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Parecía que iba a ser un buen día, así que lo último de lo que hubiera querido oír hablar era de un asesinato.

Una fría corriente del Pacífico había recorrido la costa durante los dos últimos días, empujando la polución hacia Pasadena. Mi casa anida al pie de las colinas, justo al norte de Bel Air, y se halla sobre un viejo camino de herradura que serpentea alrededor de Beverly Green, allá donde la opulencia deja paso a la horterada más claramente asumida. Es un vecindario de Porsches y coyotes, de malos alcantarillados y arroyos desviados.

Mi casa, en sí, son ciento setenta metros cuadrados de madera de pino tratada, tejas desgastadas por el tiempo y vidrios emplomados. En los suburbios elegantes quizá la considerasen una casucha, pero aquí en las colinas es un refugio rural… nada distinguido, pero sí con muchas terrazas, espacios abiertos, ángulos placenteros y sorpresas visuales. La casa había sido diseñada por y para un artista húngaro que se había arruinado tratando de colocar triángulos policromáticos de gran tamaño en las galerías de arte de La Ciénaga. Aquella pérdida para el arte había sido en mi beneficio, vía la subasta de un tribunal de Los Ángeles. En un día bueno -como era hoy- el lugar incluía una vista del océano, un parche cerúleo que atisbaba tímidamente por encima de las Palisades.

Había dormido solo y con las ventanas abiertas, sin importarme ni los ladrones, ni los locos asesinos a lo Manson y me había despertado a las diez, desnudo y con la ropa de cama tirada al suelo durante algún sueño olvidado. Sintiéndome vago y saciado de sueño, me erguí sobre los codos, volví a cubrirme con la sábana y contemplé las capas acarameladas de luz solar que entraban por la puerta estilo francés. Lo que finalmente me hizo levantar fue la invasión de mi intimidad por un moscardón que alternativamente buscaba trozos de comida putrefacta por encima de la sábana o atacaba en picado mi cabeza.

Fui arrastrando los pies hasta el cuarto de baño y comencé a llenar una bañera, tras lo que hice el camino de la cocina, en pos de algún alimento, y llevándome al moscardón conmigo. Puse el café a hervir y el moscardón y yo compartimos un pastelillo de cebolla. Las diez y veinte de una mañana de lunes y sin ningún sitio al que ir, sin nada que hacer. ¡Oh, bendita decadencia!

Ya hacía casi medio año desde mi jubilación anticipada y aún me asombraba el ver lo fácil que había resultado la transición de triunfador hiperactivamente trabajador a perezoso indolente. Era obvio que aquello era algo que ya estaba dentro de mí desde el principio.

Regresé al baño, me senté en el borde de la bañera masticando y tracé un vago plan para el día: un baño tranquilo, una ojeada rápida al periódico de la mañana, quizá una carrerita cañón abajo y regreso, una visita a…

El timbre de la puerta me arrancó violentamente de mi ensoñación.

Me até una toalla alrededor de la cintura y fui hasta la puerta delantera, justo a tiempo de ver entrar a Milo.

– Estaba abierta -me dijo, cerrando la puerta de un fuerte empujón y lanzando el Times sobre el sofá. Me miró y yo me apreté el nudo de la toalla.

– Buenos días, hijo de la Naturaleza. Le hice un gesto para que entrara.

– Realmente deberías cerrar la puerta con llave, amigo mío. Tengo dossiers en la comisaría que ilustran con toda claridad lo que le sucede a la gente que no lo hace.

– Buenos días, Milo.

Fui hasta la cocina y serví dos tazas de café. Milo me siguió como una enorme sombra, abrió la nevera y sacó una bandeja con pizza fría que yo no recordaba haber metido allí. Vino tras de mí, de regreso al salón, se desplomó sobre mi viejo sofá de cuero, un objeto procedente del viejo consultorio abandonado de Wilshire, equilibró la bandeja en su regazo y estiró las piernas.

Cerré el agua del baño y me coloqué frente a él, en una otomana de piel de camello.

Milo es todo un hombretón: uno ochenta y cinco, noventa kilos… con esa forma que tienen los hombres grandes de desmadejarse y quedar con sus miembros colgando cuando dejan de estar de pie. Aquella mañana parecía un enorme muñeco de peluche, puesto sobre los cojines… un muñeco con una cara ancha y placentera, casi infantil, si no hubiera sido por las cicatrices del acné que le festoneaban la cara y los cansados ojos. Unos ojos que eran asombrosamente verdes, aunque ahora ribeteados de rojo, y que limitaban por arriba con unas cejas pobladas y una espesa mata de cabello oscuro muy a lo Kennedy. Su nariz era ancha y de puente alto y sus labios gruesos, infantilmente suaves. Unas patillas, que hacía cinco años habían dejado de estar de moda, bajaban por las señaladas mejillas.

Como era habitual en él, copiaba el modo de vestir de los Brooks Brothers: un traje de gabardina color verde aceituna, un jersey amarillo de botones, una corbata a rayas bronce y doradas, camisa de cuello abotonado. El efecto final era tan de yuppie como pudiera serlo el Pato Donald con un mono color rojo.

Me ignoró y se dedicó a la pizza.

– Me alegra que hayas logrado llegar a la hora del desayuno.

Cuando su plato estuvo vacío, me dijo:

– Y bien, ¿qué tal andas, chico?

– Hasta ahora andaba bien. ¿Qué puede hacer por ti, Milo?

– ¿Y quién te dice que yo quiera que me hagas algo? – expulsó algunas migas del regazo hacia la alfombra -. Quizá sólo se trate de una simple visita.

– El que entres así, sin haber llamado antes, y con esa expresión de perro de caza en la cara me dice que no es una simple visita.

– ¡Vaya una capacidad de intuición! -se pasó las manos por la cara, como lavándosela sin agua-. Necesito un favor.

– Puedes coger el coche. No lo necesitaré hasta la noche.

– No. Esta vez no es eso. Necesito tus servicios profesionales.

Eso me hizo sobresaltar.

– No estás ya en las edades de las que yo me ocupaba – le contesté-. Además, ya no practico mi profesión.

– No bromeo, Alex. Tengo a uno de tus colegas tendido en una de las camillas de la morgue. Un tipo llamado Morton Handler.

Recordaba el nombre, pero no la cara.

– Handler es un psiquiatra.

– Psiquiatra o psicólogo, en estos momentos eso es una pequeña distinción semántica. Lo que ahora es él es un cadáver. Con el cuello cortado y algo de evisceración para acabar de completar el trabajo. Está junto a una amiga a la que le han dado el mismo tratamiento, pero peor: mutilación sexual, la nariz cortada. El lugar en donde lo hicieron, su casa, parece un matadero.

Dejé mi taza de café.

– De acuerdo, Milo, ya he perdido el apetito. Ahora dime qué tiene que ver todo esto conmigo.

Prosiguió como si no me hubiera oído.

– Me llamaron para que me hiciera cargo del caso a las cinco de la madrugada y desde entonces he estado metido hasta la rodilla en sangre y otras porquerías. Había un hedor terrible… la gente huele muy mal cuando muere. Y no te estoy hablando de la podredumbre, sino del hedor que sueltan antes de empezar a pudrirse. Pensaba que ya me había acostumbrado a ello; pero de vez en cuando me llega un poco de olor de ése y se me mete aquí -se clavó el índice en la barriga -. ¡A las cinco de la madrugada! Dejé a un amante muy irritado en la cama. Me parece tener la cabeza a punto de explotar. ¡Picadillo de carne a las cinco de la madrugada! ¡Jesús!

Se puso en pie y miró por la ventana, con la vista por encima de las copas de los pinos y los eucaliptus. Desde donde yo me hallaba podía ver humo subiendo en espiras indolentes desde alguna chimenea lejana.

– Realmente es muy bonito aquí arriba, Alex. ¿No te cansa nunca el estar en el paraíso y sin nada que hacer?

– No tengo ni una pizca de aburrimiento.

– Claro, supongo que no. Y no querrás oír hablar más de Handler y la chica.

– Deja de jugar al pasivo- agresivo, Milo, y escúpelo ya. Se volvió y me miró desde su altura. El grande y feo rostro mostraba nuevas señales de fatiga.

– Estoy deprimido, Alex -tendió su taza vacía como si fuera una especie de crecido y desencajado Oliver Twist-. Y es por eso por lo que voy a necesitar un poco más de esta bazofia inmunda.

Tomé la taza y se la volví a llenar. Se la bebió con gorgoteos muy audibles.

– Tenemos a un posible testigo. Una chica pequeña que vive en el mismo edificio. Está bastante confusa, insegura acerca de lo que vio. Le di una mirada y pensé en ti. Podrías hablar con ella, quizá probar con un poco de hipnosis para potenciar sus recuerdos.

– ¿No estudiáis Ciencias del Comportamiento justo para eso?

Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó un puñado de polaroids.

– Mira estas maravillas.

Miré las fotos por no más de un segundo. Lo que vi me revolvió el estómago. Se las devolví de inmediato.

– ¡Por lo que más quieras, no me enseñes cosas como ésas!

– Vaya una porquería, ¿no? Sangre y vísceras -vació la taza, inclinándola mucho para atrapar las últimas gotas -. Las Ciencias del Comportamiento sólo las ha estudiado un tipo del cuerpo que se pasa el día ocupado echando a los tipos raros que hay en el Departamento de Policía. Y su siguiente prioridad es hacer de consejero para los tipos raros que logran colársele. Si llenase una solicitud para solicitar ese tipo de ayuda, me pedirían que llenase otro impreso, como única respuesta. No quieren hacer cosas como ésa. Además, no saben nada acerca de niños. Tú sí.

– Pero yo no sé nada de homicidios.

– Olvídate del homicidio, eso es cosa mía. Tú habla con esa niña de siete años.

Dudé. Él tendió las manos. Las palmas eran blancas, estaban bien lavadas.

– ¡Oye, no espero que me lo hagas del todo gratis! Te invitaré a comer. Hay un restaurante italiano, clasificable entre lo mediano y lo aceptable, con unos gnocchi sorprendentemente buenos no muy lejos de…

– ¿El matadero? -hice una mueca-. No, gracias. Además, no se me puede comprar con un poco de pasta.

– Entonces, ¿qué puedo ofrecerte como soborno? Lo tienes todo… una casa en las colinas, un coche bonito, el vestuario de Ralph Lauren con zapatillas de footing a juego. ¡Cristo, si has logrado jubilarte a los treinta y tres y tienes un maldito tono moreno perpetuo! Sólo el hablar de todo ello ya me está poniendo de mal humor.

– Sí, pero, ¿soy feliz?

– Sospecho que sí.

– Tienes razón -pensé en las sangrientas fotos -. Y desde luego no necesito un pase gratuito para la cámara de los horrores del Museo de Cera.

– ¿Sabes? -dijo-. Apostaría que, bajo toda esa complacencia, se esconde un hombre joven muy aburrido.

– ¡Tonterías!

– ¡Nada de tonterías! ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Seis meses?

– Cinco y medio.

– Pues cinco y medio. Cuando te conocí… no, corrijo eso: poco después de que te conociera, eras un chico vibrante, con mucha energía, montones de opiniones. Tu mente trabajaba. Ahora de lo único que te oigo hablar es de bañeras calientes, de lo rápido que puedes correr un maldito kilómetro, de los distintos tipos de amaneceres que se pueden ver desde tu terraza… para hablar en tu jerga, eso es una regresión. Unos pantaloncitos cortos monísimos, patinaje sobre ruedas, jugar en el agua. Como la mitad de la gente de por aquí, estás funcionando al nivel mental de un niño de seis años.

Me eché a reír.

– Y tú me estás haciendo esa oferta… eso de meterme en medio de la sangre y la porquería, como una especie de terapia ocupacional.

– Alex, puedes gastarte el culo tratando de conseguir llegar al Nirvana a través de la Absoluta Inercia, pero no te va a funcionar. Es como decía Woody Allen en aquella película: si uno se endulza demasiado la vida, madura demasiado pronto y se pudre.

Me di palmadas en mi pecho desnudo.

– Aún no hay señales de podredumbre.

– Es algo interno, que llega desde dentro y aparece cuando uno menos se lo espera.

– Muchas gracias, doctor Sturgis.

Me lanzó una mirada de disgusto, fue hacia la cocina y regresó con la boca clavada en una pera.

– Es buena.

– Que te aproveche.

– De acuerdo, Alex. Olvídalo. Tengo a ese psiquiatra muerto y a esa chica, Gutiérrez, cortada en pedacitos. Tengo una niña de siete años que podría haber oído o visto algo, pero que tiene demasiado miedo como para poder aclararse. Te pido un par de horas de tu tiempo, y el tiempo es de lo que más te sobra, y lo único que obtengo son tonterías.

– ¡Alto ahí! No he dicho que no lo vaya a hacer. Pero tienes que darme tiempo para asimilarlo. Me acabo de despertar y tú entras de repente en mi casa y me dejas caer encima un doble asesinato.

Sacó su muñeca de debajo de la manga de la camisa y atisbo su Timex.

– Las diez treinta y siete. Mi pobre niño -me lanzó una mirada asesina y le dio un bocado a la pera, cayéndole el jugo por la barbilla.

– En cualquier caso, podrías recordar la última vez que tuve algo que ver con las cosas de la policía: fue traumático.

– Eso fue pura casualidad. Y tú fuiste una víctima, por así decirlo. No estoy interesado en mezclarte en esto. Sólo quiero que estés una hora o dos hablando con la pequeña. Y, como ya te he dicho, que pruebes con algo de hipnosis si te parece adecuado. Luego nos podremos comer esos gnocchi. Volveré a mi casa y trataré de reclamar los favores de mi amado, y tú quedarás libre para regresar a este, tu castillo en las nubes. Y fin. Luego, dentro de una semana, nos reuniremos para un acontecimiento puramente social, como zamparnos algo de sashimi en un restaurante japonés. ¿Vale?

– ¿Qué es lo que realmente vio la niña? -pregunté, mientras veía mi día de relajación escaparse por la ventana.

– Sombras, voces, dos tipos, quizá tres. Pero, ¿quién lo sabe en realidad? Es una niñita y está totalmente traumatizada. La madre está igualmente aterrada y, a primera impresión, no me ha parecido que sea ninguna física nuclear. No supe cómo lograr hacerme entender. Alex, traté de ser amable, de no presionarlas. Hubiera sido útil el poder contar con algún agente de los de la protección juvenil, pero no tenemos demasiados de ésos. El Departamento prefiere seguir contratando más y más agentes chupatintas, aunque ya los haya por docenas. Mordisqueó la pera hasta llegar al corazón.

– Sombras, voces. Eso es todo. Tú eres un especialista en lenguaje ¿no? Tú sabes cómo comunicarte con los pequeñitos. Si puedes conseguir que se te abra, estupendo. Si logra darte algo que se parezca a una identificación, fantástico. Si no, así estarán las cosas y al menos lo habremos intentado.

Especialista en lenguaje. Había pasado ya mucho tiempo desde que yo mismo había empleado esa frase… allá en las postrimerías del asunto Hickle, cuando de repente, me había hallado a mí mismo rodando fuera de todo control, con las caras de Stuart Hickle y de todos los niños a los que había hecho daño danzando dentro de mi cabeza. Milo me había llevado de copas. Y, hacia las dos de la madrugada, se había preguntado el motivo por el que los niños habían dejado que las cosas llegaran hasta aquel punto.

– No hablaron porque nadie sabía cómo escucharles – le dije-. De todos modos, ellos pensaban que la culpa era suya.

– ¿Si? -alzó la cara, con ojos cansinos, agarrando su jarra de cerveza con ambas manos-. Oigo cosas así cuando hablo con las chicas de juvenil.

– Ése es el modo en que piensan cuando son pequeños, unos egocéntricos. Es como si fueran el centro del universo. Mami resbala y se parte una pierna. Ellos se culpan a sí mismos.

– ¿Y cuánto dura eso?

– En alguna gente nunca desaparece. Para el resto de nosotros se trata de un proceso gradual. Cuando cumplimos los ocho o nueve, vemos las cosas con más claridad… pero, a cualquier edad, un adulto puede manipular a los niños, convencerles de que lo que pasa es por su culpa.

– Tontos -murmuró Milo-. Entonces, ¿cómo te las apañas para arreglarles el coco?

– Hay que saber cómo piensan los chicos a las distintas edades. Sus estadios de desarrollo. Hablas su idioma. Te conviertes en un especialista en lenguaje.

– ¿Eso es lo que tú haces?

– Eso es lo que yo hago.

Unos minutos más tarde preguntó:

– ¿Crees que el sentimiento de culpabilidad es malo?

– No necesariamente. Forma parte de eso que nos tiene en pie. Sin embargo, si se tiene mucho puede dejarle a uno baldado.

Asintió con la cabeza.

– Aja, me gusta eso que dices. Los comecocos siempre dicen que la culpa es algo que no hay que sentir. En cambio, tu opinión me parece más correcta. Te diré una cosa, no nos iría mal con un poco más de sentimiento de culpabilidad. El mundo está lleno de jodidos salvajes enloquecidos…

En aquel momento no había forma de que yo pudiera discutirle eso.

Hablamos un poco más. El alcohol tiraba de nuestra consciencia y empezamos a reír, luego a llorar. El barman dejó de secar los vasos y se puso a mirarnos.

Había sido un período bajo, gravemente bajo, de mi vida y recordaba quién había estado a mi lado para ayudarme a superarlo.

Contemplé a Milo y le vi mordisquear los últimos pedacitos de pera, con unos dientes curiosamente pequeños y afilados.

– ¿Dos horas? -le pregunté.

– A lo sumo.

– Dame una hora o así para prepararme y acabar unas cosas.

El haberme convencido para que le ayudara no parecía haberle animado mucho. Asintió con la cabeza y suspiró cansinamente.

– De acuerdo. Iré a comisaría y me ocuparé de mi trabajo pendiente -nueva consulta a su Timex-. ¿A mediodía?

– Perfecto.

Fue hasta la puerta, la abrió, salió al porche y lanzó el corazón de la pera sobre la baranda, hacia la maleza que había abajo. Empezando a bajar las escaleras se paró a la mitad y volvió la vista hacia mí. La brillante luz del sol le dio en el marcado rostro y lo convirtió en una máscara pálida. Por un momento, temí que fuera a ponerse sentimental.

No debía haberme preocupado.

– Escucha, Alex, ya que vas a quedarte aquí… ¿puedo tomar prestado ese Caddy? Eso está empezando a caerse a pedazos -señaló acusadoramente a su viejo Fiat-. Ahora es el starter.

– Lo que pasa es que estás enamorado de mi coche – entré en la casa, tomé el juego extra de llaves y se las tiré.

Las cazó al vuelo como un campeón de béisbol, abrió la puerta del Seville y se apretujó en el interior, ajustando el asiento para poder meter sus largas piernas. El motor se puso en marcha de inmediato, ronroneando con vigor. Con todo el aspecto del quinceañero que va por primera vez a una fiesta con el cacharro de su padre, se perdió al otro lado de la colina.

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