35

«A un riche barón, qui fu pros e valent

ardit e combatant savi e conoisent

senher fo de Montfort, de la honor que i apent

e fo cons de Guinsestre si gesta no ment.»

[(«Había un barón virtuoso, valiente y recto,

atrevido, batallador, sabio y conocedor

de Montfort, de sus tierras y honores era señor

y era conde de Leicester, si el rumor es cierto.»)]

Cantar de la cruzada, IV-35


Guillermo estaba ya en el campamento cuando regresaron las tropas. Al ver a Jean, su fiel escudero, herido, se arrepintió de no haber luchado. Aquél era su clan y debía haber estado con ellos en el peligro; no importaba si la causa era justa o no, no importaba si eran santos o asesinos. Su lugar estaba a su lado.

– Mi padre te quiere ver -le dijo Amaury-. Está furioso contigo.

Si con alguien no quería enfrentarse Guillermo, ése era Simón de Montfort, pero se dirigió a su tienda; era el jefe del clan y le debía obediencia. Rumiaba qué decirle cuando le gritara que había deshonrado a la familia quedándose en retaguardia. ¿Le contaría sus escrúpulos morales arriesgándose a que el viejo desconfiara?

Al fin, Guillermo decidió no improvisar y decirle la verdad. Simón entendería mejor eso que cualquier otra sandez que se le pudiera ocurrir, pero era un hombre colérico y había que ir con cuidado. Si le pillaba mal, si presumía que actuando cobardemente había manchado el nombre de los Montfort, le enviaría de regreso a la íle de France de inmediato. Y eso era lo último que el joven deseaba.

El viejo Montfort estaba desnudo de cintura para arriba y su escudero le lavaba algunas magulladuras, rasguños y pequeñas heridas que había sufrido en el combate. A pesar de superar en varios años los cuarenta, mostraba la figura poderosa de quien, robusto de naturaleza, se ejercita habitualmente para la guerra. Su prestigio de rectitud y valor aumentaba día a día. Participó en la desastrosa cruzada organizada pocos años antes por Inocencio III en la que los venecianos pusieron un precio tan alto al transporte marítimo que para pagarlo los cruzados tuvieron que saquear la católica ciudad de Zara, enemiga comercial de Venecia. Después, los astutos marinos les desembarcaron en Constantinopla, también rival de la República, la cual fue, asimismo, asaltada y saqueada con la excusa de deponer la ortodoxia e instalar un obispo católico. Simón consideró aquello una infamia y negándose a secundar el plan, pagó de su menguado bolsillo el transporte por otros medios de sus tropas a Tierra Santa, de donde regresó más honrado y prestigioso, pero aún más pobre.

A Guillermo le disgustó encontrarlo con varios nobles menores, que sin duda acudían a felicitarle por haber sido el primero en entrar al burgo, y con nada menos que el abad del Císter, Arnaldo. No podía contarle a su tío la verdad delante de ésos y cualquier historia que el viejo sospechara inventada le haría estallar en cólera. Siempre que tenía espectadores se mostraba más duro y aquel día parecía dispuesto a que los mirones proclamaran en el campamento su contundencia resolviendo asuntos internos de familia.

– Veo que estáis ocupado, tío -le dijo-. Hablaremos luego.

Y dio media vuelta aparentando discreción. Toda la que le faltó al viejo.

– ¡Guillermo! -aulló al verle-. ¡Venid aquí! El de Montmorency se giró para ver el imponente torso desnudo y la barbuda faz de Simón coloreada por la furia.

– ¡Quiero que me digáis ahora por qué no salisteis a combatir!

Y Guillermo supo de inmediato que las cosas irían mal, muy mal. Se puso a pensar con rapidez. ¿Cómo salir del atolladero?

– Porque yo le ordené que se quedara -todos miraron asombrados al abad del Císter-. El chico estaba ansioso por entrar en batalla, pero demostró una gran entereza honrándonos al Papa y a mí, obedeciendo.

– ¿Por qué no le dejasteis combatir, Arnaldo? -quiso saber Simón.

– Vos ya conocéis parte de la respuesta, pero estos señores no -dijo señalando a los invitados-. Este muchacho tiene una misión clave para el Papa y su consecución será muy grata al Señor. Eso es lo más importante. Si mañana morimos uno de nosotros, será un infortunio, pero si algo le ocurriera a él antes de culminar su misión, sería trágico.

– ¿De qué se trata? -preguntó uno de los nobles.

– Ni vos ni nadie aquí, fuera de él, puede saberlo. Es muy importante.

Guillermo miró a su tío de reojo; se había calmado y sonreía levemente elevando la barbilla. Aquello honraba mucho al clan de los Montfort.

El joven caballero se dijo que el legado papal conocía muy bien qué resortes mover para hacer cumplir su voluntad.

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