La consulta de Towle estaba en una travesía de San Vicente, no muy lejos del Mercado Municipal del Condado de Brentwood, uno de los pocos mercados de barrio en el que las estrellas podían comprar sin que las asaltasen los curiosos. Se hallaba en un edificio diseñado a principios de los cincuenta, cuando estaban de moda los ladrillos color marrón claro, los techos bajos e inclinados y los cubos de cristal insertados en las paredes. Unas plantas de buganvilia y helechos hacían algo por aminorar la frialdad, pero aún así el edificio tenía un aspecto realmente severo.
Towle era el úncio ocupante del mismo y su nombre estaba dibujado en pan de oro en la puerta delantera de cristal. El aparcamiento estaba repleto de camionetas recubiertas de paneles de madera. Nos metimos junto a un Lincoln azul con un letrero en el parachoques que decía: «Hable en favor de los niños» que supuse que debía pertenecer al mismo buen doctor.
Dentro, la decoración no tenía nada que ver con el exterior. Era como si el decorador hubiera intentado compensar la dureza del edificio a base de atiborrar la sala de espera. El mobiliario era de madera estilo colonial, con cojines en los asientos. Las paredes estaban cubiertas con homilías bordadas y grabados almibarados de niñitos pescando y niñitas acicaléndose frente a espejos, colocándose los zapatos y el sombrero de mami. La sala estaba llena de niños y de mamas con aspecto de estar agotadas. El suelo estaba sembrado de revistas, libros y juguetes. En el aire flotaba un olor de pañales sucios. Si éste era el momento en que Towle tenía un poco de tiempo libre, no deseaba estar allí en una hora en que estuviese muy ocupado.
Cuando entramos, dos hombres no acompañados por niños, fuimos el centro de todas las miradas de las mujeres. Habíamos acordado antes que probablemente Towle estaría más a gusto hablando de doctor a doctor, así que Milo se buscó un asiento entre dos chavales de cinco años y yo fui hasta la ventanilla de la recepcionista. La chica que había al otro lado era una muchachita muy dulce con el cabello a lo Farrah Fawcett y la cara casi tan hermosa como la que imitaba. Estaba vestida de blanco y la galleta que llevaba colgada decía que se llamaba Sandi.
– Hola. Soy el doctor Delaware. Tengo una cita con el doctor Towle.
Obtuve una sonrisa acompañada por montones de hermosos y blancos dientes.
– Las citas no se están respetando demasiado esta tarde, pero entre. Estará con usted en un momento.
Atravesé la puerta, notando como varios pares de ojos maternos se clavaban en mi espalda. Algunas de ellas debían de llevar más de una hora esperando. Me pregunté por qué Towle no contrataría un ayudante.
Sandi me acompañó a la oficina del doctor, una habitación de paneles oscuros de unos cuatro por cuatro metros.
– Es sobre la niña Quinn, ¿no?
– Así es.
– Sacaré su historial -regresó con un sobre marrón y lo dejó sobre el escritorio de Towle. Tenía una señal roja. Vio que la miraba y me explicó:
– Los rojos son los hipers. Usamos códigos de colores. Amarillo para los enfermos crónicos, azul para las consultas especializadas.
– Muy eficiente.
– ¡Oh, no tiene usted idea…! -lanzó una risita y se puso una mano en una muy bien torneada cadera. Luego se inclinó y me dejó oler algo fragante-. ¿Sabe? Entre usted y yo le diré que esa pobre niña lo tiene crudo al estar creciendo con una madre como ésa.
– Entiendo lo que me quiere decir -asentí con la cabeza, sin comprender en lo más mínimo lo que estaba intentando decirme, pero esperando que fuera a explicármelo. Es lo que acostumbra a hacer la gente cuando uno no parece prestar atención a lo que dicen.
– Quiero decir que es tan despistada… me refiero a la madre. Cada vez que viene aquí se olvida algo, o pierde algo. En una ocasión fue su bolso. Otra se dejó las llaves del coche cerradas dentro. Realmente no se aclara demasiado.
Lancé una risita cómplice.
– Y no es que la pobre no lo haya pasado mal, trabajando en una granja de niña y luego casándose con ese tipo que acabó en pris…
– Sandi.
Ambos nos volvimos para ver a una mujer baja, de unos sesenta años, con el cabello cortado en forma de casco de color gris acero, que se hallaba en la puerta con los brazos cruzados. Sus gafas colgaban de una cadena que le rodeaba el cuello. También ella estaba vestida de blanco, pero en ella parecía un uniforme. Su galleta proclamaba que se trataba de Edna.
Supe al momento de quién se trataba: la mano derecha del doctor. Probablemente llevaba trabajando para él desde que había colgado la placa en la puerta y probablemente le estaba pagando la misma cantidad de dinero que al principio. Pero eso no importaba, ella no buscaba lucrarse. Ella estaba secretamente enamorada del Gran Hombre. Estaba dispuesto a apostar un montón de fichas de ruleta a que le llamaba Doctor. Sin apellido que acompañase al título. Simplemente Doctor. Como si fuera el único doctor que hubiera en el mundo.
– Hay que llenar algunos historiales -dijo.
– De acuerdo, Edna – Sandi se volvió hacia mí, me dio una mirada conspiradora que significaba «¿no es un rollo esta vieja bruja?» y se fue pasillo abajo.
– ¿Puedo hacer algo por usted? -me preguntó Edna, con los brazos aún cruzados.
– No, gracias.
– Bueno. Entonces, el doctor estará en seguida con usted.
– Muchas gracias -había que matarlos a cortesías. Su mirada me dejó bien claro que no aprobaba mi presencia allí. Sin duda cualquier cosa que alterase la rutina del doctor era considerado como una intromisión en el Paraíso. Pero, al fin, me dejó solo en el despacho.
Di una mirada en derredor de la habitación. El escritorio era de madera noble y estaba muy baqueteado. Estaba cubierto por montones de dossiers, revistas médicas, libros, correspondencia, muestras de fármacos y una jarra llena de clips para papel. La silla de escritorio y el sillón en el que yo estaba sentado habían sido en otro tiempo muebles de distinción, de cuero repujado, pero ahora ya estaban avejentados y cuarteados.
Dos de las paredes estaban cubiertas de diplomas. Lionel W. Towle había amasado, a lo largo de los años, una colección impresionante de papel. Grados académicos, certificados de estudios, una placa con mazo adherido que conmemoraba su pertenencia a algún tipo de tribunal médico, nombramientos como miembro honorario de esto y aquello, certificaciones de especialización, felicitaciones por servicios públicos rendidos en la nave hospital Hope, consultante en el Subcomité de Salud Infantil del Estado de California. Y más y más.
La otra pared exhibía fotografías. La mayor parte de ellas eran de Towle. Towle vestido de pescador, metido hasta la rodilla en algún río y alzando unas cuantas presas. Towle con un pez espada del tamaño de un Buick. Towle con el alcalde y un tipo bajito con ojos a lo Peter Lorre… y todos ellos sonrientes, estrechándose las manos.
Había una excepción en esta aparente autoobsesión. En el centro de la pared había colgado una foto en color de una mujer joven alzando en brazos a un niño pequeño. Los colores estaban ya pasados y, por el estilo de ropa que vestían los fotografiados, la foto debía tener tres décadas de antigüedad. Y tenía algo de ese desenfoque que indicaba que se trataba de una instantánea ampliada. Los tonos eran suaves, casi pasteles.
La mujer era hermosa, de rostro fresco, con un puñado de pecas a través de su nariz, ojos oscuros y un cabello castaño de largo mediano y ondulado natural. Llevaba puesto un vestido de aspecto muy ligero, sin mangas, en algodón a topos, y sus brazos eran delgados y gráciles. Estaban arropados en derredor del bebé, un chico, que parecía tener un par de años o menos. Era muy guapo. De mejillas sonrosadas, rubio, con labios como un piñón y ojos verdes. Estaba vestido con un trajecito de marinero, blanco, y sonreía en el abrazo de su madre. Las montañas y el lago que se veían a la distancia parecían reales.
– Es una hermosa foto, ¿no? -dijo la voz que había oído por el teléfono.
Era alto, al menos uno ochenta y ocho, y delgado, con el tipo de facciones que en las novelas malas describen como cinceladas. Era uno de los hombres de mediana edad más apuestos que jamás había visto. Su rostro era noble: una fuerte barbilla dividida en dos por un hoyuelo perfecto, la nariz de un senador romano, y ojos centelleantes del color de un cielo claro. Su espeso cabello, color blanco nieve, colgaba sobre su frente, al estilo de Carl Sandburg. Sus cejas eran blancas nubes gemelas.
Llevaba puesta una bata corta blanca sobre una camisa oxford azul, corbata color borgoña y pantalones gris oscuro con un sutil motivo cuadrado. Sus zapatos eran mocasines de cabritilla negra. Muy adecuado, de muy buen gusto. Pero la ropa no hace al hombre. É1 hubiera parecido un patricio vestido con un saco.
– ¿El doctor Delaware? Soy Will Towle.
– Alex.
Me levanté y nos estrechamos las manos. Su apretón era firme y seco. Los dedos que apretaban los míos eran enormes y me daba cuenta de la abundante fuerza que había tras ellos.
– Por favor, siéntese.
Tomó su lugar tras el escritorio, echó hacia atrás la silla y puso los pies sobre la mesa, descansándolos sobre un año de números atrasados de la Revista de Pediatría.
Respondí a su pregunta anterior.
– Es una bella foto. ¿Algún lugar en la costa noroeste del Pacífico?
– En el estado de Washington. El Bosque Nacional Olímpico. Estábamos allí de vacaciones en el cincuenta y uno. Yo era médico residente. Ésos eran mi esposa e hijo. Los perdí un mes más tarde, en un accidente de automóvil.
– Lo siento.
– Sí -una expresión lejana, adormecida, apareció en su rostro; fue un momento, hasta que salió de ella con un estremecimiento y volvió a enfocar la mirada.
– Lo conozco por su reputación, doctor Alex, así que es un placer el conocerle personalmente.
– Lo mismo digo.
– He seguido su carrera, porque tengo mucho interés en la pediatría del comportamiento. Me interesó sobre todo aquel trabajo que hizo con aquellos niños que fueron víctimas de Stuart Hickle. Muchos de ellos venían a mi consulta. Sus padres hablaban muy bien de usted.
– Gracias -me pareció que esperaba que dijera algo más al repecto, pero aquél era un caso que estaba cerrado -. Recuerdo haberle enviado cartas pidiéndole su consentimiento para tratarles.
– Claro, claro. Me encanta cooperar.
Ninguno de los dos hablamos, luego ambos hablamos al mismo tiempo:
– Lo que me gustaría… -dije yo.
– ¿Qué es lo que puedo…? -dijo él.
Nos interrumpimos. Nos echamos a reír, como buenos chicos, compañeros del Club Universitario. Le cedí la palabra. A pesar de su comportamiento educado presentía un tremendo ego acechando tras aquel flequillo blanco.
– Ha venido usted por la niña Quinn. ¿Qué puedo hacer por usted?
Le di los menos detalles posibles, insistiendo en la importancia de Melody Quinn como testigo y la naturaleza benigna de la intervención hipnótica. Acabé solicitándole que le permitiese abandonar la medicación con Ritalina durante una semana.
– ¿Realmente cree que esa niña le va a poder dar alguna información de importancia?
– No lo sé. Yo me he hecho la misma pregunta, pero ella es todo lo que tiene la policía.
– ¿Y cuál es el papel de usted en todo esto?
Me inventé un título al momento.
– Soy uno de sus consejeros especialistas. Me llaman, a veces, cuando hay un niño implicado.
– Ya veo.
Jugueteó con sus manos, construyendo arañas de diez patas y acabando con ellas.
– No sé qué decirle, Alex. Cuando empezamos a sacar a un paciente de lo que se ha determinado como dosificación óptima, a veces alteramos toda la red de respuesta bioquímica.
– Usted cree que tiene que estar medicada constantemente.
– Claro que sí. ¿Por qué, si no, iba a habérselo recetado? – no se mostraba ni irritado ni a la defensiva. Sonreía con calma y con una gran paciencia. El mensaje estaba claro: sólo un idiota iba a dudar de él.
– ¿Y no hay modo de reducir la dosis?
– Oh, ciertamente eso es posible, pero crea el mismo problema. No me gusta hacer experimentos cuando tengo la combinación ganadora.
– Ya veo -dudé, luego continué-. Debió de haber sido todo un problema para haber necesitado sesenta miligramos.
Towle se colocó unas gafas de lectura muy bajas sobre la nariz, tomó el dossier y lo hojeó.
– Déjeme ver, ah, sí. Humm. «La madre se queja de graves problemas en el comportamiento» -y, tras pasar algunas páginas más -. «Sus maestros informan de su fracaso en las tareas escolares. Tiene dificultad para mantener la atención durante períodos que sean algo más que muy cortos.» Ah… aquí hay una anotación posterior… «La niña pegó a su madre durante una discusión acerca de la necesidad de tener limpia la habitación.» Y una nota que dice: «Malas relaciones con su propia edad, pocas amistades.»
Estaba seguro que la discusión debía de haber tenido algo que ver con el tirar o no la morsa gigante. Gordo. El regalo de papi. En cuanto a las amistades… resultaba claro que la M and M Properties no iban a soportar aquel tipo de tonterías.
– Esto a mí me parece bastante grave, ¿no lo cree usted?
Lo que me parecía a mí era que todo aquello era pura caca de vaca. No había habido nada que se pareciese a una verdadera valoración psicológica. Nada como no hubiera sido aceptar sin dudas la palabra de la madre.
Miraba a Towle y veía en él a un farsante. Un farsante de muy buen aspecto, de cabello cano y muchas relaciones, así como los pedazos de papel adecuados en la pared. Ansiaba decírselo, pero aquello no iba a hacer ningún bien… ni a Melody, ni a Milo.
Así que hice una finta.
– No sabría decirle, usted es su doctor -el imitar una sonrisa de camaradería fue todo un ejercicio de autocontrol moral.
– Eso es cierto, Alex. Lo soy -se echó hacia atrás en su silla y se llevó las manos a la nuca-. Sé lo que está pensando: Will Towle es un recetapastillas. El uso de estimulantes no es sino otra forma de abusar de los niños.
– Yo no diría eso.
Apartó mi objeción con un gesto de la mano.
– No, no. Ya sé. Y no se lo tengo en cuenta. Su entrenamiento es comportaminterista y usted ve las cosas desde el punto de vista del comportaminterismo. Nos sucede a todos, todos perdemos la visión general a causa de nuestra profesión. Los cirujanos quieren solucionarlo todo cortando. Nosotros recetamos y ustedes analizan hasta el agotamiento.
Estaba empezando a sonar como un sermón.
– De acuerdo, los fármacos llevan aparejados riesgos. Pero es todo cuestión de analizar el riesgo y el beneficio. Consideremos a un niño como esa chica Quinn. ¿Con qué cuenta para empezar? Con unos genes inferiores… ambos padres son bastante limitados en lo intelectual -hizo que la palabra limitados sonase en forma cruel -. Pésimos genes y pobreza, más un matrimonio roto. Un padre ausente… aunque en algunos de los casos los niños están mejor sin el tipo de modelo de rol que les ofrecen sus padres. Malos genes, mal medio ambiente. La niña ya tiene dos puntos en su contra aun antes de salir de la matriz. ¿Es, pues, de extrañar que pronto veamos los signos evidentes: el comportamiento antisocial, el incumplimiento, los malos resultados escolares, el nada satisfactorio control de los impulsos?
Sentí un súbito impulso por defender a la pequeña Melody. Su genial doctor la estaba describiendo como una especie de marginada social absoluta. Pero me mantuve en silencio.
– Así que una niña como ésta… -se quitó las gafas y dejó el historial-… va a tener que portarse algo más que moderadamente bien en la escuela si es que va a lograr tener algo que se parezca a una vida decente. De lo contrario, no es más que otra generación de P.Q.N.V.U.M.
Protoplasma que no vale una mierda. Una de esas expresiones tan ingeniosas que ha imaginado la clase médica para describir a los pacientes especialmente infortunados.
El hacer el papel de complacido oyente de Towle no era la idea que yo tenía de un buen modo de pasar la tarde. Pero tenía la intuición de que aquello era alguna especie de ritual y que, si soportaba sonriente el que me largara aquella paliza didáctica, quizá al fin me diera lo que había ido a conseguir.
– Pero no hay modo en que una niña así logre triunfar, con sus genes y el medio ambiente luchando en su contra. No sin ayuda. Y ahí es donde entra en escena la medicación estimulante. Esas pildoras le permiten permanecer sentada el tiempo necesario y prestar atención el tiempo suficiente como para ser capaz de aprender algo. Controlan su comportamiento hasta el punto en que no pone en su contra a todos los que están a su alrededor.
– Tuve la impresión de que la madre usaba la medicación de un modo incontrolado… dándole una pildora extra los días en que hay un montón de visitantes al conjunto de apartamentos.
– Tendré que comprobar eso -no parecía preocupado-. Tiene que recordar, Alex, que esa niña no existe en un vacío. Hay un contexto social. Si ella y su madre no tuvieran dónde vivir esto no le iba a resultar muy terapéutico, ¿verdad?
Esperé, seguro de que aún había más. Seguro:
– Claro, me podría preguntar: ¿y qué hay de la psicoterapia? ¿Qué hay de la modificación del comportamiento? Y mi respuesta sería: Sí, ¿qué hay de ellos? No hay ninguna posibilidad de que esta madre desarrolle la capacidad de introspección necesaria para beneficiarse con éxito de la psicoterapia. Y le falta incluso la habilidad de siquiera cumplimentar un sistema estable de reglas y normas, necesario para la modificación del comportamiento. Con lo único que puede cumplir es con el suministrar tres pastillas al día a su hija. Pastillas que funcionan. Y no tengo ningún problema en decirle que no me siento ni un tanto así culpable al recetarlas, porque creo que son la única esperanza de la niña.
Era un gran final, que sin duda le proporcionaba grandes éxitos en el té de las Damas Auxiliares del Pediátrico del Oeste. Pero, en lo básico, era pura basura. Charlatanería pseudocientífica mezclada con mucho fascismo condescendiente. Había que dopar a los Untermenschen para convertirlos en buenos ciudadanos.
Se había ido calentando él mismo. Pero ahora volvía a estar perfectamente compuesto, tan apuesto y bajo control como siempre.
– No le he convencido, ¿verdad? -sonrió.
– No se trata de eso. Ha presentado usted algunos puntos muy interesantes, sobre los que tendré que pensar.
– Eso siempre es una buena idea, el pensarse las cosas – se frotó las manos -. Y, ahora, volvamos a lo que le trajo aquí… y perdóneme mi pequeña diatriba. ¿Cree usted realmente que sacando a esta niñita de los estimulantes la haremos más receptiva a la hipnosis?
– Lo creo.
– ¿A pesar de que su concentración será peor?
– A pesar de eso. Tengo inducciones que están especialmente indicadas para niños con cortos períodos de atención.
Las nevadas cejas se alzaron.
– ¿Oh, sí? Tendré que averiguar algo acerca de eso. ¿Sabe?, también yo he hecho algo de hipnosis. En el Ejército, para control del dolor. Sé que funciona.
– Puedo mandarle algunas publicaciones recientes.
– Muchas gracias, Alex – se alzó y estuvo claro que mi tiempo se había acabado -. Ha sido un placer el haberle conocido.
Otro apretón de manos.
– El placer ha sido mío, Will -esto empezaba a resultar nauseabundo.
La pregunta no hecha colgaba en el aire. Towle la atacó.
– Le diré lo que voy a hacer al respecto -me dijo, con una muy débil sonrisa.
– ¿Si?
– Voy a pensármelo.
– Ya veo.
– Sí. Pensaré en ello. Llámeme en un par de días.
– Lo haré, Will -y ojalá se te caigan los dientes y el cabello esta noche, so sacrosanto bastardo.
Camino hacia afuera, Edna me lanzó una mirada asesina y Sandi me sonrió. Las ignoré a las dos y rescaté a Milo del trío de enanos que estaba escalándolo como si fuera una de esas construcciones de un parque. Nos abrimos paso por entre la multitud, ahora en ebullición, de niños y madres y logramos llegar a salvo al coche.