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«Ar'aujatz que fazian aquesta gens vilana, ab lors penoncels blancs que agro de vil tela van corren per la ost cridan en auta aleña.»

[(«Escuchad lo que aquellos villanos hicieron,

pues con pendones blancos hechos de basta tela,

corriendo y gritando a acometer a la hueste salieron.»)]

Cantar de la cruzada, 11-18


Béziers, 22 de junio, día de la Magdalena


Nunca olvidaré el día de nuestra muerte. Esas imágenes ensangrentadas vuelven, regresan una y otra vez. El asalto, la barbarie, los gritos…, los gritos resuenan aún en mis pesadillas, y cuando las luces de aquel día ignominioso se apagaron, Bruna de Béziers y su padre habían dejado de existir. Junto a ellos murió un mundo de flores, de música, de canto y una hermosa ciudad, con todos sus habitantes masacrados en su interior.

– ¡Mirad, mirad cómo los nuestros les dan su merecido a los franceses! -gritó un mozalbete.

Nuestra casa se elevaba por encima de los muros de la villa y al oír los gritos me precipité a una de las ventanas desde donde se veía el riachuelo de San Antón y, pasado éste, el llano donde los trancos plantaban su amenazante enjambre de miles de tiendas.

Sobre el puente que cruza el arroyo y conduce a la puerta principal de Béziers, unos muchachos de la ciudad golpeaban a un par de aquellos zarrapastrosos descalzos de la chusma franca.

– ¡Dadles, dadles! -azuzaba el gritón desde los parapetos de los muros de la villa-. ¡Así sabrán quiénes somos!

¡Qué locos!, pensé. Hasta yo podía comprender que aquello no traería nada bueno. ¿Cómo osaban salir aquellos jovenzuelos? Seguro que mi padre lo ignoraba, él lo hubiera impedido y maldije a los indisciplinados y arrogantes burgueses de la ciudad. Pero los muros se llenaron de gente que vitoreaba y azuzaba a los de abajo.

– ¡Regresad! -enseguida identifiqué la voz de mi padre, que avanzaba por la cimera de la muralla, imponiéndose al tumulto-. ¡De inmediato! ¡Nos ponéis a todos en peligro!

Aquellos sucios provocadores francos, mostrando sus traseros y a base de los insultos más soeces, habían logrado lo que las buenas palabras del obispo, primero, y sus amenazas de muerte, después, no consiguieron: abrir las puertas. Con su arrogancia estúpida un grupo de nuestros jóvenes habían decidido dar un escarmiento a los fanfarrones del otro campo y salieron a todo correr a por ellos, con unos pendones blancos que improvisaron con tela basta, lanzas y palos, mientras aullaban a todo pulmón, creyendo así asustarlos como a gorriones en los labrantíos.

Aquellos locos, acercándose peligrosamente al campo cruzado, alcanzaron a un par de ribaldos y, animados por el griterío de la gente desde los muros de la ciudad, vapulearon a los infelices lanzándoles al arroyo. Pero cuando se percataron del movimiento de la chusma en la otra orilla, ya era tarde. El llamado Rey Ribaldo, que quizá lo había planeado todo, azuzaba a sus huestes al ataque. A todo correr, una masa ingente de hombres descalzos, harapientos y medio desnudos, armados sólo de cachiporras y palos afilados a modo de lanza, se lanzó a toda velocidad sobre el puente. Pero había muchos más escondidos entre las matas de las márgenes del arroyo que surgieron vociferando. Nuestros muchachos empezaron a correr hacia la puerta entreabierta buscando su salvación.

– ¡Cerrad la puerta! -ordenó mi padre, y sus lugartenientes pasaron a gritos la orden-. No importa, que se queden fuera esos estúpidos.

Me di cuenta de que mi propio padre estaba asustado y de como su paso, hasta el momento seguro, cambió a carrera jadeante, mientras daba órdenes a sus oficiales.

– ¡Todos los arqueros al muro este! ¡Alarma, alarma!

Creo que entonces él lo supo. Se giró unos instantes y vi su tierna mirada, esa que sólo a mí dedicaba, y me envió su adiós antes de salir hacia la muerte. No le había vuelto a sonreír desde nuestra discusión sobre Hugo, apenas le había hablado para presionarle, y en aquel momento el pensamiento de que pudiera morir sin mi beso me horrorizó. Mi corazón se desgarraba.

No nos volvimos a encontrar; ésa fue nuestra despedida, dos veces triste. Recuerdo su gesto, por un instante amoroso al mirarme, y después, duro al encaminarse hacia la batalla. Aún lo veo, a veces, al cerrar los ojos.

Las campanas de las iglesias empezaron a tocar a rebato y nuestros defensores, armándose a toda prisa, ocuparon la parte superior de la muralla. Nadie esperaba eso, el sitio ni siquiera se había formalizado, no estábamos preparados.

Yo decidí subir a la cima de la torre de nuestra casa fortificada, la que en la ciudad llamaban castillo vizcondal, para mejor ver lo que ocurría. En la escalera me encontré con mi ama y mi prima Guillemma, que, atemorizadas, me preguntaron qué pasaba.

– ¡Los cruzados nos asaltan! -repuse mientras empezaba a subir las escaleras de la torre.

Cuando llegué arriba, miré hacia la puerta de Saint Guilhem. Aún no la habían podido cerrar y veía a los nuestros luchando contra la chusma cruzada que forzaba la entrada. Desde arriba, los ballesteros y arqueros disparaban, los demás lanzaban piedras, pero no parecían poderlos detener. Miles de enemigos cruzaban el puente o saltaban al riachuelo para subir por los márgenes. Llevaban escaleras, aquello era imparable. Vi que ya se peleaba dentro de la ciudad y que los francos continuaban entrando por aquella puerta abierta que nos desangraba. Nuestros mejores recursos estaban allí, en el intento de cerrarla, pero eso quitaba fuerzas al lienzo este de muralla y pronto los ribaldos apoyaron las escalas en ella y empezaron a subir.

Pero al mirar hacia el campamento, me horroricé al ver a cientos de miles que corrían hacia nosotros con sus rústicas escalas al asalto desde todas las direcciones. Nunca había visto tanta gente junta; eran diez veces más que todos los habitantes de la ciudad. Eran tantos que cubrían por entero los campos de alrededor. Las campanas aún repicaban y el griterío era ensordecedor.

– ¡Dios mío! -oí exclamar a mi prima a mi lado-. Estamos perdidos.

Estalló en sollozos.

Y allí, en la cima de una torre, en una ciudad maldita y condenada, instantes antes de la sangre, del fuego y de la destrucción, en un momento eterno previo al fin de todos los momentos, nos abrazamos, plañideras de futuro, del fin de nuestras cortas vidas, llorando.

Entre lágrimas vi a aquel hormiguero monstruoso avanzando hambriento e imparable para devorarnos. Recé por mi padre, por nosotras, por la ciudad. Suplicaba a Cristo Nuestro Señor para que nos acogiera en su reino.

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