17

La primera vez que llamé, a las ocho de la mañana, no me contestó nadie. Media hora más tarde la Universidad de Oregón estaba ya abierta al público.

– Buenos días. Aquí Educación.

– Buenos días. Soy el doctor Gene Adler y les llamo desde Los Ángeles. Estoy con el Departamento de Psiquiatría del Centro Médico Pediátrico del Oeste de Los Ángeles. En la actualidad estamos buscando personal para trabajar como consejeros. Uno de los candidatos ha afirmado en su curriculum que obtuvo el Grado de Master en Consejería para la Educación de su Departamento. Y, como parte de nuestra comprobación rutinaria de credenciales, me pregunto si me podrían corroborar este dato.

– Le pasaré a Marianne, que está en Certificaciones. Marianne tenía una voz cálida y amistosa, pero cuando le repetí mi historia me dijo, firmemente, que sería necesario que hiciese una petición por escrito.

– Por mí no hay inconveniente -le dije -, pero eso llevará tiempo. El trabajo para el que se ha prestado esa persona se le dará a uno de los que se han presentado, competitivamente, para el mismo. Y planeamos tomar una decisión antes de veinticuatro horas. Es una simple formalidad esto de la comprobación de los curriculums, pero nuestro seguro de responsabilidad civil especifica el que debemos de hacerlo. Si lo prefiere puedo hacer que el candidato la llame para autorizarles a facilitar esa información. Al fin y al cabo es a él a quien le interesa.

– Bueno… supongo que no hay nada de malo en ello. Lo único que usted desea es saber si esa persona recibió un grado ¿no? ¿Nada más personal que eso?

– Así es.

– ¿Quién es el candidato?

– Un caballero llamado Timothy Kruger. Su curriculum dice que obtuvo un Master ahí, hace cuatro años.

– Un momento.

Se ausentó por diez minutos, y cuando regresó al teléfono parecía alterada.

– Bueno, doctor, su formalidad ha resultado ser una cosa muy útil. No tenemos datos de que se le haya concedido un grado a ninguna persona de ese nombre en los últimos diez años. Tenemos la información de que un tal Timothy Jay Kruger asistió a las clases de la escuela de graduación, hace cuatro años, durante un semestre, pero no a las de Consejería, sino a las de Enseñanza. Y se fue después de ese único semestre.

– Ya veo. Es muy preocupante. ¿Hay algún dato del motivo por el que abandonó?

– Ninguno. Pero, ¿acaso importa eso ahora?

– No, supongo que no… ¿está usted absolutamente cierta respecto a esto? No querría poner en peligro la carrera del señor Kruger…

– No hay ninguna posibilidad de duda -sonaba ofendida-. Lo he comprobado y vuelto a comprobar, doctor, y luego se lo he preguntado al Jefe del Departamento, el señor Gowdy y él se mostró muy seguro: ningún Timothy Kruger se ha graduado aquí.

– Bueno, eso zanja la cuestión, ¿no es así? Y desde luego da una nueva luz sobre este tal señor Kruger. ¿Podría usted mirarme una cosa más?

– ¿Qué es lo que quiere?

– El señor Kruger también ha indicado una especialización en sus estudios preuniversitarios, en psicología, obtenida en el Jedson College en el estado de Washington. ¿Estará incluido este tipo de información en sus archivos?

– Lo estará en su inscripción en la Escuela de Graduados. Debemos de tener una copia, pero no veo por qué necesita usted el que…

– Marianne, voy a tener que informar de esto al Comité Estatal de Examinadores sobre Ciencias del Comportamiento, porque en este asunto anda por medio un permiso de trabajo estatal. Y quiero tener todos los datos.

– Ya veo. Déjeme mirar. Esta vez regresó al momento.

– Tengo aquí una copia del informe de Jedson, doctor. Sí que le dieron un diploma de especialización, pero no fue en psicología.

– Entonces, ¿en qué fue? Ella se echó a reír.

– En Artes Dramáticas. En actuación.


Llamé a la escuela en la que enseñaba Raquel Ochoa e hice que la sacaran de clase. A pesar de ello, pareció contenta de volverme a oír.

– Hey. ¿Cómo anda la investigación?

– Nos estamos acercando -le mentí -. Por eso la he llamado. ¿Llevaba Elena un diario, o algún tipo de archivo?

– No. Ninguna de nosotras hemos sido escritoras de diarios. Jamás los hemos tenido.

– ¿Ni libretas de notas, grabaciones magnetofónicas, nada de eso?

– Las únicas cintas que le vi eran de música… tenía un cassette en su coche nuevo… y algunas cintas que Handler le dio para ayudarla a relajarse. Para dormir. ¿Por qué?

Ignoré la pregunta.

– ¿Dónde están sus efectos personales?

– Eso usted debería de saberlo. La policía los tenía. Supongo que se los entregarían a su madre. ¿Qué es lo que sucede? ¿Han encontrado algo?

– Nada definido. Nada de lo que pueda hablar. Estamos tratando de hacer que las cosas se ajusten unas con otras.

– No me importa como lo hagan, sólo cácenlo y castíguenlo. ¡Ese monstruo!

Rebusqué un pedazo rancio de falsa confianza y lo embadurné bien por mi voz:

– Lo haremos.

– Sé que usted lo hará.

Su fe me hacía sentir intranquilo.

– Raquel, no estoy cerca de los archivos. ¿Tiene a mano la dirección de su madre?

– Seguro -me la dio.

– Gracias.

– ¿Tiene usted la intención de visitar a la familia de Elena?

– Creo que puede serme útil hablar con ellos en persona. Hubo un silencio al otro extremo. Al fin me dijo:

– Son buena gente. Pero quizá se le cierren a usted.

– Ya me ha pasado eso en otras ocasiones. Ella se echó a reír.

– Creo que sería mejor si yo fuese con usted. Casi soy un miembro más de su familia.

– ¿No sería una molestia para usted?

– No. Quiero ayudar. ¿Cuándo le gustaría ir?

– Esta tarde.

– Muy bien. Saldré pronto, les diré que no me encuentro bien. Venga a recogerme a las dos treinta. Apunte mi dirección.


Vivía en un barrio modesto del Oeste de Los Ángeles, no muy lejos de donde las autopistas de Santa Mónica y San Diego se unen en amoroso matrimonio, un área de bloques de apartamentos poblada por solteros que no se podían pagar la zona de Marina.

Se la veía a una manzana de distancia, esperando en la esquina, vestida con una blusa de crepé color sangre de pichón, falda de tejano azul y botas estilo Oeste de cuero repujado.

Subió al coche, cruzó sus marrones piernas, que no llevaban medias, y sonrió.

– Hola.

– Hola. Gracias por hacer esto.

– Ya le he dicho que esto es algo que deseo hacer. Quiero sentirme útil.

Conduje hacia el norte, rumbo a Sunset. Había jazz en la radio, algo de estilo free y átono, con solos de saxófono que sonaban como sirenas de la policía y tambores como el corazón de un detenido.

– Cambíelo, si no le gusta.

Tocó algunos botones, jugueteó con el mando y halló una emisora de rock suave. Alguien estaba cantando acerca de un amor perdido y viejas películas, entrelazando ambas cosas.

– ¿Qué es lo que quiere que le digan ellos? -me preguntó, arrellanándose.

– Si Elena les contó algo sobre su trabajo… específicamente del chico que murió. Y cualquier cosa sobre Handler.

Había montones de preguntas en sus ojos, pero las mantuvo allí.

– El hablarles acerca de Handler va a ser muy delicado. A la familia no le gustaba la idea de que ella saliese con un hombre que era mucho mayor. Y que además… -dudó-, era un anglo. En situaciones como ésta la tendencia es a negar todo lo que pasa, ni siquiera admitir su existencia. Es algo cultural.

– Hasta cierto punto es humano.

– Hasta cierto punto, quizá. Pero nosotros los hispanos lo hacemos más. En parte es a causa del catolicismo, el resto es por nuestra sangre india. ¿Cómo puede uno sobrevivir en algunas de las regiones desoladas en las que hemos vivido sin negar la realidad? Una sonríe y pretende que todo es verde y fértil y que hay cantidad de agua y de comida, y así el desierto no parece tan malo.

– ¿Alguna sugerencia sobre cómo podría yo darle la vuelta a esa negativa?

– No lo sé -estaba sentada con las manos cruzadas sobre el regazo, como una escolar bien educada -. Creo que será mejor que yo empiece a hablar. Cruz, la mamá de Elena, siempre me ha querido mucho. Quizá yo pueda darle la vuelta. Pero no espere milagros.

No tenía por qué preocuparse por eso

Echo Park es un pedazo de Latinoamérica transportado a las polvorientas y empinadas calles que, aguantadas por terraplenes de hormigón, que ya habían empezado a desmoronarse y se encuentran a ambos lados de Sunset Boulevard, se alzan entre Hollywood y el centro. Las calles tienen nombres como Macbeth y Macduff, Bonnybrae y Laguna, pero son cualquier cosa menos poéticas. Ascienden hacia el sur y luego caen hasta el ghetto de Union District. Hacia el norte también suben, encontrándose con el pequeño parque, centrado por un lago, que da al área su nombre, luego continúan por áridos senderos y se pierden en la incongruente tierra salvaje que mira desde arriba al Dodger Stadium y el Elysian Park, hogar de la Academia de Policía de Los Ángeles.

Sunset cambia cuando deja Hollywood y entra en Echo Park. Los cines pornos y los moteles por horas dejan paso a las boticas y bodegas, a tiendas de discos latinos y a una variedad infinita de chiringuitos de comidas: puestos de venta de tacos, restaurantes de pescado peruanos, hamburgueserías… y restaurantes latinos de primera categoría, peluquerías con los escaparates guardados por cráneos de porexpán con pelucas rubias, pastelerías cubanas, consultorios médicos y bufetes de abogados, bares y clubes sociales. Como muchas áreas pobres, la parte de Sunset en Echo Park está continuamente atestada de tráfico peatonal.

El Seville se fue abriendo paso, lentamente, a través de la muchedumbre de la tarde. En el paseo se notaba un ambiente tan urgente y crujiente como el tocino frito que escupían las freidoras de los puestos de comida. Había chicos que mostraban tatuajes caseros, madres quinceañeras llevando niños gordos en destartalados cochecitos que amenazaban con desmontarse cada vez que subían o bajaban una acera, jugadores de cartas callejeros, charlatanes, consejeros legales de inmigración con camisas almidonadas, mujeres de la limpieza en sus horas libres, abuelas, vendedores de flores, un torrente incesante de niños de ojos castaños.

– Es muy extraño -me dijo Raquel-, el volver aquí en un coche tan espectacular.

– ¿Cuánto hace que se fue usted de aquí?

– Un millar de años.

No parecía desear decir más de ello, así que lo dejé correr. En la Fairbanks Place me dijo que girara a la izquierda. La casa de los Gutiérrez estaba al extremo de un callejón retorcido, que llegaba hasta una cima y luego se convertía en un sendero de tierra que llevaba más allá de la colina. Medio kilómetro más y podríamos haber sido los únicos seres humanos del universo.

Me fijé en que tenía la costumbre de morderse: los labios, los dedos, los nudillos, cuando estaba nerviosa. Y ahora se estaba mordisqueando el pulgar derecho. Me pregunté qué clase de hambre satisfacería aquello.

Conduje cuidadosamente, apenas si había espacio para un solo vehículo, pasando junto a jóvenes vestidos con camisetas y trabajando en viejos coches con la dedicación de sacerdotes en santuarios, y niños chupándose los dedos pringados de caramelo. Hacía mucho, la calle había estado plantada con olmos que habían crecido hasta hacerse enormes. Sus raíces deformaban la acera y en las grietas crecían hierbas. Algunas ramas rozaban el techo del coche. Una vieja con piernas inflamadas envueltas de harapos empujaba un carrito de supermercado lleno de recuerdos hacia arriba de una cuesta que no tenía nada que envidiar a las de San Francisco. Las pintadas cubrían cada centímetro cuadrado de espacio libre, proclamando la inmortalidad de Little Wille Chacón, los Echo Parque Skulls, Los Conquistadores, los Lemoyne Boys y la lengua de María Paula Bonilla.

– Allí -señaló a una casa, estilo cabaña, pintada de verde claro y techada con papel asfáltico de color marrón. El patio delantero era seco y marrón, pero estaba circundado por esperanzados planteles de geranios y grupos de amapolas naranjas y amarillas. En la base de la casa había una hilera de piedras y sobre la entrada un pórtico que daba sombra a un viejo porche de madera en el que se encontraba sentado un hombre.

– Ése es Rafael, el hermano mayor. El que está en el porche.

Encontré un lugar de aparcamiento junto a un Chevy sin ruedas y colocado sobre montones de ladrillos. Giré las ruedas hacia la acera y puse el freno de mano. Salimos del coche y el polvo hizo remolinos alrededor de nuestros tacones.

– ¡Rafael! -llamó ella y saludó con la mano. El hombre del porche tardó un minuto en alzar la vista, tras lo que levantó la mano… parecía que con debilidad.

– Yo antes vivía justo al doblar la esquina -dijo ella, haciéndolo sonar como si fuera una confesión. Me guió media docena de escalones arriba y luego a través de una puerta mosquitera metálica, abierta.

El hombre del porche no se había levantado. Nos contemplaba con aprensión, curiosidad y algo más que no podía identificar. Era pálido y delgado, hasta el punto de ser esquelético, con la misma curiosa mezcla de facciones hispánicas y coloración clara que su difunta hermana. Sus labios no tenían sangre, sus ojos eran de párpados pesados. Parecía ser víctima de alguna enfermedad del sistema. Vestía una camisa blanca de manga larga y llevaba las mangas arrolladas hasta justo los codos; le hacía globo alrededor de la cintura, porque era varios números demasiado grande. Sus pantalones eran negros y parecían como si en otro tiempo hubieran sido parte del traje de un hombre gordo. Sus zapatos estaban cuarteados en las puntas y los llevaba sin anudar, con las lengüetas saliendo y mostrando unos gruesos calcetines blancos. Su cabello era corto y lo llevaba peinado hacia atrás.

Estaba a mitad de los veinte, pero tenía el rostro de un anciano, una máscara cansina y desconfiada.

Raquel fue hasta él y le dio un beso ligero en lo alto de la cabeza. Él alzó la vista hacia ella, pero no se movió.

– Hola, Rocky.

– ¿Cómo estás, Rafael?

– Okey -asintió con la cabeza y por un momento pareció como si ésta se le fuera a despegar del cuello. Dejó que sus ojos se clavasen en mí; tenía dificultades para enfocarlos.

Raquel se mordió el labio.

– Venimos a verte, y a Andy, y a tu mami. Éste es Alex Delaware, trabaja con la policía. Está dedicado a la investigación del caso… de Elena.

El rostro mostró alarma, luego las manos se apretaron a los brazos del sillón. Después, como respondiendo a la indicación de un director escénico para que se relajase, me sonrió, se arrellanó un poco y me hizo un guiño.

– Vale -dijo.

Tendí mi mano. Él la miró, desconcertado, la reconoció como la de un amigo largo tiempo perdido, y extendió su propia y delgada garra.

Su brazo estaba penosamente desnutrido, un montón de palos sostenidos juntos por el papel de envolver. Mientras nuestros dedos se tocaban, su manga se fue más hacia atrás y vi las señales de punzadas. Había montones. La mayoría tenía aspecto de ser antiguas, como hinchadas manchas de carbón, pero algunas eran frescas y sonrosadas. Una, en particular, no era ninguna antigualla, mostrando aún una gotita de sangre en el centro.

Su apretón de manos era húmedo y trémulo. Lo solté y el brazo cayó inerte a su costado.

– Hola, amigo – dijo, apenas si audible -. Qué bueno que viniste.

Se volvió, perdido en su propio sueño-infierno atemporal. Por primera vez escuché la música de otro tiempo que salía de una radio a transistores barata, que estaba en el suelo junto a su sillón. La mala caja de plástico reverberaba con la estática. La reproducción del sonido era atroz, la música tenía la cualidad fangosa de unas notas que hubieran sido filtradas a través de un kilómetro de barro. Rafael tenía la cabeza echada hacia atrás, estaba en éxtasis. Para él era como si el Coro Celestial le estuviera trasmitiendo directamente a sus lóbulos temporales.

– Rafael -sonrió ella.

Él la miró, sonrió, asintió con la cabeza y ya estuvo ido. Se lo quedó mirando, con lágrimas en los ojos. Me moví hacia ella y se apartó, airada y avergonzada.

– Maldita sea.

– ¿Cuánto tiempo hace que se pincha?

– Años, pero pensé que lo había dejado. La última noticia que tuve era de que lo había dejado -alzó la mano hacia su boca, se tambaleó como si se fuera a caer. Yo me coloqué para cogerla, pero ella se afianzó-. Se quedó colgado en el Vietnam. Volvió a casa con una adicción muy fuerte. Elena empleó montones de horas y de dinero para tratar de ayudarle a salir de eso. Lo intentó una docena de veces, pero cada vez volvía a caer de nuevo. Pero ahora ya llevaba un año sin pincharse, y Elena estaba muy contenta. Incluso había conseguido un trabajo para hacer paquetes en Lucky's, en Alvarado.

Se enfrentó a mí, con las aletas de su nariz vibrando, los ojos flotando como lirios negros en un estanque salado, los labios temblando como cuerdas de un arpa.

– Todo se está viniendo abajo.

Se agarró el poste del porche para sostenerse. Yo me puse tras ella.

– Lo siento.

– Siempre fue el más sensible. Silencioso, nunca tenía citas con chicas, no tenía amigos. Le pegaban muchas palizas. Cuando su padre murió, trató de hacerse cargo, de ser el hombre de la casa. La tradición dice que debe de hacerlo el hermano mayor. Pero no funcionó, nadie le tomaba en serio. Se reían de él. Todos lo hacíamos. Así que lo dejó correr, como si hubiera fallado en algún tipo de examen final. Dejó de ir a la escuela, se quedaba en casa y leía cómics o miraba la televisión todo el día… se limitaba a mirar a la pantalla. Cuando el Ejército dijo que lo necesitaba, pareció contento. Cruz lloró al verlo marcharse, pero él era feliz…

Lo miré, sentado tan bajo que casi estaba paralelo al suelo. Tragado por el sueño de los drogotas, su boca estaba abierta y roncaba sonoramente. La radio tocaba la canción «Papaíto está en casa».

Raquel se atrevió a darle otra mirada y luego apartó la cabeza, disgustada. Tenía una expresión de noble sufrimiento, como la de una virgen azteca que estuviese haciendo acopio de valor para el sacrificio final.

Puse mis manos en sus hombros y ella se echó hacia atrás entre mis brazos. Se quedó así, tensa y sin ceder un ápice, permitiéndose una mísera ración de lágrimas.

– Esto es un comienzo realmente infernal – dijo. Inhalando profundamente, soltó luego el aliento con un aroma de té del Canadá. Se secó los ojos y se dio la vuelta-. Debe de pensar usted que lo único que hago es llorar. Venga, vamos dentro.

Abrió la puerta mosquitero, que dio un fuerte golpe contra la madera de la puerta de la casa.

Entramos en una pequeña habitación-recibidor, amueblada con reliquias viejas pero bien cuidadas. Era cálida y oscura, con las ventanas cerradas y cubiertas con amarillentas persianas de pergamino… era una habitación poco acostumbrada a los visitantes. Unas gastadas cortinas de encaje estaban recogidas con lazos, a ambos lados de las ventanas y unos cobertores a juego cubrían los brazos de los asientos: un sofá y un sillón, que estaban tapizados en pana de color verde oscuro, con los puntos desgastados brillantes y del color de loros de la jungla; y dos mecedoras de enea. Una pintura de los dos hermanos Kennedy muertos, en terciopelo negro, colgaba encima de la chimenea. Y sobre las mesillas de al lado de los sillones, también cubiertas con mantelillos de encaje, se veían tallas en madera y ónice mejicano. Había dos lámparas de pie, con pantallas de cuentas, un Jesús agonizante, en yeso, que colgaba de la pared encalada junto a una naturaleza muerta consistente en una cesta de naranjas. Retratos familiares en adornados marcos cubrían otra pared y, suspendida muy por encima de éstos, se encontraba una gran foto de la graduación de Elena. Una araña corría por donde la pared y el techo se unían.

Una puerta hacia la derecha revelaba un pedazo de mosaico blanco. Raquel fue hasta allí y atisbo.

– ¿Señora Cruz?

La apertura de la puerta se agrandó y una baja y gruesa mujer apareció, con el trapo de secar platos en la mano. Llevaba un vestido azul estampado, sin cinturón, y su cabello gris-blanquecino estaba recogido en un moño y aguantado por una peineta de imitación de tortuga. De sus orejas colgaban pendientes de plata y puntos salmón de colorete marcaban sus mejillas. Su piel tenía el aspecto delicado, suave como de bebé, común a las mujeres mayores que han sido hermosas.

– ¡Raquelita!

Dejó el trapo, salió y ambas se abrazaron durante largo rato.

Cuando me vio sobre el hombro de Raquel, sonrió.

Pero su rostro se cerró tan firmemente como la caja fuerte de un prestamista. Se soltó y me hizo una pequeña reverencia.

– Señor -dijo con demasiada deferencia y miró a Raquel, enarcando una ceja.

– Señora Gutiérrez.

Raquel habló con ella rápidamente en español. Yo capté las palabras «Elena», «policía» y «doctor»; y acabó con una pregunta.

La anciana escuchó educadamente, y luego negó con la cabeza.

– No -algunas cosas son iguales en cualquier idioma. Raquel se volvió hacia mí.

– Dice que no sabe nada más de lo que ya le dijo a la policía en la primera ocasión.

– ¿Puede preguntarle acerca del chico ese, Nemeth? De eso no le preguntaron la otra vez.

Se volvió para hablar, pero se interrumpió.

– ¿Por qué no nos lo tomamos con calma? Ayudaría mucho si comiéramos algo, si la dejásemos ser nuestra anfitriona, que nos invite.

Yo tenía verdadera hambre y se lo reconocí. Ella le pasó el mensaje a la señora Gutiérrez, que asintió con la cabeza y regresó a su cocina.

– Sentémonos -dijo Raquel.

Yo tomé el sillón y ella se puso en un rincón del sofá. La señora volvió con galletas y fruta, y café caliente. Le preguntó algo a Raquel.

– A ella le gustaría saber si esto es bastante, o si preferiría algo de chorizo hecho en casa…

– Haga el favor de decirle que esto está muy bien. No obstante, si cree que caso de aceptar el chorizo las cosas irán mejor, entonces estaré muy contento de hacerlo.

Raquel habló de nuevo. Unos momentos más tarde, me enfrentaba a un plato de salchicha con pimentón, arroz, judías refritas y ensalada aliñada con aceite y limón.

– Muchas gracias, señora – dije en español y ataqué el plato.

No podía entender mucho de lo que estaban hablando, pero sonaba a chismorreos. Las dos mujeres se toqueteaban mucho, dándose palmaditas en las manos, acariciándose las mejillas. Sonreían y parecían haberse olvidado de mi presencia.

De repente cambió el viento y las risas se transformaron en lágrimas. La señora Gutiérrez salió corriendo de la habitación, buscando el refugio de su cocina.

Raquel agitó la cabeza.

– Estábamos hablando de los viejos tiempos, cuando Elena y yo éramos niñitas. Como jugábamos a secretarias entre los matorrales, haciendo ver que eran escritorios y máquinas de escribir. Fue demasiado para ella.

Eché el plato a un lado.

– ¿Cree que deberíamos irnos? -le pregunté.

– Esperemos un poco -me llenó la taza de café y se sirvió otra ella-. Será más respetuoso.

A través de la mosquitera podía ver la rubia coronilla de Rafael sobre el borde de su sillón. Su brazo había caído, de forma que sus uñas tocaban el suelo. Estaba más allá del placer o el dolor.

– ¿Ha hablado de él? -pregunté.

– No. Como ya le he dicho, es más fácil negar la realidad.

– Pero, ¿cómo puede estar sentado ahí afuera, pinchándose, justo delante de ella, sin ocultarlo en absoluto?

– Antes acostumbraba a llorar mucho por eso. Pero, al cabo de un tiempo aceptas el hecho de que las cosas no van a ser tal como a ti te gustaría que fueran. Y, créame, ella ya ha tenido mucho entrenamiento en ese respecto. Si uno le pregunta acerca de él, dirá que está enfermo. Tal cual si tuviera un constipado, o la viruela. Es sólo cuestión de hallar la cura adecuada. ¿Ha oído usted hablar de los curanderos?

– Sí. Muchos de los pacientes hispánicos del hospital los usaban al mismo tiempo que la medicina convencional.

– Pero, ¿sabe cómo actúan? A base de preocuparse por sus pacientes. En nuestra cultura consideramos al profesional frío y distante como a alguien que no se preocupa, alguien que tanto puede echarte el mal de ojo, como curarte. En cambio, el curandero no ha tenido ninguna educación formal y no dispone de los recursos de la tecnología, si acaso sólo tiene algunas hierbas y polvos de serpiente; pero se preocupa. Vive en la comunidad, es una persona cálida y familiar, tiene una tremenda relación con sus pacientes. En cierto modo, es más un psicólogo popular que un doctor. Es por eso por lo que le sugerí a usted que comiese… para establecer una relación personal. Le he dicho que es usted una persona que se preocupa… de lo contrario ella no hubiera abierto la boca. Hubiera sido muy educada, toda una señora, Cruz pertenece a la vieja escuela, pero le hubiera dejado igualmente a oscuras.

Dio un sorbito de su café.

– Es por eso por lo que la policía no averiguó nada cuando vino aquí, por lo que nunca descubren nada en Echo Park, o el Este de Los Ángeles o San Fernando. Son demasiado profesionales. No importa lo bien intencionados que estén, aquí los vemos como robots anglos. Usted sí que se preocupa, doctor, ¿no?

– Sí.

Me tocó la rodilla.

– La señora Cruz llevó a Rafael a un curandero hace años, cuando empezó a dejar de ir por la escuela. El hombre le miró a los ojos, y dijo que estaban vacíos. Le dijo a ella que era una enfermedad del alma, no del cuerpo. Que el chico tendría que serle entregado a la Iglesia, como sacerdote o monje, para que pudiese hallar un papel útil para él mismo.

– No fue un mal consejo. Volvió a dar otro sorbo a su café.

– No. Algunos de ellos son muy sofisticados. Viven gracias a su talento. Quizá si ella le hubiera hecho caso hubiera evitado que cayera en la adicción, ¿quién sabe? Pero no podía resignarse a perderlo. No me sorprendería que se culpe a sí misma por lo que se ha convertido. Que se culpe por todo.

Se abrió la puerta de la cocina. La señora Gutiérrez entró, llevando un brazalete negro alrededor del brazo y una cara nueva que era algo más que maquillaje. Una cara endurecida para soportar el baño de ácido de un interrogatorio.

Se sentó junto a Raquel y le susurró algo en español.

– Dice que le puede hacer usted las preguntas que desee.

Asentí, con lo que esperé pareciese obvia gratitud.

– Por favor, dígale a la señora que quiero expresarle mi dolor ante la trágica pérdida y también que aprecio mucho el que tenga tiempo, durante su período de luto, para hablar conmigo.

La anciana escuchó la traducción y aceptó mis palabras con un rápido movimiento de la cabeza.

– Raquel, pregúntele sí Elena hablaba a veces de su trabajo, especialmente durante el último año.

Mientras Raquel hablaba, una sonrisa nostálgica apareció en el rostro de la anciana.

– Dice que únicamente para quejarse que a los maestros no nos pagan lo bastante. Que eran muchas horas de trabajo y que los niños podían mostrarse difíciles.

– ¿Hablaba de algún niño en particular? Una conferencia en susurros.

– Ningún niño en particular. La señora quiere recordarle que Elena era una maestra de un tipo especial, que ayudaba a los niños con problemas para aprender. Todos sus niños tenían dificultades.

Me pregunté si el haberse criado con un hermano como Rafael tendría alguna relación con la elección de especialidad que había hecho la mujer muerta.

– ¿Habló en alguna ocasión del chico que mataron, del tal Nemeth?

Tras oír la pregunta, la señora Gutiérrez asintió, tristemente, y luego habló.

– Sólo lo mencionó una o dos veces. Dijo que estaba muy triste por lo sucedido, que era una tragedia -me tradujo Raquel.

– ¿Nada más?

– Sería muy rudo seguir con eso, Alex.

– De acuerdo, pues pruebe otra cosa; ¿parecía tener Elena más dinero del habitual, recientemente? ¿Compró algún regalo caro para alguien de la familia?

– No. Dice que Elena siempre se estaba quejando de que no tenía bastante dinero. Era una chica a la que le gustaban las cosas bonitas, las cosas buenas. Un minuto – escuchó a la otra mujer, afirmando con la cabeza-. Y esto no siempre era posible, ya que la familia no era rica. Ni siquiera cuando su esposo estaba con vida. Pero Elena trabajaba muy duro y se compraba cosas. A veces a crédito, pero siempre cumplía con los pagos. Jamás tuvieron que llevársele otra vez nada de lo que había comprado. Era una chica de la que una madre podía sentirse orgullosa.

Me preparé para más lágrimas, pero no hubo ninguna. La doliente madre me miraba con una expresión fría y negra de reto. Atrévase, me estaba diciendo, a ensuciar la memoria de mi niñita.

Aparté la mirada.

– ¿Cree que ahora le podemos preguntar respecto a Handler?

Antes de que Raquel me pudiera contestar, la señora Gutiérrez escupió; gesticuló con ambas manos, alzó la voz y lanzó lo que parecía ser una retahila de maldiciones. Acabó la diatriba volviendo a escupir.

– ¿Necesita que se lo traduzca? -me preguntó Raquel.

– No se moleste -repasé en mi mente, buscando una nueva línea de interrogación. Normalmente, lo que yo hubiera hecho hubiera sido empezar hablando de cosas sin trascendencia, naderías y sutilmente ir pasando a las preguntas directas. No estaba satisfecho con el modo tan crudo en que estaba llevando a cabo esta entrevista, pero el trabajar por medio de un traductor es como hacer cirugía usando guantes de jardinero.

– Pregúntele si nos puede decir alguna otra cosa que nos pueda ayudar a cazar al hombre que., dígaselo usted como mejor crea.

La vieja escuchó y contestó vehementemente.

– Dice que nada. Que el mundo se ha convertido en un lugar loco, lleno de demonios. Que un demonio debe de haberle hecho aquello a Elena.

– Muchas gracias, señora -dije en español, y luego a Raquel-: Pregúntele si podría mirar los objetos personales de Elena.

Raquel se lo preguntó y la anciana deliberó. Me miró detenidamente, de la cabeza a los pies, suspiró y se puso en pie.

– Venga -me dijo y me llevó a la parte de atrás de la casa.

Los restos dejados por la marea de los ventiocho años de vida de Elena Gutiérrez habían sido metidos en cajas de cartón y éstas guardadas en un rincón de lo que, en esta pequeña casa, pasaba por ser el porche de la entrada de servicio. Había una puerta con ventana por la que se veía el patio trasero. Allí crecía un albaricoque, retorcido y deforme, extendiendo sus ramas cargadas de frutos sobre el podrido techo de un garaje para un solo coche.

Al otro lado del pasillo había una pequeña alcoba con dos camas, el cuarto de los dos hermanos. Desde donde yo estaba arrodillado podía ver una cómoda de madera y estantes construidos con tablones sin pulir, que descansaban sobre ladrillos. Los estantes contenían un estéreo barato y una modesta colección de discos. Un cartón de Marlboro y un montón de libros de bolsillo compartían la parte de encima de la cómoda. Una de las camas estaba perfectamente hecha, la otra era un lío de sábanas arrugadas. Entre ellas había una solitaria mesilla de noche en pino que contenía una lámpara con pie de plástico, un cenicero y un ejemplar de una revista de desnudos española.

Sintiéndome como un mirón, me acerqué a la primera de las cajas y comencé mi prospección de arqueología moderna.

Cuando hube revisado tres cajas caí en un estado de ánimo totalmente negro. Mis manos estaban sucias de polvo, mi mente llena de imágenes de la chica muerta. No había nada de sustancial, sólo los pedazos rotos que salen a la superficie en cualquier excavación prolongada. Ropa que olía a la chica, semivacías botellas de cosméticos… recuerdos de que alguien había tratado una vez de hacer que sus cejas pareciesen espesas y relucientes, de dar a su cabello aquel lustre Clairol, cubrir sus arruguillas y dar brillo a sus labios, y oler bien en los lugares precisos. Trozos de papel con notas para acordarse de recoger huevos en Vons y vino en Vendóme y otros criptogramas, recibos de la tintorería, comprobantes de la tarjeta de crédito, libros… muchos libros, la mayoría biografías y poesías, recuerdos: un ukelele en miniatura de Hawaii, un cenicero de un hotel en Palm Springs, botas de esquiar, un disco casi lleno de pildoras de control de la natalidad, viejos planes de estudios, memorándums del Director, dibujos de los niños… ninguno de un chaval llamado Nemeth.

Era algo demasiado parecido al robar tumbas para mi gusto y comprendí, más que nunca, por qué Milo bebía en exceso.

Quedaban dos cajas. Me dirigí a ellas, trabajando con más rapidez, y casi había acabado cuando el rugido de una motocicleta llenó el aire y luego murió. Se abrió la puerta trasera y sonaron pisadas.

– ¿Qué coño…?

Tenía diecinueve o veinte, era bajo y muy musculoso, llevaba una camiseta de tirantes marrón, muy sudada, que dejaba ver todos sus músculos, pantalones caqui empapados en grasa y unas botas de trabajo recubiertas de suciedad. Su cabello era espeso y estaba despeinado, colgaba hasta sus hombros y estaba mantenido en su sitio por una cinta de cuero anudada. Tenía unas facciones finas, casi delicadas, que había tratado de ocultar dejándose bigote y barba. El bigote era negro y exuberante, caía sobre sus labios y brillaba como la piel de la marta cibelina. La barba era un breve triángulo de pelusa en su barbilla. Se le veía como al chico que hace de Pancho Villa en la obra de teatro del colegio.

De su cinturón colgaba una anilla llena de llaves y éstas tintinearon cuando vino hacia mí. Sus manos estaban apretadas en sucios puños y olía a aceite de motor.

Le enseñé mi identificación del Departamento de Policía de Los Ángeles. Maldijo, pero se detuvo.

– Escucha, tío. Los tuyos ya estuvieron aquí la semana pasada. Les dijimos que no teníamos nada… – paró y contempló el contenido de la caja de cartón, extendido por el suelo-. Mierda, si ya mirasteis esto la otra vez. Acababa de empaquetarlo, tío, preparándolo para los de la beneficencia…

– Sólo es una comprobación final – le dije amistosamente.

– Claro, tío. Pero, ¿por qué los de la bofia no aprendéis a hacer bien las cosas la primera jodida vez?

– Acabaré en un momento.

– Ya has acabado, tío. Fuera.

Me puse en pie.

– Déme unos minutos más para recogerlo todo.

– Fuera, tío -indicó con el pulgar la puerta trasera.

– Estoy tratando de investigar la muerte de su hermana, Andy. No estaría mal que usted cooperase.

Dio un paso más, acercándose. Había manchas de grasa en su frente y bajo sus ojos.

– No me vengas ahora con eso de Andy, tío. Ésta es mi casa y yo soy el señor Gutiérrez. Y no me vengas con esas mierdas de que estás investigando. Nunca vais a cazar al tipo que le hizo eso a Elena porque no os importa un pimiento. Entras a la fuerza en una casa, husmeas las cosas personales y nos tratas como a campesinos. Sal a la calle y busca a ese hombre, tío. Si esto fuera Beverly Hills ya lo hubierais cazado, si hubiera hecho eso a la hija de un rico…

Su voz se le quebró y se calló para ocultarlo.

– Señor Gutiérrez -le dije con suavidad -, la cooperación de la familia puede ser de una gran ayuda en estos…

– ¡Hey, tío, ya te lo he dicho! Esta familia no sabe nada de esto. ¿Crees que conocemos a un jodido loco como el que pudo hacer eso? ¡La gente de por aquí no actúa de ese modo, tío!

Dio una ojeada a mi placa, leyéndola con esfuerzo, moviendo los labios. Murmuró la palabra «experto» un par de veces antes de captar el significado.

– ¡Hey, tío, no puedo creérmelo! ¡Ni siquiera eres un verdadero policía, sino un jodido experto! ¿Y a ti te han mandado aquí? ¿En qué eres doctor, tío?

– Doctor en psicología.

– ¡Eres un comecocos, tío… mandan aquí a un jodido comecocos! ¿Es que se creen que hay algún loco aquí? ¿Crees que alguien de esta familia está loco, tío? ¿Lo crees?

Ahora me estaba echando el aliento. Sus ojos eran suaves y marrones, con unas pestañas tan largas y tan soñadoras como los de una chica. Ojos como aquellos podían hacerle a uno tener dudas sobre sí mismo, llevarle a uno a adoptar posturas exageradamente de macho.

Pensé que aquella familia tenía bastantes problemas, pero no contesté a su pregunta.

– ¿Qué joder haces aquí, husmeándonos el coco, tío? Mientras hablaba, me iba rociando con gotitas de saliva. Un globo de ira se hinchó en mi tripa. Automáticamente, mi cuerpo asumió una posición defensiva de karate.

– No es eso, y puedo explicarlo. ¿O está usted decidido a portarse como un verdadero imbécil?

Lamenté las palabras en el mismo momento que salían de mi boca.

– ¿Imbécil? ¡Maldita sea, tú eres el imbécil, tío! -su voz se alzó una octava y me agarró por la solapa de la chaqueta.

Estaba dispuesto, pero no me moví. Está en pleno duelo, me decía a mí mismo. No es responsable de lo que hace.

Aguanté su mirada y él se echó atrás. Ambos hubiéramos dado la bienvenida a una excusa para dejarlo correr. ¿Ni para eso servía el ser civilizados?

– ¡Lárgate, tío! ¡Ahora!

– ¡Antonio!

La señora Gutiérrez había entrado en el pasillo. Se veía a Raquel tras ella. Contemplándola, me sentí repentinamente avergonzado: había hecho un brillante trabajo de echar a perder una situación delicada. ¡Vaya un psicólogo…!

– Mamá, ¿tú dejaste entrar a este tío?

La señora Gutiérrez se excusó con los ojos y habló con su hijo en español. Él pareció fundirse bajo el dedo que agitaba su mamá y su aspecto airado.

– Ya te lo dije antes, mamá, no les importa un… -se detuvo y continuó en español. Sonaba como si se estuviera defendiendo, con todo su machismo convertido de pronto en impotente.

Siguieron el uno y el otro durante un rato. Luego él se metió con Raquel. Pero ella no se mordió la lengua:

– Ese hombre está tratando de ayudarte, Andy. ¿Por qué no le ayudas tú a él, en lugar de echarlo?

– No necesito la ayuda de nadie. Vamos a cuidarnos de nosotros mismos, como hemos hecho siempre.

Ella suspiró.

– ¡Mierda! -él fue a su habitación, salió con un paquete de Marlboro e hizo todo un espectáculo del encender uno y metérselo en la boca. Desapareció, momentáneamente, tras una nube azul, luego sus ojos relampaguearon de nuevo, yendo de mí a su madre, a Raquel y de nuevo a mí. Sacó la anilla-llavero de su cinturón y agarró las llaves entre los dedos, como si fuera un improvisado «puño de hierro».

– Ahora me voy, tío. Pero será mejor que cuando vuelva te hayas jodidamente ido.

Abrió la puerta de una patada y se marchó contoneándose. Escuchamos el tronar de la motocicleta al ponerse en marcha y el alarido disminuyente de la máquina mientras aceleraba yéndose.

La señora Gutiérrez dejó caer la cabeza y le dijo algo a Raquel.

– Le pide a usted perdón por la rudeza de Andy. Él ha estado muy alterado desde la muerte de Elena. Está trabajando en dos empleos y se siente muy presionado.

Yo alcé una mano para detener la apología.

– No hay necesidad de ninguna explicación. Sólo espero no haberle causado a la señora molestias innecesarias.

La traducción resultaba superflua. La expresión en el rostro de la madre era más que elocuente.


Rebusqué por las dos últimas cajas con bien poco entusiasmo y no obtuve nuevas iluminaciones mentales. Seguía notando el regusto amargo de mi confrontación con Andy. Experimentaba el mismo tipo de vergüenza que uno siente cuando ha profundizado demasiado, cuando ha visto y oído más de lo que uno necesitaba o deseaba. Como cuando un niño se entromete en el hacer el amor de sus padres, o un excursionista aparta una piedra de una patada, sólo para encontrarse debajo con algo viscoso.

Había visto antes familias como la de los Gutiérrez; había conocido docenas de Rafaeles y Andys. Era como un molde: el vago y el super-chico, interpretando sus papeles con deprimente predictibilidad. Uno incapaz de enfrentarse con la vida, el otro tratando de ocuparse de todo. El vago dejando que los demás cuidasen de él, evitando sus responsabilidades, dejando pasar la vida pero sintiéndose como… un vago. El superchico, competente, compulsivo, trabajando en dos empleos, e incluso tres cuando la situación lo requería, compensando la falta de dedicación del vago, ganándose la adoración de la familia, rehusando doblegarse bajo el peso de su carga, manteniendo su rabia bajo control… pero no siempre.

Volví a reembalar las cosas tan correctamente como me fue posible.

Cuando volvimos a salir al porche, Rafael aún seguía estupefacto. El sonido del Seville poniéndose en marcha le despertó con un sobresalto, y parpadeó rápidamente, como si saliese de un mal sueño; se alzó con esfuerzo y se limpió la nariz con la manga. Miró en nuestra dirección, sin comprender nada. Raquel volvió la cara, como una turista que evita a un pordiosero leproso. Mientras yo apartaba el coche vi cómo una chispa de reconocimiento iluminaba sus facciones dopadas, y luegos éstas registraban aún más incomprensión.

La oscuridad que se acercaba había disminuido el nivel de actividad en Sunset, pero aún había mucha vida en las calles. Las bocinas de los coches sonaban, risas sonoras se elevaban sobre el humo de los escapes y música de mariachis sonaba muy fuerte desde las puertas abiertas de los bares. Aparecieron trazas de neón y parpadeaban luces en las laderas de las colinas.

– Realmente lo eché todo a perder -dije.

– No, no puede culparse de ello -con el humor en que ella estaba, el animarme le requirió un esfuerzo. Aprecié su buena voluntad y se lo hice saber-. Se lo digo en serio,

Alex. Se mostró usted muy sensible con Cruz… puedo ver el porqué era usted un buen psicólogo. Le cayó usted bien.

– Obviamente, no se puede decir lo mismo del resto de la familia.

Permaneció en silencio unas cuantas manzanas.

– Andy es un buen chico… nunca se unió a las bandas, y eso que por no hacerlo tuvo que aguantar muchos castigos. Espera mucho de sí mismo. Ahora, todo ha caído sobre sus espaldas.

– Y, con todo ese peso, ¿para qué anda buscándose nuevos problemas?

– Sí, tiene razón, siempre está buscándose nuevos problemas… pero, ¿acaso no lo hacemos todos? Sólo tiene dieciocho años, quizá madure…

– No dejo de preguntarme si había algún modo en que yo hubiera podido manejar mejor las cosas -le conté los detalles de mi enfrentamiento con el chico.

– Eso de llamarle imbécil no mejoró las cosas, pero tampoco hubiera sido diferente de no habérselo dicho. Entró buscando pelea. Cuando los latinos se ponen así, hay bien poco que se pueda hacer. Añádale alcohol a eso y comprenderá el porqué cada sábado por la noche llenamos las salas de emergencias de los hospitales con heridos de cuchilladas.

Pensé en Elena Gutiérrez y Morton Handler. Ellos no habían llegado a una sala de emergencias. Me permití seguir un poco con esa línea de pensamiento, luego frené hasta pararlo y dejé caer esa idea en un depósito oscuro de algún lugar al sur de mi subconsciente.

Miré a Raquel. Estaba sentada muy tiesa en el blando cuero, rehusando abandonarse a la comodidad. Su cuerpo estaba quieto, pero sus manos jugueteaban nerviosamente con el borde de su falda.

– ¿Tiene apetito? -le pregunté. Cuando dudes, aférrate a lo básico.

– No. Pero si usted quiere puede comer algo.

– Aún tengo el sabor del chorizo.

– Entonces, puede llevarme a casa.

Cuando llegamos a su apartamento ya era de noche y las calles estaban vacías.

– Gracias por haberme acompañado.

– Espero haberle sido de ayuda.

– Sin usted, la cosa hubiera sido un desastre.

– Gracias – sonrió y se inclinó hacia mí. Empezó como un beso en la mejilla pero uno de nosotros, o los dos, se movió y se convirtió en un beso en los labios. Luego un dubitativo mordisquito, repleto de calor y deseo, que rápidamente se hinchó hasta ser un jadeante y hambriento bocado de adulto. Nos acercamos el uno al otro, simultáneamente, sus brazos echándose alrededor de mi cuello, mis manos en su cabello, su rostro, entre sus omoplatos. Nuestras bocas se abrieron y nuestras lenguas bailaron un lento vals. Respiramos pesadamente, agitándonos, luchando por acercarnos aún más.

Nos besamos como dos quinceañeros durante unos minutos incesantes. Yo desabroché un botón de su blusa. Ella lanzó un sonido profundo, cogió mi labio inferior entre sus dientes, lamió mi oreja. Mi mano se deslizó por la cálida seda de su espalda, trabajando sin que yo la dirigiera, soltando la presilla de su sujetador, rodeando su pecho. El pezón, duro como una piedra y húmedo, anidó en mi palma. Ella bajó una mano y unos dedos delgados manejaron mi bragueta.

Yo fui quien la detuvo.

– ¿Qué es lo que te pasa?

No hay nada que uno pueda decir en una situación como aquella que no suene a lugar común o a totalmente idiota, o quizá a ambas cosas. Opté por las dos.

– Lo lamento. No lo tomes como algo personal.

Ella se irguió de un tirón, se atareó en cerrar, abrochar y arreglarse el cabello.

– ¿Y de qué otro modo puedo tomármelo?

– Eres muy deseable.

– Mucho.

– ¡Maldita sea, me atraes! Me gustaría mucho hacer el amor contigo.

– Entonces, ¿qué es lo que pasa?

– Hay un compromiso.

– No estás casado, ¿verdad? Al menos no actúas como si estuvieras casado.

– Hay otros compromisos, además del matrimonio.

– Ya veo -aferró su bolso y puso la mano en la manecilla -. Esa persona con la que estás comprometido… ¿le importaría a ella?

– Sí. Y lo que es más importante, me importaría a mí. Ella se echó a reír, al borde de la histeria.

– Lo siento -dijo, al recuperar el aliento-. Es tan puñeteramente irónico. ¿Te crees que hago esto a menudo? Ésta es la primera vez, en mucho tiempo, en que estoy interesada en un hombre. La monja echa una canita al aire y va y se topa de cara con un santo…

Se rió de nuevo, nerviosamente. Ese sonido, frágil y febril, me puso muy incómodo. No me gustaba nada encontrarme con que la frustración de alguien me caía encima, pero supuse que ella tenía derecho a ese momento de estrellato catártico.

– No soy ningún santo, puedes creerlo.

Me tocó la mejilla con los dedos. Era como si me la abrasasen con tizones encendidos.

– No, sólo eres un buen tipo, Delaware.

– Tampoco me siento como un buen tipo.

– Te voy a volver a besar -dijo -, pero esta vez va a ser un beso casto. Como debería haberlo sido en la primera ocasión.

Y lo hizo.

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