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«Que arseron la vila, las molhes e.ls efans

e los velhs e los joves, e.ls cleros messa cantans

que eran revestit, ins el mostier laians.»

[(«Quemaron la ciudad, a las mujeres y a los niños,

a los viejos, a los jóvenes y a los curas cantando misa,

engalanados con sus vestimentas litúrgicas.»)]

Cantar de la cruzada, III-23


Cerré los ojos y quise morir en la catedral, pero el caballero sólo elevó su espada amenazándome, sin embargo, al ver que la muerte era precisamente lo que yo deseaba, la enfundó pensativo. Quiso que reanudara la inútil búsqueda de mi propio cuerpo, pero volví a negarme y al fin comprendió que nada más lograría de mí por mucho que me amenazara. -Vamos -dijo.

Y agarrándome de un brazo, me arrastró hasta cruzar el pórtico de la catedral de Saint Nazaire y allí me vapuleó diciéndome:

– Soy tu señor y tú me obedecerás. ¿Entiendes?

Y continuó golpeándome hasta que, no pudiendo soportarlo más, le dije que sí con tal de evitar un dolor insufrible. Estaba desmadejada, casi no podía andar y, viéndolo él, me montó en la grupa de su caballo y así, prisionera y convertida en muchacho, abandoné la ciudad.

No se cómo sobreviví ni aquel día, ni aquella noche. No sentía deseo alguno de hacerlo, pero tampoco quería que aquel hombre que me gritaba, golpeándome cuando no le obedecía de inmediato, supiera que yo era a quien él buscaba. En realidad había dejado de serlo. Antes había sido brevemente Peyre de Maureilhan, ahora era Pierre de Montmorency, un franco que, se suponía, era primo del caballero. Bruna de Béziers, la Dama Ruiseñor, había muerto junto a su prima y a su ama. Pensaba en ellas y en mi padre, mientras sollozaba en un rincón de la tienda donde él me había ordenado pasar la noche.

Antes de salir de la ciudad vomité en sus calles al ver más y más cadáveres. Mi amo ya no me golpeó; permitió que me limpiara la sangre con que me empapé en la iglesia en el río. Me lavé las manos, la cara, los brazos y la sobrevesta. Lo hice sin quitarme la camisa ni la cota de acero. El peso de ésta me aplastaba los senos, de forma que disimulaba mi condición de mujer, algo que bajo ningún concepto quería que el francés llegara a descubrir.

Oí que gritaban que la ciudad ardía, pero me estaba prohibido salir de la tienda y tampoco quería verlo. No lograba secar mis ojos, que se llenaban una y otra vez de lágrimas, hasta que al fin, no sé cuándo, desfallecí de puro agotamiento y caí en un sopor profundo, cercano a la muerte, pero misericordioso, pues me hundió en un pozo profundo más allá de la pena.

Guillermo de Montmorency sintió compasión por aquel joven adolescente al que ni siquiera le apuntaba aún la barba. ¿Cómo se habría sentido él, años atrás, si su familia hubiera sido masacrada como le ocurrió a ese chico? Pero no podía permitirse sentimentalismos; le salvó la vida porque, al hablar oíl y oc, le sería de mucha utilidad para su investigación. Y también para dar un escarmiento a aquella chusma ribalda. No podía consentirse que atacaran a un noble, aunque éste fuera enemigo; la conciencia del orden feudal para un caballero como Guillermo estaba por encima de los bandos en la batalla.

Pero Arnaldo, el abad del Císter, no vería su acción con buenos ojos. Guillermo estaba acostumbrado a seguir su propio criterio y no pensaba discutir con el legado papal. Por lo tanto, decidió ocultárselo; el fin justificaba los medios. Escondió al chico en su tienda, pidió a su escudero que no dejara entrar a nadie y se fue al consejo de guerra del abad.

Éste estaba exultante. La causa de Dios había demostrado su fuerza y la ira sagrada se había saciado temporalmente. Un escarmiento bíblico para los herejes y para quienes les apoyaban. Entre los nobles había distintas posturas, desde la del conde de Tolosa, silencioso y con cara de circunstancias, hasta los que disfrutaban plenamente de la victoria, pasando por algunos que no escondían su desagrado por la matanza. Sin embargo, la mayoría estaban más preocupados con el escarmiento que habría que darles a los ribaldos por su intencionado incendio de la ciudad.

Aquella chusma se había lanzado al saqueo sin respetar la parte del león que les correspondía a los nobles en el reparto y algunos se habían instalado en las casas cual genuinos propietarios, una vez se deshicieron de éstos. Los señores apostaron fuertes contingentes de sus tropas en las puertas de la villa que esquilmaban a todo ribaldo que salía, enviando sus mesnadas para que desocuparan las casas a varazos. Poco podían hacer los andrajosos contra soldados bien armados y perfectamente entrenados para actuar en equipo. De nada le valió a Renard, el proclamado Rey Ribaldo, argumentar que fueron ellos, y no los nobles, los que tomaron la ciudad y que fueron los suyos quienes murieron luchando en almenas y calles. Se decía que fue él quien dijo «fuego» y sus secuaces quienes pasaron la consigna a gritos y quemaron la ciudad, con todo lo que en ella quedaba, como represalia. Así como el abad del Císter quiso hacer de la masacre un ejemplo y advertencia para que el resto de ciudades se sometieran, así Renard quiso advertir a los nobles lo que ocurriría si sus ribaldos eran usados como fuerza de choque totalmente consumible y luego se les arrebataba el botín.

Unos opinaban que debían ahorcarlos; otros, que eso provocaría una revuelta ribalda y que convenía que la chusma fuera a la vanguardia y muriera, si luego ellos podían recuperar la mayor parte del botín, como acababa de ocurrir.

Pero eso poco le importaba a Guillermo de Montmorency, que, al igual que su primo Amaury, callaba y dejaba que su tío Simón de Montfort ejerciera la palabra en nombre de todo el clan. Sus pensamientos regresaban a su misión, a los tres enigmas que ocupaban su mente mientras planeaba lo siguiente a investigar ahora que tenía quien hablaba la lengua. Pero se dijo que conocía poco del chico y decidió interrogarle para saber más de él.

Cuando llegó a su tienda, vio al muchachito durmiendo en un rincón sobre una alfombra. Con frecuencia, medio suspiraba medio hipaba como hacían los niños en sueños después de un gran llanto. Sintió piedad, ternura, y observó la curva de las mejillas, los labios carnosos, la piel sonrosada y suave, y quiso acariciarle el pelo. Pero se contuvo. Odiaba a los caballeros que abusaban sexualmente de sus pajecillos y él no se permitiría muestra alguna de cariño con el suyo.

Se acomodó sobre su alfombra, apagó el candil y supo que no dormiría en un rato. Las imágenes de la muchacha saltando por la ventana en pos de su bebé defenestrado, la catedral vomitando raudales de sangre por la puerta, los sacerdotes vestidos de misa mayor tendidos a la entrada, masacrados queriendo proteger a sus fieles, los cuerpos de todas las edades amontonados contra las paredes, las huellas de manos ensangrentadas en los muros y pilares de la iglesia, el fuego… Ésa no era la guerra que él imaginaba, éste no era el tipo de batalla para la cual había aprendido a luchar.

Antes de retirarse a su tienda, Arnaldo contempló largo rato el espectáculo de la ciudad ardiendo bajo una luna casi llena y recordó cuando, predicando, sus habitantes se mofaban de él y como él les amenazaba con el fuego del infierno. Su palabra se había cumplido antes del juicio final.

Hizo llamar a un monje escriba a su tienda y, desde la entrada de ésta, contemplando el resplandor rojizo, dictó una carta para el Papa.

– Hoy, en el día de la Santa Oscura y de la luna menguante en el signo del macho cabrío, empieza el fin de los herejes y de aquellos que les apoyan. ¡Dios lo ha querido! Las puertas de la ciudad se abrieron a nuestras oraciones en el primer día de combate y todos sus habitantes perecieron a la espada y al fuego como ejemplo, como escarmiento para los insumisos a la Iglesia de Roma. ¡Qué gran victoria! ¡Qué hermosa venganza divina!

Tardó en dormirse y cuando lo hizo soñó que, cual Jacob, luchaba contra un bello ángel de facciones airadas y al preguntarle cómo se llamaba, él respondió: «Fe».

Después, el ángel se transformaba en un horrible diablo cuyo abultado estómago se abría como las fauces de un gran pez que quería tragarlo. No necesitaba preguntar, sabía que su nombre era Orgullo.

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