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«¡Fuerte como la muerte es el amor!»

Yehuda Ha-Levi, 96


Los caballeros se miraron a la tenue luz del candil, que empezaba a parpadear por falta de aceite. Hugo tragó más vino de su tazón y Guillermo inquirió angustiado:

– ¿Dónde estará? ¿Qué podemos hacer para rescatarla?

– La tiene el arzobispo. Eso es seguro, pero no puedo decir dónde.

– Quizá encerrada en su palacio -especuló Guillermo.

– Cuando llegué, vi a un grupo alejarse. Eran ellos, pero no se dirigían a la plaza de La Caularia; no creo que esté en el palacio. Debí de haberles seguido en lugar de venir a la posada, pero no sabía que se llevaban a Bruna.

– ¿Qué haremos? -preguntó otra vez el de Montmorency.

– Intentar dormir lo que quede de noche. No hay más opción hasta el amanecer.

– Volveré a ver al arzobispo. Le amenazaré.

– Es un juego peligroso -repuso Hugo-. Ya visteis que no tiene reparos en haceros asaltar, pudo ordenar, incluso, que os mataran.

– No creo que se atreva. Él continúa creyendo que estoy comisionado por el abad Arnaldo y mi tío Simón. Les teme.

– Es un hombre peligroso, no se detiene ante nada. Se resiste al Papa, falsifica los sellos y la firma del rey de Aragón. Si lo amenazáis, os puede hacer matar.

– ¿Qué otra opción tengo? -dijo Guillermo desconsolado.

– No lo sé.

Y Hugo cerró los ojos para rememorar la faz de su amada. Cuando los abrió, había lágrimas en ellos. Puso su mano sobre la que el francés tenía sobre la mesa y le dijo:

– Yo también temo por ella, también la amo. ¿Qué no daría porque fuera ayer y estuviera aún aquí con nosotros?

– Vengo a recoger los legajos, arzobispo.

La figura de Guillermo, con el león rojo rampante en su pecho, se alzaba gallarda en el centro de la sala de audiencias de Berenguer. Sin embargo, aunque el joven intentara ocultarlo, había una gran diferencia con el día anterior, hoy se sentía inseguro y temeroso por Bruna. Invocaba la autoridad del legado papal y la de su tío, y pretendía, si no conseguir los documentos, al menos negociar con el eclesiástico la libertad de su dama a cambio de entregarlos.

– A fe que sois arrogante, jovenzuelo -repuso Berenguer, que, sentado en su trono, entornaba los ojos mientras una sonrisa bailaba en sus labios-. Recordadme la razón por la que os los debía entregar…

– Porque el legado papal, el abad del Císter Arnaldo, y mi tío, el vizconde de Carcasona, Béziers y Albí, comandante general de la cruzada, así os lo piden. Vos no podéis retenerlos, pertenecen al Papa.

– ¿Y ellos saben que estáis aquí?

– Naturalmente.

– ¿Y saben que yo tengo la carga de la séptima mula?

– Claro.

– ¿Y que disfrazada como vuestro escudero se escondía Bruna de Béziers, la Dama Ruiseñor, a cuya cabeza el legado papal ha puesto precio?

– Bruna de Béziers murió en el asalto a su ciudad.

El arzobispo se puso a reír con carcajadas aparatosas. La inquietud de Guillermo aumentaba.

– Me estáis mintiendo. Ni el legado, ni Simón de Montfort saben que tengo los legajos; ni siquiera saben que estáis aquí -dijo cuando terminó su risa-. Así que puedo haceros desaparecer sin temor a represalias.

Guillermo comprendió que estaba perdido. Su única fuerza, el temor del arzobispo a los cruzados, se había desvanecido. ¿Cómo sabía Berenguer que actuaba sin que lo supiera el legado? Bruna nunca le habría delatado, no al menos voluntariamente. ¿La torturaron? Consideró la posibilidad de desenfundar su espada e intentar abrirse paso a mandobles hasta su caballo. Era hacer que le mataran; cualquier ballestero le podría ensartar por la espalda. Pensó que había un pequeño resquicio para la esperanza; quizá el arzobispo sólo intuyera lo dicho, quizá no lo supiera seguro y repuso:

– Claro que lo saben -mintió-. Les mandé mi último mensaje antes de entrar en la ciudad.

El arzobispo resopló y, a una seña suya, uno de sus eclesiásticos tiró de una cinta que hizo sonar una campanilla en la habitación contigua. Al momento, entró el cuerpo de guardia.

– Entregad vuestras armas ahora mismo -dijo Berenguer-. Sois mi prisionero. Ya veré qué hago con vos.

Guillermo obedeció, no sin antes advertir al arzobispo que se arrepentiría de aquello, y fue conducido a los sótanos del edificio donde se encontraban las mazmorras. Una luz de esperanza brilló en su oscuridad. ¡Al menos se encontraría con Bruna! Pero, para su desencanto, no vio ni rastro de la doncella. En lugar de eso, en el calabozo contiguo al suyo, pudo distinguir, maltrecho, a Renard, que le saludó:

– Buenos días, señor de Montmorency -mostraba su sonrisa desdentada-. ¡Qué alegría veros de nuevo! Al menos, podré hablar oíl con alguien.

Entonces, Guillermo lo supo todo. El arzobispo había capturado a Renard, que trabajaba para el legado Arnaldo; fue él quien le privó de argumentos al contarle al arzobispo todo lo que sabía. Y se dio cuenta de lo difícil de su situación.

Hugo no creía que Guillermo pudiera asustar al arzobispo, pero él carecía de un plan mejor y algo había que hacer para rescatar a Bruna. Encargó a un muchacho que le avisara cuando le viera salir del palacio arzobispal para dedicarse él a la única pista que le quedaba: Sara.

Comprendía ahora que fue ella quien informó en Béziers a los sicarios del arzobispo, y lo mismo hizo aquí. Era el enemigo. Pero él sabía arrancar confesiones hundiendo la punta de su daga en ciertos lugares del cuerpo. Precisaba saber dónde se encontraba Bruna y cómo se accedía al lugar… Sin duda, Sara conocía esa información y la haría hablar a cualquier precio, ya fuera a hierro o a fuego.

Inquirió a su amigo Yehuda, buscó por el barrio judío, pero la mujer no estaba en ninguno de los lugares de costumbre. Ni siquiera en el mercado adonde iba a vender por las mañanas. Había desaparecido. Y con ella toda esperanza.

Cuando pasado el mediodía su vigía apostado en la plaza de La Caularia le dijo que Guillermo llevaba horas sin salir, se le hizo un nudo en la garganta y otro en el estómago. Todo estaba perdido.

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