«Bataille avrez, unches mais tel ne fut "Dehet ait ki s'en fuit".»
[(«Habréis de dar una batalla como jamás se ha visto.
"Mal haya quien huya."»)]
La Chanson de Roland, LXXXII
Era ya de noche cuando, en el patio de una casa del barrio judío, unos hombres movieron las losas que dejaban al descubierto un lúgubre pozo. Habilitaron un caballete del que colgaron una polea y unas cuerdas con un soporte de madera en su extremo. Varios sujetaron los cabos y Hugo de Mataplana, protegido con mallas de acero, espada al cinto y escudo sujeto a su espalda, se subió al soporte agarrándose a las sogas. Le dieron un candil y lentamente le descolgaron hacia las tinieblas. Había cambiado su yelmo por un casco que le cubría sólo el cráneo para tener la máxima visibilidad posible. Era un caballero acostumbrado al campo abierto, aterrado por lo que le podía esperar allí abajo, en las tinieblas, pero Bruna se encontraba en algún lugar en aquellas profundidades y le horrorizaba la sola idea de perderla. Prefería sufrir la muerte más espantosa a que le ocurriera algo a ella y vivir una vida miserable culpándose de no haber hecho lo imposible por rescatarla.
El trayecto le pareció interminable. Se sentía descendiendo a los infiernos, pero, al tocar suelo, su seguridad aumentó. La luz del candil sólo mostraba un pasillo con bovedillas de ladrillo descolorido por el tiempo y oscuridad en ambos extremos.
– ¡O Bruna viva o yo muerto! -se dijo para animarse.
Después, descendió un joven llamado Benjamín y luego tantos hombres que los primeros en bajar tuvieron que avanzar por el pasillo. Todos iban armados con una daga y, además, una veintena, los más jóvenes, con espada y escudo, pero eso no tranquilizó a Hugo. En el grupo había muchos relativamente ancianos comandados por el rabino David Quimhi, al que Sara le había presentado como sabio y líder de los opositores a Salomón ben Abraham, el aliado del arzobispo.
– Ellos hubieran bajado igualmente esta noche a las catacumbas para intentar detener a Salomón y Berenguer -le había dicho Sara antes de partir en la tarde para el palacio del arzobispo-. Desafortunadamente, la mayoría de nuestros jóvenes están más dispuestos a unirse al nuevo ejército de Berenguer y marchar contra los cruzados. Pero los rabinos más sabios temen la cólera de Adonai, el Creador, por la profanación que Salomón quiere cometer en nombre de nuestro pueblo y están decididos a morir en el intento de evitarlo. Salomón es un cabalista de la columna izquierda del árbol de la vida, la de la magia negra, y David crece en la columna derecha. Sólo hemos podido convencer a estos jóvenes y os vais a enfrentar a fuerzas superiores. Es bueno que un caballero católico, noble y experto en armas comande el grupo; a la postre, nos enfrentamos a un arzobispo católico y las represalias contra los nuestros pudieran ser muy crueles.
Poco le importaban al de Mataplana las represalias. Pensaba que era muy improbable que nadie regresara pozo arriba. O salían por el palacio del arzobispo victoriosos o les exterminarían en la oscuridad del laberinto. Le preocupaba más la calidad de su tropa. Le había bastado intercambiar algunas palabras con su hueste para darse cuenta de que ninguno tenía experiencia en armas, pero se consoló pensando que mejor era eso que ir solo. Además, eran aliados con distintos intereses; ellos querían evitar la cólera divina y él sólo deseaba salvar a su dama de las garras del diablo materializado en Berenguer. Sus conceptos del mal eran distintos.
Sara había dibujado un plano parcial de las galerías y Hugo dispuso el grupo de forma que dos de los hombres armados abrieran camino con Benjamín guiándoles con el mapa y él justo detrás para evitar que le sorprendieran. La comitiva la cerraban seis de los jóvenes con espadas. Otros iban intercalados en la comitiva. Ella les advirtió que «los hombres oscuros» podrían aparecer en cualquier lugar.
Al principio, el trayecto era un extenso corredor que había sufrido algún derrumbe a lo largo del tiempo, aunque eso sólo representaba una pequeña dificultad. Avanzaban en un silencio temeroso y, girándose en los trayectos rectos, Hugo veía la larga hilera formada por las llamas de los candiles que iluminaban arcos, techos y los rostros de aquellos hombres que reflejaban en sus facciones duras la angustia de enfrentarse a algo superior, que les atemorizaba. Hugo no se sentía más seguro. La oscuridad, los lugares cerrados y la magia negra que Sara le dijo se escondía allí le producían pánico. Pero, determinado a salvar a su dama, aceptó capitanear el grupo y eso le obligaba a aparentar una seguridad, un control que no sentía. Todos se fijaban en el caballero como ejemplo y guía en medio de su angustia. Hugo se asombraba de cómo la responsabilidad sobre el destino de aquella pequeña tropa le hacía fingir valor y ese fingimiento, a la vez, se lo confería.
Al rato llegaron a la primera bifurcación y Benjamín indicó:
– De frente.
Unas figuras moviéndose a la vacilante luz de las lámparas de aceite sobresaltaron a la vanguardia.
– Son estatuas -dijo Hugo tranquilizador.
Tenían una postura forzada y parecían sostener el techo de la galería.
– Son muy antiguas, paganas -informó el rabino David Quimhi, que se había adelantado para observar el hallazgo-. Nos encontraremos con más de éstas, pero seguramente también con otras de especie distinta…, de las que llamamos golems.
Continuaron el trayecto, no sin que antes Hugo pinchara aquellas figuras. Paganas o no, se sintió más seguro viendo que no se movían al filo de su daga. Se encontraron con más cruces de galerías, pasillos que se perdían en la oscuridad, plazoletas caprichosas con estatuas idólatras en su centro y varios arcos que conducían a otros tantos túneles. En todas las ocasiones, Benjamín parecía hallar fácilmente el camino correcto gracias a su plano.
Pero conforme se acercaban al corazón del laberinto, un suave ronroneo empezó a acompañarlos y, al poco, se convirtió en vibración, y el rabino David murmuró:
– Ya empieza, debemos darnos prisa.
Fue en el siguiente recodo cuando vieron aquellas figuras cenicientas. Eran dos centinelas armados, inmóviles. Los que abrían la marcha se pararon, pero, sin mediar palabra, aquellos entes, de repente, se dirigieron a ellos desenfundando espadas.
– ¡Ayuda! -gritó uno de los atacados.
Y los golpes de los siniestros enemigos mudos empezaron a sonar contra hierros y escudos mientras la luz oscilante de los candiles apenas permitía ver. Lo estrecho del pasadizo impedía que más de dos lucharan hombro contra hombro y los golems, aunque más lentos, descargaban tajos peligrosos. Parecían inmunes a la fatiga.
– Dejadme sitio -ordenó Hugo a los que iluminaban la escena con candiles.
Y colocándose detrás de los dos hombres que intentaban frenar a aquellos seres, aguardó a que uno de ellos descargara su mandoble para saltar hacia delante y soltarle un tajo con todas sus fuerzas sobre el brazo que sostenía la espada. Y se lo amputó. Fue como cortar una especie de carne con consistencia de madera verde. Miembro y espada del golem cayeron al suelo. Pero, horrorizados, vieron como aquel ser manco continuaba en su lucha. Arrojó el escudo y tomó la espada caída con su mano izquierda sin que los golpes que recibía en la cabeza y hombros parecieran alterarle. Mientras, el otro ente había herido de una cuchillada en el hombro a su oponente judío, que retrocedía ante su empuje. Alarmado, Hugo comprendió que contra aquellos seres, aun siendo más lentos, no se podía luchar como estaba acostumbrado y que tenían las de perder. Se protegió detrás del hombre que trataba de contener al mutilado y, sin ayudar al muchacho herido, que retrocedía acosado por su rival, dejó que el ser que le atacaba, concentrado con fría furia sólo en su oponente, se pusiera a su lado. En ese momento le fue fácil enviarle, tal como le había indicado Sara, un tajo certero al cuello y, para su sorpresa, el ser, con la cabeza casi cercenada, se detuvo un momento, estupefacto, y se desmoronó poco después hecho un montón de tierra. A continuación, se puso a la espalda del golem manco, que aún luchaba sin descanso con su único brazo, y de un solo golpe en la nuca se deshizo de él.
Uno de los rabinos más jóvenes tomó las armas del herido, mientras otro le ayudaba a andar. Hugo hizo detener al grupo en el próximo espacio ancho, cruce de varios túneles.
– Hay que estar muy alerta -dijo-. Conforme nos acerquemos al centro del laberinto, el riesgo de toparnos con ellos es mucho mayor. Pueden salir desde cualquier pasillo o rincón, delante o atrás. Pero no son invencibles y si se mantiene la calma, podremos con ellos.
– Los golems son seres torpes, pero fuertes, pertinaces e insensibles al dolor -añadió el rabino David-. No sienten miedo, nada les detiene. Son perros de presa. Pero, recordad, tienen dos puntos débiles. El primero es un golpe en la base del cráneo, puesto que, al romperse la vinculación entre cabeza y cuerpo, hace que se desmoronen. Y el otro, borrar la última letra de la palabra escrita en hebreo en su frente. Es la de la izquierda. Entonces se puede leer DQ, «muere», y el golem queda inmóvil, muerto.
Hugo calló sus pensamientos. ¿Quién podría borrar esa letra de la frente de un golem mientras éste atacaba con la espada? Aquellos seres eran algo torpes, pero fuertes e incansables. No quería ni imaginar a ese Adán que Sara le mencionó y que les superaba en todo. Hábil, rápido, diestro con las armas, inmune al temor, imparable y con el don de la palabra. ¿Qué no podría hacer un ejército de aquellos individuos? Si no llegaban a tiempo y lograban detener aquello, algo terrible ocurriría. Y no sólo a Bruna.