinte. Caminos de herradura, marcados por humeantes montones de estiércol de caballo. Cabras. Tarántulas.

También hay muchos rumores rodeando a este segundo Malibú, el que no tiene playa. De asesinatos rituales, llevados a cabo por cultos satánicos. De cadáveres que nunca serán… que nunca podrán ser hallados. De gente perdida mientras iba de excursión y de los que nunca más se ha vuelto a saber. Historias de horror, quizá tan falsas como las que contaba la abuela junto al fuego.

Giré en la autopista Pacific Coast, subiendo por la Rambla Pacífica y atravesé la frontera de un Malibú al otro. El Seville subió con facilidad la inclinada pendiente. Tenía puesto a D jango Reinhardt en el cassette y la música del Gitano estaba en sincronía con el vacío que se desplegaba ante mi parabrisas: la tira serpentina de la autopista, asaltada un momento por el implacable sol del Pacífico y al siguiente sombreada por el eucaliptus gigante. Una torrentera deshidratada a un lado, una caída vertical en el espacio al otro. Un camino que urgía al cansado viajero a seguir, que ofrecía promesas que jamás podría cumplir.

Yo había dormido intranquilo la noche anterior, pensando en Robin y en mí mismo, viendo las caras de los niños: Melody Quinn, los innumerables pacientes que había tratado a lo largo de los años, los restos de un chico llamado Nemeth, que había muerto a unos kilómetros en este mismo camino. Me pregunté qué sería lo último que habría visto, qué impulso había cruzado una sinapsis crucial en el ultimísimo de los momentos, justo antes de que un gigantesco monstruo-máquina cayese rugiendo sobre él desde la nada… ¿Y qué sería lo que le habría llevado a caminar aquella solitaria extensión de la ruta en medio de la noche?

Ahora la fatiga, amamantada por la monotonía del trayecto, estaba trazando un camino, lento pero inexorable, a lo largo de mi espina dorsal, de modo que tenía que luchar por mantenerme alerta. Puse la música más fuerte y abrí todas las ventanillas del coche. El aire olía a limpio, pero estaba sazonado con el aroma de algo que se quemaba… ¿un puente lejano?

Tan ocupado estaba en la lucha por mantener la claridad de mi conciencia, que casi me perdí el cartel que el condado había levantado, anunciando la salida para La Casa de los Niños a tres kilómetros.

La desviación en sí era fácil saltársela, al estar a sólo unos cientos de metros tras una curva aguda en la carretera. El camino era estrecho, apenas si lo bastante amplio para que pasasen dos vehículos en direcciones opuestas, y muy sombreado por árboles. Subía casi un kilómetro en una incesante cuesta, lo bastante inclinada como para descorazonar a cualquier caminante, como no fuera el más decidido. Claramente, aquel lugar no había sido pensado para atraer a los visitantes a pie. Era perfecto para un campo de trabajo, una granja penal, un centro de reclusión, o cualquier otro tipo de actividad que se quisiera mantener alejada de los ojos curiosos de los extraños.

El camino de acceso terminaba en una barrera formada por una verja de alambre entrelazado de cuatro metros de alto. Unas letras de metro veinte deletreaban La Casa de los Niños, en aluminio pulimentado. A la derecha se alzaba un cartel, pintado a mano, con dos enormes manos que sostenían a cuatro niños: blanco, negro, marrón y amarillo. Una garita de guardia se hallaba a unos tres metros del otro lado de la verja. El hombre uniformado que había dentro me miró y luego habló a través de un interfono pegado a la verja.

– ¿Puedo ayudarle? -la voz surgía acerada y mecánica, como una expresión humana hecha puré de bytes, dada a comer a un ordenador y regurgitada.

– Soy el doctor Delaware. Tengo una cita a las tres con el señor Kruger.

La puerta se deslizó, abriéndose.

Al Seville le permitieron un breve rodar, antes de que fuera detenido por una barrera mecánica pintada a barras naranja y blancas.

– Buenas tardes, doctor.

El guardia era joven, con bigote, solemne. Su uniforme era gris oscuro, conjuntando con sus ojos. La repentina mirada no me engañó. Me estaba escudriñando.

– Se reunirá usted con Tim en el edificio de la administración. Siga recto por ese camino y luego tuerza a la izquierda. Puede aparcar en el parking para visitantes.

– Gracias.

– De nada, doctor.

Apretó un botón y el brazo a rayas se alzó en saludo.

El edificio de la administración tenía el aspecto de haber servido para el mismo propósito en los días del internamiento de los japoneses. Tenía las formas chatas y airadas de la arquitectura militar, pero no cabía duda de que la pintura: un mural representando un cielo azul claro lleno con nubes de algodón en rama, era una creación contemporánea.

La oficina de la recepción estaba forrada con una imitación barata de madera ocupada por una señora, el tipo perfecto de la abuela, vestida con un guardapolvo de algodón incoloro.

Me presenté y recibí a cambio una sonrisa de la abuela.

– Tim vendrá en seguida a por usted. Por favor, siéntese y póngase cómodo.

Había poco de interés que mirar. Parecía que el papel de las paredes hubiera sido tomado en préstamo de un motel. Había una ventana pero sólo permitía la visión del aparcamiento. A la distancia se veía una espesa extensión de bosque: eucaliptus, cipreses y cedros… pero desde donde yo estaba sentado sólo resultaban visibles las partes inferiores de los árboles, una extensión ininterrumpida de gris-marrón. Traté de ocuparme con un ejemplar, de dos años de antigüedad, de la California Highways.

No fue una espera demasiado larga.

Un minuto después de que yo me hubiera sentado se abrió una puerta y entró un hombre joven.

– ¿El doctor Delaware? Me puse en pie.

– Tim Kruger -nos estrechamos las manos.

Era bajo, en la segunda parte de los veinte y tenía la constitución física de un luchador, todo él duro y anguloso, y dotado con esa cantidad extra de músculos en los lugares estratégicos. Tenía un rostro que estaba bien formado, aunque demasiado impasible, como el de un muñeco de plástico al que no le hubieran dejado suficiente tiempo en el horno. Una barbilla fuerte, orejas pequeñas, una nariz recta y prominente con una forma que presagiaba convertirse en bulbosa a mediana edad, el bronceado de alguien que pasa mucho tiempo al aire libre, ojos marrón amarillentos bajo espesas cejas, una frente baja casi totalmente oculta por una enorme mata de cabello color arena. Vestía pantalones color trigo, una camisa de manga corta azul claro y una corbata azul y marrón. Colgando de la parte superior de la camisa llevaba una placa que indicaba T. Kruger, M.A., MFCC, Director de Admisiones.

– Estaba esperando a alguien un poco mayor, doctor. Me dijo usted que estaba jubilado.

– Y lo estoy. Creo que uno debe retirarse pronto, cuando aún puede disfrutar del retiro.

Se echó a reír con ganas.

– Tiene mucha razón en eso. Espero que no haya tenido problemas para encontrarnos.

– No. Su explicación fue excelente.

– Estupendo. Podemos empezar la visita, si usted lo desea. El Reverendo Gus está por alguna parte. Hacia las cuatro volverá para verle a usted.

Me aguantó la puerta abierta.

Cruzamos el aparcamiento y tomamos un sendero de grava.

– La Casa -comenzó a explicarme-, está situada en una extensión de algo más de diez hectáreas. Si nos paramos aquí, podremos tener una buena vista de toda la distribución.

Nos hallábamos en la cima de una elevación, sobre unos edificios, un campo de juego, caminos que se extendían y una cortina de montañas al fondo.

– De esas diez sólo tres están siendo empleadas, el resto es espacio abierto, lo que creemos que es muy bueno para los chavales, muchos de los cuales vienen de las partes más atestadas de la ciudad -podía divisar las formas de los niños, que caminaban en grupos, jugaban con pelotas, o estaban sentados solos en la yerba-. Hacia el norte -señaló una extensión de campos abiertos -, está lo que llamamos la Pradera. Por ahora es casi toda alfalfa y hierbajos, pero hay planes de iniciar una huerta allí, este verano. Al sur está el Bosquecillo -indicó los árboles que yo había visto desde la oficina-. Es un terreno de arboleda protegida, perfecto para excursiones por la naturaleza. Hay una abundancia sorprendente de vida salvaje por allí. Yo soy del Noroeste y, antes de llegar aquí, creía que la única vida salvaje que uno podía encontrar en Los Ángeles estaba en Sunset Strip. Sonreí.

– Esos edificios de allí son los dormitorios.

Se giró y señaló un grupo de diez grandes barracones prefabricados, del tipo Quonset de los militares. Como el edificio de la administración, alguien había caído sobre ellos con una brocha despreocupada, y las paredes de metal ondulado habían sido festoneadas con trazos multicolores, lo que había dado un resultado extrañamente optimista.

Se volvió de nuevo y dejé que mi mirada siguiese su brazo.

– Ésa es nuestra piscina, de tamaño olímpico. Una donación de Majestic Oil -la piscina brillaba verde, un agujero en la tierra repleto de gelatina. Un nadador solitario cortaba el agua, marcando un camino de espuma-. Y allá están la enfermería y la escuela.

Me fijé en un grupo de edificios color ceniza al extremo más alejado del campus, allá donde el perímetro del núcleo central se encontraba con el borde del Bosquecillo. No dijo lo que eran.

– Vamos a dar una ojeada a los dormitorios.

Le seguí colina abajo, contemplando el idílico panorama. El terreno estaba bien cuidado, el lugar estaba vibrante de actividad y, al parecer, ésta estaba bien organizada.

Kruger caminaba con largos y musculosos pasos, la barbilla al viento, escupiendo datos y hechos, describiendo la filosofía de la institución como una que combinaba «la estructura y la tranquilidad de la rutina con un medio ambiente creativo que anima a que se produzca un saludable desarrollo». Era absolutamente positivo, acerca de La Casa, su trabajo, el Reverendo Gus y los chicos. La única excepción era su grave lamento de las dificultades de coordinar el «cuidado óptimo» con el mantenimiento de los asuntos financieros de la institución muy al día. Sin embargo, incluso esto fue seguido con una afirmación de comprensión profunda de las realidades económicas de los ochenta y algunos cánticos laudatorios del sistema de la libre empresa.

Estaba bien enterado.

El interior del barracón Quonset de color rosa brillante era de un frío y desnudo blanco sobre un suelo de tablones de madera. El dormitorio estaba vacío y nuestros pasos producían ecos. Había un aroma metálico en el aire. Las camas de los niños eran literas dobles de hierro colocadas, como en los cuarteles, perpendicularmente a las paredes, y acompañadas por armarios bajos y estantes atornillados a las paredes metálicas. Había un intento de decoración: algunos de los niños habían colgado imágenes de superhéroes de los cómics, atletas, personajes de la serie televisiva infantil Calle Sésamo… pero la ausencia de toda fotografía familiar o cualquier otra evidencia de una conexión reciente, humana, resultaba muy impactante.

Conté que había lugar para que durmieran cincuenta niños.

– ¿Cómo mantienen organizados a tantos chicos?

– Es un reto – admitió -, pero hemos tenidos bastante éxito. Usamos consejeros voluntarios de la Universidad de California, de Northridge y otras universidades. Ellos consiguen una acreditación preliminar de trabajo psiquiátrico y nosotros ayuda gratuita. Nos gustaría tener un equipo profesional, pagado y a tiempo completo, pero eso es imposible financieramente hablando. Ahora tenemos un equipo de dos consejeros por dormitorio y los entrenamos para que usen la modificación del comportamiento… espero que usted no esté opuesto a eso.

– No, si se usa de un modo adecuado.

– Oh, desde luego. No podría estar más de acuerdo con usted. Minimizamos los adversivos fuertes, usamos una economía de vales y montones de refuerzos positivos. Esto requiere una supervisión… y ahí es donde entro yo.

– Parece tener usted la situación muy por la mano.

– Lo intento -me hizo una sonrisita de esas de «vamos, ya»-. Querría haberme doctorado, pero no tenía el dinero.

– ¿Dónde estudió?

– En la Universidad de Oregón. Conseguí graduarme allí en consejería. Y antes lo hice en psiquiatría en Jedson.

– Pensaba que todos los que iban a Jedson eran ricos… – la pequeña universidad de las afueras de Seattle tenía la reputación de ser un refugio para los cachorros de los ricos.

– Eso es bastante cierto -hizo una mueca -. Ese lugar parece un club de campo. Yo entré con una beca de atletismo. Carreras en pista y béisbol. En mi primer año me rompí un ligamento y, de repente, me convertí en persona non grata.

Sus ojos se oscurecieron momentáneamente, hirviendo con el recuerdo de una injusticia casi enterrada en el olvido.

– De todos modos, me gusta lo que estoy haciendo: hay que tomar muchas decisiones y tengo grandes responsabilidades.

Hubo un ruido apagado en el extremo más alejado de la sala. Ambos nos giramos hacia el mismo y vimos movimientos, bajo las mantas de una de las literas inferiores.

– ¿Eres tú, Rodney?

Kruger caminó hacia la litera y dio unas palmadas a una prominencia que se agitaba. Un chico se sentó, manteniendo las mantas hasta su barbilla. Era regordete, negro y parecía de unos doce años, pero era imposible calcular su edad exacta, porque su rostro mostraba los claros estigmas del síndrome de Down: cráneo alargado, facciones aplanadas, ojos muy hundidos y muy juntos, barbilla huidiza, orejas colgadas muy bajas y lengua prominente. Y la expresión de asombro tan típica de los retrasados.

– Hola, Rodney – Kruger habló suavemente -. ¿Qué es lo que pasa?

Yo le había seguido y el niño me miró interrogativamente.

– No pasa nada, Rodney. Él es un amigo. Ahora, dime lo que te pasa.

– Rodney malito -las palabras sonaban arrastradas.

– ¿Qué es lo que te hace daño?

– La tripa duele.

– Hum. Tendremos que hacer que te vea el doctor cuando realice su visita.

– ¡No! -chilló el crío-. ¡No docto!

– Vamos, Rodney -Kruger se mostraba paciente-. Si estás malo habrá que hacerte una revisión.

– ¡No docto!

– De acuerdo, Rodney, de acuerdo -Kruger hablaba con tono tranquilizador. Tendió la mano y tocó al chico suavemente en la parte superior de la cabeza. Rodney se puso histérico. Sus ojos se desorbitaron y su mandíbula tembló. Gritó y se echó hacia atrás, tan violentamente que se dio un golpe con la cabecera metálica de la cama en la nuca. Se tapó la cara de un tirón con las mantas, mientras lanzaba un alarido de protesta ininteligible.

Kruger se volvió hacia mí y suspiró. Esperó hasta que el chico se hubo calmado y le habló de nuevo.

– Hablaremos luego de lo del doctor, Rodney. Pero dime, ¿dónde se supone que deberías estar ahora? ¿Dónde está tu grupo en este momento?

– Comida.

– ¿Y tú no tienes gana?

El chico negó con la cabeza.

– Tripa duele.

– Bueno, pues no puedes estar ahí echado tú solo. O te vas a la enfermería y llamaremos alguien para que te mire, o te unes a tu grupo para comer.

– No docto.

– De acuerdo, no doctor. Ahora, levántate.

El chico reptó hasta salir de la cama, lo más lejos que pudo de nosotros. Ahora podía ver que era mayor de lo que había supuesto. Al menos tenía dieciséis y mostraba en la barbilla el incio de una barba. Me miró, con los ojos muy dilatados por el miedo.

– Éste es un amigo, Rodney, el señor Delaware.

– Hola, Rodney -tendí la mano. Él la miró y negó con la cabeza.

– Se amistoso, Rodney. Así es como se ganan los puntos positivos, ¿te acuerdas?

Una negativa con la cabeza.

– Vamos, Rodney. Estréchale la mano.

Pero el chico retrasado estaba decidido. Cuando Kruger dio un paso adelante se retiró, manteniendo las manos delante de su rostro.

Siguió así durante unos momentos, en una clara lucha de voluntades. Al fin Kruger lo dejó correr.

– Muy bien, Rodney -dijo suavemente -, nos olvidaremos por hoy de la buena urbanidad, porque estás malo. Ahora corre a reunirte con tu grupo.

El chico retrocedió, apartándose de nosostros, rodeando la cama en un amplio círculo. Aún negando con la cabeza y manteniendo las manos delante de su cara, como un boxeador tronado, se alejó. Cuando estuvo cerca de la puerta dio un salto y medio corrió, medio se arrastó, hasta salir fuera, desapareciendo en el brillo del sol.

Kruger se volvió hacia mí y me sonrió débilmente.

– Éste es uno de los más difíciles. Diecisiete años y funcionando como si tuviera tres.

– Parece tener verdadero pánico a los doctores.

– Tiene miedo a muchas cosas. Como la mayoría de los chicos con Down ha tenido muchas complicaciones médicas: cardíacas, infecciones, complicaciones dentales. Añádale a todo eso el modo de pensar distorsionado que se produce en el interior de esa cabecita y ya verá lo que le da la suma. ¿Ha tenido muchas experiencias con retrasados mentales?

– Algunas.

– Yo he trabajado con cientos de ellos y no puedo recordar uno solo que no tuviera problemas emocionales graves. Ya sabe, la gente se cree que son iguales a los otros chicos, sólo que más lentos. Y no es así.

Una traza de irritación había ido apareciendo en su voz. Yo la atribuí al haber perdido la partida de poker psíquico con el chico retrasado.

– Rodney ha recorrido un largo camino -me explicó-. Cuando llegó aquí ni siquiera sabía hacer él solo sus propias necesidades. Y eso tras trece hogares adoptivos – movió la cabeza-. Es realmente patético. Alguna de la gente a la que el condado les entrega crios no son adecuados ni para cuidarse de perros, y ya no digamos de niños.

Parecía dispuesto a lanzarse a una perorata, pero se contuvo y volvió a colocar la sonrisa en su cara.

– Muchos de los chicos que nos llegan son los casos con bajas probabilidades de adopción: retrasados mentales, defectuosos, con mezcla de razas, que han ido entrando y saliendo de hogares adoptivos o que sus familias los han ido tirando al cubo de la basura. Cuando llegan aquí no tienen ni idea de cuál es el comportamiento social adecuado, no saben nada de higiene, ni poseen las habilidades básicas para vivir día a día. Muy a menudo empezamos de cero. Pero estamos satisfechos de nuestros progresos. Uno de los estudiantes va a publicar un informe sobre nuestros resultados.

– Ése es un modo excelente de que recoger datos.

– Sí. Y, para ser francos, eso nos ayuda también a recoger dinero, lo que a menudo es lo más necesario, doctor, cuando se quiere mantener en marcha un lugar grande como La Casa. Venga -me cogió del brazo-. Vamos a ver el resto de las instalaciones. Nos dirigimos a la piscina.

– Por lo que he oído, el Reverendo McCaffrey tiene un gran talento para recoger fondos.

Kruger me dio una mirada de reojo, tratando de valorar la intención que llevaban mis palabras.

– Lo es. Es una persona maravillosa y logra sus propósitos. Y eso le lleva la mayor parte de su tiempo. Pero aun así las cosas siguen siendo difíciles. ¿Sabe?, él dirigía otra casa para niños en Méjico, pero tuvo que cerrarla. Allí no había ayuda por parte del gobierno, y la actitud del sector privado era que lo mejor que podía pasar con los campesinos es que se murieran de hambre.

Ahora estábamos al lado de la piscina. El agua reflejaba el bosque, verdinegro y manchado con trazos de esmeralda. Había un fuerte olor a cloro mezclado con sudor. El solitario nadador aún estaba en el agua haciendo piscinas… usando el estilo mariposa y con mucho músculo tras el mismo.

– ¡Hey, Jimbo! -gritó Kruger.

El nadador alcanzó el extremo alejado, alzó la cabeza del agua y vio el saludo de la mano del consejero. Se deslizó sin esfuerzo hacia nosotros y se empujó hasta sacar medio cuerpo del agua. Estaba al inicio de la cuarentena, llevaba barba y era muy musculoso. Su cuerpo, tostado por el sol, estaba cubierto por vello mojado y enmarañado.

– Hola, Tim.

– Doctor Delaware, éste es Jim Halstead, nuestro entrenador en jefe. Jim, el doctor Alexander Delaware.

– En realidad soy el entrenador único – Halstead hablaba con una voz profunda que emergía de su abdomen-. Le estrecharía la mano, pero la mía está más bien mojada.

– No se preocupe-sonreí.

– El doctor Delaware es un psicóloco infantil, Jim. Está haciendo una visita a la casa como posible Caballero.

– Me encanta haberle conocido, doctor, y espero que se una a nosotros. Esto es muy bonito, ¿no le parece? – extendió un largo y moreno brazo hacia el cielo de Malibú.

– Maravilloso.

– Jim trabajaba antes en plena ciudad -dijo Kruger -. En la Escuela Superior de Artes Manuales. Luego supo lo que más le convenía.

Halstead se echó a reír.

– Tardé demasiado en descubrirlo. Soy un tipo tranquilo, pero cuando un mono con cuchillo te amenaza porque le mandas que hagas unas flexiones, entonces dices basta.

– Estoy seguro de que esas cosas no pasan aquí – comenté.

– Ni hablar -retumbó-. Los chicos son estupendos.

– Lo que me hace recordar, Jim, que tengo que hablar contigo de un programa que tendremos que preparar para Rodney Broussard -le interrumpió Kruger-. Algo para ayudarle a que tenga confianza en sí mismo.

– Cuando quieras.

– Luego hablamos, Jim.

– De acuerdo. Vuelva por aquí, Doc.

El peludo cuerpo entró en el agua, un rápido torpedo, y nadó como una foca hasta el fondo de la piscina.

Dimos un paseo de medio kilómetro alrededor de la periferia de la institución. Kruger me mostró la enfermería, una pequeña habitación inmaculadamente blanca con una mesa de exámenes y un camastro, de cromados resplandecientes y hediendo a antiséptico. Estaba vacía.

– Tenemos una enfermera a media jornada, que trabaja por las mañanas. Por razones obvias no nos podemos permitir un doctor.

Me pregunté si Majestic Oil u otro benefactor no podría donar el salario de un médico empleado a parte de su tiempo.

– Pero tenemos la suerte de contar con un cuadro de doctores voluntarios, algunos de los mejores de la comunidad, que trabajan de modo rotatorio.

Mientras íbamos caminando nos cruzábamos con grupos de chicos y consejeros. Kruger les saludaba con la mano y los consejeros le devolvían el saludo. La mayor parte de las veces los chicos no respondían. Como Olivia había predicho y Kruger confirmado, la mayoría de ellos tenían claros hándicap, físicos o mentales. Los chicos parecían superar a las chicas en tres por una, la mayoría de los pequeños eran negros o hispánicos.

Kruger me hizo entrar en la cafetería, que era de techo alto, paredes estucadas y meticulosamente limpias. Unas mujeres mejicanas que no hablaban nada, se encontraban tras una partición de cristal, impasibles, y servían con tenacillas en las manos. La comida era la típica de las instituciones: estofado, carne picada usada de un modo creativo, gelatina, verduras demasiado cocidas y salsa espesa.

Nos sentamos en una mesa estilo de las de picnic y Kruger fue por detrás del mostrador de la comida a una salita trasera. Emergió con una bandeja con café y pastas danesas. Las pastas parecían de primera calidad. No había visto nada similar tras el cristal, en el mostrador.

Al otro lado de la sala, un grupo de niños estaban sentados en una mesa comiendo y bebiendo bajo los ojos vigilantes de dos consejeros estudiantes. En realidad, hubiera sido más correcto decir que estaban intentando comer. Aun desde la ditancia podía ver que sufrían de parálisis cerebral, algunos de ellos estaban espásticamente rígidos, otros se estremecían en movimientos involuntarios de cabeza y miembros, y tenían que luchar para llevar la comida de la mesa a su boca. Los consejeros los miraban y, a veces, les animaban verbalmente. Pero no les ayudaban físicamente y buena parte de la gelatina y la pasta estaba yendo a parar al suelo.

Kruger mordió con mucho gusto una pasta de chocolate. Yo tomé una de canela y jugueteé con ella. Él sirvió los cafés y me preguntó si tenía que explicarme algo más.

– No. Todo parece muy impresionante.

– Muy bien. Entonces, déjeme que le hable acerca de la Brigada de Caballeros.

Me dio una historia resumida del grupo de voluntarios, insistiendo en la sabiduría que había mostrado el Reverendo Gus al lograr el apoyo de las empresas locales.

– Los Caballeros son individuos maduros, de éxito. Ellos representan la única posibilidad que tienen estos chicos de encontrarse con un modelo de rol masculino estable. Ellos son personas que han logrado situarse, la crema de nuestra sociedad y, como tales, les dan a nuestros chicos una poco común ojeada de lo que es el éxito. Les enseñan que, desde luego, es posible lograr ese éxito. Pasan tiempo aquí en La Casa con los crios, y se los llevan fuera… a acontecimientos deportivos, películas, obras de teatro, a Disneylandia. Y a sus casas para comidas en familiar. Esto da a los niños acceso a un estilo de vida que jamás han conocido. Y también es muy valioso para los hombres. Pedimos un compromiso por seis meses y un sesenta por ciento se apuntan a una segunda o tercera ronda.

– ¿Y no puede ser frustrante para los chavales -le pregunté -, el probar lo que es esa buena vida que está fuera de su alcance?

Estaba preparado para ésta.

– Buena pregunta, doctor. Pero nosotros no ponemos énfasis en que nada esté fuera del alcance de nuestros niños. Queremos que sientan que lo único que los limita es su propia falta de motivación. Que tienen que responsabilizarse de sí mismo. Que pueden alcanzar el cielo… ése es el título de un libro escrito por el Reverendo Gus para los chicos: Tocar el cielo. Tiene historietas, juegos, páginas que colorear. Les enseña un mensaje positivo.

Era como Norman Vicent Peale con un toque de jerga psicológica humanista. Miré más allá y vi a los niños paralíticos batallando con su comida. Ninguna cantidad de contacto con los miembros de las clases privilegiadas les iba a conseguir a ellos el llegar a ser miembros del Club de Yates, una invitación para el Baile de Debutantes de la más alta sociedad de San Marino o un Mercedes en el garaje.

Hay límites al poder del pensamiento positivo.

Pero Kruger tenía su guión y se adhería al mismo. Yo debía de admitir que era muy bueno en ello, que había leído todas las publicaciones adecuadas y que podía citar estadísticas como uno de los genios de la Rand Corporation. Era el tipo de plática que estaba destinada a hacer que la mano de uno se le fuese sola hacia la cartera.

– ¿Quiere alguna otra cosa? -me dijo tras acabar una segunda pasta. Yo ni había tocado la primera.

– No, gracias.

– Entonces regresemos. Son casi las cuatro. Pasamos rápidamente por el resto del lugar. Había un corral para pájaros en el que una docena de gallinas picoteaban las barras como palomos skinnerianos, una cabra atada al extremo de una larga cuerda que estaba comiendo basura, hamsters corriendo incesantemente en norias de plástico y un basset que ladraba medio a desgana al cielo que oscurecía. La escuela había sido en otro tiempo un cuartel, el gimnasio un almacén de la Segunda Guerra Mundial, según me informó. Ambos habían sido remodelados, artística y creativamente, por muy poco dinero, por alguien que tenía una mano maestra para el camuflaje. Felicité al diseñador.

– Es obra del Reverendo Gus. Su mano puede notarse en cada centímetro cuadrado de este lugar. Es un hombre muy singular.

Mientras nos dirigíamos a la oficina de McCaffrey volví a ver, de nuevo, los edificios de color ceniza, al borde del bosque. Desde más cerca podía ver que se trataba de cuatro estructuras, con techos de cemento, sin ventanas y semienterradas en tierra, como si fueran bunkers, con rampas como túneles que descendían hasta puertas de hierro. Kruger no daba ninguna muestra de que fuera a explicarme lo que eran, así que se lo pregunté.

Miró por encima de su hombro.

– Almacenes -dijo casualmente-. Venga. Regresemos.

Habíamos hecho un círculo completo, volviendo al edificio administrativo, cubierto de cúmulos. Kruger me escoltó hacia el interior, me estrechó la mano, me dijo que esperaba tener noticias mías y que me prepararía los materiales selectivos mientras yo estaba hablando con el Reverendo. Luego me entregó a las buenas manos de la Abuela, la recepcionista, que se despegó de su Olivetti y me suplicó dulcemente que esperase unos pocos instantes al Gran Hombre.

Tomé un ejemplar del Fortune y trabajé muy duro en tratar de interesarme por un artículo sobre el futuro de los microprocesadores en la industria de las máquinas-herramienta, pero las palabras se emborronaban y se convertían en marchas grises gelatinosas. Las futuradas tenían ese efecto en mí.

Apenas sí había tenido la oportunidad de descruzar las piernas cuando se abrió la puerta. Aquí eran muy estrictos en cuestiones de puntualidad. Comencé a sentirme como un trozo de materia prima… realmente no importaba de qué clase, que estaba siendo llevada a lo largo de una cadena de montaje: fundida, moldeada, manipulada, apretada e inspeccionada.

– El Reverendo Gus le verá ahora -dijo la Abuela. Había llegado el momento, supuse, del pulimentado final.

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