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«Trae un cántaro de vino y juntos bebamos antes de que hagan cántaros de nuestros barros.»

Ornar Jayán


Unos días después, bien avituallados y repuestos de fuerzas, nos dispusimos a emprender viaje. Yo escondí la muñeca entre mis cosas. Era de trapo y madera; me recordaba una que tuve de niña y a la que quería mucho. No podía dejarla sola, llorosa, en aquel caserón poblado de recuerdos.

A mediodía llegamos a la posada de El Gallo Cantarín. Ofrecía protección amurallada a los viajeros y a causa de la turbulencia de aquellos días había sufrido ya varios asaltos. Nosotros no éramos conocidos y se nos dijo que no podían acoger a más. Guillermo hubiera podido mostrar el salvoconducto del nuevo vizconde que, aun garantizándonos la entrada, nos delataría como enemigos. Decidimos no usarlo y negociar, pero costó tiempo, buenas palabras y hacer brillar el oro al sol para que El Gallo Cantarín, nos abriera sus puertas.

El reducto era una plazoleta rodeada de distintos edificios y enseguida los mozos se ocuparon de nuestros caballos. El posadero comentó que el lugar, al ser parada de postas, había sido protegido del vizconde Trencavel de Carcasona y que ya había enviado mensajeros para someterse al nuevo señor, Simón de Montfort. Aun así, socorría a muchos amigos expulsados de la ciudad en ruta a Cabaret, y bastantes aún continuaban allí, lo que le obligaba a hornear más pan que de costumbre varias veces al día y repartirlo. Algunas provisiones empezaban a escasear, pero por suerte disponían de abundante trigo, centeno y cebada, ya que la trilla era reciente. A los juglares se les recibía mejor que nunca; la gente necesitaba olvidar penas, aunque, dados los tiempos que corrían, los desconocidos como nosotros debían demostrar que tenían recursos y pagar.

Pasamos a la gran sala de la posada. Estaba abarrotada, pero al fin nos sentamos en un rincón junto a varios con aspecto de comerciantes. Muchas de las mesas acomodaban gentes vestidas sólo con camisas y era fácil adivinar su procedencia. Sirvieron unas escudillas con un tipo de cocido con nabo, zanahorias, acelgas y poca carne junto con pan de trigo y de centeno, todo acompañado con jarras de vino y agua. Entablamos conversación con unos mercaderes que estaban a la espera de sus emisarios enviados a Carcasona para asegurarse de que serían recibidos sin daño en la ciudad y les interrogamos sobre Cabaret.

Al rato, desde el otro extremo de la sala, se empezaron a alzar voces dando vivas al antiguo vizconde Trencavel, ahora prisionero, y muertes para los cruzados de Simón de Montfort. Después, alguien subió a una mesa para cantar un serventesio loando al vizconde preso. Todos le coreaban haciendo palmas.

El corazón me dio un vuelco cuando reconocí a Hugo y su guitarra. ¡Era él! Aparecía cuando había perdido la esperanza de volverle a ver. Pero continuaba estando lejos, rodeado de gente. ¿Cómo podría acercarme? ¿Me reconocería a pesar de mi disfraz?

– Yo conozco a ese payaso -dijo entonces Guillermo entre dientes-. Cuando me lo encontré en Saint Gilles, prometí cortarle el pescuezo.

Callé, sorprendida, mientras me invadía la desesperanza.

– ¿Qué ocurrió en Saint Gilles?

– Ese juglar nos atacó a mi primo y a mí, y se mofó de nosotros. Estaba a la espera de toparme con él.

¡Había deseado tanto ver a Hugo de nuevo! Fantaseaba con que, si esa feliz circunstancia sucedía alguna vez, mis temores desaparecerían con su protección, pero de repente aparecía un peligro inesperado. Las dos únicas personas en las que confiaba se odiaban entre sí. Tenía que evitar a toda costa que se mataran y me di cuenta de que mi única alternativa era convencer a Guillermo para que continuara camuflado en su apariencia de juglar, aunque eso impidiera darme a conocer a Hugo.

– Será mejor que os contengáis -le advertí-. Aquí no son favorables a los cruzados y saldríamos mal parados.

Para mi alivio pareció entenderlo.

– Tenéis razón -dijo al rato-. Ya me di cuenta en Saint Gilles de las simpatías que genera ese bribón. Debemos continuar fingiéndonos trotamundos cantarines; no me reconocerá con este aspecto. Ya encontraré ocasión más favorable para degollarle y acallar así sus gorgoritos para siempre.

Pensé que había evitado el peligro inmediato, pero me invadió la melancolía mientras me aprestaba a escuchar a Hugo. ¡Verle tan cerca y tener que renunciar a darme a conocer!

Allí estaba, encima de la mesa, tañendo su guitarra mientras cantaba una composición en la que mencionaba al juglar Reculaire.

Al terminar, se acomodó entre los que le celebraban en el otro extremo y fue entonces cuando el dueño de la posada nos invitó a cantar. De haberlo podido evitar, lo hubiera hecho, pero no quedaba más remedio y nos lanzamos a ello. Lo hicimos sin alardes, sin subirnos a mesas, confiaba en que Hugo continuara distraído bebiendo con sus amigos. Las risotadas que partían de su rincón me tranquilizaron y supe que pasaríamos desapercibidos para su grupo.

Nuestras canciones eran seguidas con interés en algunas de las mesas cercanas y con total indiferencia desde el fondo, donde la bulla de Hugo y sus amigos no había cesado. Mucho mejor, pensé, dadas las circunstancias. Conforme nos animábamos, nuestro canto mejoraba y también los aplausos de nuestros espectadores. Y al fin, alentada por ello, no me pude resistir a cantar la trova del ruiseñor:

Ruiseñor que vas a Francia, ruiseñor, encomiéndame a mi madre, ruiseñor.

Satisfecho por la cálida acogida, Guillermo decidió, antes de exponernos a la corte de los señores de la Montaña Negra, repetir en la cena nuestro número, requiriendo mientras, discretamente, más información sobre Cabaret.

No volví a ver a Hugo y aquella noche apenas pude conciliar el sueño. Nos cedieron un rincón en una estancia llena de paja que, según decían, cambiaban semanalmente, pero que apestaba a sudor y estaba llena de parásitos. Por suerte, la noche era cálida y las ventanas quedaron abiertas. Se oían ronquidos y gentes hablando en sueños. Escuchaba, lejanos, llantos de niños que, sin duda, provenían de donde los refugiados. Intentaba dormir, pero se me llenaban los ojos de lágrimas y el pecho de suspiros pensando en que habría desaprovechado la última oportunidad de llegar hasta Hugo. Mis cortos sueños terminaban en pesadillas en las que buscaba desesperada a mi trovador por laberintos de bosques llenos de gentes perdidas, cubiertas sólo con una camisa blanca, vislumbrando reflejos suyos pero sin hallarlo. La peor fue aquella en que Guillermo y Hugo luchaban a muerte, rodeados de frailes siniestros que iluminaban la noche con hachones encendidos. Yo intentaba evitarlo desesperada, pero no me oían. Me di cuenta de lo mucho que había llegado a apreciar al francés y de que me costaba sopesar en mi corazón el afecto que guardaba para cada uno de mis caballeros.

Poco antes del amanecer, después de haber dado mil vueltas sobre mi montón de paja sin conciliar el sueño, noté mi garganta seca. Estaba sedienta. Sabía que había un cántaro de agua en el pasillo y, tanteando, salí en su búsqueda. La tenue luz de un candil indicaba su presencia. Estaba atado con una cadena y al encontrarlo, lo levanté para saciarme. Fue al dejarlo en el suelo cuando, con un sobresalto, la vi. Era una niñita. Estaba desnuda y me observaba desde la penumbra.

– Hola. ¿Cómo te llamas? -le dije sonriéndole cuando me sobrepuse.

– Esclaramonda.

Se acercó para observarme. Me miraba seria, con unos grandes ojos azules, quizá más grandes en contraste con su delgada desnudez. Tenía la carita sucia, con reguerotes de lágrimas dibujados en sus mejillas. Sería uno de los niños que lloraban en la noche.

– ¿Dónde están tus papás?

– Mis papás están en el cielo con Jesús.

Mi corazón se encogió y mis ojos se humedecieron. No tenía que preguntar más para saber, por su aspecto y acento, que la pequeña era uno de los refugiados.

– ¿Y con quién estás?

– Con mi abuela.

La niña continuaba observándome muy seria.

– Y tú, ¿cómo te llamas? -me preguntó.

– Bruna.

Fue entonces cuando me asaltó el pensamiento. ¿Sería ella?

– ¿Me esperarás aquí un momento? -le dije-. Tengo algo para ti. Recorrí el pasillo lo más aprisa que pude y pasando por encima de los que dormían, llegué al equipaje. Guillermo continuaba durmiendo satisfecho.

– ¿Conoces esta muñeca? -le pregunté al regresar. La niña abrió más sus grandes ojos al mirarla.

– No. -dijo sacudiendo su cabeza.

Por un momento me sentí decepcionada. Hubiera querido que fuera ella, la pequeña de la casa que habité, para darle algo que la reconfortara.

– ¿Te gusta?

Afirmó con la cabeza.

– Es para ti -le dije, y se la di.

– ¿Cómo se llama? -preguntó mientras se abrazaba a ella.

– Llámala Bruna.

– ¿Como tú?

– Sí -repuse-. Y un poquito de mi amor siempre te acompañará con ella.

La niña me abrazó sin soltar a su nueva amiga. El contacto fue largo, tierno y mi corazón se hizo grande sintiendo el calor de aquella personita frágil. Después, al apartarse, me miró sonriendo por primera vez y, al hacerlo, iluminó la noche, iluminó aquel mundo oscuro, cual su propio nombre de Esclaramonda significa.

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