21

Un millar de metros de espeso bosque escudaban al campus de Jedson de la ruta de la costa. El bosque daba paso a dos columnas gemelas de piedra, grabadas con números romanos, que indicaban el origen de un sendero pavimentado que atravesaba la universidad por su centro. El camino acababa en una plaza circular centrada por un reloj de sol, maltratado por el tiempo, situado bajo un gigantesco pino.

A primera vista, Jedson parecía una de esas pequeñas universidades del Este que se especializan en parecerse a Harvard, en miniatura. Los edificios estaban construidos con ladrillos enmohecidos por el tiempo y embellecidos con cornisas de piedra y mármol, con techos de pizarra y cobre… diseñados en una era en la que la mano de obra era barata y los moldeados intrincados, los arcos de expansión, las gárgolas y cariátides estaban a la orden del día. Incluso la hiedra parecía auténtica, cayendo desde los tejados de pizarra, chupando los ladrillos, recortada para dejar libres las ventanas, hundidas y emplomadas.

El campus era pequeño, quizá un kilómetro cuadrado y cuarto, y estaba repleto de oteros sombreados por árboles, setos imponentes de robles, pinos, sauces, olmos y abedules claros reseguidos en mármol y bordeados por asientos de piedra y monumentos en bronce. Todo muy tradicional, hasta que uno miraba hacia el oeste y veía praderas muy cuidadas que se hundían hacia el muelle y el puerto privado que había más allá. Los amarraderos estaban ocupados por carenados yates con puentes en teca, de quince metros y aún más largos, coronados por antenas de radar y sonar y otras de radio; claramente muy siglo veinte y obviamente Costa Oeste.

La lluvia había pasado y un triángulo de luz atisbaba bajo los repliegues color carbón del cielo. A alguna distancia del puerto, una armada de barcos de vela cortaba un agua que parecía papel estaño. Los botes estaban ensayando algún tipo de ceremonia, pues cada uno de ellos giraba alrededor de la misma boya y desplegaba velas spinnakers de colores ultrajantes: naranjas, púrpuras, escarlatas y verdes, como las plumas de la cola de alguna bandada de pájaros tropicales.

Sobre un pedestal había un mapa cubierto de metacrilato y lo consulté para localizar el Crespi Hall. Los estudiantes que pasaban parecían gente muy silenciosa. En su mayor parte eran de mejillas coloradas y cabello paja, con el color de sus ojos pasando el espectro desde el azul claro hasta el azul oscuro. Sus estilos de peinado parecían estar caramente ejecutados pero todos databan de la época de Eisenhower. Los pantalones llevaban dobladillo, los zapatos eran todos de cuero bueno y había las bastantes camisas y polos decorados con cocodrilos como para haber dejado despoblados los Everglades. Un eugeneticista se hubiera sentido orgulloso al observar las espaldas rectas, los físicos robustos y la seguridad en sí mismos demostrada por aquellos hijos de nobles cunas. Me sentí como si hubiera muerto y me hallara en el cielo de los arios.

El Crespi era un romboide de tres pisos con un frontis de columnas jónicas en mármol blanco con venas varicosas. La oficina de relaciones públicas estaba oculta tras una puerta de nogal marcada con escritura dorada. Cuando la abrí, la puerta crujió.

Margaret Dopplemeier era una de esas mujeres altas y angulosas predestinadas a la soltería. Trataba de ocultar su desgarbado cuerpo en un traje marrón de paño inglés con forma de tienda de campaña, pero los ángulos y líneas rectas se destacaban a través. Tenía una cara de mandíbula grande, unos labios sin compromisos, y un cabello marrón-rojizo cortado en una melenita incongruentemente infantil. Su oficina apenas si era mayor que el interior de mi coche; era evidente que las relaciones públicas no era una de las cuestiones vitales para los dirigentes de Jedson, y tuvo que estrecharse entre el borde de su escritorio y la pared para venir a recibirme. Fue una maniobra que hubiera parecido poco grácil realizada por la Pavlova y Margaret Doplemeier la convirtió en un incómodo movimiento, muy patoso. Sentí pena por ella, pero tuve buen cuidado en no mostrarlo: estaba a mediados de los treinta y, a esa edad, las mujeres como ella han aprendido a apreciar la confianza que tienen en sí mismas. Es una forma tan buena como cualquier otra con la que soportar la soledad.

– Hola, usted debe ser Alex.

– Lo soy. Encantado de conocerla, Margaret.

Su mano era gruesa, dura y callosa… quizá de demasiado frotársela con la otra o lavar a mano. No estaba seguro.

– Por favor, siéntese.

Tomé una silla de espalda recta y me senté incómodamente.

– ¿Café?

– Por favor. Con crema.

Detrás de su escritorio había una mesa con una bandeja de calentar. Vertió café en un tazón y me lo entregó.

– ¿Ha decidido ya lo de la comida?

La perspectiva de verla a través de una mesa durante una hora más no me emocionaba. No era por lo poco agraciado de su tipo ni por su serio rostro. Parecía dispuesta a contarme la historia de su vida, y yo no tenía gana alguna de llenar mi cabeza de material innecesario. Decliné su oferta.

– Entonces, ¿qué le parece picar algo?

Me trajo una bandeja con queso y galletas saladas, no pareciendo muy confortable en el rol de anfitriona. Me pregunté por qué había caído en el campo de las relaciones públicas. Un trabajo como bibliotecaria me habría parecido más adecuado para ella. Luego se me ocurrió que, en Jedson, las relaciones públicas debían de estar muy emparentadas con el trabajo de las bibliotecarias, un empleo de escritorio que debía tener mucho de recortar y mandar cartas y poco de contactos cara a cara.

– Gracias -tenía apetito y el queso era bueno.

– Bien -miró por encima de su escritorio, halló unas gafas y se las puso. Tras los cristales sus ojos se hicieron más grandes y suaves-. Usted quiere tener una idea acerca de Jedson.

– Eso es… Tener una idea personal acerca del lugar.

– Es un lugar único. Yo soy de Wisconsin y estudié en Madison, con otros cuarenta mil estudiantes. Aquí sólo hay dos mil. Todo el mundo se conoce.

– Es como una gran familia -saqué una pluma y un bloc de notas.

– Sí -a la palabra familia, había fruncido la boca -. Se podría decir que sí.

Trasteó con unos papeles y empezó a recitar:

– El Jedson College fue fundado en 1858 por Josiah T. Jedson, un emigrante escocés que hizo una fortuna en la minería y los ferrocarriles. Eso es tres años antes de que se fundara la Universidad de Washington, así que somos en realidad el centro más antiguo de la ciudad. La intención de Jedson era crear una institución de enseñanza superior, en la que los valores tradicionales coexistieran con la educación en las artes y las ciencias básicas. Hasta el día actual, los fondos principales para el mantenimiento del College provienen de la anualidad que recibimos de la Fundación Jedson, aunque también tenemos otras fuentes de ingresos.

– Tengo entendido que la matrícula es bastante alta.

– La matrícula – frunció el entrecejo -, es de doce mil dólares al año, más la pensión, gastos administrativos y otros misceláneos.

Silbé.

– ¿Conceden ustedes becas?

– Cada año se concede un pequeño número de becas para los estudiantes merecedores de las mismas, pero no hay ningún programa amplio de ayuda financiera.

– Entonces, no están ustedes interesados en atraer estudiantes de un amplio abanico socioeconómico.

– No especialmente, no.

Se quitó las gafas, dejó a un lado el material escrito que tenía preparado y me miró miopemente.

– Espero que no sigamos con esa línea particular de preguntas.

– ¿Y por qué no, Margaret?

Movió los labios, como comprobando el tamaño de diversas palabras no pronunciadas y rechazándolas todas.

– Alex -dijo-, ¿puedo hablarle off the record, de un escritor a otro?

– Naturalmente -cerré el bloc y me metí la pluma en el bolsillo interior de la chaqueta.

– No sé cómo expresar esto -jugueteó con una solapa de paño, arrugando la gruesa tela y luego alisándola -. Ese artículo… su visita, no le han caído muy bien a la administración. Como habrá podido deducir de la grandiosidad de lo que nos rodea, las relaciones públicas no es un tema demasiado bien visto por el Jedson College. Después de que hablé con usted ayer, les conté lo de su visita a mis superiores, creyendo que les iba a complacer. De hecho, fue todo lo contrario. No se puede decir que exactamente me palmearan la espalda.

Hizo una mueca, como recordando una azotaina particularmente dolorosa.

– No quise meterla en problemas, Margaret.

– No tenía por qué saber que iba a pasar eso. Como le dije, soy nueva aquí. Ellos hacen las cosas de otra manera. Es un modo de vida diferente… tranquilo, conservador. En este lugar es como si no pasase el tiempo.

– ¿Y cómo atrae a los estudiantes una universidad que no quiere llamar la atención sobre sí misma?

Ella se mordisqueó el labio.

– No quiero hablar de eso.

– Margaret, es off the record. Ahora no me deje con la miel en los labios.

– No es importante – insistió, pero su pecho se estremecía y en los planos y agrandados ojos se podía ver un conflicto.

– Entonces, ¿a qué vienen esos secretos? Nosotros, los escritores, hemos de ser sinceros los unos con los otros. Ya hay bastantes censores por ahí.

Pensó en esto por un largo tiempo. En su rostro era evidente la indecisión, y yo no pude dejar de sentirme como todo un desalmado.

– No quiero tener que irme de aquí – me dijo al fin -. Tengo un bonito apartamento con vistas al lago, mis gatos y mis libros. No quiero… perderlo todo. No quiero tener que hacer las maletas y volverme al Medio Oeste. A kilómetros de tierras llanas sin montañas, sin modo de establecer una perspectiva. ¿Me entiende?

Su modo de hablar y tono eran quebradizos… conocía muy bien aquello, porque lo había visto en incontables pacientes de terapia, justo antes de que las defensas se derrumbasen con estrépito. Ella quería soltar su lengua y yo iba a ayudarla, siendo un buen bastardo manipulador…

– ¿Comprende lo que le quiero decir? -me preguntaba ella.

Y me oí a mí mismo contestar, tan suave, tan dulce:

– Claro que sí.

– Cualquier cosa que yo le diga ha de ser confidencial. No debe de ser publicada.

– Se lo prometo. Soy escritor de artículos de tipo general, no tengo aspiraciones de convertirme en un Woodward o un Bernstein.

Una débil sonrisa apareció en sus anchas y no muy definidas facciones.

– ¿No aspira a eso? Pues yo sí lo hice, en un tiempo. Tras cuatro años en el periódico estudiantil de Madison, creí que iba a conmover al mundo del periodismo. Pasé todo un año sin lograr un trabajo escribiendo… tuve que hacer de camarera. ¡Lo odiaba! Luego trabajé para una revista sobre perros, escribiendo articulitos encantadores sobre caniches y schnauzers. Me traían a las pequeñas bestias a la oficina, para que les hiciéramos fotos y ensuciaban la moqueta. Hedía. Cuando eso se fue al cuerno, pasé dos años cubriendo reuniones sindicales y fiestas de ancianos en New Jersey y eso fue lo que acabó de quitarme las pocas ilusiones que me quedaban. Ahora, lo único que busco es un poco de paz.

De nuevo se quitó las gafas; cerró los ojos y se hizo un masaje en las sienes.

– Cuando miramos las cosas a fondo, eso es lo que, en realidad, todos deseamos.

Abrió los ojos y miró en mi dirección, forzando la vista. Por la forma que se esforzaba yo debía de ser para ella poco más que una mancha. Traté de parecerle una mancha en la que se podía confiar.

Se metió un par de trozos de queso en la boca y los hizo trizas con sus mandíbulas como cizallas.

– No sé cuánto de todo esto va a servirle para su artículo – me dijo-. Especialmente si lo que quiere es una historia sin complicaciones.

Yo forcé una risa.

– Ahora que me ha picado la curiosidad, no me deje en la estacada.

Ella sonrió.

– ¿De un escritor a otro?

– De un escritor a otro.

– Oh – suspiró -, supongo que tampoco es tan importante.

Luego, entre bocados de queso, me dijo:

– En primer lugar, el Jedson College no está interesado en atraer a gente de fuera. Punto. Es una universidad, pero sólo lo es de nombre y en su estatus formal. Lo que realmente es el Jedson College, en su funcionamiento, es una jaula. Un lugar para que los miembros de la clase privilegiada tengan a sus hijos durante cuatro años, antes de que los chicos se metan en el negocio de papi y las chicas se casen con los chicos y se conviertan en buenas amitas de casa y empiecen, unos y otros, su ascenso social. Los chicos se gradúan en dirección de empresas o en económicas, las chicas en historia del arte o economía del hogar. El aprobadillo logrado con dignidad es el objetivo común. La gente demasiado brillante es mal vista aquí. Algunos de estos últimos entran en las facultades de leyes o medicina, pero cuando han terminado su entrenamiento ya han regresado al rebaño.

Sonaba amargada, como una de esas chicas a la que nadie saca a bailar y está describiendo la fiesta de fin de curso.

– Los ingresos medios anuales del tipo de familia que envía a sus chicos a estudiar aquí están por encima de los cien mil dólares. Piense en ello, Alex. Aquí todo el mundo es rico. ¿Ha visto el puerto?

Asentí con la cabeza.

– Esos juguetitos flotantes pertenecen a los estudiantes – hizo una pausa como si ella misma no acabase de creérselo-. El aparcamiento parece el del Grand Prix de Monte Cario. Y, a diario, esos chicos visten de cachemir y ante.

Una de sus descarnadas y ásperas manos halló a la otra y la acarició. Miró de pared a pared por su pequeño cubículo, como buscando micrófonos ocultos. Me pregunté qué era lo que la ponía tan nerviosa. Así que Jedson era un centro para chicos ricos. Stanford también había empezado de aquel modo, y quizá hubiera acabado igualmente estancado, de no ser por alguien que había descubierto que, el no dejar entrar a los judíos y asiáticos listos y a otra gente de raros apellidos y alta inteligencia, llevaba a una eventual entropía académica.

– El ser rico no es ningún crimen -dije.

– No es sólo eso. Es la absoluta estupidez que acompaña a la riqueza. Yo estuve en Madison durante los sesenta, allí había un sentido de solidaridad social. Activismo. Estábamos luchando para acabar con la guerra. Ahora es el movimiento contra las armas nucleares. La universidad puede ser un vivero para la toma de conciencia. Pero aquí no crece nada…

Me la imaginé quince años antes, vestida con pantalón caqui y camiseta de manga larga, manisfestándose y gritando eslogans. El radicalismo había luchado una batalla, perdida de antemano, por sobrevivir, erosionado por tener demasiado de nada. Pero ella aún podía sentir alguna nostalgia…

– Es especialmente duro para los profesores -me estaba diciendo-. No para los de la Vieja Guardia, sino para los Jóvenes Leones… así es como se autodenominan. Vienen aquí a causa de los problemas por lograr trabajo, con su típico liberalismo académico y puntos de vista avanzados. Duran dos, quizá tres años. Esto es intelectualmente estultificante… para no hablar de la frustración de ganar sólo quince mil dólares al año, cuando el guardarropa de un estudiante ya cuesta más que eso.

– Lo cuenta usted como si lo supiese de buena tinta…

– Lo sé. Había… un hombre. Un buen amigo mío. Llegó aquí a enseñar filosofía. Era brillante, un graduado de Princeton, un auténtico intelectual. Esto lo devoraba. Me lo explicaba, me decía lo que era el colocarse frente a una clase y hablar de Kierkegaard y Sartre y ver a treinta pares de ojos perdidos en la lejanía… Ubermensch U, así la llamaba, la universidad de los infrahumanos. Se marchó el año pasado.

Se la veía dolida. Cambié de tema.

– Mencionó usted a la Vieja Guardia. ¿Quiénes son esos?

– Graduados de Jedson que desarrollan un interés por algo que no sea el hacer dinero. Siguen hasta conseguir doctorados en humanidades, en temas totalmente inútiles como Historia, o Sociología, o Literatura… y luego vuelven aquí arrastrándose, para enseñar. Jedson se cuida de los suyos.

– Supongo que les resulta más fácil el relacionarse con los estudiantes, visto que provienen del mismo ambiente social.

– Así debe ser, pues ellos siguen. La mayoría de ellos son mayores… últimamente no han habido muchos estudiosos que regresen a su alma mater. Es posible que la Vieja Guardia esté disminuyendo. En realidad, algunos de ellos son bastante decentes. Tengo la impresión de que aquí siempre fueron unos marginados… los que no se adaptaban. Supongo que incluso las clases privilegiadas tienen de éstos.

La expresión de su rostro hablaba de su experiencia personal con el dolor del rechazo social. Debió haberse dado cuenta de que corría el peligro de cruzar la frontera entre el comentario social y el striptease psicológico, porque se echó atrás, se puso las gafas y sonrió agriamente.

– ¿Qué tal está esto para una buena relaciones públicas?

– Para ser usted nueva en el lugar, parece que ha llegado hasta el fondo.

– Algo de ello lo he visto por mí misma. Otras cosas me las han contado.

– ¿Su amigo el intelectual?

– Sí.

Se detuvo y tomó un gran bolso, de imitación piel. No le costó mucho hallar lo que estaba buscando.

– Éste es Lee – me dijo y me entregó una foto de ella y un hombre varios centímetros más pequeño. El hombre estaba quedándose calvo, aunque tenía mechones de espeso, rizado y negro cabello sobre cada oreja, un bigote muy poblado y gafitas redondas sin aro. Vestía una desteñida camisa azul de trabajo y tejanos y calzaba botas altas de lazos de montañero. Margaret Dopplemeier estaba ataviada con un sarape que acentuaba su tamaño, pantalones de pana muy anchos y sandalias planas. Ella tenía el brazo alrededor de él, y parecía al tiempo materna e infantilmente dependiente.

– Ahora está en Nuevo Méjico, trabajando en su libro. Necesita la soledad, dice.

Le devolví la foto.

– Los escritores necesitan eso a menudo.

– Sí. Hablamos sobre eso una y otra vez -guardó de nuevo su reliquia, tendió la mano hacia el queso, pero luego volvió a retirarla, como si repentinamente hubiera perdido el apetito.

Dejé que pasara un momento de silencio, luego hice un arabesco, apartándome en tangente de su vida.

– Lo que me está diciendo resulta fascinante, Margaret: Jedson está perfectamente montado y se matricula justo la gente que necesita. Es un sistema que se perpetúa a sí mismo.

La palabra «sistema» puede ser un buen catalizador para alguien que haya coqueteado con la izquierda. La hizo ponerse de nuevo en marcha.

– Absolutamente; el porcentaje de alumnos cuyos padres son graduados de Jedson es increíblemente alto. Apostaría que los dos mil estudiantes provienen de no más de quinientas o seiscientas familias. Cuando preparo listas, los mismos apellidos aparecen una y otra vez. Es por eso por lo que me sobresalté cuando usted lo llamó una gran familia. Me pregunté cuánto sabría ya.

– Nada, hasta que llegué aquí.

– Sí. Le he contado demasiado, ¿no?

– En un sistema cerrado, lo menos que desea el establishment es que haya publicidad -insistí.

– Naturalmente. Jedson es un anacronismo. Sobrevive en el siglo veinte a base de seguir siendo pequeño y manteniéndose apartado de las primeras páginas. Mis instrucciones eran de darle a usted de comer, darle de beber, ocuparme de que diera un agradable paseito por el campus y luego escoltarle hasta el exterior con poco o nada sobre lo que escribir. Los directivos de Jedson no quieren salir en el Los Ángeles Times. No quieren que cosas tales como la igualdad de oportunidades en la matriculacion o la búsqueda de la excelencia educativa asomen sus feas caras por estos andurriales.

– Aprecio mucho su honestidad, Margaret.

Por un momento pensé que se iba a echar a llorar.

– No lo haga sonar como si yo fuese una especie de santa. No lo soy, y lo sé. El que haya hablado con usted ha sido una cobardía, un engaño. La gente de aquí no son unos malvados. Yo no tengo ningún derecho a dejarlos así, al descubierto. Han sido buenos conmigo. Pero me canso de estar siempre mostrando una careta, de acudir a tomar el té con buenas señoras que pueden pasarse todo el día hablando de las distintas modalidades en la loza de lujo, o de cómo disponer correctamente una mesa… ¿se creería que aquí dan una asignatura que consiste en cómo poner bien una mesa?

Se miró las manos como si no se las imaginase sosteniendo algo tan frágil como la loza de lujo.

– Mi trabajo es pura pretensión, Alex. Es un puro servicio de envío de correspondencia ennoblecido. Pero no lo voy a dejar -insistió, como debatiéndolo con un adversario invisible -. Aún no. No en este momento de mi vida. Me despierto y veo el lago. Tengo mis libros y un buen equipo estéreo. Puedo coger moras de las zarzas no muy lejos de aquí. Me las como por la mañana con nata.

No dije nada.

– ¿Me traicionará usted? -me preguntó.

– Claro que no, Margaret.

– Entonces márchese. Olvídese de Jedson y no la incluya en su artículo. Aquí no hay nada que le interese a alguien de fuera.

– No puedo.

Se sentó muy tiesa en su silla.

– ¿Por qué no? -había terror e ira en su voz, algo decididamente amenazador en su mirada. Yo podía comprender la huida de su amante hacia la soledad. Estaba seguro que la agonía mental de la masa estudiantil de Jedson no era de lo único que había escapado.

Para mantener nuestras líneas de comunicación abiertas, no tenía otra cosa que ofrecerle más que la verdad, y la oportunidad de ser una más en la conspiración. Inspiré profundamente y le conté la verdadera razón de mi visita.

Cuando hube acabado, mostraba la misma expresión. Yo quisiera haberme echado atrás, pero mi silla estaba a escasos centímetros de la puerta.

– Es curioso -dijo-, debería sentirme usada, explotada, pero no es así. Tiene usted un rostro honesto. Incluso sus mentiras suenan a verdades.

– No soy más honesto de lo que pueda serlo usted. Simplemente quiero conseguir algunos datos. Ayúdeme.

– ¿Sabe?, yo fui miembro de la organización izquierdista estudiantil, la SDS. En aquellos días, los policías eran para nosotros los «cerdos».

– Éstos no son aquellos días, y no soy un policía. Además, no estamos hablando de teorías abstractas, ni polemizando sobre la revolución. Esto es un crimen triple, Margaret, y abuso de niños y quizá más. Nada de asesinatos políticos, sino gente inocente cortada en sangrientos pedacitos, hecha picadillo, desechos humanos. Y niños aplastados por coches en carreteras de cañones solitarios.

Se estremeció, me dio la espalda, se pasó una uña no pintada por encima de una muela, y luego me volvió a dar la cara.

– ¿Y cree usted que uno de ellos, uno de Jedson, ha sido el responsable de todo eso? -la idea en sí le resultaba deliciosa.

– Creo que dos de ellos han tenido algo que ver en el asunto.

– ¿Y por qué está usted haciendo esto? ¿No dice usted que es psiquiatra?

– Psicólogo.

– Lo que sea. ¿Qué saca usted de esto?

– Nada. Nada que usted pueda creer…

– Vamos a verlo.

– Quiero que se haga justicia. Es algo que no me deja dormir.

– Le creo -dijo en voz baja.

Se fue durante veinte minutos y cuando regresó traía un montón de libros de gran tamaño, encuadernados en piel azul marroquinada.

– Éstos son los anuarios, si es que sus estimaciones sobre su edad son correctas. Le voy a dejar con ellos y me iré a buscar en los archivos de alumnos. Ciérrese por dentro cuando me haya ido y no conteste aunque llamen. Yo haré tres llamadas y luego dos, ésa será nuestra contraseña.

– A sus órdenes.

– Ja -rió, y por primera vez pareció atractiva.

Timothy Kruger me había mentido acerca de ser un chico pobre que justo había logrado entrar en Jedson. Su familia había donado un par de los edificios, e incluso una pura lectura por encima de los anuarios dejaba bien claro que los Kruger eran Muy Importantes. En cambio, la parte acerca de sus proezas atléticas era cierta: se había signi-ficado en las pistas de carreras, en pelota base y en lucha grecorromana. Había fotos de él saltando obstáculos, lanzando la jabalina y, más adelante, en una sección dedicada al teatro, en los papeles de Hamlet y Petruchio. La impresión que me dio era que constituía toda una figura en el campus. Me pregunté cómo habría acabado en La Casa de los Niños, trabajando con una titulación falsa.

La foto de L. Willard Towle mostraba que, en su juventud, había sido uno de esos rubios tipo Tab Hunter. Las notaciones que había bajo su nombre mencionaban la presidencia en el Club de los PreMed y en la Sociedad Honorífica de Biología. También había un asterisco que llevaba a una nota a pie de página que aconsejaba al lector que fuese a la última página del libro. Obedecí las instrucciones y llegué a una foto orlada en negro… la misma foto que había visto en la oficina de Towle, de su esposa e hijo contra un fondo de lago y montañas. Había una inscripción bajo la foto:

In Memoriam Lilah Hutchison Towle

1930- 1951

Lionel Willard Towle, Jr. 1949- 1951

Bajo la inscripción había unas líneas de poesía:

Que rápidamente que llega la noche,

Para ahogar nuestras esperanzas,

Y para apagar nuestros sueños;

Pero aún en la noche más oscura,

El rayo de la paz sigue iluminándonos.

Estaba firmado «S»

Yo estaba volviendo a leer el poema cuando la llamada codificada de Margaret Dopplemeier sonó en la puerta. Corrí el pestillo y entró llevando un sobre de color marrón. Cerró la puerta, se fue a su escritorio, abrió el sobre y dejó caer de su interior dos fichas de siete y medio por doce y medio centímetros.

– Vienen directamente del sagrado archivo de alumnos – le dio una mirada a una y me la entregó-. Aquí está su doctor.

El nombre de Towle estaba arriba, escrito a mano con letra elegante. Bajo él había varias anotaciones, de diferentes manos y distintos colores de tinta. La mayoría eran abreviaciones y códigos numéricos.

– ¿Me la puede explicar?

Rodeó el escritorio y se sentó junto a mí, tomó la ficha y la estudió.

– No hay nada misterioso en esto. Las abreviaciones son simplemente para ahorrar espacio. Los cinco dígitos tras el apellido son el código del alumno, para los envíos de correspondencia, necesidades de archivo y cosas así. Después tiene el número 3, que significa que es el tercer miembro de su familia que viene a Jedson. Eso de med no necesita explicación… es un código de dedicación, y el F.- med quiere decir que la medicina también es la ocupación principal de la familia. Si fueran navieros pondría nav y si banqueros bnq, etc. El G:51 indica el año en que se graduó. C.J, 148793 indica que se casó con otra estudiante de Jedson y da su código para poder consultar su ficha. Aquí hay algo interesante… hay una crucecita entre paréntesis (+) tras el código de la esposa, lo que quiere decir que está muerta, y la fecha de su muerte es 17/6/51… ¡murió cuando aún era estudiante aquí! ¿Sabía usted eso?

– Lo sabía. ¿Habría modo de averiguar algo más acerca de esa muerte?

Pensó un instante.

– Podríamos mirar los periódicos locales de esas fechas, buscando una nota necrológica o un obituario.

– ¿Y la revista de los estudiantes?

– El Spartan es un bodrio -dijo despectivamente -, pero supongo que sí hablaría de una cosa así. Los números atrasados se guardan en la biblioteca, al otro lado del campus. Podemos pasar luego por allí. ¿Cree que puede ser interesante?

– Podría ser, Margaret. Quiero saber todo lo que pueda de esa gente.

– Van der Graaf -exclamó.

– ¿Qué es eso?

– El profesor Van der Graaf, del Departamento de Historia. Es el más viejo de la Vieja Guardia, lleva en Jedson más tiempo que cualquier otra persona que yo conozca. Además es un chismoso de cuidado. Me senté a su lado en una fiesta campestre y el buen anciano me contó toda serie de chismes: quién se iba a la cama con quién, los trapos sucios del profesorado y cosas así.

– ¿Y le dejan que cuente esas cosas?

– Tiene casi los noventa, esta podrido de dinero de su familia, no está casado y no tiene herederos. Esperan que un día de estos la palme y le deje la pasta a la universidad. Es catedrático honorífico desde quien sabe cuánto tiempo. Tiene aquí una oficina y siempre está metido en ella, haciendo ver que escribe libros. No me sorprendería que hasta durmiese ahí. Sabe más sobre Jedson que nadie.

– ¿Y cree que hablará conmigo?

– Si le apetece. De hecho, pensé en él cuando me dijo usted por teléfono que quería saber cosas sobre alumnos que se hayan hecho famosos. Pero luego pensé que sería muy arriesgado dejarle a solas con un periodista. Una nunca sabe qué es lo que va a hacer o decir.

Lanzó una risita, disfrutando de la habilidad del viejo al rebelarse desde una posición de poder.

– Naturalmente, ahora que sé lo que usted quiere – continuó-, pienso que hablar con él le vendría al dedillo. Pero necesitará inventarse algo para explicar el porqué quiere que le hable de Towle, aunque me imagino que eso no debe de ser un gran problema para alguien tan inventivo como lo es usted.

– ¿Qué tal le suena esto?: soy un periodista de la revista Medical World News; digamos que me llamo Bill Roberts… Y el doctor Towle acaba de ser elegido Presidente de la Academia de Pediatras, por lo que estoy escribiendo un artículo acerca de sus estudios…

– Suena bien. Voy a llamarle ya.

Tendió la mano hacia el teléfono y yo le di otra mirada a la ficha de alumno de Towle. La única información que ella no me había explicado era una columna de datos fechados bajo la indicación general $, que supuse que serían donaciones a Jedson. Promediaban los diez mil dólares al año. Towle era un hijo agradecido.

– Hola, profesor Van der Graaf -estaba diciendo ella -, soy Margaret Dopplemeier de Relaciones Públicas. Sí, estoy bien, gracias, ¿y usted? Muy bien… oh, estoy segura que podremos arreglarlo, profesor.

Tapó el micrófono con la mano y me hizo un guiño, susurrando las palabras: «está de buenas».

– No sabía que le gustase la pizza, profesor. No. No, tampoco a mí me gustan las de anchoas. Sí, me gustan los Duesenbergs. Sí, ya sé que a usted también le gustan… sí, ya lo sé. La lluvia caía a mares, profesor. Sí, me gustaría. Sí, cuando mejore el tiempo. Con la capota bajada. Yo llevaré la pizza.

Coqueteó con Van der Graaf durante unos minutos y, al fin, llegó al tema de mi visita. Escuchó, me hizo un signo de asentimiento, cerrando el índice y el pulgar en un okey, y volvió a flirtear. Tomé la ficha de Kruger.

Era el quinto miembro de su familia que iba a Jedson y se listaba su graduación como ocurrida hacía cinco años. No había mención alguna acerca de su actual trabajo, en cuanto a la familia, se decía que se dedicaba al com, trans y finc. No había mención alguna a un matrimonio, ni había donado dinero alguno a la universidad. Sin embargo, había un dato interesante bajo la notación REL-F -decía Towle. Finalmente las tres letras BDA estaban escritas con trazo grueso en la parte inferior de la ficha. Margaret acabó con el teléfono.

– Le recibirá. Siempre que yo le acompañe y me comprometa, le cito textualmente: «a darme un buen masaje, jovencita. Así contribuirá a prolongar la vida de un fósil viviente». El muy viejo verde… -lo dijo afectuosamente.

Le pregunté acerca del nombre de Towle en la ficha de Kruger.

– REL- F es relaciones familiares. Aparentemente los dos personajes que le interesan a usted son primos o algo así.

– ¿Y entonces por qué no está él puesto en la ficha de Towle?

– Esa categoría de dato debe de ser nueva, posiblemente la añadieron después de que Towle se graduase y, en lugar de remontarse hacia atrás y ponerla en todo el archivo, probablemente sólo la fueron indicando en las fichas nuevas. Lo que sí es interesante es ese BDA. Quiere decir que lo han borrado del archivo.

– ¿Y por qué han hecho eso?

– No lo sé. Y aquí no lo dice. Nunca lo diría. Probablemente por alguna falta. Con su historial familiar ha tenido que ser algo muy gordo. Algo que hizo que la escuela quisiera lavarse las manos en lo que a él se refiere. -Me miró-. Esto se está poniendo interesante, ¿no?

– Mucho.

Volvió a meter las fichas en el sobre y lo cerró en su escritorio.

– Ahora le llevaré con Van der Graaf.

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