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«Li borzes de la vila viro.ls crozatz venir,

e lo rei deis arlotz que los vai envazir

e.ls truans els fossatz de totas pertz salhir.»

[(«Los burgueses de la villa ya ven los cruzados llegar

y al Rey Ribaldo que les viene a invadir

y a los truhanes, por todos lados, los fosos saltar.»)]

Cantar de la cruzada, II-20


El espectáculo desde la torre era aterrador. Los defensores de la puerta de Saint Guilhem habían sido superados y los asaltantes, miles de ellos, como un gigantesco ejército de hormigas, se lanzaban a los fosos, trepaban por las murallas, venían por todos los lados a la vez.

Supe que la ciudad estaba perdida y también sus habitantes. Abrazada a mi prima, sollozando, comprendí que los augurios de Sara se cumplirían. Y recordé las enigmáticas palabras que me susurró al oído mientras mi ama tiraba de mí, la última vez que nos vimos: «Cortad vuestro pelo, vestiros de acero».

Ahora comprendía lo que días antes fui incapaz de entender; «como un muchacho», pensé entonces, y me dije que si fuera un chico estaría luchando al lado de mi padre, la persona a quien yo más quería.

Mi único hermano murió a los trece años de una mala caída de su montura. Quizá por eso mi padre me trataba a veces como al hijo que perdió. Siempre estuvimos muy unidos y, al ser el jefe militar de Béziers, jugaba conmigo frecuentemente con armas. También le acompañaba a cazar y él insistía en que fuera yo misma quien preparara mi montura y cuidara del caballo. Sentí unos deseos incontenibles de verle por última vez, abrazarle antes de morir, de hacerme perdonar mis impertinencias, de estar con él cuando la turba cayera sobre nosotros.

Bajé corriendo de la torre y me encontré que mi ama nos esperaba, retorciéndose las manos angustiada.

– Cortadme el pelo -le pedí-. Voy a luchar con mi padre.

– Pero, Bruna -protestó-, sois una dama, no un hombre.

– Dama u hombre, hoy moriremos. Por favor, haced lo que os digo.

– No cometáis locuras, refugiémonos en la catedral. Estaremos seguras en tierra santa protegida por la tregua de Dios.

– Id vosotras, yo voy con mi padre.

La discusión se prolongó por unos minutos, pero la mujer estaba aterrorizada y la prisa que sentía por encontrarse segura en la iglesia hizo que cediera con relativa facilidad. Con un cazo de cocina por bonete, hice que me cortara el pelo alrededor, tal como hacían los pajes. Los cabellos fueron al fuego y busqué donde sabía que mi padre guardaba las armas de mi hermano.

Cuando me despedí de mi ama y mi prima Guillemma, mi aspecto era el de un muchacho vestido para la guerra. Camisa y calzas de lana, casco, una cota de malla que me llegaba hasta las rodillas, daga al cinto y espada corta. Mi ama murmuró en su lengua de oíl que estaba loca y que los santos me protegieran. Nos despedimos las tres entre abrazos y lágrimas, y salieron ellas a todo correr hacia la catedral. Yo me dirigí a paso rápido al tramo de la muralla donde había visto a mi padre por última vez, pero al subir los escalones que conducían al parapeto del muro vi que, allí arriba, ya se luchaba cuerpo a cuerpo. Muchos de los de Béziers habían caído y los ribaldos que subían por las escaleras de madera adosadas a la parte exterior de nuestras fortificaciones llegaban en tropel por la ronda de la muralla, la que conducía a la puerta de Saint Saturnin y continuaba hacia la de Saint Guilhem. En aquella dirección había partido mi padre. Y al ver aquel gentío hostil, me di cuenta, angustiada, de que era tarde, de que jamás le volvería a ver vivo.

Los nuestros resistían a duras penas aquella avalancha y yo no sabía cómo enfrentarme a los asaltantes. Uno de ellos, vestido con una piel que le cubría parte del torso y hasta media pantorrilla, me largó un lanzazo con su azcona, que apenas pude esquivar de un salto. A mi lado caía machacado a cachiporrazos un muchacho al que reconocí como el ayudante de uno de los tratantes en mulas de la villa.

– El muro está perdido, defendámonos en las casas -gritó un hombre que empezaba a bajar los escalones que yo había subido hacía un momento. Me di cuenta de que era Gilles, el platero que tenía puesto en el mercado.

Presa del pánico, le seguí instintivamente y, cuando llegamos al suelo, me di cuenta de que los que nos seguían ya no eran de los nuestros. Sólo habíamos escapado dos.

Pensé en reunirme con mi ama y mi prima, pero un tropel de ribaldos que llegaban por la calle que conducía a la catedral me hizo desistir. Corrimos en dirección contraria, pero Gilles se quedaba atrás y una flecha le alcanzó en la pantorrilla. Cayó con un gran grito mientras una muchedumbre se abalanzaba sobre él. Corrí sin esperanza, por puro instinto, retrasando el trágico destino que me aguardaba y cuando vi el otro extremo de la calle bloqueado por enemigos, me precipité dentro de una casa con las puertas abiertas de par en par. Tenía un amplio patio y me di cuenta de que estaba en el palacio de los Maureilhan, una de las familias nobles de Béziers. Vi que los animales aún estaban en sus caballerizas y que en la cocina ardía el fuego, pero todo indicaba que el lugar había sido abandonado precipitadamente.

– ¡Aquí se ha escondido uno! -oí gritar.

Y al girarme, vi la silueta de un grupo cubriendo el vano de la puerta por la que yo acababa de entrar en la casa. Jadeante a causa de la carrera y del peso de la cota de malla, subí las escaleras que comunicaban el patio con el primer piso. Pensaba que quizá pudiera alcanzar la azotea y de allí saltar a otro edificio.

Pero buscando la escalera para la planta superior me encontré en un salón que hacía las veces de dormitorio con ventana a la calle. Quise salir de allí, pero el barullo de los ribaldos que ya subían las escaleras me hizo pensar que era mejor esconderme tras los cortinajes que separaban la cama del resto de la habitación. Demasiado tarde, ya estaban en la puerta. Descalzos, vestidos con harapos, sonrisas sedientas de sangre, portando armas, algunas arrebatadas a los defensores de la ciudad, gritaron excitados al verme.

– ¡Está aquí, ya le tenemos!

Supe que mi hora había llegado. Ya nunca más vería a mi padre, aunque con toda seguridad habría muerto ya. Ahora me tocaba a mí y buscaba consuelo en la idea de que en un momento me reuniría con él, con mi madre y mi hermano en el cielo. Pero antes debía sufrir el trance de la muerte. Vi a un par de aquellos tipos astrosos, uno joven y otro mayor, que se abalanzaban hacia mí e instintivamente saqué mi daga. Eso hizo que dieran un paso atrás.

– Mira el mozuelo ese -rió el más viejo, un tipo enjuto, de unos cuarenta años, calvo, cetrino y arrugado-. Nos vamos a divertir.

– ¡Qué hermosos mofletes tiene el chico! -añadió un individuo tripudo que chillaba burlón-. Tendrá unas nalgas regordetas.

Un muchacho joven, quizá de mi edad, empezó a acosarme con una lanza hasta que di con mi espalda en la pared. Intentaba desviar el filo con mi brazo izquierdo protegido con la malla de acero, pero poco podía hacer. Jugaban conmigo.

– Dejadme en paz o enviaré al menos a uno de vosotros al infierno -dije reuniendo todo mi valor y sabiendo que era una bravata inútil. Instintivamente, lo hice en la lengua que ellos hablaban, la que había aprendido de mi madre y de mi ama.

Se detuvieron no por temor a mi amenaza, sino por la sorpresa.

– ¡El hereje este sabe hablar oíl! -exclamó el flaco, que parecía liderar.

– ¡Y habla como un señor! -se mofó el gordo.

– ¡Siempre he deseado encular a un noble franco! -chilló otro del grupo, y una risotada celebró su ocurrencia.

Me di cuenta de que sus expresiones cruelmente divertidas se llenaban de odio y reemprendieron su acoso con mayor saña. El de la lanza se empleó con un puyazo a fondo que esquivé saltando a un lado. Entonces, sentí un fuerte dolor en mi brazo derecho y vi como la daga caía al suelo junto con la garrota que me habían lanzado.

Ya no tenía defensa y miré hacia la ventana para saltar por ella, pero dudé un instante y el gordo se lanzó hacia mí y me abrazó con una risotada. Su olor producía náuseas y lamenté que me hubiera faltado valor para precipitarme al vacío.

Quise patearle, quise resistir, pero era mucho más fuerte y empezó a arrastrarme hacia el lecho entre el alborozo general. Deseé morir lo antes posible, recé por ello. Dejé de forcejear, cerré los ojos y busqué en mi interior los rostros sonrientes de mi querido padre, de mi madre y de mi hermano, el recuerdo de cuando estábamos todos juntos, de cuando éramos felices. Y también la faz de mi amado, la de Hugo.

Ansiaba desmayarme, desaparecer, que aquel trance terminara pronto, que mi agonía fuera corta.

Dios concedió la súplica y al poco Bruna de Béziers dejó de existir.

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