«Deus! Que purrat co estre? De cest message nos avendrat grant perte!»
[(«¡Dios! ¿Qué augurio es éste? ¡Grandes males habrá de acarrearnos esta empresa!»)]
La Chanson de Roland, XXV
Guillermo, abrumado, guardó un largo silencio pensativo. Mientras, Hugo contemplaba a ese rival, a ese enemigo que extrañamente se había convertido en su único posible confidente y aliado en aquella situación. Le había contado lo que prometió no revelar a nadie fuera de Sión, pero Bruna estaba antes que el secreto; su vida era preciosa y el arzobispo demostraba intenciones siniestras. Conocía ya lo suficiente al franco para saber que la Dama Ruiseñor era lo primero para él, que daría su vida por ella.
– La existencia de un descendiente de Cristo… -balbució Guillermo-. Si se pudiera probar que un descendiente de Cristo vive…, lo cambiaría todo. Sería una revolución.
– Exacto -afirmó Hugo-. Nuestra sociedad se rige por los derechos dinásticos. La nobleza y sus privilegios se pasan de padre a hijo.
– ¿Cuál sería el derecho dinástico de un descendiente de Cristo? -continuó Guillermo.
– ¿El papado?
– El papado es electivo.
– Aunque forzado por nobles poderosos, en especial las grandes familias romanas…
– ¿A quién obedecería antes la cristiandad -se preguntó Guillermo-, al papa o al sucesor genético de Jesucristo?
– Sin duda, al sucesor -repuso Hugo-; y toda la estructura de poderes de la Iglesia se desmoronaría de probarse su existencia.
– Ahora entiendo por qué el legado Arnaldo quiso la muerte de Bernard de Béziers y quiere la de su hija. ¿Pero qué necesidad tenían de predicar una cruzada? ¿Por qué la matanza de tanta gente?
– Es una guerra de exterminio -contestó Hugo-. Ni Bernard ni su hija son en realidad tan importantes. Mayor importancia tienen los documentos de la séptima mula, «el testamento del diablo», según Arnaldo.
– ¿Por qué?
– Porque, sin esos documentos, la Dama Ruiseñor y su padre serían sólo pequeños nobles al servicio del vizconde Trencavel.
– Sí, pero los documentos por sí solos tampoco tienen gran valor -dijo Guillermo pensativo-. ¿Quién puede demostrar su autenticidad? Pueden ser una hábil falsificación de cuando se tomó Jerusalén hace cien años o quizá de hace mil. ¿Quién lo distinguiría?
– Exacto -sonrió el de Mataplana.
– Porque para imponer su autenticidad, se precisa poder. El poder de las armas -continuó el de Montmorency-, y en ese caso, los que aportáis ese poder sois la Orden secreta de Sión.
Los dos caballeros se miraron a los ojos en la penumbra y, después, Guillermo echó un trago de su vino y continuó con su cabala:
– El conde de Tolosa, el vizconde Trencavel y los demás de Sión que se mantienen ocultos; ése es el objetivo de la cruzada; debilitarlos, acabar con ellos, que dejen de ser peligrosos…
– Y no sólo con ellos, sino con sus dinastías -añadió Hugo-. Y también con los súbditos que les apoyan. Por eso el exterminio en Béziers, por eso el destierro sin medios de subsistencia de los de Carcasona. Quieren sustituir a los nobles occitanos por nobles francos, fieles al papado, e importar población del norte.
Guillermo miró el fondo de su tazón pensativo, bebiendo al cabo de un rato. Hugo le imitó observándole con atención. Sus pensamientos seguían con Bruna. ¿Dónde estaría? ¿Qué podrían hacer para rescatarla? Sus ojos estaban húmedos.
– Yo deseaba saber qué contenía la carga de la séptima mula -habló al fin, después de una larga pausa meditabunda el franco-. Quisiera saber qué podía motivar que un hombre de Dios ordenara una matanza tan horrible. Ahora ya lo sé.
Hugo, que le miraba con una sonrisa triste, continuó en silencio, pero afirmó ligeramente con la cabeza animándole a hablar.
– El miedo -dijo Guillermo-. Es el miedo; el miedo a perder el poder, a perder las posesiones materiales, a perder prestigio o influencia. Miedo a quién sabe qué más. El miedo es el asesino.
– ¿Así que pensáis que los herejes no merecen la muerte? -quiso saber Hugo.
– Cristo, en su naturaleza divina, hubiera podido acabar con todos los fariseos y romanos; dejar sólo con vida a los suyos. Si no lo hizo, fue porque quiso la conversión voluntaria, la predicación pacífica… La cruzada no sigue a Cristo. El legado papal Arnaldo no sigue a Cristo…
– No hace falta que me prediquéis, yo ya sé eso.
Guillermo sirvió más vino de la jarra y tragó de su tazón para sumirse de nuevo en sus pensamientos y, como el catalán se mantuvo en silencio, reanudó su discurso al rato:
– Así pues -resumió-, se precisa la combinación de un descendiente de Cristo, los documentos convincentes que lo avalen y la fuerza política y militar para imponer su autenticidad. Sólo así «la herencia del diablo» representa una amenaza para los poderes establecidos.
– Eso es.
– Pues bien -continuó el franco-, puesto que el vizconde Trencavel cayó y el conde de Tolosa está sometido, Bruna ya no es un peligro para el papado.
– Lo dejaría de ser si Sión no existiera -concedió Hugo-, pero hay algo más.
– ¿Qué? -inquirió Guillermo.
– Imaginad que todo es verdad y que por la venas de Bruna corre la verdadera sangre de Cristo…
En la faz de Guillermo apareció una expresión de sorpresa. Parecía como si hasta el momento no hubiera considerado seriamente esa posibilidad.
– Se trataría de algo sagrado…
– Efectivamente -repuso Hugo-. La lanza de Longinos, la que traspasó a Cristo en la cruz, se supone que fue encontrada milagrosamente cuando los primeros cruzados estaban a punto de ser derrotados en el sitio de Antioquía, y sólo su presunto contacto con la sangre del Señor hizo que los nuestros vencieran. ¡Qué inmenso poder debe de tener esa lanza para ganar batallas perdidas! Las reliquias de los santos tienen un gran valor espiritual, pero el de las referidas a Jesucristo es inmenso. ¿Os podéis imaginar la sangre viva del Redentor?
– Tendría un poder inconmensurable.
– Exacto.
– ¿Y…? -inquirió Guillermo.
– Que alguien pudiera querer usar ese poder de la forma inadecuada…
– ¿Quién?
– El arzobispo Berenguer.
– ¿De qué forma?
– Magia negra.
– ¿Qué insinuáis? -los ojos de Guillermo se abrieron con alarma.
– Que el arzobispo ha secuestrado a Bruna por su sangre. Ya lo intentó en Béziers hace unos meses y fracasó.
– ¿Pero se puede usar la mayor reliquia de la cristiandad en nigromancia? ¿Es eso posible?
– No lo sé -dijo Hugo-, pero sospecho que Berenguer cree tener la fórmula.