27

La dirección que la recepcionista me había dado como la de Tim Kruger correspondía a un edificio alto de color blanco hueso, con el número muy grande en dígitos de metal, en Ocean, a kilómetro y medio o así de donde habían tenido lugar los asesinatos de Handler y Gutiérrez.

El vestíbulo de entrada era una cripta de suelos de mármol y espejos, amueblada solamente con un único sofá de algodón blanco y dos plantas del caucho en macetas de mimbre. La parte superior de una pared estaba dedicada a contener hileras de buzones de latón, dispuestos alfabéticamente. No me costó mucho localizar el apartamento de Kruger en el piso doce. Hice un silencioso viaje en el ascensor, tapizado con tela gris, y salí a un pasillo alfombrado con una gruesa moqueta azul regio y empapelado lujosamente.

El hogar de Kruger se hallaba situado en el rincón noroeste del edificio. Golpeé en la puerta azul real.

Él mismo abrió, vestido con pantalones cortos de footing y una camiseta de La Casa de los Niños, brillante por el sudor y oliendo como si hubiera estado haciendo ejercicio. Me vio, ahogó su sorpresa y me dijo: «Hola, doctor», con voz teatrera. Entonces se fijó en la pistola que había en mi mano y su impasible rostro tomó un feo aspecto.

– ¿Qué inf…?

– Métase dentro -le ordené.

Retrocedió hacia el interior del apartamento y yo le seguí. Era un lugar pequeño, con techos bajos, pintados con yeso no alisado y estrellados con lentejuelas. Las paredes y la moquetada eran color marrón claro. Había pocos muebles y aun éstos parecían alquilados. Una pared de cristal que ofrecía una vista panorámica de la Bahía de Santa Mónica era lo único que evitaba que pareciese una celda. No había nada colgado en las paredes, a excepción de un único cartel, enmarcado, de Hungría. Una pequeña cocina americana se encontraba a un lado, una chimenea en otro.

Diversos equipos de atletismo ocupaban buena parte de la sala de estar: botas y esquís para la nieve, un par de remos de madera encerada, varias raquetas de tenis, zapatillas de carreras, una mochila de montañero, una pelota de fútbol americano, otra de baloncesto, un arco y una caja de flechas. El manto de la chimenea, hecho con ladrillos, contenía una docena de trofeos deportivos.

– Es usted un chico muy activo, Tim.

– ¿Qué infiernos quiere usted? – los ojos amarillo-marrones se movían dentro de sus órbitas, como bolas de un juego del millón.

– ¿Dónde está la niña… Melody Quinn?

– No sé de qué me está hablando. Aparte eso.

– Sabe muy bien dónde está. Usted y sus compañeros asesinos la secuestraron hace tres días, porque ella es testigo de sus trabajos sucios. ¿También la han matado?

– Yo no soy ningún asesino. Y no conozco a ninguna niña llamada Quinn. Está usted loco.

– ¿No es usted un asesino? Quizá Jeffry Saxon no estaría de acuerdo con eso.

Su boca se abrió mucho, luego se cerró de golpe.

– Dejó usted una pista clara, Tim. Fue muy arrogante por su parte el pensar que nadie iba a seguirla.

– ¿Pero quién diablos es usted?

– Soy quien le dije que era. Hay una pregunta mejor: ¿quién es usted? ¿Un niño rico que no parece poder mantenerse alejado de los problemas? ¿Un tipo al que le gusta partir ramitas ante los jorobados, para hacer que les salten las lágrimas? ¿O simplemente un actor aficionado cuyo mejor papel es una representación de Jack el Destripador?

– ¡No trate de colgarme eso a mí! -apretó las manos en puños.

– Las manos arriba -agité la pistola.

Me obedeció lentamente, estirando sus gruesos y morenos brazos y alzándolos por encima de su cabeza. Eso atrajo mi atención hacia arriba, apartándola de sus pies. Y dándole la posibilidad de hacer su intentona.

La patada me llegó como un bumerang, dándome en la parte inferior de la muñeca y adormeciéndome los dedos. El revólver voló de mi mano y aterrizó en la moqueta con un golpe sordo. Ambos saltamos a por él y acabamos en un lío en el suelo, dando puñetazos, patadas, arañazos. Yo no sentía el dolor y hervía de ira. Deseaba acabar con él.

Pero él era un hombre de acero. Era como pelear con un motor fuera de borda. Traté de hallar un asidero en su abdomen, pero no hallé ni un centímetro de carne suelta. Le di un codazo en las costillas. Eso le echó hacia atrás, pero rebotó como sobre muelles y me lanzó un puñetazo en la mandíbula, que me dejó desequilibrado durante el suficiente tiempo como para que él pudiera echarme una llave al cuello, tras lo que me mantuvo hábilmente sujeto, de modo que mis brazos resultaban inútiles.

Gruñó y aumentó la presión. Parecía que me iba a estallar la cabeza. Se me desenfocó la visión. Le golpeé sin resultados. Con una extraña delicadeza bailaba apartándose de mi alcance, sin por eso dejar de apretarme. Luego empezó a empujar mi cabeza hacia atrás. Un poco más y sabía que mi cuello se iba a partir. Experimenté un súbito compañerismo con Jeffry Saxon, encontré una reserva de energía y dejé caer mi tacón con toda la fuerza posible sobre el empeine de su pie. Gritó y, en un acto reflejo, me soltó; luego trató de retomar la llave, pero ya era demasiado tarde. Le largué una patada que le echó la cabeza hacia un lado y seguí con una serie de puñetazos, cortos y rápidos, a su estómago bajo. Cuando se dobló, le di un golpe con el canto de la mano en el lugar en que la cabeza, se une al cuello. Se hundió de rodillas, pero no corrí riesgos… era fuerte y hábil. Otra patada en la cara. Ahora ya estaba en el suelo. Coloqué un pie bajo el arco de su nariz. Un rápido movimiento hacia adelante y quedaría lobotomizado por astillas de hueso. Resultó ser una precaución innecesaria. Había perdido el sentido.

Hallé un rollo de gruesa cuerda de nailon en la mochila de montañero y lo empaqueté mientras yacía sobre su abdomen, con los pies doblados hacia arriba por detrás, atados y asegurados con otro trozo de cuerda que alzaba sus brazos de un modo similar. Comprobé los nudos, los apreté aún más y lo arrastré lejos de todo lo que pudiera ser empleado como arma. Recogí la 38, la así con una mano, fui hacia su cocina y empapé una toalla en agua fría.

Cuando varios minutos de abofetearlo con la toalla no lograron sacarle más que un gruñido semiconsciente hice otro viaje a la cocina, tomé una cacerola de un escurreplatos, la metí en la pica, la llené de agua y la vacié sobre su cabeza. Esto le devolvió el sentido.

– Oh, Jesús -gimió. Intentó esos movimientos por liberarse que tratan de llevar a cabo todos los prisioneros, chirrió los dientes, al fin se dio cuenta de la situación en que se encontraba, y se desplomó, jadeante.

Hurgué en la parte trasera de una de sus piernas con el cañón de la 38.

– ¿Te gustan los deportes, Tim? Eso es bueno para ti, porque en prisión te dejarán ejercitarte. Y, sin el ejercicio, el tiempo te iba a pasar muy lento. Pero voy a hacerte unas preguntas y si no me das respuestas satisfactorias, voy a dejarte inválido, trocito a trocito. Primero te dispararé aquí -apreté el frío acero contra la cálida carne-. Después de esto, quizá tu pierna te sirva para llegar hasta el retrete, pero poco más. Luego haré lo mismo con la otra pierna. Desde ahí pasaremos a los dedos, las muñecas, los codos. Cumplirás tu condena hecho un vegetal, Tim.

Me escuché a mí mismo hablar, y oía a un desconocido. Y aún hoy en día no sé si hubiera llevado a cabo mis amenazas. Nunca tuve que averiguarlo.

– ¿Qué es lo que quiere? -sus palabras salían a borbotones, constreñidas por el miedo, e impedidas por la poco confortable posición.

– ¿Dónde está Melody Quinn?

– En La Casa.

– ¿Dónde de La Casa?

– En los almacenes. Cerca del bosque.

– ¿Aquellos edificios color ceniza… aquellos que se cuidó en evitar cuando me acompañó a la visita?

– Aja. Sí.

– ¿Cuál de ellos? Había cuatro.

– El último… el más alejado.

Una mancha se fue agrandando en la moqueta, a mis pies. Se había orinado encima.

– Jesús -dijo.

– Siga así, Tim. Lo está haciendo muy bien. Asintió, aparentemente ansioso de oír alabanzas.

– ¿Sigue aún con vida?

– Sí. Al menos que yo sepa. El primo Will… el doctor Towle, quería mantenerla con vida. Gus y el juez estuvieron de acuerdo. Pero no sé por cuánto tiempo.

– ¿Qué hay de la madre?

Cerró los ojos y no dijo nada.

– Hable, Tim, o despídase de su pierna.

– Está muerta. La mató el tipo al que mandaron a por ella y la niña. La enterraron en el prado.

Recordé la extensión de campos al norte de La Casa. Este verano plantaremos aquí una huerta, me había dicho…

– ¿Quién es ese tipo?

– Un tío loco. Deforme… como paralizado de un costado. Gus le llamaba Earl.

No era el nombre que yo me había esperado, pero la descripción concordaba perfectamente.

– ¿Y por qué lo hizo?

– Para dejar los menos cabos sueltos posibles.

– ¿Por orden de McCaffrey?

Se quedó en silencio. Hice algo de presión con la pistola. Su cadera tembló.

– Sí, él lo ordenó. Earl no actuaba por su cuenta.

– ¿Y dónde está ahora ese tal Earl?

Más dudas, sin pensarlo le di con el cañón de la 38 en el hueso de la rodilla. Sus ojos se agrandaron por la sorpresa y el dolor, luego cayeron lágrimas de ellos.

– ¡Oh, Dios!

– No se ponga religioso, limítese a hablar.

– Se acabó… está muerto. Gus y Halstead se lo cargaron. Después de que enterrasen a la mujer. Estaba llenando la tumba y Halstead le golpeó con la pala, lo empujó dentro con ella y los cubrió a ambos con tierra. Luego él y Gus se reían al recordarlo. Halstead decía que, cuando le dio en la cabeza a Earl, sonó a hueca; hablaban así del tipo ese, a sus espaldas… le llamaban tarado, medio hombre…

– Un mal bicho, ese Halstead.

– Aja. Lo es -el rostro de Kruger se iluminó, dispuesto a complacerme-. También anda tras usted. Usted andaba husmeando por allí y Gus no sabía qué era lo que le habría contado la chica. Se lo aconsejo, amigo, ándese con tiento.

– Gracias, amigo, pero Halstead ya no es una amenaza. Para nadie.

Alzó la vista hacia mí. Contesté la pregunta no hecha con un rápido movimiento afirmativo.

– Jesús -dijo, derrumbándose.

No le di tiempo a reflexionar.

– ¿Por qué mató usted a Handler y a la Gutiérrez?

– Ya le he dicho que yo no lo hice. Fueron Halstead y Earl. Gus les dijo que lo hicieran de modo que pareciese un crimen sexual. Luego, Halstead me dijo que Earl era más que adecuado para el trabajo: los estuvo haciendo picadillo; se le notaba que lo estaba disfrutando. Sobre todo hizo un trabajo a conciencia con la maestra. Halstead la agarraba y él usó el cuchillo.

Dos hombres, quizá tres, había dicho Melody.

– Usted también estaba allí, Tim.

– No. Bueno, yo… yo los llevé allí en coche. Con los faros apagados. Era una noche oscura, sin luna ni estrellas. Me quedé dando vueltas al aparcamiento, luego pensé que quizá me vieran, así que fui hasta las Palisades y regresé. Aún no habían acabado… recuerdo que me pregunté qué estarían haciendo para tardar tanto. Me marché de nuevo, di unas cuantas vueltas, regresé y justo entonces estaban saliendo. Iban vestidos de negro, como demonios. Y podía ver la sangre, incluso sobre el negro. Olían a sangre. Estaba por todas partes, cubriéndoles, oscura como su ropa, pero con una textura diferente… ya sabe, brillante. Húmeda.

Hombres negros. Dos, quizá tres. Se detuvo.

– Eso no es el final de la historia, Tim.

– Lo es. Se desnudaron en el coche, guardaron el cuchillo en una bolsa de lona. Lo quemamos en uno de los cañones: la ropa, la bolsa, todo. Y lo que quedaba lo tiramos al agua en el muelle de Malibú -hizo otra pausa, sin aliento-. Yo no maté a nadie.

– ¿Dijeron algo en el coche?

– Halstead estaba callado como una estatua. Me preocupó, por lo ido que se le veía, porque es un mal bicho… esa historia de que un chico le amenazó con una navaja es una pura memez. Le expulsaron de la Escuela de Artes Manuales por haber dado una buena paliza a un par de estudiantes. Y antes de eso lo habían echado de la Infantería de Marina. Le encantaba la violencia. Pero, fuera lo que fuese que hubiera pasado en aquel apartamento le había impactado… estaba muy callado.

– ¿Y qué hay de Earl?

– Earl era… diferente… era como si, le fuese aquello, ¿me entiende? Estaba lamiéndose los labios y acunándose adelante y atrás, como uno de esos crios autistas. Murmurando. Diciendo «hija de puta», una y otra vez. Era raro. Loco. Al fin Halstead le dijo que se callara de una jodida vez, y él le gritó algo en respuesta… en español. Halstead también gritó, y yo pensé que los dos se iban a hacer pedazos allá mismo. Era como ir conduciendo con dos bestias enjauladas. Los calmé, usando el nombre de Gus… eso siempre funcionaba con Earl. Aquella noche no podía aguantar el estar más tiempo con esos dos. Ambos eran el prototipo del psicópata.

– Ahórrese las descripciones intelectuales y explíqueme cómo mató a Bruno.

– Lo sabe todo, ¿no es así?

– Lo que me falta por saber me lo va a contar usted – hice un gesto en el aire con la pistola-. Bruno.

– Lo hicimos… lo hicieron la noche después de despachar al doctor y a la profesora. Halstead no quería que Earl le acompañase, pero Gus insistió. Dijo que era mejor que fueran dos para aquel trabajo. Tengo la sensación de que los dominaba, enfrentándolos el uno contra el otro. Esta vez ni fui, Halstead condujo y asesinó. Usó un palo de béisbol del almacén de suministros deportivos. Yo estaba allí cuando regresó y se lo contó a Gus: encontraron al vendedor cenando y lo mataron a golpes en la misma mesa. Earl se comió lo que quedaba de cena.

Dos asesinatos echados sobre la conciencia de dos hombres muertos. Todo perfecto. Aquello olía mal, y se lo dije.

– Así es como fueron las cosas. No estoy diciendo que yo sea totalmente inocente. Sabía lo que iban a hacer cuando les llevé a la casa del matasanos. Y les di la llave del apartamento. Pero yo no cometí ninguno de los asesinatos.

– ¿Y cómo consiguió la llave?

– Me la dio el primo Will. No sé de dónde la sacó él.

– Muy bien. Ya hemos hablado del quién, ahora hablemos del porqué de toda esta carnicería.

– Suponía que ya lo sabía…

– No suponga ni una higa.

– De acuerdo, de acuerdo. Es por la Brigada, que es una tapadera para los que gustan de abusar sexualmente de niños. El médico ese y la chica lo descubrieron y estaban haciéndoles chantaje. ¡Qué estúpidos que fueron al creer que iba a salirles bien!

Recordé las fotos que Milo me había mostrado aquel primer día. Habían pagado un precio demasiado alto por su estupidez.

Aparté las sangrientas imágenes de mi mente y volví con Kruger.

– ¿Todos los Caballeros son unos pervertidos?

– No. Sólo una cuarta parte, el resto son gente totalmente honrada. Eso hace que sea más fácil disimularlo todo, al ocultar a los pervertidos entre los demás.

– ¿Y los crios nunca hablan?

– No hasta que… escogemos con mucho cuidado a los que los pervertidos se llevan a casa, sobre todo a aquellos que no pueden hablar, defenderse. Los retrasados mentales, o los que no saben inglés, los que tiene grandes problemas mentales. A Gus le encantan los huérfanos porque no tienen lazos familiares, nadie se preocupa por ellos.

– ¿Fue Rodney uno de los elegidos?

Ajá

– ¿Y su miedo al doctor tenía algo que ver con eso?

– Aja. Uno de los raros se pasó un tanto a lo bestia con él. Un cirujano. Gus les aconseja que se vayan con cuidado, que no sean muy brutos. No quiere que los niños sufran mucho… la mercancía estropeada pierde su valor. Pero no siempre le hacen caso. Esos tipos no son normales, ¿sabe?

– Los sé -la ira y el asco me hacía difícil ver las cosas claras. El patearle la cabeza hasta hundirla huviera sido satisfactorio, en lo que a los instintos primarios se refiere, pero ése era un placer que iba que tener que negarme a mí mismo.

– Yo no soy uno de ellos -insistía, sonando como si estuviera convencido de ello-. En realidad, creo que es algo repugnante.

Me incliné y lo agarré por el cuello.

– ¡Pero les ha ayudado en todo, jodido cabrón!

Su rostro se amorató, con sus ojos desorbitándose. Le solté la cabeza. Cayó al suelo. Lo golpeó con la nariz, que empezó a sangrar. Se agitó en sus ligaduras.

– No me lo diga: sólo estaba cumpliendo órdenes.

– ¡No lo entiende! -sollozó. Verdaderas lágrimas, que se mezclaban con el bigote de sangre que le salía de la nariz, dándole un aspecto patético. Si no hubiera sido por su especialización en arte dramático, quizá me hubiera impresionado-: Gus me recogió cuando todos los demás, mis llamados amigos y mi familia, me dejaron de lado por aquello de Saxon. Y podrá pensar lo que quiera, pero no fue un asesinato. Fue un… accidente… Saxon no era una víctima inocente. El también quería matarme a mí… y ésa es la pura verdad.

– Él no se encuentra en posición de defender su caso.

– ¡Mierda! Nadie me creyó. Excepto Gus. Él sabía cómo podían ser las cosas en aquel lugar. Todos pensaron que yo era la oveja negra… la vergüenza de la familia y todas esas mamonadas. Él me dio responsabilidades. Y yo estuve a la altura de sus esperanzas: demostré lo que valía, demostré que uno no necesita un título universitario. Todo era perfecto, yo llevaba La Casa tan perfectamente como…

– Sí, es usted un perfecto matón nazi, Tim. Pero lo que quiero son respuestas…

– Pregunte -dijo cansinamente.

– ¿Desde cuánto hace que la Brigada es una tapadera para los pervertidos sexuales?

– Desde el principio.

– ¿Cómo en Méjico?

– Justo como allá. Pero por lo que él contaba, allá abajo la policía lo sabía todo. Lo único que tenía que hacer era entregar unos cuantos sobornos. Y le dejaban que llevase allá hombres de negocios ricos de Acapulco: japoneses, muchos árabes… para que se entretuviesen con los niños. Aquel lugar se llamaba La Casa Cristiana del Padre Agustino, o algo parecido en español. Todo fue a las mil maravillas durante mucho tiempo, hasta que un nuevo comisario de policía, una especie de beato, muy religioso, se hizo cargo y no le gustó ni pizca lo que descubrió. Gus afirma que el tipo le sacó miles de dólares como soborno y luego le traicionó, cerrando el lugar de todos modos. Entonces vino aquí arriba y montó la barraca. Se trajo al loco de Earl con él.

– ¿Earl era su hombre de confianza en Méjico?

– Aja. Supongo que era el que movía toda la mierda. Seguía a Gus como un perrito. El tipo hablaba español como un demente… quiero decir que tenía buen acento, pero que todo lo que decía era incomprensible… estamos hablando de alguien con el cerebro dañado. Un robot con muchos tornillos sueltos.

– De todos modos, McCaffrey lo hizo asesinar. Kruger hizo lo más aproximado a alzarse de hombros que le permitían las cuerdas.

– Ya irá conociendo a Gus. Es frío. Ama el poder. Métase en su camino y está perdido. Todos esos matones no tenían ninguna posibilidad.

– ¿Cómo se lo montó tan rápido en Los Ángeles.

– Enchufes.

– ¿El primo Willie?

Dudó. Le hurgué con la 38.

– Sí, él. Y el juez Hayden. Y algunos otros. Uno parecía llevarle a otro. Cada uno de ellos conocía al menos a otro pervertido oculto. Resultaba asombroso cuanta gente de esa hay. El que el primo Will lo fuera resultó una sorpresa para mí, porque lo conocía muy bien. Siempre me pareció un tipo de esos tan rectos, más cristianos que Cristo. Mis padres siempre me lo ponían como un ejemplo a seguir: el bueno y famoso primo médico -rió roncamente-. Y el tipo es un jodeniños. Más risas.

– Aunque la verdad es que no puedo decir que le haya visto llevarse un chico a casa… yo era el que preparaba las salidas y nunca le preparé una a él. Lo único que es que les ponía parches a los chicos dañados siempre que le llamábamos. De todos modos, debe de estar tan enfermo como los otros pues de lo contrario, ¿para qué le iba a estar lamiendo el culo a Gus?

Ignoré la pregunta y le hice una mía:

– ¿Cuánto tiempo hacía que duraba el chantaje?

– Algunos meses. Como ya le he dicho, filtrábamos a los chicos, para asegurarnos de que no hablaran. En una ocasión metimos la pata. Había un chico, un huérfano, justo perfecto. Todo el mundo pensaba que era mudo. Jesús, a nosotros nunca nos habló. Le hicimos tests de audición y palabra, el gobierno paga todas esas cosas, y los resultados siempre eran los mismos. Mudo. Estábamos seguros, y nos equivocamos. El chico hablaba, ya lo creo. Le contó todo a la profesora. Ella no se lo podía creer, y se lo contó al primo Will, que era el médico del crío. No sabía que él también estaba metido en el asunto, y que se lo contaría a Gus.

Y Gus hizo que lo mataran. A Cary Nemeth.

– ¿Y qué pasó entonces?

– Lo aplastaron con un camión. Lo sacaron de la cama en medio de la noche, debió ser hacia las doce. Nadie va por allá a esas horas. Lo dejaron en la carretera, caminando. En pijama. Recuerdo el pijama: era amarillo con dibujos de pelotas de béisbol y guantes. Yo… yo podría haber intentado pararlo, pero al final no hubiera servido de nada: el chico sabía demasiado, de modo que tenía que desaparecer. Así de simple. Lo hubieran hecho más tarde y luego, probablemente, me hubieran liquidado a mí. Fue un error hacer aquello con un crío tan pequeño. A sangre fría. Yo iba a decir algo, pero Gus me apretó el brazo. Me dijo que me callara. Yo quería gritar. El niño caminaba por la carretera, él solito, medio dormido, como si todo fuera un mal sueño. Me quedé callado. Halstead se metió en el camión lo llevó camino abajo. Lo podía oír acelerando el motor, más allá de la curva. Regresó a toda marcha, con las luces largas puestas. Le dio al chico por atrás. Ni se enteró de lo que le pasaba, estaba medio dormido.

Dejó de hablar, jadeante, y cerró los ojos.

– Gus habló de cargarse a la maestra en ese mismo momento, pero decidió esperar, para ver si se lo había contado a alguien más. Hizo que Halstead la siguiese. La estuvo vigilando en su casa, pero ella no estaba allí, sólo su compañera de cuarto. Halstead quería secuestrar a la compañera y hacerla hablar a golpes, para ver si sabía algo. Pero entonces vio que volvía la maestra, acompañada por un tipo; era Handler, iba a recoger sus cosas. Como si se estuviera trasladando a vivir con él. Halstead le informó de esto a Gus. Las cosas se estaban complicando. Los siguieron vigilando a los dos y al fin les vieron reunirse con Bruno. Conocíamos a Bruno… se había presentado voluntariamente para La Casa, parecía un gran tipo. Muy extravertido, los chicos le querían mucho. En aquel momento quedó bien claro que era un espía. Y ya eran tres bocas las que tenían que ser cerradas.

»Las llamadas llegaron algunos días más tarde. Era Bruno, disimulando su voz, pero sabíamos que era él. Diciéndonos que tenía cintas del chico Nemeth, contándolo todo. Incluso nos pasó unos segundos por el teléfono. Eran unos aficionados, no sabían que, desde el principio, Gus los tenía a todos en el punto de mira. Era patético.»

Desde luego, patético era la palabra adecuada para aquella situación. Tómese una buena chica del barrio, Elena Gutiérrez, atractiva y llena de vida. Algo materialista, pero de buen corazón. Una maestra de muchas dotes. Deprimida por su trabajo, quemada, busca la ayuda del doctor Morton Handler, psiquiatra y psicópata. Acaba metiéndose en la cama con Handler, pero sigue contándole sus problemas… y el más importante de ellos es el de un chico que nunca antes habló, pero que de repente se le suelta la lengua y le cuenta cosas terribles acerca de la gente rara que le hace cosas malas. Se abre con la señorita Gutiérrez, porque ella parece amable y comprensiva. Tenía auténtico talento para hacer que confiasen en ella, había dicho Raquel Ochoa. Un talento para trabajar con los que no respondían con ningún otro. Un talento que a Elena le había costado la vida. Porque lo que no era sino una tragedia humana, a Morton Handler le había olido a negocio provechoso. Cosas feas en la alta sociedad… ¿qué otra cosa podía resultar más morbosa?

Naturalmente, Handler piensa en estas cosas, pero se las guarda para sí. Después de todo, quizás el crío se lo esté inventando todo. Quizás Elena se está pasando en su reacción, ya sabemos cómo son las mujeres, especialmente las latinas… así que le dice que siga escuchando, enfatiza el buen trabajo que ella está llevando a cabo, el gran punto de apoyo que es para el crío. Y espera al momento adecuado.

¿No debería informar de esto a alguien?, le pregunta ella. Espera, cariño, sé cauta, hasta que sepas más. Pero el niño solloza pidiendo ayuda, pues los hombres malos aún andan tras él… y Elena toma la responsabilidad de ir a ver a su médico. Y en ese momento firma su sentencia de muerte.

Cuando Elena sabe lo de la muerte del niño, sospecha la terrible verdad, y se derrumba. Handler la atiborra de tranquilizantes, la calma. Y, entretanto, su mente psicópata va marchando, clic clic, porque ahora ya sabe que de aquello se puede conseguir dinero.

Entra en escena Maurice Bruno, compañero psicópata, antiguo paciente, nuevo compañero. Un tío muy hábil. Handler lo recluta y le ofrece una parte del botín, si se infiltra en la Brigada de Caballeros y se entera de todo lo que pueda: nombres, fechas y lugares. Elena quiere llamar a la policía, Handler la acalla con más pastillas y palabrería. La policía es muy poco efectiva, cariño. No harán nada al respecto. Lo sé por experiencia. Lentamente, de un modo gradual, consigue que ella esté de acuerdo con el plan de hacerles chantaje. Ése es el modo adecuado de castigarlos, le asegura. Darles donde les duele. Ella le escucha, tan insegura, tan confusa. Hay algo que no le parece correcto en el aprovecharse de la muerte de un niño, inerme, pero también es cierto que nada va a devolverlo a la vida, y Morton parece saber de lo que habla. Es muy persuasivo y, además, ahí está aquel Datsun 280ZX que ella siempre ha ambicionado, y aquella ropa que vio la semana anterior en los almacenes Neiman-Marcus. Nunca se va a permitir todo aquello con el maldito salario que le paga la maldita escuela. Y, en cualquier caso, ¿quién infiernos he hecho alguna vez algo por ella, La caridad bien entendida empieza por uno mismo, como siempre dice Morton, y quizá tenga razón en eso…

– Earl y Halstead buscaron las cintas -estaba diciendo Kruger -, después de que los tuvieron atados. Los torturaron para que les dijeran dónde las habían escondido, pero ninguno de los dos habló. Hasltead se le quejó a Gus de que lo podría haber averiguado, pero que Earl se puso a trabajar en seguida con el cuchillo. Handler murió cuando le cortó el cuello, y la chica enloqueció y se puso a dar alaridos; tuvieron que meterle algo en la boca. Se ahogó, y entonces Earl acabó con ella, jugó con ella.

– Pero usted, al fin, encontró las cintas, ¿no es así Timmy?

– Sí. Las habían guardado en casa de su madre. Las obtuve gracias a su hermano drogadicto, usando heroína como señuelo.

– Cuénteme más.

– Eso es todo. Trataron de apretarle los tornillos a Gus. Les pagó en una o dos ocasiones, grandes cantidades, pues yo vi los billetes… pero sólo era para darles falsa confianza. Ya desde el principio no tuvieron la menor oportunidad. Nunca recuperamos el dinero, pero no creo que eso le importase. Era una gota en el depósito. Además, el dinero no parece ser lo que mueve a Gus: vive de un modo muy simple, le gusta la comida sencilla. Y cada día llega mucha pasta. Del gobierno: tanto el del estado como el federal. Y donaciones privadas. Por no mencionar los miles que los pervertidos le pagan por sus placeres. Una parte la guarda en algún lugar, pero jamás le he visto hacer nada extravagante. Lo que él busca es el poder, no la pasta.

– ¿Dónde están las cintas?

– Se las di a Gus.

– ¡Venga ya!

– Se las entregué a él. Me mandó a un recado y yo cumplí.

– Ésta es una rodilla que parece muy resistente. Es una pena pulverizarla y dejarla hecha papilla de hueso.

Puse el pie en la parte de atrás de una de sus rodillas e hice presión. Eso le hizo levantar la cabeza, seguro que le dolía.

– ¡Pare! De acuerdo, hice unas copias. Tenía que hacerlo; para tener una agarradera. ¿Y si Gus quería sacarme un día de su camino? Quiero decir que ahora soy su ojito de la cara, pero uno nunca sabe lo que puede pasar mañana, ¿no?

– ¿Dónde están?

– En mi alcoba. Pegadas con esparadrapo a la parte de abajo del colchón.

– No se vaya -le liberé la rodilla.

Chirrió los dientes como un tiburón atrapado en una red.

Encontré tres cassettes sin marcas donde me había dicho, me las metí en el bolsillo y regresé.

– Dígame algunos nombres. De los perversos de la Brigada.

Los recitó como si fuera un chico, en un examen aprendido de memoria. De un modo automático. Nervioso. Con la lista aprendida de carrerilla.

– ¿Alguno más?

– ¿No son suficientes?

En eso tenía razón. Había citado a un director de cine bien conocido, a un ayudante del fiscal del distrito, un político importante, uno de esos que deberían estar tras las escenas pero que lograba permanecer en el candelero, abogados de grandes empresas, doctores, banqueros, grandes propietarios de terrenos. Hombres cuyos nombres acostumbraban a aparecer en la prensa cuando donaban algo o les daban un premio por sus actos humanitarios. Hombres cuyos nombres en una lista de adhesiones a una candidatura política significaban votos. Había como para poner por un tiempo a la alta sociedad de Los Ángeles boca abajo.

– ¿No irá a olvidar todo esto cuando la policía le interrogue, Tim?

– ¡No! ¿Por qué iba a hacerlo? Quizá si coopero logre inmunidad… me dejen libre.

– No va a salir usted libre. Acéptelo. Pero al menos – añadí -, no acabará fertilizando el campo de coles de McCaffrey.

Consideró esto. Debía de resultarle difícil considerar lo bien que estaba, con las cuerdas erosionándole las muñecas y tobillos.

– Escuche -me dijo -. Yo le he ayudado a usted. Ahora ayúdeme a mí, a lograr un trato. Cooperaré… yo no he matado a nadie.

El poder que me atribuía era ficticio. Pero, de todos modos, lo utilicé.

– Haré lo que pueda -le dije magnánimamente -, pero en buena medida depende de usted. Si la niña Quinn sale de esto con bien, abogaré por usted. De lo contrario, lo tiraré al retrete.

– ¡Entonces vaya allí, por Dios! ¡Sáquela de ese lugar! No le doy más de un día. Gus se ocupará de ello: tendrá un accidente y jamás hallarán el cadáver. Es cuestión de tiempo. Gus está seguro de que ella ha visto demasiado.

– Dígame cómo puedo sacarla de allí sana y salva. Apartó la vista.

– Le mentí acerca de dónde estaba. No es en el edificio más alejado, sino en el anterior, el que tiene la puerta azul. Una puerta de metal. Tengo la llave de la cerradura en mis pantalones claros. Están colgados en el armario de mi habitación.

Le dejé, fui a buscarla y regresé haciendo oscilar la llave.

– Lo está haciendo muy bien, Tim.

– Estoy siendo sincero con usted. Sólo le pido que me ayude.

– ¿Hay alguien con ella?

– No. No hay necesidad. Will la tiene bajo sedantes. La mayor parte del tiempo está sin sentido, o dormida. Mandan a alguien a que la alimente, a limpiarla. Está atada a la cama. La habitación es un bloque sólido de cemento. Ünicamente hay una salida… a través de la puerta. Sólo hay un tragaluz, que tienen abierto. Si se cierra, quien esté dentro muere sofocado en cuarenta y ocho horas.

– ¿Podría entrar Will Towle en La Casa sin levantar sospechas?

– Seguro. Tal como le dije, tiene guardia las veinticuatro horas del día, por si los Caballeros se portan demasiado mal con los crios. La mayor parte de las veces no es nada grave: rasguños, moretones. A veces a los crios les da un ataque y entonces les da Valium o Mellaril, o una dosis de Thorazine. Sí, él podría aparecer por allí en cualquier momento.

– Bien. Va usted a llamarle, Tim. Le va a decir que tiene que hacer una de esas visitas de emergencia. Quiero que entre en La Casa una media hora después de que oscurezca… digamos que a las siete treinta. Asegúrese que estará en punto. Y solo. Quiero que suene convincente…

– Resultaría más convincente si pudiera moverme un poco.

– Tendrá que contentarse con lo que tiene. Tengo confianza en usted, use su experiencia dramática. Lo hizo usted muy bien como Bill Roberts.

– ¿Cómo lo sa…?

– No lo sabía. Fue una buena suposición. Usted es un actor bien enseñado, así que era perfecto para ese papel. ¿También incluía el personaje el matar a Hickle?

– Eso es historia pasada -me contestó-. Sí, yo hice la llamada. El montarlo todo en su oficina fue idea de Hayden, una de sus bromas. Es un tío con muy mala leche. Con un sentido del humor muy retorcido. Pero, como le he dicho antes, yo nunca he matado a nadie. En lo de Hickle, ni estaba allí. De eso se ocuparon Hayden y el primo Will. Ellos, y Gus, decidieron cerrarle la boca… la misma historia de siempre, supongo. Hickle era miembro de la Brigada, uno de los primeros. Pero además trabajaba en su tiempo libre a los niños del parvulario de su esposa.

«Recuerdo que, después de que lo detuviesen, los tres se reunieron para hablar de ello. Gus estaba gritando airado: "¡Ese estúpido cabezota! ¡Yo le suministro a ese cabeza de chorlito el bastante coño sin pelos como para tenerlo sonriendo todo el resto de su vida, y va y hace una cosa tan estúpida como ésa!" Tal como veo yo la cosas, a Hickle siempre lo habían considerado como débil y estúpido, fácilmente influenciable. Estaban seguros de que, una vez empezase a hablar de lo del jardín de infancia, ya no sabría cerrar la boca y haría que todo se fuera al traste. Tuvieron que liquidarlo.

»E1 modo en que lo hicieron fue que Hayden le llamara y le dijese que tenía buenas noticias. Hickle le había pedido a Hayden que tratase de enchufarle con el fiscal del distrito, lo cual ya demuestra lo tonto que era. Quiero decir que, en ese momento, Hickle era noticia de primera página. Y sólo el admitir que uno lo conocía era ya llenarse de mierda. Pero él había llamado a Hayden, para pedirle ayuda. Hayden hizo ver que iba a ayudarle. Y un par de días después le llamó y le dijo que sí, que tenía buenas noticias, que podía enchufarle. Se encontraron en casa de Hayden, muy en secreto, sin nadie por allí. Por lo que he podido descubrir, Will le puso algo en el té… ese tipo no bebía alcohol. Algo que uno podía controlar perfectamente en el tiempo y cuyos efectos desaparecían, de modo que era muy difícil descubrir trazas, a menos de que uno lo estuviera buscando específicamente. Will calculó la dosis, es muy bueno con esto. Y cuando Hickle hubo perdido el conocimiento lo trasladaron a la casa de usted. Hayden forzó la cerradura, es todo un manitas, incluso hace espectáculos de magia para los niños en La Casa. Se disfraza de payaso, Blimbo el Payaso, y hace sus juegos de manos.»

– Olvídese de la magia. Siga con Hickle.

– Eso es todo: le metieron allá dentro y simularon un suicidio. No sé quién apretó el gatillo; no estaba allí. Lo único por lo que sé algo es porque hice el papel de Bill Roberts y unos días más tarde Gus me contó de qué iba todo. Estaba en uno de esos momentos de humor muy negro, cuando habla como un auténtico megalomaníaco. «No creas que tu primo el doctor es puro y noble, chico», me dijo. «Yo podría quemarle el culo y quemarles el culo a un montón de gente pura y noble con una sola llamada telefónica». Se pone de esa manera, en contra de los ricos, cuando recuerda lo pobre que fue y cómo nosotros, los ricos, lo maltratábamos. Aquella noche, después de que hubieron matado a Hickle, estábamos sentados en su oficina. El bebía ginebra y comenzó a recordar cuando él trabajaba para el señor Hickle, el padre de Stuart; lo hacía desde que era niño. El era huérfano y algún tipo de organización caritativa había hecho algo que, básicamente, equivalía a haberlo vendido a los Hickle, como si fuera un esclavo. Dijo que el viejo Hickle había sido un monstruo. Tenía un carácter de mil diablos, y le gustaba tratar a la servidumbre a patadas. Me explicó cómo lo soportó todo, cómo mantuvo la vista bien alerta, enterándose de todos los secretos sucios de la familia, como las rarezas de Stuart y otras cosas… lo fue archivando todo y lo utilizó para salir de Brindamoor, para conseguir el trabajo en Jedson. Lo recuerdo sonriéndome, medio borracho, con cara de loco. «Descubrí muy pronto», me dijo, «que el conocimiento es poder.» Luego habló acerca de Earl, de cómo aquel individuo estaba tarado, pero haría cualquier cosa por él. «Se comería mi mierda y diría que es caviar», me dijo. «Eso es poder.»

Kruger había arqueado la espalda, alzando la cabeza, con el cuello muy rígido, mientras hablaba. Ahora, exhausto, la dejó caer de nuevo.

– Supongo -dijo-, que ahora todo cae sobre nosotros. Yacía en la mancha ocre de orina seca, con aspecto penoso.

– ¿Hay algo más que quiera decirme, Tim?

– No se me ocurre nada más. Pero si me pregunta algo, se lo contestaré.

Vi cómo la tensión subía y bajaba por sus miembros atados, como una ola, y me mantuve a distancia.

Había un teléfono en el suelo, a unos metros de distancia. Lo acerqué, manteniéndome alejado de él, y dejé el auricular cerca de su boca. Apuntándole con la pistola a la frente, marqué el número de la oficina de Towle y me eché hacia atrás.

– Hágalo bien.

Lo hizo. A mí me hubiera convencido. Esperé que a Towle también. Me indicó que la conversación había terminado a base de mover los ojos de un lado a otro, varias veces. Colgué y le hice hacer una segunda llamada, ésta al control de seguridad de La Casa, para preparar la visita del doctor.

– ¿Qué tal ha estado esto? -me preguntó cuando hubo acabado.

– Los críticos se han quedado agradablemente asombrados de la actuación.

Cosa extraña, aquello pareció complacerle.

– Dígame, Tim, ¿qué tal tiene los senos nasales?

La pregunta no le causó asombro:

– Maravillosamente -exclamó-. Nunca estoy enfermo.

Y lo dijo con la fanfarronería del atleta habitual, que cree en que el ejercicio y los músculos firmes son garantías de inmortalidad.

– Bien, entonces esto no le molestará -le embutí una toalla en la boca, mientras él producía sonidos irritados y apagados a través de la tela.

Cuidadosamente, le arrastré a la alcoba, vacié el armario de todo lo que se pareciese a un arma o herramienta y le metí dentro, acomodándolo a los confines del reducido espacio.

Si salgo de La Casa con la cría y ambos en buen estado, le diré a la policía dónde hallarle. Si no lo hago, probablemente morirá sofocado. ¿Hay algo más que me quiera decir?

Una negativa con la cabeza. Ojos implorantes. Cerré la puerta y corrí frente a ella una pesada cómoda para ropa. Volví a colocar la pistola en mi cintura, cerré todas las ventanas del apartamento, corrí las cortinas del dormitorio y cerré la puerta, bloqueándola con dos sillas haciendo cuña. Corté el cable de su teléfono con un cuchillo de la cocina, corrí los cortinajes para borrar la vista del océano y le di una ojeada final al lugar. Satisfecho, fui hasta la puerta y la cerré de un portazo.

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