29

Yo estaba tendido en el suelo del Lincoln, tapado con una manta.

– Tengo la pistola apuntada a su espina dorsal -le dije -. No espero que haya problemas, pero no nos conocemos lo bastante como para que pueda tener demasiada confianza en usted.

– Lo entiendo -me contestó-. No estoy ofendido.

Condujo hasta el camino de entrada a La Casa, giró a la izquierda y se deslizó impecablemente, con lentitud, hasta la verja de alambre trenzado. Se identificó a la voz que salía del altavoz y le dejaron entrar. Una breve parada en la garita del guardia, un intercambio de chachara, muchos «doctor» y «señor» por parte del guarda y estuvimos dentro.

Fue hasta el extremo más alejado del aparcamiento.

– Aparque lejos de las luces -le susurré.

El coche se detuvo.

– No hay moros en la costa -me dijo.

Salí de debajo de la manta, del coche, y le hice un gesto para que me siguiese. Caminamos sendero arriba, uno al lado del otro. Los consejeros se cruzaban con nosotros a pares, se saludaban con deferencia y seguían su camino. Yo trataba de aparentar ser su acompañante en alguna misión.

La Casa era muy tranquila de noche. Por entre los árboles se filtraban canciones de acampada: «Cien botellas de cerveza», «Oh, Susana.» Voces de niños. Una guitarra desafinada, órdenes de adultos dadas por micrófono. Los mosquitos y las polillas se peleaban por el espacio alrededor de las lámparas en forma de setas, que estaban enterradas entre la maleza, a nuestros pies. El dulce aroma del jazmín y la adelfa en el aire. Un ocasional olor de salmuera que llegaba del océano, tan cercano, pero invisible. A la derecha la extensión abierta, gris verdosa, del prado. Un cementerio muy placentero… El bosquecillo, tan negro como el carbón, un refugio de pinos…

Pasamos junto a la piscina, teniendo buen cuidado en no resbalar en el cemento húmedo. Towle se movía como un viejo guerrero que se dirige hacia su última batalla, con la barbilla alta, los brazos a los costados, con paso de marcha. Yo mantenía el 38 al alcance de mi mano.

Llegamos hasta los búnkers, sin que nadie se fijase en nosotros.

– Ése -le dije-. El de la puerta azul.

Rampa abajo, un giro brusco de la llave y estábamos dentro.

El edificio estaba dividido en dos habitaciones. La delantera estaba vacía, a excepción de una única silla plegable, que estaba metida bajo una mesa de bridge, en aluminio. Las paredes eran bloques sin pintar y olían a moho. Los suelos eran losas de cemento desnudas, al igual que el techo. Una herida negra y redonda, un tragaluz, marcaba el centro del techo. La única luz provenía de una solitaria bombilla que colgaba de un portalámparas sin ningún adorno.

Ella estaba en la parte de atrás, en un camastro del ejército, cubierta con una áspera manta caqui y atada con correas de cuero que le cruzaban el pecho y los tobillos. Sus brazos estaban sujetos bajo la manta. Respiraba lentamente, con la boca abierta, dormida, la cabeza hacia un lado, con su pálida piel, señalada por lágrimas, translúcida en la semioscuridad. Mechones de cabello colgaban sueltos en derredor de su rostro. Pequeña, vulnerable, perdida.

Al pie del camastro había una bandeja de plástico que contenía un no comido y ya coagulado huevo frito, unas patatas fritas mustias, lechuga amarronada y un tetrabrik abierto con leche dentro.

– Desátela -señalé con la pistola.

Towle se inclinó, trabajando en la semioscuridad para soltar las correas.

– ¿Qué es lo que le ha dado?

– Valium, una dosis alta. Y encima de eso, Torazina. El elixir mágico del doctor Towle.

Logró soltar las ataduras y echó a un lado la manta. Ella vestía unos tejanos sucios y una camiseta a rayas rojas y blancas, con Snoopy delante. Levantó la camiseta y le palpó el abdomen, le tomó el pulso, puso su mano sobre la frente de ella: jugó a doctor.

– Parece delgada, pero por lo demás sana – pronunció su veredicto.

– Vuélvala a tapar. ¿Puede llevarla en brazos?

– Ciertamente -me contestó, molesto porque pusiera en duda su fuerza.

– De acuerdo, pues vamos.

La alzó en sus brazos, con todo el aspecto del Gran Padrecito Blanco. La niña lanzó un suspiro, tuvo un estremecimiento, y se apretó a él.

– Manténgala totalmente cubierta cuando salgamos fuera. Comencé a darme la vuelta. Una voz, suave y musical, dijo a mis espaldas, con acento del Sur:

– No se mueva, doctor Delaware, o perderá su jodida cabeza.

Me quedé quieto.

– Deja a la niña, Will. Coge su pistola.

Towle me miró con los ojos en blanco, yo me alcé de hombros. Depositó suavemente a Melody en el camastro y la tapó. Le entregué el 38.

– Contra la pared, con las manos en alto, doctor. Regístralo, Will.

Towle me palpó.

– Dése la vuelta.

McCaffrey estaba allá, sonriente, llenando la abertura entre las dos habitaciones, con una 357 magnum en una mano, una cámara Polaroid en la otra. Vestía una especie de chandal iridescente de color verde lima, decorado con multitud de bolsillos con cierres y correas, y unos zapatos de piel a tono, color lima. A la escasa luz su tez también tenía color verdoso.

– Vaya, vaya, Willie. ¿Qué maldad andabas planeando para esta noche?

El gran doctor dejó caer la cabeza a un lado y se agitó nervioso.

– ¿No estás nada locuaz esta noche, Willie? No importa, ya hablaremos luego -los ojos incoloros se estrecharon-. Ahora mismo tenemos asuntos a los que atender.

– ¿Ésta es su idea de altruismo? -Miré a la inerte forma de Melody.

– ¡Cállese! -me espetó. Y, a Towle-: Quítale la ropa a la niña.

– Gus… yo… ¿por qué?

– Haz lo que te digo, Willie.

– Ya no más, Gus – suplicó Towle-. Ya hemos hecho bastante.

– No, so idiota. No hemos hecho aún bastante. Este chico listo tiene la posibilidad de causarnos… a ti y a mí, montones de problemas. He hecho planes para eliminarlo, pero aparentemente voy a tener que hacer el trabajo por mí mismo.

– ¡Planes! -resoplé-. Halstead está pudriéndose en un terreno en construcción, con una barra de hierro clavada en la garganta. Era un chapuzas, como lo son todos sus esclavos.

McCaffrey ahuecó sus gruesos labios.

– Le advierto que tenga cuidado con lo que dice – me amenazó.

– Ésa es su especialidad, ¿no es así? -continué, tratando de ganar tiempo. Vi cómo su masiva silueta se movía, mientras trataba de mantenerme apuntado. Pero la oscuridad hacía esto difícil, tal cual lo hacía el cuerpo de Towle, que se había puesto entre los dos, mientras temblaba bajo la mirada airada de su amo -. Tiene usted un don para encontrar metepatas y perdedores, paralíticos emocionales y marginados. El mismo don que tienen las moscas para encontrar la mierda. Usted se lanza sobre sus heridas abiertas, les clava los colmillos en ellas, les chupa la sangre hasta dejarlos secos.

– ¡Qué literario! -me contestó con una voz más aguda, obviamente luchando por mantener el control. Estábamos cerca el uno del otro, y el obrar de un modo impulsivo podía resultar peligroso.

– La ropa, Will -dijo-. ¡Quítasela toda!

– Gus…

– ¡Hazlo, so mierda pinchada a un palo!

Towle alzó las manos frente a su rostro, como un niño que quiere parar un golpe. Cuando no llegó ninguno, se fue hacia la niña.

– Usted es un doctor -le dije-. Un médico respetado. No le escuche…

De prisa, mucho más de prisa de lo que hubiera creído posible, McCaffrey se movió hacia adelante en el vacío que había creado Towle. Lanzó un golpe con un brazo elefantino y me rasgó el lado de la cara con la pistola. Caí al suelo, mientras el rostro me estallaba en dolor, con las manos protegiéndome de nuevos golpes, la sangre corriendo por entre mis dedos.

– Ahora quédese ahí, señor, y mantenga cerrada su jodida boca.

Towle le quitó a Melody la camiseta. Su pecho era cóncavo y blanco, con las costillas como dos parrillas de sombras gris azuladas.

– Ahora los pantalones. Y las bragas, todo.

– ¿Por qué estamos haciendo esto, Gus? -quería saber Towle. A mis oídos, que distaban mucho de estar perfectamente, uno de ellos rasgado y ensangrentado, el otro repleto de ecos acuosos, su voz sonaba arrastrada. Me pregunté si el estrés podría romper la barrera bioquímica que había erigido en torno de su mente.

– ¿Por qué? – McCaffrey se echó a reír-. No estás acostumbrado a ver personalmente este tipo de cosas, ¿verdad, Willie? Hasta ahora has tenido un papel perfectamente aséptico, disfrutando del lujo del distanciamiento. Bueno, no importa, te lo explicaré.

Alzó despectivo una ceja al mirar a Towle, luego bajó la vista para mirarme a mí y se rió de nuevo. El sonido reverberó dolorosamente en el interior de mi cráneo maltratado. La sangre seguía corriéndome cara abajo. Notaba mi cabeza como esponjosa y separada de su unión con el cuerpo. Comencé a sentirme más y más mareado y lleno de náuseas, y el suelo subió hacia mí. Me dominó el terror al pensar si me habría golpeado lo bastante fuerte como para causarme daños en el cerebro. Sabía lo que le podía hacer un hematoma subdural a la frágil gelatina gris que hacía que valiese la pena vivir la vida… Alocadamente, luchando por mantener mi fuerza y claridad, me imaginé mi cerebro en la mesa del anatomista, clavado y abierto, y traté de localizar el punto dañado. La pistola había pegado contra mi lado izquierdo… el hemisferio dominante, pues yo soy diestro… eso era malo. El lado dominante controla los procesos lógicos: el razonamiento, el análisis, la deducción… las cosas a las que me había ido aficionando a lo largo de treinta y tres años. Pensé en cómo sería el perder todo aquello, el perderme entre la confusión y la estupidez, y entonces pensé en el pequeño de dos años, Willie hijo, al que le habían golpeado de un modo similar. Lo había perdido todo… lo que quizá hubiera sido lo más misericorde para él. Pues si hubiese sobrevivido, el daño hubiera sido muy grande. Lado izquierdo/lado derecho… las mareas…

– Vamos a representar una pequeña obra de teatro, Willie – le explicó McCaffrey -. Yo seré el productor y el director. Tú serás mi ayudante, serás el que moverás las cosas en el escenario.

Hizo un gesto en arco con la cámara.

– Las estrellas del espectáculo serán la pequeña Melody y nuestro amigo el doctor Alex Delaware. El título de la obra será… «La muerte de un comecocos», subtitulada «Atrapado con las manos en la masa». Una obra con mucha moraleja.

– Gus…

– El guión es como sigue: el doctor Delaware, nuestro recién hallado villano, es muy conocido como un psicólogo infantil dedicado y sensible. No obstante, lo que tanto sus colegas como sus pacientes desconocen, es que su elección de profesión no ha surgido de una virtud interna, el altruismo. No, el doctor Delaware ha elegido convertirse en un comecocos de niños porque así estará más cerca de ellos. Para poderles manosear los genitales, para poder abusar de ellos sexualmente. En resumen, es un degenerado, un oportunista, lo más bajo de todo lo bajo. Un hombre malo y terriblemente enfermo.

Hizo una pausa para mirarme, riendo entre dientes, respirando muy fuerte. A pesar del frío, estaba sudando, con sus gafas cayéndole bajas en la nariz. La coronilla de su extraña cabeza era un halo de humedad. Miré a la 38 en la mano de Towle, y medí la distancia que había entre ella y el punto en el que yo yacía. McCaffrey me vio, negó con la cabeza y pronunció la palabra no, enseñándome los dientes.

– Con esas mismas depravadas motivaciones en mente, el doctor Delaware solicita ser miembro de la Brigada de Caballeros. Visita La Casa. Le damos una vuelta por aquí. Estudiamos su historial y nuestros tests demuestran que no es apto para ser incluido en nuestra honorable fraternidad. Lo rechazamos. Furioso y frustado al serle negado un suministro de por vida de coñitos sin vello y pequeñas pollitas, le consume la ira.

Detuvo su narración e hizo sonidos burbujeantes.

– Hierve de ira -prosiguió-. Se cuece en su propio fuego. Finalmente, en la cúspide de su enfermiza ira, entra con escalo una noche en La Casa y merodea por sus terrenos, hasta que halla una víctima. Una pobre huerfanita, indefensa, sola en un dormitorio porque está enferma de gripe. El loco pierde el control. La viola, prácticamente la despedaza… la autopsia mostrará un salvajismo poco común, Will. Y toma fotos de su repugnante actuación. Un crimen asqueroso. Mientras la niña grita, gimiendo por salvar su vida, nosotros… tú y yo, Willie, resulta que por casualidad pasamos cerca. Corremos en su ayuda, aunque ya es demasido tarde. La niña ha sucumbido.

«Contemplamos la carnicería que hay ante nosotros con horror y repugnancia. Delaware, descubierto, se alza contra nosotros, con un arma en la mano. Heroicamente luchamos hasta derribarlo al suelo, tratamos de arrancarle el arma y, en el forcejeo, el asesino recibe una herida mortal. Los chicos buenos ganan, y la paz regresa al valle.»

– Amén -dije.

Me ignoró.

– No está mal, ¿eh, Will?

– Gus, no saldrá bien – Towle se interpuso de nuevo entre nosotros -. Lo sabe todo… lo de la maestra y el niño aquel, Nemeth…

– Silencio. Funcionará. El pasado es el mejor portento del futuro. Hemos tenido éxito antes, y seguiremos triunfando.

– Gus…

– ¡Silencio! ¡No te estoy preguntando tu opinión, te estoy dando una orden: desnúdala!

Me incorporé sobre mis codos y hablé a pesar de mi mandíbula hinchada y dolorida, luchando por hallar sentido en lo que iba diciendo, al tiempo que lo decía:

– ¿Qué les parecería otro guión? Éste se titula: «La gran mentira.» Trata de un hombre que se cree que ha asesinado a su esposa e hijo y que le entrega su vida entera a un chantajista…

– Cállese – McCaffrey avanzó hacia mí. Towle le cortó el camino, apuntando la 38 al medio kilómetro cuadrado de grasa cubierta de verde. Eran tablas.

– Quiero oír lo que tiene que decir, Gus. Las cosas me confunden. Las cosas me duelen. Quiero que me lo explique…

– Piense -le dije, hablando tan rápido como me lo permitía el dolor-. ¿Comprobó el cuerpo de Willie hijo para ver si realmente estaba muerto? No. Él lo hizo. Él le dijo que su hijo estaba muerto, que usted lo había asesinado; pero, ¿hallaron el cadáver? ¿Llegó usted a ver el cadáver?

El rostro de Towle se crispó por la concentración. Estaba resbalando, perdiendo su asidero a la realidad, pero clavando sus uñas en ella, tratando de seguir agarrado…

– No… no lo sé. Willie estaba muerto. Ellos me lo dijeron. Las mareas…

– Quizá, pero piense: era una oportunidad maravillosa para ellos. La muerte de Lilah no le hubiera traído nada más grave que la acusación de homicidio involuntario. En aquellos días ni siquiera se tomaban en serio la violencia doméstica. Y con los abogados que hubiera contratado su familia, quizá incluso hubiera salido en libertad condicional. Pero dos muertes, especialmente siendo una la de un niño… eso hubiera sido algo imposible de arreglar. Él necesitaba que usted creyese que su hijo estaba muerto, para poder tenerle bien agarrado.

– Will -le dijo McCaffrey, amenazadoramente.

– No sé… ha pasado tanto tiempo…

– ¡Piense! ¿Le pegó usted lo bastante fuerte como para haberle matado? Quizá no. Use su cerebro. Es un buen cerebro. Antes ha recordado.

– Antes yo tenía un buen cerebro -murmuró.

– ¡Sigue teniéndolo! Recuerde: le pegó a Willie hijo en el lado de la cabeza. ¿En qué lado?

– No lo sé…

– Will, son todo mentiras. Está tratando de envenenarte la mente – McCaffrey buscaba un modo en que hacerme callar, pero la pistola de Towle se alzó y apuntó al lugar en el que una persona normal tendría el corazón.

– ¿Qué lado, doctor? -le urgí.

– Yo soy diestro -me contestó, como si descubriese tal hecho por primera vez -. Uso mi mano derecha. Le golpeé con mi mano derecha… lo estoy viendo… Viene hacia mí desde su dormitorio. Gritando entre llantos por su mami. Viene desde la derecha, se abalanza contra mí. Yo… le golpeo… en su lado derecho. En el lado derecho.

El dolor en mi cabeza convertía el acto de hablar en toda una tortura, pero me aguanté.

– Sí. Exacto. ¡Piense! ¿Qué hubiera pasado si McCaffrey le hubiese engañado… si usted no mató a Willie? Le hizo usted daño, pero sobrevivió. ¿Qué clase de daño, qué tipo de síntomas podrían ser causados por un trauma al hemisferio derecho de un niño en desarrollo?

– Daño cerebral en el hemisferio derecho… la parte derecha del cerebro controla el lado izquierdo del cuerpo – recitó-. Daños al lado derecho del cerebro causan disfunciones en el costado izquierdo del cuerpo…

– Perfecto -le urgí a que siguiera-. Un golpe fuerte al lado derecho del cerebro podría provocar una hemipáresis izquierda. Un lado izquierdo deforme.

– Earl…

– Sí. El cadáver nunca fue hallado, porque el niño nunca murió. McCaffrey le buscó el pulso, se lo halló, le vio a usted en estado de shock por lo que había hecho y se aprovechó de su sentido de culpabilidad. Envolvió ambos cuerpos, con un poco de ayuda de sus amigos. Lilah fue puesta tras el volante de su coche y tirada por el puente de Evergreen. McCaffrey se quedó con el crío. Probablemente le dio algún tipo de ayuda médica, pero no la mejor, pues cualquier doctor respetable habría informado a la policía del incidente. Y tras el funeral desapareció. Éstas fueron sus palabras. Desapareció, porque tenía que hacerlo. Se llevó al niño consigo. Se lo llevó a Méjico, Dios sabe a dónde, le cambió el nombre y lo transformó de ser el hijo de usted en el tipo de persona que resultaría de ser criada por un monstruo como es él. Lo convirtió en su robot.

– Earl… Willie hijo -el ceño de Towle se frunció.

– ¡Ridículo! ¡Apártate de en medio, Will! ¡Te lo ordeno!

– Es la verdad -pronuncié por entre el martilleo de mi cerebro-. Esta noche, antes de que tomase sus pildoras, me dijo que Melody le resultaba familiar. Gírese con cuidado… no deje de apuntarle a él… y déle una mirada a ella, dígame el porqué.

Towle se echó hacia atrás, manteniendo la pistola apuntada a McCaffrey, y le lanzó una rápida mirada a Melody, tras de lo que le dio otra, más larga.

– Se parece -dijo, con voz suave -, se parece a Lilah.

– A su abuela.

– Yo no podía saber…

Naturalmente que no podía. Los Quinn eran pobres, analfabetos, la basura de la sociedad. Protoplasma- que- no- vale- una- mierda. Su punto de vista acerca de la superioridad genética de las clases superiores le hubiera impedido incluso tener fantásticas imaginaciones acerca de una conexión entre ellos y su árbol genealógico. Ahora sus defensas habían caído y las nuevas ideas le estaban golpeando en el consciente, como gotas de ácido: cada punto de contacto se convertía en una herida psíquica. Su hijo había sido un asesino, un hombre condicionado para convertirse en una bestia de las que acechan en la oscuridad de la noche. Y estaba muerto. Su nuera, limitada en el intelecto, una criatura patética y sin defensas. Y estaba muerta. Y su nieta, la niña en la que había llevado a cabo su mal trabajo habitual, medicándola hasta el estupor. Viva, pero no por mucho tiempo.

– Quiere asesinarla. Despedazarla. Ya le ha oído: la autopsia mostrará un salvajismo poco común.

Towle se volvió hacia el hombre de verde.

– Gus… -sollozó.

– Ahora no, Will -le dijo McCaffrey con aire tranquilizador. Y luego le disparó con la 357. La bala le entró en el abdomen y le salió por la espalda, acompañada por una fina lluvia de sangre, carne y lana de cachemir. El cuerpo fue arrojado hacia atrás, cayendo al lado del camastro. El estruendo de la gran pistola hizo eco en la habitación de cemento. Como una tormenta. La niña se despertó y empezó a dar alaridos.

McCaffrey apuntó la pistola hacia ella, con aire pensativo. Me tiré contra él y le lancé una patada a la muñeca, haciéndole saltar la pistola. Voló hacia atrás, hasta la habitación delantera. Él aulló, rabioso. Le volví a dar otra patada, en el empeine. Su pierna parecía un costado de carnero. Retrocedió hacia la habitación delantera, queriendo hallar el arma. Yo fui tras él. Se abalanzó, con su masa estremeciéndose. Usé ambas manos para golpearle en la rabadilla. Mis puños se hundieron en su blandura. Apenas si se agitó. Su mano estaba a escasos centímetros de la magnum. La aparté de una patada, luego usé el pie para golpearle en las costillas, con escaso efecto. Era demasiado grande y demasiado alto como para que le pudiera dar un buen puñetazo en la cara. Fui a por sus piernas y caderas, y le eché la zancadilla.

Cayó estrepitosamente, como un árbol gigante que han cortado, arrastrándome con él. Resoplando, maldiciendo, babeando, rodó hasta estar encima de mí y puso sus manos en derredor de mi cuello. Jadeó su agria respiración hacia mí, con su grueso rostro escarlata, los ojos de pescado tragados por los pliegues de la carne, apretando. Luché por salir de debajo él, pero no podía moverme. Experimenté el pánico del que de repente se halla paralítico. Apretó con más fuerza. Empujé hacia arriba, inerme.

Su rostro se oscureció. Por el esfuerzo, pensé. Del escarlata pasó a marrón, luego a negro rojizo, tras lo que hubo un estallido de color. El raro cabello explotó. La sangre, brillante y fresca brotando de su nariz, sus oídos, su boca. Los ojos abriéndose mucho, parpadeando furiosamente. Una mirada de sentirse gravemente insultado apareció en su rostro. Y sonidos gorgoteantes surgieron de la garganta envuelta en grasa. Agujas y triángulos de cristal roto cayeron sobre nosotros. Su cadáver inerte me sirvió de escudo contra esa lluvia.

El tragaluz era ahora una herida abierta. Un rostro atisbaba hacia bajo. Negro y serio. Delano Hardy. Y también había algo más negro: la boca de un rifle.

– Quédese ahí, experto -me dijo-. Ahora vamos a ayudarle.


– Tu cara es ahora más fea que la mía -me dijo Milo, cuando me hubieron sacado de debajo de McCaffrey.

– Vale -acepté, tratando de articular con una boca que parecía ser el resultado de haber estado mascando hojas de afeitar-, pero la mía tendrá mejor aspecto dentro de un par de días.

Hizo una mueca.

– La niña parece estar bien -dijo Hardy desde la habitación de atrás. Llegó de ella con Melody en brazos. Ella estaba temblando-. Aterrada, pero indemne, como dicen los periódicos.

Milo me ayudó a ponerme en pie. Yo fui hasta ella y le acaricié el cabello.

– Todo irá bien, cariñito -es curioso como las frases hechas parecen ser de utilidad en los momentos apurados.

– Alex -dijo ella. Sonrió-. Tienes un aspecto muy raro.

Le apreté la mano y ella cerró los ojos. Dulces sueños. En la ambulancia, Milo se quitó los zapatos y se sentó, al estilo yoga, al lado de mi camilla.

– Mi héroe -le dije. Me salió algo así como mmeroo.

– Esta vez te va a costar caro y vas a estar mucho tiempo pagándome, compañero. Uso ilimitado del Caddy cuando te lo pida, préstamos de dinero sin interés, terapia gratuita.

– En otras palabras -luché por pronunciar con mis mandíbulas hinchadas -, las cosas siguen como siempre.

Él se echó a reír, me dio unas palmadas en el brazo y me dijo que me callase. El camillero de la ambulancia estuvo de acuerdo con él.

– Quizá tengan que ponerle alambres -dijo -. No debería hablar.

Yo empecé a protestar.

– ¡Chist! -ordenó el camillero.

Un kilómetro más tarde Milo me miró y agitó la cabeza.

– Eres un tipo con mucha suerte, amigo mío: llego a la ciudad hace hora y media y me dan la nota de Rick para que te llame. Llamo a tu casa y Robin está allí, pero sin ti, y preocupada. Tenías una cita con ella para cenar a las siete, pero no te habías presentado. Y me dice que no es habitual en ti el llegar tarde a las citas, así que, por favor, ¿no podría hacer yo algo al respecto? También me explicó tus idas y venidas, has sido una abejita muy atareada en mi ausencia, ¿no te parece? Y llamo a la comisaría, en uno de mis días de vacaciones, tengo que añadir, y me dan ese liado mensaje sobre Kruger, escrito con la fina letra cursiva de Del Hardy, y también me informa que se va a La Casa. Yo me voy al apartamento de Kruger, atravieso tu barricada y lo encuentro atado como un salchichón y cagado de miedo. Es una perfecta ruina moral, que soltó todo lo que tenía dentro sin tener que pedírselo… asombroso lo que puede lograr un poco de privación sensorial, ¿eh? Llamo por radio a Del, lo encuentro en su coche en la autopista Pacific Cast… que está llena de tráfico a esa hora, con todas esas estarlets y productores que se están marchando a casa… la consigna en esos casos es código tres y sirena todo el camino, por el arcén de la carretera. Luego los profesionales nos volvemos a hacer cargo del caso, y el resto ya es historia.

– Yo no quería un ataque a toda escala -obligué a salir las palabras, en medio de mi agonía-. No quería que le pasase nada a la niña.

– Por favor, señor, cállese -pidió el camillero.

– Chitón – me dijo Milo, suavemente -. Has hecho un gran trabajo, gracias. ¿Vale? ¡Y no vuelvas a hacerlo, amigo!

La ambulancia se detuvo en Urgencias del Hospital de Santa Mónica, conocía aquel lugar, porque había dado una serie de charlas sobre los aspectos psicológicos del trauma en los niños. Pero esta noche no habría charla.

– ¿Estás bien? -me preguntó Milo.

– Psé- psé.

– De acuerdo. Dejaré que los batas blancas sigan con lo suyo. Tengo que ir a detener a un juez.

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