«E cela ost jutgero mot eretge arder e mota bela eretga ins en lo foc giter.»
[(«Y esa hueste a mucho hereje a arder condenó y a muchas nobles herejes al fuego arrojó.»)]
Cantar de la cruzada, I-14
A la mañana siguiente, amaneciendo, los dos caballeros y su singular escudero salieron de Cabaret rumbo a Narbona.
Mientras trotaban por los desfiladeros del río, las señales de los vigías en las rocas les acompañaban indicando que el paso estaba libre, sin peligros. Cuando el camino se estrechaba, el de Mataplana, familiarizado con la ruta, se ponía al frente.
– Decidme, Hugo -inquirió Bruna en un momento en el que el ancho de la vía permitía cabalgar a su lado-, ¿qué hubiera ocurrido con el Joy si Guillermo o vos hubierais muerto en alguna de esas escaramuzas contra los cruzados?
– Que en lugar de una tensó, se cantaría un plany -repuso éste-. Se hubiera llorado en honor a los muertos, pero después alguien habría traído un estribillo pícaro, sarcástico o amoroso para que los instrumentos sonaran de nuevo alegres.
Al salir de los desfiladeros protegidos por los de Cabaret,
Guillermo tomó la primera posición, ya que, de acontecer algún peligro, éste vendría de los cruzados. Llevaba su escudo colgado de la montura con el ruiseñor cubierto con un cuero, puesto que la enseña era ya demasiado popular entre sus camaradas del negotium pacis et fidei.
Había algo inquietante en el aire de aquella mañana tranquila de verano y el recorrido hasta la posada de El Gallo Cantarín estaba desierto. Lo primero que notaron fue el olor a quemado y después, cuando el camino salió de la arboleda, vieron en un prado situado a poca distancia de los edificios una pira rodeada de varios grupos de gentes. En el centro, atados en dos postes verticales, espalda contra espalda, estaban dos hombres barbudos y dos mujeres, una joven y otra de mediana edad. Los cuatro vestían una especie de hábito gris y se ceñían con una cuerda anudada semejante a la que Domingo y su socium portaban. El humo salía de la leña apilada a sus pies y pronto algunas llamas aparecieron a su alrededor. Los condenados murmuraban un padrenuestro a coro mientras media docena de frailes cistercienses, enarbolando largas cruces, cantaban el Dies irae.
Sin bajar de sus caballos, Bruna y los suyos contemplaron compungidos la escena. Una cincuentena de soldados junto a diez caballeros cruzados presenciaban la ejecución, y aunque Guillermo reconoció a la mayoría, en lugar de acercarse a saludar, lo hizo a distancia. También había un buen grupo de lugareños, entre los que se encontraban el posadero, su familia y empleados que asistían con expresión asustada a la escena. La humareda se hizo más densa conforme las llamas crecían; sin duda habían puesto leña verde y Bruna rezó para que aquellos infelices murieran antes asfixiados que quemados. Sin embargo, las llamas crecían inexorablemente, los reos continuaban con sus rezos a pesar de las toses y los frailes iban aumentando el volumen de su canto en una aparente sincronía con el fuego.
Unos soldados con largas pértigas se encargaban de animar la hoguera y las llamas crepitaron, salvajes, en medio del humo. Bruna quiso irse de allí, no ver aquel suplicio, pero, al igual que a sus compañeros, una malsana fascinación le impedía moverse. Cuando las llamas alcanzaron a los reos, el más joven se puso a gritar, mientras que las mujeres gemían intentando acompañar el rezo del anciano, de barbas blancas, que musitaba aún sus oraciones mirando al cielo. En poco tiempo, cabellos, barbas y cuerpos eran fuego, aquellos gritos espeluznantes cesaron y también el movimiento. Entonces, los frailes interrumpieron el Dies irae, el canto de la ira.
No fue hasta media mañana cuando Renard descubrió la partida de su presa.
– ¡Maldita sea, Pellet! -increpó al escudero-. ¿Cómo no visteis que no estaban sus caballos?
– ¿Y por qué no lo mirasteis vos? -repuso éste.
Renard comprendió que nada ganaba discutiendo.
– ¡Es verdad! Tenéis razón -y soltó una risotada para relajar la tensión-. Pues nos vamos a tener que mover aprisa.
– ¿Dónde diablos habrán ido? -se preguntó el faidit Isarn.
– Hay que encontrar respuesta a eso -dijo Renard-. Aún los podemos coger en el camino.
Y el ribaldo organizó las pesquisas del grupo. No estaba dispuesto a perder la libertad de su familia, su casa, sus campos y sus viñas.
– Cuando llegaron, tomaron lo que quisieron como si fuera suyo e interrogaron a todos -les confió el posadero que, después de servir el vino, se sentó junto a ellos. Confiaba en Hugo-. Ésos se alojaban junto a los refugiados que aún mantengo y sin ningún reparo confesaron que eran «buenos cristianos», como les gusta a ellos llamarse. Nosotros lo sabíamos porque pasaban frecuentemente por aquí, iban predicando, pero también tejían y vendían su trabajo a cambio de sustento. Hay otros que, además, son buenos médicos y les esperamos para que curen nuestros males.
Bruna apenas pudo comer y sus compañeros lo hicieron con moderación. Los caballeros franceses se acercaron a saludar a Guillermo y éste correspondió amable, pero incómodo. Al poco, continuaron su camino al este por la margen norte del río Aude en una ruta más larga que evitaba la cercanía de Carcasona.
Hugo y Guillermo hablaban lo imprescindible entre ellos durante el trayecto pero, una vez los tres solos, y no temiendo por la seguridad de Bruna, competían en tratarla como a una señora rivalizando en galanterías. Muchas cosas inquietaban a la dama en aquel viaje y la mayor era la descoordinación y agresividad entre sus protectores. En Cabaret, cada uno estableció su postura y deseos, pero nada se habló de cómo conseguirlos. Así que, cuando acamparon para la noche y encendieron un pequeño fuego, decidió sin más demoras abordar el asunto.
– ¿Cómo conseguiremos que el arzobispo nos ceda la carga de la séptima mula? -preguntó-. ¿Qué planes tenéis?
Los jóvenes se miraron como esperando que el otro hablara, pero ninguno se atrevía a hacerlo.
– No tenéis planes -concluyó ella decepcionada.
Silencio.
– Malgastáis el tiempo vigilándoos el uno al otro y compitiendo a ver quién luce mejor -estalló al fin-. ¡Y claro, después os faltan sesos para pensar un plan!
Ellos se encogieron mirando al fuego como niños pillados en falta; ésas no eran formas corteses de trato de una dama a su caballero, pero ella tenía razón.
– Esperaba a llegar a Narbona para ver la situación sobre el terreno -se excusó Hugo.
– Habéis estado en Narbona decenas de veces y, además, seguro que trovando a otras damas -le increpó ella-. Sabéis lo suficiente del terreno como para haber pensado algo.
Hugo se rascó la cabeza a la vez incómodo y pensativo, mientras Guillermo le observaba sin poder contener una sonrisa al ver que la carga del reproche recaía en su rival.
– Bien, de acuerdo -aceptó Hugo al fin-, os contaré todo lo que sé sobre el arzobispo. Pensemos juntos.
Se acomodaron para escuchar.
– El arzobispo es hijo natural del último conde de Barcelona independiente, Ramón Berenguer IV, que se casó con Petronila de Aragón cuando ésta tenía sólo un año. El padre de Petronila, Ramiro, llamado el Monje, salió del monasterio donde se dedicaba a la vida contemplativa a la muerte de su hermano para cumplir con el reino. Lo hizo casándose con una princesa franca para procrear un heredero. Regresó al convento después de dar a Petronila en matrimonio a Ramón Berenguer, al que cedió la regencia, aunque reservándose él el título de Rey hasta su muerte. Ramón Berenguer, como príncipe de Aragón y conde de Barcelona, tuvo que negociar con las tres órdenes militares, sepulcristas, hospitalarios y templarios, a las que el hermano de Ramiro había cedido el reino en herencia. Al fin recuperó la independencia del reino de Aragón y lo cedió a Alfonso II, su primer hijo de su matrimonio con Petronila. Sumándole las posesiones del gran condado de Barcelona y vasallajes, Alfonso, el padre de mi señor, el rey Pedro II, pasó a ser señor de Aragón, de toda Cataluña y grandes feudos en Occitania. Pero antes, mientras Petronila crecía, Ramón Berenguer vivió un amor apasionado con una dama provenzal, con la que se hubiera casado de no existir el pacto con Aragón, y tuvo con ella a Berenguer, cuyo destino era ser su heredero, pero
que terminó siendo sólo un bastardo oficialmente reconocido. En otras palabras; si la alianza matrimonial de Aragón-Cataluña no se hubiera consumado, ahora Berenguer sería conde de Barcelona y, de haber continuado extendiéndose el poderío de su casa, quizá rey de Cataluña, Provenza y de otras posesiones occitanas. Berenguer fue destinado a la carrera eclesiástica sin que él considerara ése un destino justo. Antes fue abad de Montearagón, obispo de Tarazona, obispo de Lérida y, finalmente, arzobispo en Narbona, y aunque en algunos aspectos es un hombre de religión, en otros actúa como un monarca. Tiene numerosas tropas a su servicio y su poder militar supera en mucho al del vizconde de Lara, con el que comparte la señoría de Narbona. Narbona era antes feudo del conde de Tolosa y ahora, al someterse a la cruzada, lo sería de Simón de Monfort.
– No exactamente -intervino Guillermo-, el conde Raimon VI perdió Narbona bajo el punto de vista del papado cuando fue excomulgado. Y recuperó sus derechos cuando se le perdonó en Saint Gilles, pero ese perdón no fue más que una estrategia para ganar tiempo por parte del abad del Císter, Arnaldo. Así, la cruzada sólo ha tenido que luchar, en esta fase, contra el vizconde Trencavel y no contra una alianza occitana. Estoy seguro de que en cuestión de meses le volverán a excomulgar y Narbona pasará a depender de mi tío.
– ¿Y por qué creéis que el arzobispo quiere la carga de la séptima mula? -cortó Bruna, que consideraba aburrida la política de las complejas relaciones de vasallaje feudal.
– No lo sé -repuso Hugo-, pero lo más extraño es el método que ha usado; falsificar un documento del Rey es muy serio.
– ¿Qué necesidad tiene de enfrentarse a su sobrino? -insistió ella.
– Es un hombre extraño -continuó el de Mataplana-. Debe de poseer una gran fortuna; sus mercenarios exprimen a comerciantes y campesinos con grandes impuestos. De hecho, su propio sobrino, el rey de Aragón, le debe una fortuna. El Papa le tiene en muy poca estima; le ha llamado «perro que no sabe morder» porque se le resiste y no quiere tomar medidas contra los judíos y contra herejes de todo tipo. Pero no sólo ésos son sus protegidos, se habla también de brujos. Tiene fama de nigromante.
– Pero ¿por qué corre esos riesgos?
– No se arriesga porque es demasiado poderoso y por lo tanto inmune. Pero quiere más poder.
– ¿Para qué querrá esos documentos, «la herencia del diablo», como la llama el abad del Císter? -se preguntó Guillermo.
– Muy importantes deben de ser esos escritos si son la causa de la cruzada -dijo Bruna-. Y si el arzobispo ha jugado tan fuerte para conseguirlos, dudo que nos los dé sin más.
– No nos los dará -afirmó Hugo-, habrá que quitárselos.
– ¿Para qué quitárselos? -inquirió ella-. ¿No nos basta con saber el porqué de la cruzada?
– Contienen un secreto de poder -repuso el de Mataplana- y yo sí tengo obligación de recuperarlos.
– Pues pedid ayuda a vuestros colegas de Sión -propuso Guillermo en tono malicioso.
– Los caballeros de Sión son pocos y alguno lo ha sido por herencia y no por mérito. Éste es el caso de Raimundo VI conde de Tolosa, que traicionó a la Orden al verse en peligro. Aymeric de Canet murió bajo vuestra espada y el vizconde Trencavel está atado con grilletes y vivirá poco. Por otra parte, Peyre Roger de Cabaret está suficientemente ocupado sosteniendo la lucha occitana contra los cruzados. Sólo cuento aquí con mis fuerzas.
– Aún quedarán caballeros de Sión ocultos -insistió Guillermo.
– Deben continuar ocultos y los que yo conozco no pueden ayudarnos.
Los tres quedaron en un silencio pensativo.
– Le exigiré esos escritos en nombre del abad del Císter -dijo Guillermo al rato.
– Negará que los tiene.
– Le diré que Arnaldo sabe que él los tiene y que le debe obediencia por ser legado papal -insistió el de Montmorency-. Seguro que ni mostrándole mis credenciales querrá devolver los documentos. Pero al menos veremos su reacción y, con suerte, averiguaremos dónde los guarda.
– De acuerdo -coincidió Hugo-. A falta de algo mejor, al menos es una buena forma de obtener información. Cuando sepamos más, podremos establecer un plan definitivo. ¿Qué opináis, señora?
Bruna aceptó.