«Sun cheval brochent, laiset curre a esforz vait le ferir li quens quanque il pout.»
[(«Espolea su caballo, da rienda suelta a su fuerza, corre a herirle todo cuanto pueda.»)]
La Chanson de Roland, XCIII
Hugo confiaba en el buen criterio militar de Peyre Roger de Cabaret, pero se dijo que aquella correría les llevaba muy cerca de Carcasona. Eran una docena de jinetes que protegían un carromato tirado por mulas, y el asalto se inició con una persecución.
– No me gusta. Debiéramos haberles emboscado en lugar de correr tras ellos -le dijo a Guillermo.
No supo si éste le oyó debido al fragor de la carga y a que ambos tenían el yelmo calado.
Los caballeros cruzados huyeron adelantándose al carro y los de Cabaret, al alcanzar el vehículo, ordenaron a los conductores que lo detuvieran. Fue entonces, al parar éste, cuando los cueros que cubrían la carga cayeron mostrando algo parecido a una pequeña fortificación de madera y, protegidos detrás de ella, una docena de soldados. Estaban provistos de ballestas y picas, y de inmediato asaetearon a los caballeros occitanos. Al mismo tiempo, los perseguidos giraron sus monturas cargando contra ellos.
– ¡Maldita sea! Me lo figuraba -murmuró Hugo entre dientes-. ¡Es una trampa!
Pero era demasiado tarde para dar la vuelta. La vanguardia, con Peyre Roger, Guillermo y Hugo al frente, chocó, lanza al ristre, contra los jinetes cruzados con estrépito de hierros y gritos. Mientras, los caballeros de Cabaret que iban atrás intentaban acabar con los ballesteros protegidos en su castillete de madera dentro del carro, pero éstos les mantenían a raya con sus picas. Algunos caían asaetados mientras intentaban derribar a los soldados a sablazos. Hugo, después de un intercambio de golpes con su oponente, logró herir en un brazo al hombre, que, rehuyendo el combate, clavó espuelas y escapó. Vio que Guillermo había derribado al suyo y le gritó:
– Debiéramos retirarnos ahora que podemos -su voz resonaba dentro de la celada-. Están a punto de llegar los suyos emboscados.
– Tenéis razón -repuso el Caballero del Ruiseñor.
Pero fue entonces cuando oyeron un griterío a su espalda y Hugo supo que era demasiado tarde. Peyre Roger ordenó cargar contra los que llegaban y, dando la vuelta, tuvieron que cruzar por donde se luchaba contra el carro fortificado. En la carga, Hugo vio que los recién llegados les superaban en número, pero el choque fue inmediato, sin tiempo para reaccionar. Ya estaba enzarzado en la lucha cuando vio el león rampante de los Montfort luciendo en un escudo y túnica. Pensó que no podía ser Simón, pero que con toda probabilidad sería su hijo Amaury.
Habían caído en una trampa. La incursión acabaría en un trágico fracaso, pero Hugo se dijo que, si mataba al heredero del usurpador del vizcondado, la convertiría en una gran victoria. El de Montfort intercambiaba mandobles con uno de los de Cabaret.
Hugo lo tenía cerca. Decidió jugarlo todo a un solo envite. Clavó espuelas a su destrer y lo lanzó sobre Amaury. Con la espada alzada, encontró el hueco y le descargó con todas sus fuerzas un golpe mortal en el cuello.
– ¡No! -oyó.
Y en el último instante, en lugar de hundirse su arma en el cuerpo del enemigo, sintió con un gran estruendo el fortísimo impacto de hierro chocando contra hierro. Era Guillermo, que con su espada había detenido la suya. La reacción de Amaury fue muy rápida. Su oponente recibió el ataque de otro cruzado y eso le permitió revolverse y cambiar de lado y dio con su zurda un tremendo tajo a su propio primo, sin saber quién era y sin darse cuenta de que le acababa de salvar la vida.
Mientras Guillermo se desplomaba, Amaury soltó un alarido de victoria al advertir que había derribado al famoso Caballero del Ruiseñor.
– ¡Huyamos de aquí! -gritó el de Cabaret.
Hugo vio a varios caballeros cruzados que rodeaban a Amaury de Montfort celebrando su éxito. Comprendió que había perdido la oportunidad de terminar con él y apenado, se unió a la cuña que formaban los de Peyre Roger y, abriéndose paso a mandobles, rompieron las filas cruzadas en busca del camino a Cabaret, el refugio inexpugnable de la Montaña Negra.
Fue sólo entonces cuando Hugo se percató de la tragedia. Atrás dejaba a su compañero, su rival, pero más que nada a su amigo. Y notó sus ojos llenándose de lágrimas, pensando que jamás volverían a bromear, a competir cantando, a correr aventuras, a reír juntos. Sintió una terrible tristeza y un rencor profundo hacia Amaury, que tan mal pagaba a quien le salvó la vida. Él era el símbolo de lo que los cruzados representaban, de su crueldad, de su fanatismo, de la rapiña, de la destrucción que sembraban en Occitania.
Dio un tirón de bridas y frenó su caballo.
– Hugo, ¿qué hacéis? -inquirió Peyre Roger deteniendo su montura mientras los supervivientes de la partida continuaban en su huida.
Pero Hugo apenas escuchaba. Su vista buscaba a Guillermo. Vio su cuerpo y al ruiseñor rojo tendidos en el suelo, rodeado de enemigos, y se preguntó si de verdad estaba muerto y si algo podría hacer todavía por él.
– Lo siento por vuestro amigo y por los nuestros que han caído -insistió el de Cabaret-, pero venid con nosotros, rápido, en cualquier momento saldrán a perseguirnos, son muchos más. La venganza deberá esperar.
Pero el de Mataplana observaba la celebración, los parabienes de los cruzados a Amaury y vio como éste, rodeado de los suyos, descendía del caballo y se quitaba la celada. Los cruzados querían ver el rostro al famoso Caballero del Ruiseñor. Entonces, se dio cuenta de que aún tenía una posibilidad de cargar y decapitar de un tajo al hijo de Montfort. Estaba desprotegido y quizá fuera aquélla la única oportunidad de vengar a su amigo. Y dirigió su caballo de vuelta al campo de batalla.
– Hugo, ¡no seáis loco! -le gritó Peyre Roger-. ¡Venid conmigo! Es un suicidio. Quizá podáis entrar en ese círculo, pero nunca saldréis.
Pero el caballero, con el corazón encogido de pena y las lágrimas corriendo por sus mejillas, no le escuchaba. Poco a poco, puso al trote su destrer y otra vez desenfundó la espada.
– ¡Por Dios, qué hermosa locura! -se dijo Peyre Roger notando sus propios ojos húmedos-. Que Jesucristo os acoja en su seno, buen amigo.
Su instinto le pedía acompañar a Hugo, pero su razón le hablaba de su responsabilidad sobre su gente. Giró el caballo y lo puso al galope para alcanzar a los suyos, mientras rezaba por el catalán.
Iniciando el galope, Hugo supo que no había marcha atrás, vio el hueco por donde entrar y la cabeza que quería cercenar. También supo que Peyre Roger de Cabaret tenía razón; eran demasiados. Si cargaba dentro de aquel círculo, jamás saldría vivo.
Amaury consiguió al fin quitarle la celada al Caballero del Ruiseñor y se encontró con el rostro lívido de su querido primo. La vida se le escapaba a chorros por la herida del cuello. Se arrodilló y lo sostuvo sin dar crédito a lo que sus ojos veían. Después de unos cuantos susurros, un silencio sepulcral se abatió sobre los caballeros cruzados. Todos le reconocieron, era su camarada.
– Te quiero, primo -musitó Guillermo mirando con ojos ya vidriosos a Amaury.
Este se quedó inmóvil. Ni siquiera oía el golpeteo de los cascos del destrer avisándole de que su verdugo se acercaba. La mirada del de Montmorency quedó fija en el cielo. Amaury supo que acababa de morir y un aullido de dolor infrahumano surgió de su garganta hasta casi romper sus cuerdas vocales. Jamás había sentido una pena tan grande, una culpa tan horrenda. Notaba que el infierno ardía en su pecho, que deseaba poder dar su propia vida a cambio de retroceder en el tiempo, aunque fuera sólo por un momento, y cambiar aquel destino injusto y terrible.
Pero Hugo ya estaba encima de él con la espada levantada. Sabía que no había salida para ninguno de los dos. Rompió el círculo que formaban los atónitos cruzados y no tuvo piedad de él.