8

Dormimos hasta las diez de la noche y entonces me desperté muerto de gana. Bajé a la cocina y preparé bocadillos de salami italiano y queso suizo, con pan moreno; encontré una jarra de vino de Borgoña y lo llevé todo arriba para una tardía cena en la cama. Compartimos besos con sabor a ajo, llenamos la cama de migas, nos dimos un abrazo y volvimos a quedarnos dormidos.

Nos despertó con sobresalto el teléfono.

Robin lo contestó.

– Sí, Milo, está aquí. No, no pasa nada. Ahora se pone. Me entregó el teléfono y se hundió en las sábanas.

– Hola Milo. ¿Qué hora es?

– Las tres de la madrugada.

Me senté y me froté los ojos. A través del tragaluz los cielos se veían negros.

– ¿Qué pasa?

– Es la niña… Melody Quinn. Le ha dado un ataque… se despertó gritando. Bonita llamó a Towle, que me llamó a mí. Exigió que vayas allí. Sonaba muy cabreado.

– Que le den por el culo. No soy su chico de los recados.

– ¿Quieres que le diga eso? Lo tengo aquí.

– ¿Estás allá ahora? ¿En la casa de la niña?

– Desde luego. Ni la lluvia, ni el granizo, ni la oscuridad impiden llegar a este probo funcionario público y todas esas memeces. Estamos teniendo una fiestecilla privada: el doctor, Bonita y yo. La niña está durmiendo. Towle le dio un pinchazo de algo.

– Seguro.

– La chica le contó a su mami lo de la hipnosis. Él quiere que estés aquí por si se despierta de nuevo… para rehipnotizarla o algo así.

– El muy tonto del culo… no ha sido la hipnosis lo que ha causado eso. La niña tiene problemas para dormir a causa de toda la droga que le ha estado metiendo en el cuerpo.

Pero ya no estaba totalmente convencido de aquello. La niña había estado perturbada tras la sesión en la playa.

– Estoy seguro de que tienes razón, Alex. Sólo quería darte la opción de que te llegaras aquí, para ver lo que estaba pasando. Si quieres que le diga a Towle que nada de nada, se lo digo.

– Espera un momento – sacudí la cabeza, tratando de aclararla-. ¿Dijo algo cuando se despertó, algo coherente?

– Yo sólo llegué al final. Me dijeron que era la cuarta vez que lo decía. Estaba gritando, llamando a su padre: «¡Oh papi, papi, papi!»… así, pero muy alto. Tanto su aspecto como la forma en que gritaba eran muy feos, Alex.

– Estaré ahí tan pronto como me sea posible.

Le di a la momia que dormía junto a mí un beso en el trasero, me levanté y me puse la ropa.

Corrí a lo largo del Pacífico, en dirección norte. Las calles estaban vacías y resbalosas por la niebla marina. Las luces de guía al extremo del muelle eran puntitos lejanos. Unos pocos barcos de pesca estaban colgados del horizonte. A esta hora los tiburones y otros predadores marinos estarían acechando por el fondo del océano. Me pregunté qué carnicerías estarían produciéndose, ocultas para la brillante piel exterior de las aguas; y cuántos de los predadores nocturnos cazarían en tierra firme, ocultos en los callejones, tras los botes de basura, escondidos entre las ramas y la hojarasca de los arbustos urbanos, con ojos enloquecidos y respiración jadeante.

Mientras conducía fui desarrollando una nueva teoría de la evolución. La maldad tenía su propia inteligencia metamórfica: los tiburones y las serpientes de colmillos como navajas de afeitar, los seres babeantes y venenosos que se ocultaban en el barro, no habían dado paso, en una progresión ordenada, a anfibios, reptiles, pájaros y mamíferos. Un solo salto cuántico había llevado a la maldad del mar a la tierra firme. De tiburón a violador, de anguila a degollador, de medusa venenosa a rompecráneos, con la ansia de derramar sangre justo en el centro de esa espiral.

La oscuridad parecía oprimirme, insistente y fétida. Pisé con más fuerza el acelerador y me abrí paso a su través.

Cuando llegué al complejo de apartamentos, Milo me esperaba en la puerta.

– Acaba de empezar otra vez, justo ahora.

La podía oír, ya desde antes de entrar en la alcoba.

La luz era débil. Melody estaba sentada muy tiesa en la cama, con el cuerpo rígido, los ojos muy abiertos pero desenfocados. Bonita estaba sentada junto a ella. Towle, vestido con ropa deportiva, estaba en pie al otro lado de la cama.

La niña estaba sollozando, con el sonido de un animal herido. Lloraba y gemía y se movía adelante y atrás. Luego el gemido fue creciendo en intensidad, gradualmente, como una sirena, hasta que estuvo aullando, con su aguda voz convertida en un asalto ululante y ensordecedor, al silencio.

– ¡Papi! ¡Papi! ¡Papi!

Tenía el cabello pegado contra la cara, pegajoso de sudor. Bonita trataba de agarrarla, pero ella manoteaba y daba golpes. La madre no podía con la niña.

Los gritos continuaban interminables; pero al fin se detuvo y comenzó a gemir de nuevo.

– Oh doctor -suplicó Bonita -, está empezando de nuevo. Haga algo.

Towle me vio.

– Quizá el doctor Delaware pueda ayudar -su tono de voz era poco agradable.

– ¡No, no, no quiero que ni se acerque a ella! ¡Él ha causado todo esto!

Towle no lo discutió. Hubiera jurado que estaba muy satisfecho con la situación.

– Señora Quinn… -comencé a decir.

– ¡No! ¡Apártese! ¡Fuera de aquí!

Sus gritos pusieron de nuevo en marcha a Melody, y empezó otra vez a llamar a su padre.

– ¡Para ya!

Bonita fue a por ella, poniendo la mano sobre la boca de la niña. Sacudiéndola.

Towle y yo nos movimos al mismo tiempo. La apartamos y él se la llevó aparte y le dijo algo que la calmó.

Yo fui junto a Melody. Estaba respirando con dificultad. Sus pupilas estaban dilatadas. La toqué. Se envaró.

– Melody -susurré-. Soy Alex. Todo va bien. Estás a salvo.

Mientras le hablaba se calmó. Yo seguí cuchicheándole, sabiendo que lo que dijera era menos importante que el modo en que lo dijese. Mantuve una entonación rítmica y baja, tranquila y calmante. Hipnótica.

Pronto se fue deslizando hacia la cama. La ayudé a recostarse. Sus manos se soltaron. Seguí hablando con ella de modo tranquilizante. Sus músculos comenzaron a relajarse y su respiración se hizo lenta y regular. Le dije que cerrara los ojos y lo hizo. Le acaricié el hombro y seguí hablando con ella, diciéndole que todo estaba bien, que estaba seguro.

Se acurrucó en posición fetal, tiró de la sábana para cubrirse y se puso el pulgar en la boca.

– Apaguen la luz -dije. La habitación quedó a oscuras-. Dejémosla sola.

Los tres salieron.

– Ahora vas a seguir durmiendo, Melody, y tendrás una noche tranquila y que te dejará muy descansada, con buenos sueños. Cuando te despiertes por la mañana te sentirás muy bien, muy descansada.

La podía oír roncar, aunque muy suavemente.

– Buenas noches, Melody – me incliné y le di un suave beso en la mejilla.

Ella murmuró una sola palabra:

– Pa-pá.

Cerré la puerta de la habitación. Bonita estaba en la cocina estrujándose las manos. Llevaba puesta una vieja bata de hombre en tela de toalla. Se había recogido el cabello hacia atrás en un moño, que había cubierto con un pañuelo. Tenía un color más pálido del que le recordaba y se estaba atareando en la limpieza.

Towle se inclinó hacia su maletín negro. Lo cerró con un chasquido, se irguió y se pasó los dedos por el cabello. Al verme se alzó todo lo que pudo y me lanzó una mirada asesina, dispuesto a echarme otro discurso.

– Espero que esté contento -dijo.

– No empiece -le advertí-. Nada de «ya se lo había dicho».

– Ya puede ver por qué me preocupaba la idea de manipular la mente de esta niña.

– Nadie ha manipulado nada -podía notar cómo la tensión me subía por las tripas. Era el compendio de toda figura hipócritamente autoritaria que yo jamás hubiera detestado.

Agitó la cabeza con aire condescendiente.

– Es obvio que su memoria necesita un buen repaso.

– Es obvio que es usted un maldito y sacrosanto mamón.

Los ojos azules centellearon. Apretó los labios.

– ¿Y que pasará si le llevo ante el Comité de Ética del Consejo Médico del Estado?

– Hágame el favor de hacerlo, doctor.

– Estoy pensándomelo muy seriamente -parecía un predicador calvinista, todo él dureza, autoridad y convicción en sus propias creencias.

– Hágalo y tendremos una pequeña charla acerca del uso adecuado de la medicación con estimulantes en los niños.

Sonrió.

– Se necesitará algo más que usted para ensuciar mi reputación.

– Estoy seguro de eso – yo tenía los puños apretados -. Usted tiene legiones de leales seguidores. Como esa mujer de ahí -apunté hacia la cocina-. Son desechos humanos que le llevan sus niños a usted y usted los manosea, les da un repaso rápido y la pastilla; los ajusta a las especificaciones que le señalan. Los hace buenos y silenciosos, atentos y obedientes. Adormecidos zombies pequeñitos. Es usted un maldito héroe.

– No tengo por qué escuchar esto -se adelantó.

– No, no tiene por qué, héroe. Pero ¿por qué no entra ahí y le dice lo que realmente piensa de ella? Protoplasma que no vale una mierda… ¿y que más? ¡Ah, si, malos genes, nula capacidad de introspección!

Se detuvo en seco.

– Tranquilo, Alex – Milo habló desde el rincón en tono de advertencia.

Bonita llegó de la cocina.

– ¿Qué es lo que pasa? -quiso saber. Towle y yo estábamos frente a frente, como boxeadores después de que suene la campana.

Él cambió su comportamiento y le sonrió de un modo encantador.

– Nada, querida amiga. Una siemple discusión profesional. El doctor Delaware y yo estábamos tratando de decidir lo que es mejor para Melody.

– Lo que es mejor es que ya no la hipnoticen más. Usted me lo ha dicho.

– Sí – Towle dio unos golpecitos con el pie, tratante de no parecer tan incómodo-. Ésa era mi opinión profesional.

Le encantaba aquella palabra, «profesional».

– Y sigue siéndola.

– Bueno, pues dígaselo a él -me señaló.

– De eso era de lo que estábamos hablando, amiga mía.

Debió de sonar demasiado suave, porque el rostro de ella se endureció y su voz bajó de tono de un modo sospechoso.

– ¿Y qué es lo que hay que hablar? No quiero ni a ése ni a ése -el segundo apuntado era Milo-… más por aquí.

Se volvió hacia nosotros.

– ¡Trata una de ser buena samaritana y ayudar a los polis y esto es lo que se obtiene! Ahora mi niña tiene ataques y da alaridos y yo voy a perder mi trabajo. ¡Sé que lo voy a perder!

Se le desplomó el rostro. Lo ocultó entre sus manos y empezó a llorar. Towle intervino como un gigoló de Hollywood, colocando los brazos alrededor de ella, consolándola, diciéndole que ya estaba bien.

La llevó hasta el sofá y la sentó, quedándose en pie junto a ella, dándole palmaditas en el hombro.

– Voy a perder mi puesto -decía ella entre las manos-. Aquí no les gustan los ruidos.

Descubrió el rostro y alzó su mirada llorosa hacia Towle.

– Vamos, vamos, todo irá bien. Yo me ocuparé de ello.

– Pero, ¿y qué hay de los ataques?

– También me ocuparé de eso -me lanzó una mirada punzante, llena de hostilidad y, estoy seguro, también con un poco de miedo.

Ella se sorbió los mocos y se limpió la nariz con la manga.

– ¡No comprendo por qué ha tenido que despertarse gritando ¡«papi, papi»! Ese bastardo nunca ha estado por aquí para levantar un dedo por nosotras, ni me ha dado un centavo para ayudar al mantenimiento de la niña. ¡No la quiere nada! ¿Por qué grita llamándolo, doctor Towle? – alzó la vista hacia él, como el novicio que espera la palabra de su superior.

– Vamos, vamos.

– Ese Ronnie Lee es un loco, eso es lo que es. ¡Mire esto! -se arrancó el pañuelo de la cabeza, la movió para apartarse el cabello y la bajó mostrando la coronilla. Lanzando un gemido separó los rizos en el centro de la misma-. ¡Miren esto!

Era fea. Una gruesa y desnuda cicatriz rojiza del tamaño de una gruesa lombriz. Una lombriz que hubiera horadado bajo la piel y se hubiese instalado allí. La epidermis alrededor estaba lívida y abotargada, mostrando los rastros de una mala cirugía, y estaba desprovista de cabello.

– ¡Ahora ya saben por qué siempre la llevo tapada! – gritó-. ¡Él me hizo esto! ¡Con una cadena! ¡Ronnie Lee Quinn! -escupió el nombre-. ¡Un bastardo loco y asesino! ¡Ése es el papi, papi, por el que está gritando ella! ¡Una basura!

– Vamos, vamos -dijo Towle. Se volvió hacia nosotros -. Caballeros, ¿tienen algo más de lo que hablar con la señora Quinn?

– No, doctor -dijo Milo y se giró para marcharse. Me tomó del brazo para llevarme fuera, pero yo sí tenía algo que decir.

– Dígaselo, doctor. Dígale que eso no son ataques, que son terrores nocturnos y que desaparecerían por sí solos si la mantienen tranquila. Dígale que no hay necesidad de más fenobarbitol, o Dilantina, o Tofranil.

Towle siguió dándole palmaditas en el hombro.

– Muchas gracias por su opinión profesional, doctor. Llevaré el caso del modo que crea más adecuado.

Seguía allí como si hubiera echado raíces.

– Vamos, Alex -Milo me sacó por la puerta.

El aparcamiento del complejo estaba repleto de Mercedes, Porsches, Alfa Romeos y Datsuns Z. El Fiat de Milo, aparcado frente a una toma de agua de los bomberos, parecía tan tristemente fuera de lugar en aquel sitio como un paralítico en una pista de carreras a pie. Nos sentamos dentro del mismo, muy hoscos.

– Vaya lío -dijo.

– El muy bastardo.

– Por un momento pensé que ibas a atizarle – dijo con una risita.

– Me tentó, el muy bastardo.

– Parecía que te estaba tomando el pelo. Pensé que entre vosotros os llevavais bien.

– Mientras estábamos en su terreno. En el campo intelectual éramos colegas, pero cuando las cosas se fueron al cuerno tuvo que buscar un chivo expiatorio. Es un egomaníaco. El Doctor es omnipotente. El Doctor lo puede arreglar todo. ¿No viste como ella lo adoraba, al Gran Padrecito Blanco? Probablemente le abriría las venas a la niña si él se lo ordenase.

– ¿Estás preocupado por la niña?

– ¡Ya lo creo que lo estoy! Sabes exactamente lo que va a hacer ahora, ¿no? Más droga y, en un par de días, esa niña va a ser una auténtica drogata, andará por las nubes.

Milo se mordisqueó el labio. Al cabo de un par de minutos dijo:

– Bueno, no hay ya nada que podamos hacer al respecto. Lamento haberte metido en esto.

– Olvídalo. La culpa no ha sido tuya.

– No, sí que ha sido culpa mía. He sido un vago, tratando de lograr solucionar el lío ese de lo de Handler con un milagrito. He estado evitando seguir la vieja rutina del desgastar la suela de los zapatos. Interrogar a los asociados de Handler, pedirle al ordenador la lista de los tipos malos con la navaja fácil e irlos tachando uno tras otro, después de comprobarlos. Rebuscar en los archivos de Handler. Todo el asunto estaba planteado mal desde el principio, basado en un gran interrogante, en una niña de siete años.

– Podría haber resultado ser una buena testigo.

– ¿Acaso son siempre fáciles las cosas? -puso en marcha el motor, tras tres intentos -. Lamento haberte echado a perder la noche.

– Tú no has sido. Ha sido él.

– Olvídalo, Alex. Los tontos del culo son como las malas hierbas: cuesta un horror deshacerse de ellos y, cuando lo logras, otro crece en el mismo lugar. Eso es lo que llevo haciendo desde hace ocho años: tirando líquido para matar las malas hierbas y viéndolas volver a crecer, más de prisa de lo que yo puedo eliminarlas.

Sonaba cansado y tenía aspecto de anciano. Salí del coche y me incliné hacia la ventanilla.

– Te veré mañana.

– ¿Cómo?

– Los archivos. Tenemos que repasar los archivos de Handler. Yo podré descubrir más rápido que tú cuáles son los peligrosos.

– Bromeas.

– Ni hablar. Llevo encima un Zeigarnik montruoso.

– ¿Un qué?

– Un Zeigarnik. Fue una psicóloga rusa que descubrió que los trabajos no acabados le dan tensión a la gente. Le dieron al fenómeno su nombre: el efecto Zeigarnik. Y, como la mayoría de los chicos con mucha suerte yo lo tengo muy grande.

Me miró como si estuviera diciendo tonterías.

– Aja. Correcto. ¿Y es lo bantante grande ese Zeigarnik como para que le dejes entrometerse en tu reposada vida?

– ¡Qué infiernos, la vida estaba volviéndose aburrida! – le di una palmada en la espalda.

– Como quieras -se alzó de hombros -. Saludos a Robin.

– Y tú saluda a tu doctor.

– Si sigue allí cuando regrese. Estas llamadas en mitad de la noche están poniendo a prueba nuestra relación – se rascó el rabillo del ojo y resopló.

– Estoy seguro de que lo soportará, Milo.

– ¿Oh, si? ¿Y por qué lo crees?

– Si estaba tan loco como para empezar fijándose en ti, seguro que lo está para aguantarte.

– Eres muy tranquilizador, amigo -puso el Fiat en primera y se marchó de prisa.

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