26

Algo me preocupaba, a la mañana siguiente. La sensación molesta persistió durante el viaje hasta el aeropuerto de Sea-Tac y mientras subía por la escalerilla al avión. No podía atisbar qué era lo que se ocultaba en el cajón de más abajo de mi mente, y ese algo permaneció allí durante el tiempo en que sirvieron la comida de plástico típica de los aviones, mientras aparecían las sonrisas forzadas de las azafatas, y sonaban los chistes malos que hacía el copiloto por los altavoces del avión. Cuanto más me esforzaba en sacar aquello hasta la superficie de lo consciente, más y más se hundía. Sentía la impaciencia y la frustración que nota un niño cuando por primera vez se enfrenta a uno de esos rompecabezas de alambre chinos. Así que decidí dejarlo correr por el momento, esperar y ver si se resolvía por sí mismo.

Esto no sucedió hasta poco antes del aterrizaje. Lo que se me había atragantado en la mente era la conversación de la noche pasada con Robin. Ella me había preguntado acerca de los peligros de la hipnosis y yo le había dado una conferencia acerca de lo inocua que era a menos que esa experiencia removiese conflictos latentes. Mis palabras exactas habían sido: la hinopsis puede sacar a la superficie recuerdos primigenios. Y cuando se sacan a la superficie esos recuerdos tan antiguos, el resultado acostumbra a ser terror…

Estaba rígido por la tensión, mientras las ruedas del tren de aterrizaje tocaban la pista. Una vez estuve libre, salí a paso ligero del aeropuerto, recogí el Seville del aparcamiento de larga estancia, pagando un considerable rescate para poder llevármelo, salí por la puerta y me dirigí al este por el Century Boulevard. La empresa de transportes públicos, la Caltrans, había decidido, en su infinita sabiduría, iniciar una construcción en medio de la carretera durante la hora del atasco matutino, cuando los coches trataban de entrar o salir de Los Ángeles y, atrapado en el tapón, fui recalentando mi Cadillac durante los dos kilómetros hasta la entrada a la autopista de San Diego. Tomé la autopista hacia el norte, conecté con la de Santa Mónica Oeste y salí justo antes de la autopista de la Pacific Coast. Un recorrido Ocean abajo y un par de giros, me llevaron hasta los Palisades y el lugar en donde Morton Handler y Elena Gutiérrez habían perdido sus vidas.

La puerta del apartamento de Bonita Quinn estaba abierta. Oí que salían maldiciones del interior y entré. Un hombre estaba allí, dándole patadas al sofá de flores y murmurando entre dientes. Tendría la cuarentena, su cabello era rizado, era grueso, fofo y de colorido terreo, sus ojos parecían descorazonados y tenía una barbita de chivo, que parecía hecha con lanas metálicas, que le separaba la primera de la segunda papadas. Vestía unos pantalones deportivos azules y una camisa de nailon azul claro, que se adhería a cada prominencia y rodillo de grasa de su torso gelatinoso. Una mano sostenía un cigarrillo y dejaba caer cenizas sobre la alfombra. La otra buscaba tesoros tras una carnosa oreja. Le dio otra patada al sofá, alzó la vista, me vio y gesticuló con el cigarrillo por el aire de la pequeña habitación.

– De acuerdo, ya puede ponerse a trabajar.

– ¿Y qué es lo que tengo que hacer?

– Cargar esta mierda para llevársela de aquí… ¿No es usted de las mudanzas…? -me volvió a mirar, esta vez con los ojos más atentos-. No, no tiene usted aspecto de ser de las mudanzas. Perdóneme.

Echó hacia atrás los hombros.

– ¿Qué puedo hacer por usted?

– Estoy buscando a Bonita Quinn y a su hija.

– Usted y yo también.

– ¿Se ha marchado?

– Hace tres jodidos días. Llevándose Dios sabe cuántos cheques de los alquileres. Tengo quejas de los inquilinos, diciéndome que no les han contestado a las llamadas, que no les han hecho las reparaciones que habían solicitado. Voy y la llamo a ella y no obtengo respuesta, así que vengo aquí yo mismo y me encuentro que hace tres días que se ha largado, dejando toda esta basura. Se ha escapado. Nunca me acabó de caer bien. Uno le hace a alguien un favor, y le dan por el culo. Siempre pasa.

Inhaló su cigarrillo, tosió y chupó de nuevo. Había una coloración amarilla en derredor del iris de sus ojos y una piel gris y enfermiza hacía bolsas bajo los desconfiados orbes. Parecía un hombre que se está recuperando de una coronaria, o que justo va a tener un ataque de lo mismo.

– ¿De dónde es usted, de una empresa de cobradores?

– Soy uno de los doctores de su hija.

– ¿Oh, sí? No quiero saber nada de doctores. Fue uno de ustedes el que me metió en todo este lío.

– ¿Towle?

Sus cejas se alzaron.

– Aja. ¿Es usted de su consulta? Porque si lo es, tengo muchas cosas…

– No. Pero lo conozco.

– Entonces sabrá lo pesado que se pone. Se mete en cosas en las que no tendría que meterse. Claro que si mi mujer me oye decir esto, me mata. Está enamorada de ese tipo, dice que es increíble con los crios, así que quién soy yo para discutir de eso, ¿vale? Y, de todos modos, ¿qué clase de doctor es usted?

– Psicólogo.

– Así que la cría tenía problemas, ¿eh? No me sorprende. Parecía un tanto ida, ya me entiende – se llevó un dedo a la sien e hizo como quien destornilla un tornillo.

– ¿Dice usted que el doctor Towle le metió en este lío con Bonita Quinn?

– Así es. Me había topado con ese tipo una o dos veces. No lo conocía de más. Y un día me llama por las buenas y me pide si le podría dar un trabajo a una paciente suya. Se había enterado que había una vacante de encargado de este lugar y quizá yo pudiera ayudar a esa dama. Yo le pregunto si tiene experiencia, pues estamos hablando aquí de unidades múltiples y no de alguna casita pequeña. Él me contesta que no, pero que ella puede aprender, que tiene una cría y necesita el dinero. Yo le digo, escuche, doctor, este lugar está especialmente pensado para los solteros, así que el trabajo no es de lo más adecuado para alguien con una cría. El alojamiento del encargado es muy pequeño… -me miró resoplando -. ¿Usted metería a un crío en un agujero como éste?

– No.

– Yo tampoco. Uno no tiene que ser un doctor para ver que la cosa no se tiene en pie. Yo se lo digo a Towle, se lo explico; le digo: mire, doctor, este trabajo está pensado para alguien soltero. Normalmente consigo algún estudiante de la Universidad de California… Esos chicos no necesitan nucho sitio. Y le digo que tengo otros edificios. En Van Nuys, un par de Canoga Park, que son más de tipo familiar. Que me deje llamar a mi hombre en el Valle, para que me mire lo que hay, que veré si puedo contratar a esa persona.

»No, me contesta Towle, tiene que ser en ese sitio. La chica ya está matriculada en una escuela de este barrio, así que trasladarla sería traumático para ella; él es un doctor, y sabe que esto es así. Y yo le contesto, pero doctor, uno no puede dejar que haya chicos haciendo ruido en un lugar como éste. La mayoría de los inquilinos son solteros, a algunos de ellos les gusta dormir hasta tarde. Y él me dice que me garantiza que esta cría es muy bien educada, que no es ruidosa. Y yo pienso que, si la cría no hace ruido, es que algo anda mal en ella… y ahora aparece usted y todo tiene más sentido.

«Trato de sacármelo de encima, pero él me presiona. Y es un pesado de mucho cuidado. Mi esposa le tiene mucho aprecio, así que me mataría si el tipo se enfadase con nosotros; de modo que acabo diciéndole que de acuerdo. Y concierta una cita conmigo para que conozca a esa señora, y aparece con la Quinn y su hija. Me sorprendió mucho. Yo había estado pensando todo aquello durante la noche anterior y había llegado a la conclusión de que debía de estar beneficiándose a la dama, y que de ahí venía todo aquel numerito a lo Albert Schweitzer. Me esperaba algo con clase, y con curvas. Una de esas aspirantes a actrices, ¿sabe de lo que le hablo? Él es mayor, pero es un tipo con mucha clase, ¿no? Pero aquí llega con ellas, la madre y la hija, y parecen salidas del Dust Bowl, dos campesinas de una región deprimida. La madre está cagada de miedo, y fuma más que yo, lo que ya es toda una hazaña… La cría, como ya le he dicho, parece un tanto ida, se queda mirando al espacio. Desde luego, lo que sí es esa cría es silenciosa, no dice palabra, no hace ni un ruido. Yo tenía mis dudas de que ella pudiera llevar a cabo el trabajo. Pero, ¿qué podía hacer?, ya me había comprometido. La contraté. Y lo hizo bien. Era muy trabajadora, aunque le costaba mucho aprender. No obstante, no hubo ninguna queja por causa de la niña. El caso es que se quedó unos meses, y luego se larga dejándome con toda esta basura y, probablemente, se habrá llevado cinco de los grandes en cheques de alquiler. Tendré que ir al banco y hacer que los bloqueen y lograr que los inquilinos digan a sus bancos que no los paguen y me hagan otros nuevos. Y tengo que limpiar este lugar y contratar a alguien nuevo. Déjeme que le diga una cosa, ya no voy a volver a ser el tío bueno que hace favores. Ni para un doctor ni para nadie.»

Cruzó los brazos ante su pecho.

– ¿No tiene ni idea de a dónde ha ido? -le pregunté.

– Si la tuviera, ¿iba a estar aquí de palique con usted?

Entró en el dormitorio. Era tan poco atractivo como yo lo recordaba.

– Mire esto. ¿Cómo puede la gente criar hijos en un sitio así? Yo tengo tres y cada uno tiene su habitación propia, con un televisor, estanterías para libros, juegos electrónicos, de todo. ¿Cómo puede desarrollarse la mente de un niño en un lugar como éste?

– Si tiene noticias de ella, o llega a saber dónde se encuentra, ¿me haría el favor de llamarme? -saqué una vieja tarjeta profesional, taché el número de mi vieja consulta y escribí el de mi casa.

Le dio una ojeada y se la metió en el bolsillo. Pasó un dedo por encima de la cómoda y lo sacó lleno de polvo. Se lo limpió apresuradamente.

– ¡Ejjj! Odio la suciedad. Me gusta que las cosas estén limpias, ¿entiende? Mis apartamentos siempre están limpios… pago extra para tener el mejor servicio de limpieza. Es importante que los inquilinos noten que un lugar es sano.

– ¿Me llamará?

– Seguro, seguro. Pero usted hará lo mismo si sabe algo, ¿de acuerdo? Ya me gustaría encontrar a Bonita, recuperar mis cheques y decirle lo que pienso de ella – rebuscó en un bolsillo, sacó un billetero de piel de cocodrilo y del interior extrajo una tarjeta profesional, color gris perla, que decía Inmobiliaria M y M, locales comerciales y residenciales, Marduk I. Minassian, Presidente, seguido de una dirección en Century City.

– Gracias, señor Minassian.

– Marty.

Continuó rebuscando e inspeccionando, abriendo cajones y agitando la cabeza, inclinándose para mirar bajo la cama que Bonita Quinn había compartido con su hija.

Halló algo allá abajo y lo tiró a una papelera metálica en cuyo interior dio con un sonido seco.

– ¡Vaya porquería!

Miré al interior de la papelera, vi lo que había tirado y lo recogí.

Era la cabeza reducida que Melody me había enseñado, el día que habíamos pasado juntos en la playa. La alcé en mi palma y los ojos de cuentas de cristal me devolvieron la mirada, brillantes y malévolos. Se le había soltado la mayor parte del cabello sintético, pero algunos mechones negros aún surgían de la coronilla de aquel rostro retorcido en una mueca.

– Eso es una basura -me dijo Minassian-. Está sucio. Tírelo a la basura.

Cerré la mano sobre el recuerdo de la niña, más seguro que nunca de que la hipótesis que había estado desarrollando en el avión era correcta. Y que tenía que moverme a toda prisa. Me metí la cabeza reducida en el bolsillo, le sonreí a Minassian y salí de allí.

– ¡Hey! -gritó a mis espaldas. Y luego murmuró algo entre dientes, que sonaba a-: ¡Doctores chiflados!


Regresé por el mismo camino, volví a la autopista y me dirigí hacia el este, conduciendo como un loco, y esperando que la Patrulla de Carretera no me descubriese. Tenía mi identificación como esperto del Departamento de Policía de Los Ángeles en el bolsillo, pero dudaba que aquello fuera a ayudarme. Se supone que ni siquiera los expertos de la policía han de ir culebreando entre el tráfico a más de ciento treinta por hora.

Tuve suerte. Había poco tráfico, los guardianes del asfalto no se veían por parte alguna y llegué a la salida de Silver Lake, justo antes de la una. Cinco minutos más tarde estaba subiendo los escalones de la casa de los Gutiérrez. Las amapolas naranja y amarillas caían en sus tallos, sedientas. El porche estaba vacío. Crujió cuando yo lo pisé.

Golpeé en la puerta. Cruz Gutiérrez me contestó, llevando en las manos agujas de punto y lana rosa brillante. No pareció sorprendida por verme.

– ¿Sí, señor? -me dijo en español.

– Necesito su ayuda, señora.

– No hablo inglés.

– Por favor. Sé que lo entiende lo bastante como para poder ayudarme.

El cetrino y redondo rostro permanecía impasible.

– Señora, la vida de una niña anda en juego -esto era mi optimismo hablando-. Una niña. De siete años de edad… siete años. Está en peligro. Podrían matarla. Muerta… como Elena.

Dejé que esto la penetrase. Unas manos con manchas del hígado se engarfiaron alrededor de las agujas azules.

Apartó la vista.

– Es como ese otro niño… el chico Nemeth. El estudiante de Elena. No murió en un accidente, ¿verdad? Elena lo sabía. Y ella murió por saber eso.

Puso una mano en la puerta y empezó a cerrarla. Yo la bloqueé con el borde de mi palma.

– Lamento su pérdida, señora, pero si la muerte de Elena puede tener un sentido, es únicamente impidiendo que hayan más asesinatos. Impidiendo la muerte de otros. Por favor.

Sus manos empezaron a estremecerse. Las agujas repiqueteaban como los palillos de comer en la mano de un chino espástico. Las dejó caer y también la bola de lana. Me incliné y lo recogí.

– Tenga.

Lo tomó y se lo apretó contra el regazo.

– Entre, por favor – me dijo en un inglés que apenas si tenía acento.

Yo estaba demasiado nervioso para querer sentarme, pero cuando me señaló el sofá de terciopelo verde me arrellané en él. Ella se sentó frente a mí, como esperando una sentencia.

– En primer lugar -le dije -, tiene que comprender que lo último que yo deseo es ensuciar el recuerdo de Elena. Si no estuvieran en peligro otras vidas, yo no estaría aquí.

– Lo entiendo-dijo ella.

– El dinero… ¿está aquí?

Ella asintió con la cabeza, se alzó, salió de la habitación y regresó minutos más tarde con una caja de puros.

– Tome -me entregó la caja como si contuviese algo vivo y peligroso.

Los billetes eran de denominaciones altas: veintes, cincuentas, de cien… cuidadosamente enrollados y recogidos con gruesas gomas elásticas. Conté por encima; al menos había cincuenta mil dólares en la caja, probablemente mucho más.

– Tenga -le devolví.

– No, no. No lo quiero, es dinero negro.

– Limítese a guardarlo, hasta que vuelva a por él. ¿Sabe alguien que esto existe… alguno de sus hijos?

– No – negó secamente con la cabeza -. Si Rafael lo supiera lo cogería para comprar droga. No. Sólo yo.

– ¿Cuánto tiempo hace que lo tiene aquí?

– Elena lo trajo el día antes de que la mataran -los ojos de la madre se llenaron de lágrimas -. Yo le dije, ¿qué es esto, de dónde has sacado esto? Y ella me contesta, no te lo puedo decir, mamá. Pero guárdamelo, volveré a por él. Y nunca volvió.

Sacó un pañuelo, bordeado de encajes, del interior de su manga y se secó los ojos.

– Por favor, tómelo. Vuélvalo a esconder.

– Pero sólo por poco tiempo, señor. ¿De acuerdo? Es dinero negro, da mal de ojo. Mala suerte.

– Si usted lo desea, vendré a por él.

Tomó la caja, volvió a desaparecer y regresó al poco.

– ¿Está segura de que Rafael no lo sabe?

– Estoy segura. Si lo supiese ya habría desaparecido todo.

Eso tenía sentido, no se conocía a los drogadictos por su habilidad para ahorrar dinero, y menos si se trataba de una fortuna.

– Otra cuestión, señora. Raquel me dijo que Elena tenía unas cintas… cintas grabadas. De música y de ejercicios de relajación que le había entregado el doctor Handler. ¿Sabe algo de esto?

– No sé nada. Y es la verdad.

– ¿Alguien rebuscó en esas cajas, antes de que yo viniera aquí?

– No. Sólo Rafael y Antonio, y buscaban libros, cosas que leer. La policía tenía las cajas antes. Y nadie más.

– ¿Dónde están ahora sus hijos?

Se puso en pie, repentinamente agitada.

– No les haga daño, son buenos chicos. Ellos no saben nada.

– No lo haré. Sólo quiero hablar con ellos.

Miró hacia un lado, a la pared cubierta con retratos familiares. A sus tres hijos, jóvenes, inocentes y sonrientes: los chicos con el cabello corto, engominado y partido por una raya y con camisas blancas con los cuellos desabrochados; la chica con una blusa de volantes, entre ellos. A la foto de la graduación: Elena con el birrete y la túnica, con una expresión de ansia y confianza, dispuesta a comerse el mundo con su inteligencia, encanto y buen tipo. Y a la foto de tintas oscuras de su marido, muerto hacía tanto, tieso y solemne en su camisa almidonada y traje gris, un trabajador poco acostumbrado al ritual que rodeaba al que le grabaran a uno las facciones para la posteridad.

Miró a las fotos y sus labios se movieron, casi imperceptiblemente. Como un general que estudia un campo de batalla aún humeante, contó las bajas silenciosamente.

– Andy está trabajando -me dijo, y me dio la dirección de un garaje en Figueroa.

– ¿Y Rafael?

– Rafael no sé dónde está. Me dijo que iba a buscar trabajo.

Ella y yo sabíamos dónde estaba. Pero yo ya había abierto bastantes heridas para un solo día, así que mantuve la boca cerrada, sólo abriéndola para darle las gracias.

Lo encontré tras media hora de ir arriba y abajo de Sunset y entrar y salir por varias travesías. Caminaba hacia el sur por Alvarado, si es que se le puede llamar caminar a ese tambaleante, ensimismado lanzarse hacia delante, con la cabeza primero y los pies siguiéndola. Permanecía pegado a los edificios, apartándose hacia la calzada cuando la gente u objetos se interponían en su camino, pero regresando de inmediato a la sombra de los aleros. Hacían casi veintisiete grados, pero él llevaba puesta una camisa de franela de manga larga, que le colgaba sobre unos pantalones caquis, y abotonada hasta el cuello. En sus pies calzaba botas altas de baloncesto; los cordones de una de ellas se habían soltado. Estaba más delgado de lo que yo recordaba.

Conduje lentamente, permaneciendo en el carril derecho, fuera de su campo de visión y manteniendo el paso con él. En una ocasión se cruzó con un grupo de hombres de edad mediana, gente de negocios. Le señalaron por la espalda, movieron las cabezas y fruncieron el ceño. Él no se daba cuenta de nada, estaba aislado del mundo exterior. Iba apuntando el camino con la cara, como un setter que ha captado un olor. Su nariz moqueaba continuamente y se la secaba con la manga. Sus ojos iban de un lado a otro, a medida que su cuerpo se movía. Se pasaba la lengua por los labios, se palmeaba las caderas delgadas en un constante tamborileo, ahuecaba los labios como si cantara, movía la cabeza de arriba abajo. Estaba haciendo un concentrado esfuerzo por parecer despreocupado, pero no engañaba a nadie. Como el borracho que pone todo su esfuerzo en parecer sobrio, sus gestos eran exagerados, poco naturales y faltos de espontaneidad. Producían el efecto opuesto: parecía ser un chacal hambriento al acecho, desesperado, roído por dentro y doliéndole todo. Su piel brillaba por el sudor y era pálida y fantasmal. La gente se apartaba de su camino cuando él bailoteaba hacia ellos.

Aceleré y conduje dos manzanas, antes de acercarme al bordillo y aparcar cerca de un callejón, tras un edificio de tres pisos que albergaba una tienda hispana de ultramarinos en el piso bajo y apartamentos en los otros dos.

Una mirada rápida hacia atrás me confirmó que aún seguía viniendo.

Salí del coche y me metí en el callejón, que hedía a comida pútrida y orina. El pavimento estaba repleto de botellas de vino, rotas y vacías. A unos treinta metros había una plataforma de carga, vacía, con sus puertas de hierro cerradas y atrancadas. Una docena de vehículos estaban ilegalmente aparcados a ambos lados; la salida del callejón quedaba bloqueada por un camión de media tonelada, que había sido dejado perpendicular a las paredes. En algún punto de la lejanía una banda de mariachis interpretaba «Cielito lindo». Un gato maulló. Sonaron bocinas en la calle grande. Lloró un niño.

Saqué la cabeza por la esquina y la volví a meter. Estaba a media manzana de distancia. Me preparé para recibirlo. Cuando comenzó a cruzar en frente del callejón, le dije con un susurro muy teatral:

– Hey, tío. Tengo lo que necesitas.

Eso le hizo pararse. Me miró con gran amor, creyendo que había logrado la salvación. Esto le dejó sin equilibrio cuando lo agarré por el enjuto brazo y tiré de él hacia el callejón. Le arrastré varios metros, hasta que hallamos refugio tras un viejo Chevy con la pintura cayéndosele a placas y dos ruedas deshinchadas. Sus manos se alzaron defensivamente. Yo las empujé hacia abajo y las atrapé ambas con una de las mías. Se retorció, pero no tenía fuerzas. Era como pelearse con un bebé.

– ¿Quéslo quequieres, tío?

– Respuestas, Rafael. ¿Me recuerdas? Te visité hace unos días. Con Raquel.

– Hey, esoseguro -dijo, pero sólo había confusión en los acuosos ojos color avellana. Los mocos le caían de una de las ventanillas de la nariz hasta su boca. Los dejó estar allí un rato antes de sacar la punta de la lengua y tratar de apartarlos -. Sime acuerdo, tío. Con Raquel, claro tío.

Miró arriba y abajo por el callejón.

– Entonces, también recordarás que estoy investigando la muerte de tu hermana.

– Ohsí, claro, Elena. Malacosa, tío.

Lo dijo sin sentimiento. Su hermana había sido rajada a rebanaditas y en lo único en que él podía pensar era en que necesitaba un paquete de polvo blanco que pudiera ser convertido en su tipo especial de leche. Había leído docenas de tomos sobre la adicción, pero fue allí, en el callejón, que me quedó bien claro el verdadero poder de la jeringuilla.

– Ella tenía unas cintas, Rafael. ¿Dónde están?

– Hey, tío, nosenada de cintas, ni mierda -luchó por soltarse, pero yo le aplasté de nuevo contra la pared-. Oh, tío meduele. Déjame ir a darme un pico y luegoblamos de cintas. ¿Vale, tío?

– No. Lo quiero saber ahora. Rafael. ¿Dónde están las cintas?

– ¡No lo sé, tío! ¡Telodicho! -estaba gimoteando como un crío de tres años, con la cara llena de mocos y poniéndose más frenético a cada segundo que pasaba.

– Pues yo creo que sí, y quiero saberlo.

Daba saltitos para soltarse de mi mano, sonando como un saco de huesos.

– ¡Jameir, mamón! -jadeó.

– A tu hermana la asesinaron, Rafael. La dejaron como una hamburguesa. Vi fotos del aspecto que tenía. Quien quiera que lo hiciese se tomó su tiempo. Para hacerle daño. Y tú estás dispuesto a tratar con ellos.

– Nosé dequéstas hablando, tío.

Más forcejeo, otro empellón contra la pared. Esta vez se dejó caer, cerró los ojos por un momento y pensé que lo había dejado sin sentido. Pero los abrió de nuevo, se lamió los labios y lanzó una tos seca y estremecida.

– Te habías bajado del caballo, Rafael. Y de pronto empezaste a chutarte de nuevo. Justo después de la muerte de Elena. ¿De dónde has sacado la pasta? ¿Por cuánto la vendiste?

– Nosé nada -se estremecía como con epilepsia -. ¡Jameir, no sé nada!

– A tu propia hermana – insistí -. Y la vendiste a sus asesinos por el precio de una pápela.

– Porfa, tío. Jameir.

– No hasta que hables. No tengo tiempo para perderlo contigo. Quiero saber dónde están esas cintas. Si no me lo dices en seguida, te llevaré a casa conmigo, te ataré y te dejaré en un rincón hasta que te venga el mono. ¡Imagínate eso, Rafael… piensa lo que ya te duele ahora, Rafael… piensa lo mucho peor que será luego!

Se derrumbó.

– Selasdí aun tío -tartamudeó.

– ¿Por cuánto?

– Pasta no, tío. Me dio nieve. Bastante para una semana de picos. Buena nieve. Ahora jameir, tengo una cita.

– ¿Quién era el tío?

– Un tío cualquiera. Un anglo comotú.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Nosé tío. No puepensar.

– En un rincón, Rafael. Atado.

– Veinticinco, oséis. Bajo. Fuerte. Sólido. Pinta cabezacuadrada. Cabello claro, sóbrela frente. ¿Vale?

Había descrito a Tim Kruger.

– ¿Por qué te dijo que quería las cintas?

– Nolo dijo, tío, y yo nole pregunté. Tenía nieve buena, ¿tiendes?

– ¿Y no te preguntaste el porqué? Tu hermana estaba muerta y tú no te preguntas por qué aparece un desconocido y te da heroína por sus cintas.

– Hey, tío, nome lo pregunté, nome lo pregunto. No pienso. Tengo quirme volando. Me duele, tío, suelta.

– ¿Sabe esto tu hermano?

– ¡No! ¡Memataría, tío! ¡Tú maces daño, pero él memataríal ¿Tiendes? ¡Nose lo digas!

– ¿Qué había en las cintas, Rafael?

– Nosé. ¡Noscucho, tío!

Por principio me negaba a creerle.

– En el rincón. Atado. Con el mono.

– Sólounos crios hablando, tío, lojuro. Noscuché todo, pero cuando mofreció la nieve por ellas lascuché antes de dárselas al tío. Un crío hablando con mirmana. Ella lescucha y diciéndole dimemás y él habla.

– ¿Acerca de qué?

– Nosé, tío. Empezó ser plasta, con Elena llorando y elcrío. Lapagué. No quise saberlo.

– ¿Qué más?

– Namás.

Le sacudí lo bastante como para que le castañeasen los dientes.

– Si quieres minvente algo, lo hago, tío. Peroes todo lo que sé.

Lloriqueó, sorbiéndose los mocos y jadeando por respirar.

Lo mantuve tan lejos como permitía mi brazo, luego lo solté. Me miró con incredulidad, reptó contra la pared, halló un espacio entre el Chevrolet y una oxidada camioneta Dodge. Sin dejar de mirarme, se secó la nariz, pasó entre los dos vehículos y corrió hacia la libertad.

Fui hasta una gasolinera en la esquina de Vigil con Sunset, llené el depósito y usé el teléfono de pago para llamar a la Casa de los Niños. La recepcionista con la voz chillona me contestó. Usando un acento del sur, le pregunté por Kruger.

– El señor Kruger no está aquí hoy, señor. Volverá mañana.

– ¡Anda, claro, es verdad! Me dijo que él no estaría el día que yo llegaba.

– ¿Quiere dejarle un mensaje, señor?

– Cielos, no. Soy un viejo compañero suyo de la escuela. Tim y yo nos conocemos desde siempre. Acabo de llegar en pleno viaje de negocios… vendo máquinas herramientas de la Becker Machine Works, de San Antonio, Texas… y se suponía que tenía que encontrarme con el bueno de Tim. Me dio su número de casa, pero debo de haberlo perdido. ¿Lo tiene usted?

– Lo lamento, señor. Se supone que no debemos dar información personal.

– Lo tengo claro, pero como ya le he dicho, Tim y yo somos como uña y carne. ¿Por qué no le llama a casa, le dice que el viejo Jeff Saxon está al aparato, justo dispuesto a pasar a verle, pero que he perdido la dirección.

Al fondo sonó el timbre de otro teléfono.

– Un momento, señor. Cuando volvió, le pregunté:

– ¿Le ha llamado ya, señora?

– No… no… estoy bastante ocupada ahora, señor…

– Saxon, Jeff Saxon. Llame al bueno de Tim y dígale que el viejo Jeff Saxon está en la ciudad para verle. Le garantizo que…

– ¿Y por qué no me limito a darle a usted su número de teléfono? -recitó siete dígitos, los dos primeros indicándome una localización en las playas.

– Muchas, muchas gracias. Creo que Tim me dijo que vivía en la playa… ¿es eso lejos del aeropuerto?

– El señor Kruger vive en Santa Mónica. Eso representa unos veinte minutos en coche.

– Hey, eso no está mal… quizá me deje caer por allí, como una sorpresa. ¿Qué le parece?

– Señor, tengo que…

– ¿Por casualidad no tendrá la dirección? Le aseguro que hoy he tenido un día infernal, con esa maldita compañía aérea perdiendo mi maleta con el muestrario y yo con dos visitas concertadas para mañana. Creo que metí la agenda en el maletín, pero no estoy seguro, y…

– Aquí tiene la dirección, señor.

– Muchas gracias, señora. Me ha sido usted de una gran ayuda Y tiene usted una voz muy agradable.

– Gracias, señor.

– ¿Está libre esta noche?

– Lo lamento, señor. No.

– Uno tiene que intentarlo, ¿no?

– Sí, señor. Gracias, señor.


Llevaba conduciendo hacia el norte desde hacía unos buenos cinco minutos antes de escuchar el zumbido. Entonces me di cuenta de que aquel sonido me había estado acompañando desde que había salido de la gasolinera. El retrovisor me reveló una motocicleta a varios largos por detrás, rebotando en la distancia como una mosca en un cristal caliente. El conductor giró el acelerador del manillar, y la mosca creció como uno de los monstruos de una película japonesa de terror.

Estaba a dos largos por detrás, y ganándome terreno. Mientras se aproximaba me fijé en él: tejanos, botas, chaqueta de cuero negro, casco negro con un visor teñido para el sol, que le cubría toda la cara y enmascaraba completamente sus facciones.

Marchó a mi cola durante varias manzanas. Cambié de carriles, pero en lugar de pasarme se quedó atrás, dejando que un Ford lleno de monjas se pusiera entre nosotros. Un kilómetro después de Lexington, las monjas giraron. Yo doblé violentamente hacia la acera y me detuve frente a un restaurante de la cadena Pup 'n Taco. La motocicleta pasó a toda prisa. Esperé a que hubiera desaparecido, me dije que me estaba volviendo paranoico y salí del Seville. Miré a ver si le veía, no le vi, me compré una Coca-Cola, me puse tras el volante y volví a entrar en el tráfico de la calle.

Había girado al este en Temple, dirigiéndome hacia la autopista de Hollywood, cuando le volví a escuchar. El comprobar su presencia en el retrovisor me hizo perder la salida, y seguí en Temple, hundiéndome bajo el puente creado por la desviación. La motocicleta siguió conmigo. Le di gas al Seville y me tragué una luz roja. Él mantuvo su posición, zumbando y petardeando. El siguiente cruce estaba lleno de peatones y tuve que detenerme.

Estuve vigilándole por el retrovisor. Él rodó hacia mí, a un metro de distancia, luego a medio, acercándose por el lado del conductor. Una mano se metió dentro de la chaqueta de cuero. Una joven madre llevaba a un bebé en un cochecito, pasando directamente frente a mi parachoques. El crío berreaba, la madre mascaba chicle, con las piernas pesadas, moviéndose, ¡oh, qué lentamente! Algo metálico apareció en la mano en el espejo. La motocicleta estaba justo detrás de mí casi junto a la ventanilla del conductor. Entonces vi la pistola, una de esas feas de cañón muy corto, fácil de ocultar en una palma de mano grande. Hice rugir el motor. La joven madre no pareció impresionada, mascando impasible su chicle. Parecía moverse a cámara lenta, subiendo y bajando indolentemente sus mandíbulas, con el crío ahora gritando como para reventarse los pulmones. La luz del semáforo seguía en rojo, pero su pariente situada en ángulo con ella se había puesto ámbar. Era la luz que más duraba en la historia de la ingeniería de tráfico… ¿Cuánto podía durar una luz ámbar en un semáforo?

La boca del revólver se apretó contra el espejo, directamente en línea con mi sien izquierda. Un agujero negro de kilómetros de largo, envuelto en un halo concéntrico de plata. La madre aún arrastraba cansinamente su pesado cuerpo en línea con mi neumático delantero derecho, sin darse cuenta de que al hombre del Cadillac verde le iban a volar los sesos en cualquier momento. El dedo del gatillo blanqueó. La madre pasó más allá, dejándome libre por un par de centímetros. Retorcí el volante hacia la izquierda, apreté a fondo el acelerador y salté diagonalmente a través del cruce, metiéndome en el camino del tráfico que llegaba. Forcé el motor, dejé una larga mancha de goma, escuché un verdadero coro deifico de maldiciones, gritos, bocinazos y chirrido de frenos, y me metí a toda prisa por la primera travesía, evitando por los pelos una colisión frontal con un camión de la Compañía del Agua y la Electricidad que venía en dirección opuesta.

La calle era estrecha y serpenteante, y además estaba llena de agujeros. El Seville no era ningún coche deportivo y yo tenía que luchar contra su holgada dirección, para mantener el control y la velocidad en los giros. Subí, rebotando duramente, y me hundí cuesta abajo por la colina. La entrada a una calle grande que había al final estaba vacía. Pasé a toda prisa. Tres manzanas de camino liso a ciento diez por hora y el zumbido había regresado, haciéndose más fuerte. La motocicleta, mucho más fácil de maniobrar, estaba alcanzándome con rapidez.

El camino terminaba en una pared de ladrillos cuarteados. ¿A la derecha o a la izquierda? Decisiones, decisiones, con la adrenalina entrando en cada corpúsculo, con el zumbido convertido ya en un rugido, con mis manos sudorosas, resbalando en el volante. Miré por el retrovisor, vi cómo una de las manos soltaba el manillar y apuntaba el arma a mis neumáticos. Elegí la izquierda y pisé hasta el suelo el acelerador del Seville, empleando para ello todo el peso de mi cuerpo. La calle subió, escalando por entre travesías vacías, subiendo más, entrando en espiral en la neblina, una calle parecida a una montaña rusa y trazada por un urbanista enloquecido. El motociclista seguía manteniéndose a mi cola, apartando la mano de la pistola del manillar siempre que podía, tratando de lograr apuntar bien…

Yo culebreaba constantemente, bailando en su punto de mira, pero lo estrecho de la calle me daba poco espacio para maniobrar. Sabía que tenía que evitar el caer, inconscientemente, en un ritmo regular, a un lado y a otro, a un lado y a otro, como un metrónomo movido a gasolina, pues el hacer tal cosa sería ofrecerle un blanco fácil. Conducía de un modo errático, enloquecido, dando tirones al volante, frenando, acelerando, rascando la acera, perdiendo un tapacubos que salió disparado como un disco volante plateado. Era un ataque directo contra mi eje, y no sabía cuánto podría durar aquello.

Continuamos subiendo. Tras una esquina apareció abajo una vista de Sunset. Estábamos de vuelta en Echo Park, en el lado sur de la avenida. La ruta llegó a su cima. Un disparo pasó tan cerca que los cristales del Seville vibraron. Di un giro y una segunda bala pasó muy lejos.

El terreno fue cambiando, a medida que aumentaba la altitud, vaciándose de bloques residenciales de casas familiares y dando paso a extensiones progresivamente más vacías de terrenos polvorientos, con aquí y allá una decrépita chabola. Ya no había postes telefónicos, ni coches, ni signos de vivienda humana… perfecto para un asesinato al atardecer.

Comenzamos a correr colina abajo y vi con horror que me estaba dirigiendo a toda velocidad a un callejón sin salida, que estaba a escasos metros de chocar de cabeza contra un montón de tierra en la entrada de un terreno vacío, por construir. No había escapatoria: el camino acababa en el terreno y estaba además bloqueado por montones de ladrillos, pilas de maderos, vigas y más montones de tierra escavada. Un maldito cañón para una encerrona. Si el impacto del chocar de morro contra la tierra no me mataba, me quedaría clavado, con los neumáticos girando locos, tan inmóvil como el perejil en la gelatina, un blanco perfecto, pasivo…

El hombre de la motocicleta debió tener pensamientos similares en el mismo instante, porque se dedicó a llevar acabo una serie de acciones llenas de confianza. Sacó la mano de la pistola del manillar, frenó su marcha, y se dirigió a la izquierda, dispuesto para encontrarse a mi lado, cuando mi escapatoria llegase a su fin.

Hice lo único que me quedaba: apreté el freno a fondo. El Seville tuvo una convulsión, resbaló violentamente, se estremeció y se encabritó sobre sus cojinetes, amenazando con desplomarse. Necesitaba seguir resbalando para continuar, de modo que giré el volante en la otra dirección. El coche giró sobre sí mismo como la paleta de un rotor.

Entonces un repentino impacto me tiró contra el asiento.

La parte delantera de mi coche había perdido el control y chocado contra la motocicleta, cuando ésta salía de un giro con toda la fuerza centrífuga detrás. El vehículo más ligero rebotó en el coche, se alzó y voló por los aires, trazando un amplio arco por encima del montón de tierra. Vi cómo hombre y máquina iban cada cual por su lado, la motocicleta subiendo, como en un truco cinematográfico y luego cayendo, el conductor lanzado más arriba, como un espantapájaros al que sueltan de su estaca y luego cayendo también, para ir a parar a algún lugar invisible.

El Seville dejó de girar y se le caló el motor. Me alcé. Mi brazo herido había golpeado contra la puerta del lado del pasajero y me vibraba de dolor. No había ni signo de vida en todo el tereno en construcción. Salí silenciosamente, me acurruqué tras el coche y aguardé allí mientras mi cabeza se aclaraba y mi respiración se calmaba. Aún nada. Descubrí un madero manejable a unos pasos, lo tomé, lo alcé como una estaca y rodeé el montón de tierra, en cuclillas y muy cerca del suelo. Entrando en el terreno vi que habían hecho parte de la obra de los cimientos: un ángulo recto de cemento del que salían barras de acero como si fueran tallos sin flores. Los restos de la motocicleta eran visibles de inmediato, un montón de chatarra: metales retorcidos y parabrisas roto.

Me llevó varios minutos de rebuscar entre los cascotes el hallar el cadáver. Había caído en una zanja, en la unión de los dos brazos de cemento, un punto en el que la tierra estaba señalada con las huellas de las orugas de la maquinaria, junto a un colgador de ducha en fibra de vidrio roto y medio oculto por unas placas aislantes mohosas.

El casco opaco seguía en su sitio, pero no había ofrecido protección alguna contra la barra de acero que salía por un gran y desgarrado agujero en el cuello del motociclista. La barra se extendía justo por debajo de la manzana de adán del hombre y había hecho un buen boquete al salir por el otro lado. La sangre supuraba de la herida, convirtiendo en barro el polvo del suelo. La tráquea resultaba visible, aún rosada, pero desinflada, soltando fluido. Una mancha sanguinolenta coronaba la punta de la barra.

Me arrodillé y desabroché el cierre del casco, y traté de sacarlo. El cuello se había doblado de una forma antinatural al ser atravesado y resultó ser una tarea difícil. Mientras luchaba por lograrlo, notaba como el acero rascaba contra las vértebras, cartílagos y ternilla. Mi estómago se estremeció por la náusea. Tuve una arcada y me di la vuelta para vomitar sobre el montón de tierra.

Gon un sabor amargo en la boca y los ojos llenos de lágrimas, respirando fuerte y con dificultad, regresé a la desagradable tarea. Al fin se soltó el casco y la cabeza desnuda cayó hacia tierra. Miré el rostro sin vida, barbudo, de Jim Halstead, el entrenador de La Casa de los Niños. Sus labios estaban echados hacia atrás en el momento de la muerte, congelados en una mueca permanente. La fuerza del golpe de la caída tras su vuelo por los aires había cerrado de golpe sus mandíbulas sobre la lengua, y el trozo seccionado de la punta descansaba sobre la peluda barbilla como si fuera un parásito carnoso. Sus ojos estaban abiertos y mostraban el blanco, que estaba inundado de sangre. Lloraba lágrimas carmesí.

Aparté la mirada de él y vi cómo el sol daba en algo brillante a algunos pasos a la derecha. Fui hasta allí, encontré la pistola y la examiné: calibre 38, cromada. La tomé y me la metí entre el pantalón y la carne, sujetada por el cinturón.

El suelo bajo mis pies irradiaba calor y el hedor de algo que se quemaba. Alquitrán congelado. Desperdicios tóxicos. Basura no biodegradable. Vegetación de polivinilo. Un arrendajo había descendido sobre el resto de Halstead. Le picoteaba los ojos.

Hallé una tela de lona manchada de cemento seco. El pájaro se escapó al acercarme. Cubrí el cadáver con la tela, manteniéndola en su sitio con piedras grandes y lo abandoné así.

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