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«Enantes que yo muera algún bien vos pueda fiar.»

[(«Antes que yo muera, os de recompensar.»)]

Poema de Mío Cid


Llevaba un tiempo Guillermo en su mazmorra cuando oyó ruido de cancelas y el rumor de un grupo de gente que bajaba desde el palacio. Eran hombres de armas, el arzobispo y un grupo de judíos entre los que había una mujer que de inmediato pensó que sería aquella Sara que Bruna había mencionado.

Berenguer se detuvo frente al calabozo del franco, hizo que el carcelero acercara la luz del candil para verle y le dijo:

– Espero que estéis cómodo, arrogante jovencito de Montfort. Siento no daros una habitación más acorde a vuestro rango, pero tengo muchos invitados en el palacio.

El mayordomo soltó una carcajada y los soldados le secundaron. Sin detenerse más, continuaron hacia un oscuro arco al fondo del corredor que parecía llevar a las entrañas de la tierra.

– Así se resbale en un escalón y se parta la crisma -oyó decir a Renard.

Estaban en celdas contiguas y tenían al frente un carcelero que les vigilaba desde el pasillo, recostado en un banco. Aunque no se veían, sí se podían oír, pero los intentos para entablar conversación por parte del parlanchín Rey Ribaldo fueron vanos. En las pupilas de Guillermo estaba grabada la terrible imagen del faidit Isarn levantando su espada sobre el cuello de Bruna. Cerraba los ojos y aún podía ver aquella escena. Jamás la olvidaría en su vida.

– Yo soy quien peor lo tiene -le confió Renard a Guillermo-. Si el arzobispo ordena matarme, nadie se preocupará. Pero si os mata a vos, también me matará a mí para que no se lo cuente a vuestro tío. Y si mata a la Dama Ruiseñor, os tendrá que matar a vos para evitar vuestra venganza. Y claro, a mí también para que no hable. Así que es fácil que deje aquí mi pellejo.

Guillermo no pudo evitar una sonrisa ante la lógica del ribaldo, pero continuó sin hablarle.

– En cambio, estoy más que dispuesto a jugarme el cuello intentando escapar, e imagino que vos también -susurró Renard en voz baja a través de una grieta entre las dos mazmorras que dejaba pasar bien la voz. Guillermo no pudo evitar responder:

– ¿Tenéis un plan? -musitó. Estaba seguro de que el carcelero no entendía la lengua de oíl, pero, aun así, prefería no arriesgarse.

– ¿Conque ahora sí os dignáis a hablar con este ribaldo, verdad?

– ¿Tenéis un plan o no? -insistió Guillermo.

– No, pero entre dos tenemos más posibilidades de pensar y de actuar -repuso Renard-. Además, en una celda más allá está mi amigo Pelet.

– ¿Cómo sé que me puedo fiar?

– Ya os he contado que soy yo quien más peligro corre.

– ¿Cómo sé que no me venderéis al arzobispo o al legado papal?

– El arzobispo no es cliente. No tengo nada que venderle. Fuera de la posada estaban apostados hombres suyos y me echaron el guante tan pronto logré saltar por la ventana. Me trajeron aquí y les conté todo lo que quisieron saber, sin resistirme a nada. Que vuestro escudero era Bruna de Béziers, la llamada

Dama Ruiseñor, que el legado papal quiere su cabeza y que ni él ni Simón de Montfort sabían que estáis aquí. Vamos, que actuáis por vuestra cuenta. Aun así, me golpearon, pero estoy acostumbrado a eso y me doy con un canto en los dientes de cómo he quedado.

– ¿Cómo descubristeis a Bruna?

– Es una larga historia. Que os sirva que tengo muchos amigos y me cuentan lo que oyen cuando escuchan detrás de las puertas y las lonas de las tiendas.

– ¿Qué trato tenéis con el abad Arnaldo?

– El abad del Císter y vuestro tío han sido muy cicateros con nosotros. Miles de los nuestros murieron, pero del enorme botín conseguido sólo nos dieron lo mínimo para sobrevivir. Quieren que seamos siervos, casi esclavos, aquí, igual que lo éramos en el norte. Pero cuando conoces la libertad, no hay vuelta atrás; al menos, no voluntaria. Al tomar Carcasona, se terminó el botín para este año. Nos han esquilmado; sólo nos dieron las migajas y ni siquiera yo, el rey de los ribaldos, pude apenas escamotear algo.

– Acortad. ¿Qué trato hay con el legado?

– Una casa decente en Carcasona y unos campos cercanos a la ciudad y viñas a cambio de la cabeza de Bruna.

– ¿Y cómo sabéis que cumplirá?

– Juró por la salvación de su alma y teme al infierno, pero, aun así, todo negocio tiene su riesgo.

– ¿Y si yo os doy más?

– Seré vuestro fiel servidor, en la salud y en la enfermedad, en la fortuna y en la desgracia, hasta que la muerte nos separe.

– Sois un sinvergüenza.

– Yo sí, pero vos sois un noble. Me fío de vuestra palabra. ¿Me daríais más que el abad?

Guillermo quedó en silencio. Siendo un Montfort, tendría patrimonio más que suficiente de su parte en el botín de Carcasona para comprar al ribaldo, pero, aun así, la palabra dada a la chusma no valía demasiado para un noble. Tenía poco que perder y mucho que ganar si aquel hombre, que había demostrado tener todo tipo de recursos, le apoyaba. Además, era improbable que lograran escapar. Poco le costaba prometer.

Entonces, algo distrajo su atención. Una vibración extraña parecía sacudir las paredes del subterráneo e iba creciendo.

– ¿Me dais más? -insistió Renard.

– ¡Callad! ¿No notáis algo extraño?

En el silencio, el temblor se hizo perceptible y tomó una frecuencia más constante. Parecía que, incluso, llegaban murmullos muy lejanos a través del arco oscuro que conducía a aquel profundo más allá. Guillermo vio que el carcelero se había levantado inquieto, palpando las paredes. La llama de su lámpara de aceite parecía sentir la vibración y parpadeaba, haciendo que las sombras oscilaran.

– ¡Válgame la santa Virgen María! -exclamó Renard-. Ése es el arzobispo haciendo sus brujerías.

Se mantuvieron todos en absoluto mutismo mientras pretendían adivinar por el sonido, la vibración y la escasa luz de la lámpara lo que ocurría en las profundidades. Al fin aquello se detuvo y su aprensión aumentó.

Al rato, oyeron ruidos abajo y la comitiva apareció de nuevo, pero ahora venía con más soldados, que portaban unas parihuelas. Guillermo se acercó a las rejas, aunque el arzobispo, que marchaba ufano, no se dignó a hablarle. Entonces, su corazón se encogió cuando vio a quién llevaban. ¡Era Bruna!

– ¡Bruna! -gritó pegándose a los barrotes.

Un movimiento de la dama, cuyos blancos brazos se mostraban fuera de las cobijas que la cubrían, probó que estaba viva y un gesto de su mano, que había reconocido su nombre. Pero nada dijo, desapareciendo la comitiva escaleras arriba hacia el palacio.

Guillermo se desesperó.

– ¡Tenemos que salir de aquí, hay que ayudarle!

– ¿Me dais más? -repuso Renard.

– ¡Sí que os doy más! ¡Maldito seáis! Pero haced que salga de aquí.

– Escuchad bien, acercaos a la grieta.

Ambos estaban en la oscuridad, puesto que la luz del candil alumbraba pobremente la zona del guardián. Éste no les podía ver, pero en aquel silencio sí podía oír su cuchicheo, y ambos intentaron hablar lo más quedo posible.

– Nuestra única posibilidad es sorprender al carcelero. Las llaves cuelgan de la pared y, si consigo que se acerque lo suficiente, le puedo agarrar del cuello a través de los barrotes. Lo haré del lado más próximo a vuestra celda para que vos, mientras yo le entretengo, le arrebatéis, a través de los barrotes, la azcona que nunca suelta. Si logramos eso, aunque saque su puñal, podremos acabar con él. Yo le estrangularé y vos le ensartáis con el arma. Con vuestro brazo extendido a tope y sujetando la lanza, alcanzaréis hasta donde tiene colgadas las llaves. Las traéis aquí y nos libramos. ¿Qué os parece?

– Que es muy arriesgado. Os traspasará el corazón con su daga antes de que podáis ahogarle.

– Ése es mi problema. Tengo manos grandes y sé de estos lances. ¿Tenéis vos una idea mejor?

– No.

– ¿Estáis conmigo?

– Sí.

– ¿Juráis por Dios que me daréis casa, campos y viñas en Carcasona para que pueda vivir decentemente con mi familia?

Guillermo vaciló.

– ¡Jurad!

– De acuerdo, juro.

– ¿Y que si yo muero, se lo daréis a mi mujer y a mi hijo?

– De acuerdo.

– Decid que juráis por Jesucristo, la Virgen, todos los santos y que vuestra alma se condenará para siempre si no cumplís.

El de Montmorency tragó saliva, negoció que sólo sería en el caso de salir gracias a Renard y terminó prometiendo lo que el otro quiso.

Entonces, el ribaldo pasó a la acción indicándole al carcelero que no le había dicho al arzobispo algo importantísimo y que la vida de Berenguer dependía de ello. Era muy secreto y tenía que contarlo al oído para evitar que nadie más se enterara, en especial el sobrino de Montfort.

Sin embargo, por mucho que insistía, el guardián no se dejaba convencer. Contestaba que ya se lo contaría a su superior cuando cambiaran la guardia. No hubo forma, el plan fracasaba.

El corazón de Guillermo se llenó de desesperanza.

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