25

Había una entrada al garaje de cuatro plazas que se me había escapado: a nivel de tierra, oculta por una picea azul sin podar, había una ventana cubierta por rejilla de alambre de las usadas en los gallineros. Un empujón, un retorcer su cuerpo y ya estaba dentro. La seguí, pero yo era mucho más voluminoso y no me resultó fácil. Mi brazo herido rozó el marco y tuve que apretar los dientes para no gritar, mientras me apretaba para pasar.

Un medio salto me llevó a una habitación estrecha que había sido, originalmente, un almacén de verduras. Estaba húmedo y oscuro, con las paredes ocupadas por estanterías de madera y el suelo de cemento pintado de rojo. Había una contraventana de madera sobre la ventana por la que habíamos entrado, sostenida en alto por un gancho. Lo soltó y la dejó caer y cerrarse. Hubo un segundo de oscuridad, durante el cual me puse en guardia contra algo traicionero. Pero, en cambio, lo que llegó fue el aroma pungente del petróleo, que me recordaba mi afición juvenil a las charlas en las tiendas de campaña, con su iluminación humeante. Inclinó las persianas de la contraventana, para que entrase algo de luz adicional, pero la visibilidad del exterior quedaba eliminada.

Mis ojos se ajustaron a la luz y fui enfocando los detalles. Un colchón delgado y un saco de dormir yacían en el suelo. La lámpara de petróleo, un fogoncillo, una lata de gasolina y un paquete de utensilios de plástico compartían el espacio existente sobre una desvencijada mesa de madera que había sido pintada y repintada tantas veces que casi parecía una escultura moderna. Había un lavabo en un rincón y, sobre el mismo, un estante que contenía una jarra de mermelada vacía, un cepillo de dientes, polvos dentríficos, una maquinilla de afeitar y una pastilla de jabón para lavar la ropa. La mayor parte del espacio restante en el suelo estaba ocupado por cajas para botellas de leche, en madera, de un tipo que yo no había visto desde mi niñez: las cajas tenían en dos lados asas en forma de tubo y llevaban impreso el nombre: «Granja Lechera, Tacoma, Wash. -Nuestra mantequilla es la mejor, compruébelo.» Bajo el eslogan había la imagen de un ternero con cara de aburrido y un número de teléfono aún con un prefijo de dos letras. Había amontonado las cajas hasta de tres en tres. El contenido de algunas de ellas era visible: paquetes de comida deshidratada, latas de comida, servilletas de papel, ropa doblada. Tres pares de zapatos, todos ellos resistentes y con suela de goma, estaban alineados cuidadosamente contra la pared. Había ganchos de metal que habían sido clavados en una viga de madera del techo. Colgó la capa impermeable de uno de ellos y se sentó en una silla de respaldo recto, hecha con madera de pino sin barnizar. Yo me aposenté en una de las cajas que estaba puesta boca abajo.

Nos miramos el uno al otro.

En ausencia de estímulos competitivos, el dolor se apoderó de mi brazo. Hice una mueca de dolor y ella la vio.

Se alzó, mojó una servilleta de papel en agua caliente, vino hasta mí y me limpió la herida. Rebuscó en una de las cajas y halló gasa estéril, esparadrapo y agua oxigenada. Atendiéndome como si fuera la mismísima Florence Nightingale, me vendó el brazo. No dejé de notar la locura de la situación: unos minutos antes había tratado de matarme y ahora se comportaba maternalmente y cuidaba de que el vendaje estuviera perfecto. Seguí manteniendo mi estado de ánimo defensivo, tal como había aprendido en el karate, esperando que ella cayera de nuevo, en cualquier momento, en su ira agresiva, me clavase los dedos en la carne hinchada y se aprovechase del dolor enloquecedor para hincarme un dedo en un ojo.

Pero cuando hubo acabado regresó a su asiento.

– Los papeles -le recordé.

De nuevo rebuscó, pero de prisa; sabía exactamente dónde estaba todo. Un montón de papeles, recogido con una goma elástica, pronto llegó a su mano. Allí había facturas del veterinario, certificado de vacunación, el registro de la Asociación de Propietarios de Perros con Pedigree… por cierto, que el nombre completo del perro era Otto Klaus Von Schulderheis, hijo de Sttugart-Munsch y de Sigourn-Daffodil. Vaya. También había diplomas de dos escuelas de entrenamiento de Los Ángeles y un certificado especificando que Otto había sido entrenado como perro de ataque únicamente con fines defensivos. Le devolví los papeles.

– Gracias -me dijo.

Nos sentamos uno frente al otro, tan tranquilos como si fuéramos viejos compañeros de la escuela. La miré cuidadosamente y traté de sentir en mí una aceptable animosidad en su contra. Pero lo que vi fue una mujer oriental, de aspecto amargado, en la cuarentena, con su cabello cortado a lo muñeca china, bajita, cetrina, frágil, hogareña en su ropa de trabajo y tan descuidada como un ratón de iglesia. Permanecía sentada, con las manos en el regazo, dócil, y el odio no surgía en mí.

– ¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí?

– Seis meses. Desde la muerte de Stuart.

– ¿Por qué vive así? ¿Por qué no abre la casa?

– Creí que sería mejor para estar escondida. Lo único que deseo es que me dejen en paz.

No tenía demasiado aspecto de Garbo.

– ¿De qué se esconde?

Miró al suelo.

– Vamos. No le voy a hacer ningún daño.

– Los otros. Los otros locos.

– Nombres.

– Los que usted mencionó y otros -escupió media docena de nombres que no me sonaban.

– Seamos más específicos: ¿por locos quiere decir usted que son gente que comete abusos sexuales con niños?

– Sí, sí. Yo no lo sabía, Stuart me lo contó luego, cuando estaba en prisión. Se presentaban como voluntarios en un asilo para niños, y luego se llevaban los niños a casa. Les hacían cosas muy feas.

– Y también en su guardería.

– No, no. Allí sólo lo hacía Stuart. Los otros jamás fueron a la guardería, sólo iban al asilo de niños.

– La Casa de los Niños. Su esposo era miembro de la Brigada de los Caballeros.

– Sí. Me dijo que iba a apuntarse para ayudar a los niños; también que sus amigos eran los que le habían animado a hacerlo: el juez, el doctor, los otros. Yo pensé que había sido una idea tan buena por su parte, ya que nosotros no tenemos niños propios, que me sentí muy orgullosa de él. Nunca supe lo que realmente estaba haciendo… tal como no sabía lo que hizo en la guardería.

No dije nada.

– Sé lo que está pensando… en lo mismo que pensaron todos. Que yo lo supe todo desde el principio… ¿Cómo era posible que no supiese lo que mi marido estaba haciendo en mi propia casa? Ustedes me echan las culpas, tanto como yo se las echo a Stuart. ¡Pues se lo aseguro, yo no sabía nada!

Sus brazos se alzaron implorantes, las manos convertidas en garras color azafrán. Me fijé que se había comido las uñas hasta el límite. Había una expresión primitiva, desesperada, en su rostro.

– No lo sabía -repitió, convirtiendo aquello en una mantra de autodeprecación-. No lo sabía. ¡El era mi esposo, pero yo no sabía lo que él hacía!

Necesitaba que le dieran la absolución, pero yo no me sentía padre confesor. Me quedé con los labios apretados y la observé con forzada desenvoltura.

– Tendría que comprender el tipo de matrimonio que éramos Stuart y yo para entender cómo pudo estar haciendo todas esas cosas sin mi conocimiento.

Mi silencio decía: «Convénzame.» Bajó la cabeza y empezó:

– Nos conocimos en Seúl -me explicó -, poco después de la guerra. Mi padre fue un profesor de lingüística y nuestra familia era próspera, pero teníamos lazos con los socialistas, por lo que la CÍA coreana los mató a todos. Tras la guerra se dedicaron a hacer verdaderas matanzas, asesinando intelectuales, a cualquiera que no fuese un esclavo ciego del régimen. Todo lo que poseíamos fue confiscado o destruido. A mí me ocultaron, me entregaron a unos amigos el día antes de que los gorilas de la CÍA coreana irrumpiesen en casa y cortasen el cuello de todo lo que allí había vivo: la familia, el servicio, incluso a los animales. Las casas se pusieron peor cuando el gobierno siguió apretando los tornillos. La familia que me había recogido se asustó y me echaron a la calle. Yo tenía entonces quince años, pero era muy pequeña, muy delgadita, parecía tener doce. Mendigué, comí restos de las basuras. Me… me vendí, di mi cuerpo por dinero. Tenía que hacerlo, para sobrevivir.

Se interrumpió, miró a través de mí, reunió fuerzas y continuó:

– Cuando Stuart me halló, estaba presa de la fiebre, llena de parásitos y con una enfermedad venérea, cubierta de pústulas. Era de noche, yo estaba tapada con periódicos en un callejón de la parte trasera de un café al que iban los soldados americanos a comer y beber y a buscar chicas. Yo sabía que era bueno aguardar en lugares como aquél, porque los americanos tiraban bastante comida como para alimentar a familias enteras. Estaba enferma y apenas si me podía mover, pero aguardé durante horas, obligándome a permanecer despierta, para que los gatos no se comieran los restos antes que yo. El restaurante cerraba poco después de la medianoche. Los soldados salieron, gritones, borrachos, tambaleándose por el callejón. Luego salió Stuart, solo y sobrio. Después me enteré que jamás bebía alcohol. Yo traté de permanecer callada, pero el dolor me hizo gemir. Él me oyó, se acercó, tan grande, un gigante de uniforme, inclinándose sobre mí, y diciéndome: «No te preocupes, niñita.» Me alzó en sus brazos y me llevó a su apartamento. Tenía montones de dinero, lo bastante como para tener su propio alojamiento, fuera del cuartel. Los soldados americanos estaban de permiso, celebrándolo, haciendo un montón de niños no deseados. Stuart no hacía nada de eso; él usaba ese sitio para escribir poesía, y trastear con sus camaradas. Para estar solo.

Pareció perder la noción del tiempo y el lugar, y se quedó mirando con aire ausente a las oscuras paredes de madera.

– Le llevó a su casa – la urgí.

– Me cuidó durante cinco semanas. Me trajo médicos, me trajo medicinas. Me alimentó, me bañó, estuvo sentado junto a mi cama leyéndome cómics americanos… a mí me encantaban los cómics americanos, porque mi padre siempre me los había traído a casa cuando volvía de viaje: Anita la Huerfanita, Terry y los Piratas, Dagwood, Blondie… me los leía con su voz amable y suave. Era diferente a todo otro hombre que yo hubiera conocido. Delgado, silencioso, como un maestro con aquellas gafas que hacían parecer tan grandes sus ojos, como los de un enorme pájaro.

«Hacia la sexta semana yo ya estaba bien. Vino a la cama y me hizo el amor. Ahora sé que todo aquello formaba parte de su enfermedad… debió haber pensado que yo era una niña pequeña, esto debió de haberle excitado. Pero yo me sentía una mujer. Y al pasar los años, cuando me convertí en una mujer, cuando ya claramente no era una niña, él perdió todo el interés en mí. Acostumbraba a vestirme con ropa infantil… y como soy pequeña, podía ponérmela. Pero, cuando crecí y vi lo que era el mundo exterior, yo ya no quise saber nada de aquello. Me puse dura en mi postura y él se echó hacia atrás. Quizá fue entonces cuando empezó a actuar movido por su enfermedad…»

Siguió con voz dolida:

– Quizá fuera mi falta. Por no satisfacerle.

– No. Él era un hombre turbado. No tiene usted que cargarse con esa responsabilidad -le dije, no con total sinceridad. No quería que aquello degenerase en una llantina y una sesión de autorrecriminaciones.

– No sé. Incluso ahora me parece irreal: los periódicos, los artículos acerca de él. Acerca de nosotros. Era un hombre tan amable, gentil, tranquilo.

Había oído pintar retratos similares de otras personas que se habían dedicado a abusar de menores. A menudo eran hombres excepcionales, bien educados, con una habilidad natural para establecer una buena relación con sus pequeñas víctimas. Pero, naturalmente, no podía ser de otra manera: los niños no se arremolinan en derredor de un ogro sin afeitar, vestido con una gabardina sucia. Pero se sentirán atraídos por el Tío Wally, que es mucho más bueno que los malvados Papá y Mamá y los otros mayores que no entienden nada. Tío Wally con sus trucos mágicos y su maravillosa colección de cromos de jugadores de fútbol y juguetes increíbles en casa, y bicicletas, y videocassettes, y cámaras e increíbles y extraños libros…

– Tiene usted que comprender lo mucho que yo le amaba -me estaba diciendo ella-. Me salvó la vida. Era americano. Era rico. Y además me decía que me amaba. «Mi pequeña geisha», me llamaba. Yo me reía y le decía: «No, yo soy coreana, so tonto, ¡Los japoneses son unos cerdos!» Y él sonreía y volvía a llamarme pequeña geisha de nuevo.

«Vivimos juntos en Seúl, durante cuatro meses. Esperaba que saliese del cuartel con permiso, le cocinaba, limpiaba, le llevaba sus zapatillas. Era su esposa. Cuando llegaron los papeles de licenciamiento, me dijo que me iba a llevar a los Estados Unidos. Me sentía en el cielo. Naturalmente su familia, ya sólo le quedaban su madre y algunas tías viejas, no iban a querer tener nada que ver conmigo. A Stuart no le importaba, tenía dinero propio, un legado de su padre. Viajamos juntos a Los Ángeles. Me dijo que había estudiado allí… asistió a la Facultad de Medicina, pero no logró acabar. Se buscó un trabajo como técnico médico. No necesitaba trabajar y era un empleo que no le daba mucho, pero le gustaba, decía que le mantenía atareado. Le gustaban las máquinas, los contadores y los tubos de ensayo… siempre fue un manitas. Me entregaba su paga entera, como si fuera dinero de bolsillo, y me decía que me lo gastase en cosas para mí.

«Vivimos juntos de aquel modo durante tres años. Yo deseaba casarme, pero no me atrevía a pedírselo. Me costó tiempo acostumbrarme al modo de ser americano, a que las mujeres no sean simples objetos, propiedad del marido, a que tengan derechos. Le apreté las clavijas cuando quise tener hijos. Stuart se mostraba indiferente a la idea, pero no se opuso. Nos casamos y yo traté de quedar preñada, pero no pude. Fui a ver doctores a la Universidad de California, a la de Stanford, a la Clínica Mayo. Todos ellos me dijeron que yo estaba demasiado marcada, que había estado demasiado enferma en Corea. No debería de haberme sorprendido, pero no quería creérmelo. Ahora, mirando hacia atrás, me doy cuenta que fue bueno que no tuviéramos pequeños. Pero, en aquel entonces, cuando finalmente lo acepté, me sentí muy deprimida. Muy ensimismada, no comía. Al fin, Stuart no pudo seguir ignorándolo. Me sugirió que fuera a la escuela; si me gustaban los niños, podía trabajar con ellos, convertirme en una maestra. Quizá tuviera sus propios motivos para sugerirme esto, pero parecía preocuparse por mí… cuando mejor se portaba era cuando yo estaba enferma o deprimida.

»Me matriculé en la escuela y luego en Magisterio y aprendí mucho. Era muy buena estudiante -recordó, sonriendo-. Con mucha motivación. Por primera vez estaba viviendo en el mundo exterior, con otra gente… hasta entonces había sido la pequeña geisha de Stuart. Entonces empecé a pensar por mí misma. Al mismo tiempo que él se fue apartando de mí. No hubo ira ni malas palabras con las que indicara su resentimiento. Simplemente, pasó más tiempo con sus camaradas y sus libros sobre pájaros… le gustaba mucho leer libros y revistas sobre la naturaleza, aunque nunca iba de excursión por el campo. Era un amante de los pájaros de sillón. Un hombre de sillón.

»Nos convertimos en algo así como dos primos lejanos que viviesen en la misma casa. A ninguno de los dos nos importaba, estábamos muy ocupados. Yo estudiaba hasta el último segundo, pues por aquel entonces yo ya sabía que quería ir más allá del simple título de maestra y especializarme en la primer a infancia. Cada uno seguimos nuestro propio camino. Había semanas que ni nos veíamos. No había comunicación, no había matrimonio. Pero tampoco hubo divorcio… ¿para qué lo necesitábamos? No había peleas. Era un vive y deja vivir. Mis nuevos amigos, los amigos de mis estudios, me decían que estaba liberada. Que debería ser feliz con un marido que no me molestaba. Y cuando me sentía sola me hundía más en mis estudios.

«Conseguí el título y me dieron trabajo postescolar en jardines de infancia locales. Me gustaba trabajar con los pequeños, pero yo creía que podía dirigir un jardín de infancia mucho mejor que aquellos en que había estado. Se lo dije a Stuart y él me dijo que desde luego, que haría cualquier cosa para que yo fuera feliz, para que no le molestase a él. Compramos una gran casa en Brentwood…siempre parecía haber el dinero necesario para lo que fuese, y empecé con mi Rincón de Tim. Era un lugar maravilloso, fue un momento maravilloso. Finalmente dejé de lamentar el no tener niños propios. Y, entonces, él…»

Se interrumpió, se tapó la cara con las manos y se estremeció hacia adelante y hacia atrás.

Me puse en pie y le coloqué una mano sobre el hombro.

– Por favor no haga eso. No está bien. Yo he tratado de hacer que Otto le matase -alzó el rostro, seco y sin arrugas-. ¿Lo entiende? Yo quería que le matase a usted. Y ahora usted está siendo amable y comprensivo. Eso me hace sentir peor.

Aparté la mano y me volví a sentar.

– ¿Y por qué esa necesidad de Otto, por qué ese miedo?

– Porque pensé que le habían enviado los mismos que mataron a Stuart.

– El veredicto final fue que se suicidó.

Ella negó con la cabeza.

– No, no se suicidó. Dijeron que estaba deprimido. Eso fue una mentira. Naturalmente, al principio cuando lo detuvieron, se quedó muy hundido. Humillado y con sensación de culpa, pero logró salir de ello. Era el modo de ser de Stuart: podía bloquear la realidad tan fácilmente como se expone un rollo de película… ¡puf, la imagen ha desaparecido! El día en que lo dejaron en libertad condicional hablamos por teléfono. Estaba con la moral muy alta. Oyéndole hablar, parecía como si su detención fuera la mejor cosa que le hubiera podido pasar… que nos hubiera podido pasar a ambos. Estaba enfermo, y ahora iba a conseguir ayuda. Empezaríamos de nuevo, tan pronto como saliese del hospital. Incluso podría montarme otro jardín, en otra ciudad. Me sugirió Seattle y me habló de volver a ocupar la mansión de su familia… eso fue lo que luego me dio la idea de venir aquí.

»Yo sabía que eso nunca iba a pasar. Por aquel entonces ya había decidido dejarle, pero le seguí la corriente con sus fantasías, diciéndole, sí, cariño, desde luego, Stuart. Más tarde tuvimos otras conversaciones y siempre fue la misma cosa. La vida iba a ser mejor que nunca. No hablaba como un hombre que se va a saltar la tapa de los sesos.»

– La cosa no es tan simple. La gente a menudo se mata justo después de una subida en su estado de ánimo. ¿Sabe?, la estación de los suicidios es la primavera.

– Quizá. Pero yo conocía a Stuart y sé que no se mató. Era demasiado superficial como para dejar que una cosa como la detención le preocupase durante demasiado tiempo. Podía negar la existencia de cualquier cosa. A mí me negó durante todos esos años, y negó nuestro matrimonio… es por eso por lo que pudo hacer aquellas cosas sin que yo lo supiera. Éramos dos totales desconocidos.

– Pero usted lo conocía lo suficientemente bien como para estar segura de que no se suicidó.

– Sí -insistió-. Toda esa historia de la llamada falsa que le hicieron a usted, la cerradura forzada. Ese tipo de intriga no es… no era propio de Stuart. A pesar de toda su enfermedad, él era muy simple, casi inocente. No era un planificador.

– Pues hubo de planificar para llevarse a esos niños al sótano.

– No tiene por qué creerme, no me importa. Él ya ha causado el daño y ahora está muerto. Y yo estoy metida en mi propio sótano.

Su sonrisa era digna de compasión.

La lámpara chisporroteó. Ella se alzó para ajustar la mecha y añadir más petróleo. Cuando se volvió a sentar, le pregunté:

– ¿Quién le mató, y por qué?

– Los otros. Sus llamados amigos. Para que no los descubriese. Y lo hubiera hecho. Durante las dos últimas ocasiones en que nos vimos él me lo sugería. Me decía cosas como: «Yo no soy el único enfermo, Kimmy.» O: «Las cosas en los Caballeros no son lo que parecen.» Yo sabía que él quería que le preguntase más, que le ayudase a soltarlo todo, pero no lo hice. Aún estaba en estado de shock por la pérdida del jardín, hundida en mi propia vergüenza. No quería oír hablar de más perversiones. Le cortaba y cambiaba de tema. Pero después de que murió me acordé de esto y fui atando cabos.

– ¿Mencionó por su nombre a alguno de los otros enfermos?

– No, pero, ¿de quién sino podía estar hablando? Ellos venían a buscarle, aparcando sus grandes y cómodos coches en nuestra puerta, vestidos con esas chaquetas con la insignia de la Casa. Y cuando se iba con ellos estaba muy excitado. Le temblaban las manos. Y regresaba a primeras horas de la mañana siguiente, exhausto. ¿No resultaba obvio lo que estaban haciendo?

– ¿Y no le ha contado a nadie sus sospechas?

– ¿Y quién iba a creerme? Esos hombres son poderosos… doctores, abogados, ejecutivos, y ese horrible juez Hayden. Yo, la esposa de alguien que abusaba de los niños, no hubiera tenido la menor posibilidad contra ellos. Ante el público, soy tan culpable como Stuart. Y no hay prueba alguna… fíjese en lo que le hicieron a él para acallarlo. Tuve que huir.

– ¿Alguna vez le dijo Stuart que conociese a McCaffrey desde antes, desde Washington?

– No, ¿Le conocía?

– Sí. ¿Y qué me dice de un niño llamado Cary Nemeth? ¿Surgió alguna vez su nombre?

– No.

– ¿Elena Gutiérrez? ¿Morton Handler… el doctor Morton Handler?

– No.

– ¿Maurice Bruno? Ella negó con la cabeza.

– No. ¿Quién son esa gente?

– Víctimas.

– ¿Violados como los otros?

– Con la mayor de las violaciones: la muerte. Asesinados.

– ¡Oh, Dios mío! -se llevó las manos a la cara.

El contar su historia la había hecho sudar. Tenía mechones de negro cabello pegados a la frente.

– Así que todo continúa – dijo gimoteando.

– Para eso es para lo que yo estoy aquí. Para ponerle fin a todo esto. ¿Qué más me puede decir que me sea de ayuda?

– Nada. Ya se lo he dicho todo. Ellos le mataron. Son hombres malvados, que ocultan su sucio secreto tras un manto de respetabilidad. Huí para escapar de ellos.

Mire en derredor de la destartalada habitación.

– ¿Cuánto podrá seguir viviendo de este modo?

– Por siempre, si nadie me descubre. La isla está aislada, esta propiedad está oculta. Cuando tengo que ir a tierra firme de compras me visto como si fuera una de las mujeres de la limpieza. Nadie se fija en mí. Almaceno tanto como me es posible, para evitar tener que hacer demasiados viajes de compras. El último que hice fue hace un mes. Vivo de un modo simple. Las flores son la única extravagancia que me permito. Las planté a partir de paquetes de semillas y bulbos. Me ocupan el tiempo al tener que regarlas, abonarlas, podarlas, replantarlas. Los días pasan rápidos.

– ¿Pero hasta qué punto está usted segura…? Towle y Hayden tienen aquí sus raíces.

– Lo sé. Pero desde hace una generación sus familias no viven aquí. Lo comprobé. Incluso fui a sus viejas mansiones. Hay nuevas caras, nuevos apellidos. No hay razón para que ellos me busquen por aquí. No la hay, a menos que usted se la dé.

– No lo haré.

– En mi próximo viaje me compraré un arma de fuego. Estaré preparada por si vienen. Me escaparé y me iré a cualquier otro lugar. Estoy acostumbrada a hacerlo. El recuerdo de Seúl regresa en mis sueños, eso me mantiene alerta. Lamento oír de otros asesinatos, pero no quiero saber nada de ellos. No hay nada que yo pueda hacer.

Me puse en pie y ella me ayudó a colocarme la chaqueta.

– Lo más divertido es – añadió -, que probablemente esta propiedad me pertenezca. Tal como la propiedad en Brentwood y el resto de la fortuna Hickle. Soy la única heredera de Stuart… escribimos nuestros testamentos hace muchos años. Nunca hablaba de temas financieros conmigo, así que no sé cuánto me dejó, pero tiene que ser una suma considerable. Había bonos de caja, otras propiedades a todo el largo de la costa. En teoría soy una mujer rica. ¿Tengo aspecto de ello?

– ¿No hay modo de entrar en contacto con los albaceas de su testamento?

– El albacea es un socio de la firma legal de Edwin Hayden. Por lo que sé, podría ser uno de ellos. Puedo pasarme sin esa riqueza, si lo único que significa es un lujoso funeral.

Usó la silla para salir por la ventana. La seguí. Caminamos en dirección a la gran y oscura casa.

– Usted trabajó con los niños de mi jardín ¿Qué tal les va?

– Muy bien. La prognosis es buena. Son asombrosamente resistentes.

– Eso es bueno.

Unos pasos más tarde:

– Y los padres… ¿me odian?

– Algunos. Otros se mostraron sorprendentemente leales y la defendieron. Eso creó una división en el grupo. Al final lograron superarla.

– Me alegro. Pienso a menudo en ellos.

Me acompañó hasta el borde del barrizal que estaba en la parte delantera de la mansión.

– Mejor será que siga solo el resto del camino. ¿Qué tal tiene el brazo?

– Envarado, pero no es nada grave. Sobreviviré.

Tendí mi mano y ella la estrechó.

– Buena suerte -me dijo.

– Lo mismo le deseo.

Caminé entre hierbajos y barro, congelado y cansado. Cuando me volví para mirar, ella había desaparecido.


Me quedé en el restaurante del transbordador durante buena parte del viaje de regreso, bebiendo café y repasando todo lo que acababa de enterarme. Cuando llegué al hotel llamé a Milo a la comisaría, pero me dijeron que no estaba allí. Probé con el número de su casa. Me contestó Rick Silverman.

– Hola, Alex. Se oye mucho ruido de estática. ¿Es una llamada de mucha distancia?

– Lo.es. Desde Seattle. ¿No ha regresado Milo aún?

– No. Lo espero de vuelta mañana. Se fue a Méjico a unas supuestas vacaciones, pero a mí me suenan a trabajo.

– Lo és. Está estudiando la vida pasada de un tipo llamado McCaffrey.

– Lo sé. El religioso que tiene el asilo para niños. Me dijo que tú le habías puesto sobre su pista.

– Quizá yo despertase su interés, pero cuando hablé con él del asunto me echó a un lado. ¿Mencionó qué fue lo que le llevó a hacer ese viaje?

– Déjame ver… recuerdo que dijo haber telefoneado a la policía de allá abajo, es un pueblecito, no me acuerdo qué nombre tiene. Y ellos le dieron un buen sobresalto. Implicaron que tenían algo fuerte sobre el tipo, pero que para conseguirlo tendría que irles a ver con algo de pasta. Esto me sorprendió… yo creía que los polis cooperaban entre sí, pero él me dijo que siempre funciona así.

– ¿Y eso es todo?

– Eso es todo. Me invitó a acompañarle, pero no me iba bien por el trabajo… tenía una guardia de veinticuatro horas en este momento y hubiera tenido que hacer muchos cambios con los demás.

– ¿Has tenido noticias suyas desde que se marchó?

– Sólo una postal desde el aeropuerto de Guadalajara. Un viejo campesino tirando de un burro junto a un cactus saguaro que parece de plástico. Vaya, algo de muy buen gusto. Y escribió detrás: «Ojalá estuvieras aquí.»

Me eché a reír.

– Si te llama, dile que también me llame a mí. Tengo algo más de información.

– Lo haré. ¿Le digo algo concreto?

– No. Simplemente que llame.

– Vale.

– Gracias. Y a ver si nos vemos algún día, Rick.

– Lo mismo digo. Quizá cuando él vuelva y arregle este asunto.

– Me parece bien.

Me quité la ropa y examiné mi brazo. Supuraba un poco, pero no era nada malo. Kim Hickle había hecho un buen trabajo de reparación. Hice media hora de ejercicios de desentumecimiento y un poco de karate, luego me empapé durante cuarenta y cinco minutos en un baño caliente, mientras leía el ejemplar de la guía de Seattle facilitada por el hotel.

Llamé a Robin, no obtuve respuesta, me vestí y salí a cenar. Recordaba un lugar de mi anterior visita, un comedor encofrado en cedro con una vista sobre el Lago Union, donde hacían salmón a la barbacoa, sobre brasas de madera de aliso. Lo hallé usando mi memoria y un mapa, llegué lo bastante pronto como para obtener una mesa con buena vista, y me dediqué a engullir una gran ensalada con roquefort, un hermoso filete de pescado, justo a su punto, acompañado por patatas y judías, un cesto de pan de centeno aún caliente y dos cervezas Coors. Lo coroné con helado de moras casero y café y, con la tripa bien llena, contemplé cómo el sol se ponía en el lago.

Husmeé por un par de librerías en el distrito universitario, no hallé nada excitante o animador, por lo que volví al hotel. En el vestíbulo había una tienda de importaciones de Oriente, que aún estaba abierta. Entré, le compré un gran collar de cloisonné para Robin y subí con el ascensor a mi habitación. A las nueve la volví a llamar. Esta vez me contestó;

– ¡Alex! Esperaba que fueras tú.

– ¿Cómo estás, muñeca? Te llamé hace un par de horas.

– Me fui a cenar fuera. Yo solita. Me comí una tortilla en un rincón del Café Pelican. No había nadie más en el local. ¿No resulta una imagen patética?

– Yo también he cenado solo, dama mía.

– ¡Qué tristeza! Vuelve pronto a casa, Alex. Te noto mucho a faltar.

– Yo también a ti.

– ¿Ha resultado productivo el viaje?

– Mucho – le conté los detalles, con mucho cuidado de excluir mi encuentro con Otto.

– Desde luego estás tras la pista de algo grande. ¿No te sientes un tanto extraño, al ir descubriendo todos esos secretos?

– Realmente no, pero lo que pasa es que yo no estoy mirando estas cosas desde fuera.

– Yo sí y, créeme, las cosas son muy extrañas, Alex. Me alegraré mucho cuando Milo regrese y pueda ocuparse él de todo.

– Sí. ¿Y qué tal te andan a ti las cosas?

– A mí no me pasan cosas tan excitantes. Sólo hay una cosa nueva: esta mañana recibí la llamada de la jefa de un nuevo grupo feminista… es una especie de cámara de comercio, pero únicamente femenina. Yo le arreglé el banjo a esa mujer, ella vino a recogerlo y nos pusimos a charlar. Eso fue hace un par de meses. De cualquier modo, me llamó ahora y me invitó a dar una conferencia a su grupo la semana que viene. Sobre algo así como «La mujer artesana en la Sociedad Contemporánea» y como subtítulo: «La creatividad se enfrenta al Mundo de los Negocios.»

– Eso es fantástico. Si me dejan entrar, puedes estar segura de que estaré ahí oyéndote.

– ¡Ni lo sueñes! Ya me da bastante canguelo tal como están las cosas… Alex, yo jamás he dado una conferencia. ¡Estoy aterrorizada!

– No te preocupes. Sabes de lo que has de hablar, eres inteligente y culta, seguro que les encantas.

– Eso es lo que dices tú.

– Eso es lo que digo yo. Escucha, si realmente estás tan nerviosa, te hipnotizaré un poquito. Para ayudarte a relajarte. Va a ser todo muy fácil.

– ¿Crees que la hipnosis me puede ayudar?

– Seguro. Y con tu imaginación y creatividad, serás un sujeto excelente.

– Te he oído hablar de eso, de cómo lo habías hecho con tus pacientes, pero jamás se me ocurrió el pedirte que lo hicieras conmigo.

– Usualmente hallamos otros modos en los que ocupar el tiempo que pasamos juntos, cariño.

– Hipnosis -musitó-. Ahora tengo otra cosa por la que preocuparme.

– No te preocupes. Es totalmente inocua.

– ¿Totalmente?

– Sí. En tu caso totalmente. La única vez en la que uno se encuentra con problemas es cuando el sujeto sometido a hipnosis ha tenido conflictos emocionales importantes o tiene problemas muy profundamente arraigados. En esos casos la hipnosis puede sacar a la superficie recuerdos primigenios. Y uno se encuentra con una reacción de estrés, y con algo de terror. Pero incluso esto puede ser de ayuda. El psicoterapeuta experimentado usa la ansiedad de un modo constructivo, para ayudar al paciente a salir de su situación.

– ¿Y eso no podría sucederme a mí?

– Desde luego que no. Te lo garantizo. Eres la persona más normal que nunca he conocido.

– Ja. ¡Llevas mucho tiempo retirado!

– Te reto a que me presentes un solo síntoma de psicopatología.

– ¿Y qué te parece la tremenda lujuria que me surge al sólo oír tu voz, y los deseos de poder tocarte y agarrarte y meterte dentro de mí?

– Hummm. Eso suena grave.

– Entonces, doctor, venga pronto y haga algo al respecto.

– Regresaré mañana. Y el tratamiento comenzará de inmediato.

– ¿A qué hora?

– El avión aterriza a las diez… pues media hora después.

– ¡Maldita sea, lo había olvidado! Mañana tengo que ir a Santa Bárbara por la mañana. Mi tía está enferma, en la Unidad de Cuidados Intensivos del Cottage Hospital. Es una de esas cosas familiares que no puedo dejar de hacer. Si vienes más pronto podíamos desayunar antes de que me vaya.

– Tomo el primer vuelo, cariño.

– Supongo que podría retrasarlo. Aparecer por allí más tarde.

– Visita a tu tía. Ya cenaremos juntos.

– Puede que sea una cena muy tardía.

– Cuando vuelvas ven directamente a mi casa y nos lo montaremos allí.

– De acuerdo. Trataré de estar allí hacia las ocho.

– Estupendo. Que se mejore pronto tu tía. Te quiero.

– Yo también te quiero, cuídate.

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