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«Pie Jesu Domine, dona eis réquiem.»

[(«Piadoso señor Jesús, dales descanso.»)]

Dies irae


Guillermo y Bruna descansaron en aquel prado a orillas del río, bajo la sombra de los sauces que les protegían del sol de agosto y con una luna cuarto creciente iluminando la noche.

Tenían los cuerpos maltrechos por golpes y tajos, pero lo que realmente dolía era el alma. El camino empezaba a sus pies y en ninguna parte terminaba, por eso no se decidían a emprenderlo. Su espíritu, confundido, turbado, les prohibía continuar y lo crucial el día anterior había dejado de importar, mientras que lo secundario antes cobraba trascendencia vital. Tendidos en la hierba, veían el lento discurrir del río y con él las briznas y ramitas que arrojaban, deseando que en ellas sus penas navegaran hasta el lejano mar. El lugar se había convertido en un reducto solitario de paz, una isla en un océano de violencia, lejos del siglo, de un mundo extraño y brutal al que en aquel momento ninguno de los dos quería pertenecer.

– Yo no quería matarle -repitió Guillermo, recordando, con gran angustia y culpabilidad, la ordalía.

Y le relató a Bruna, en su occitano incipiente, que ella corregía ya por costumbre, esa experiencia al borde de la muerte en que la mirada dura del templario Aymeric era la de Dios condenándole. Y que rebuscando en su alma, desesperado, como quien palpa el fondo de un canasto y cierra el puño aferrándose a la ausencia, la encontraba vacía de buenas obras que le ayudaran en el trance. Y ella, Bruna, apareció con su grito, inesperada, como su único bien. El demonio lastraba la balanza de sus pecados y arrastraba su alma a los infiernos, y ella, convertida en ángel, la decantó, por muy poco, hacia la salvación de su vida temporal, dándole la oportunidad de enmendarse y salvar también la eterna.

– Sois un ser divino, un ángel -le decía mirando arrobado los ojos verdes de Bruna.

– No soy un ángel -repuso ella-, sólo soy una pobre muchacha huérfana de padres, de amigos, de ilusiones, de su mundo.

Y pasó a contarle su propia ordalía, a describirle entre lágrimas a su familia, a sus amigos y aquel mundo galante extinguido a la llegada de aquel desfile de monstruosidades que, sin duda, nada tenían que ver con el Dios en que ella creía y que las gentes del norte llamaban cruzada.

– Ahora entiendo por qué los cátaros creen en dos dioses, uno malo y otro bueno. La cruzada es obra de un ser maligno, de un mal dios, y los que se llaman guerreros de Cristo no son más que comparsas del diablo.

Guillermo la escuchaba acompañando con sus lágrimas las de ella, buscándole las manos para acariciarlas, y ella, permisiva pero pasiva, terminaba luchando contra el deseo de devolver la caricia.

– Vos sois la última dama de vuestra estirpe y yo, un guerrero con brazos para luchar, pero sin corazón para moverlos -se lamentaba Guillermo-. ¿Qué será de nosotros, Bruna?

Bruna dejó que la pregunta flotara, esperando a que se disipara con la brisa que movía el verdor de las hojas de los sauces del claro. Cogió la vihuela y empezó a tañerla. Al poco, tarareaba la canción del ruiseñor para cantarla después, melancólica. Y así dejó que la música respondiera a lo que ella no podía.

Pasaron horas haciendo de las notas ungüento para sus males, alternándose en el instrumento, cantando, a veces, juntos y dormitando sobre el césped mullido, al calorcillo del estío, bajo la sombra amable de los árboles.

– ¿Por qué quiere matarme el abad del Císter? -preguntó Bruna de repente, sobresaltando al caballero.

– No lo sé.

– ¿Y estabais dispuesto a asesinarme sin saber?

Guillermo se encogió de hombros.

– Arnaldo es un hombre de Dios…

– De Dios… ¿Qué Dios?

Él guardó silencio, no tenía respuesta.

– ¿Y por qué quiere recuperar la carga de la séptima mula? -continuó Bruna-. Si vos la buscabais, será también por encargo suyo. ¿Verdad?

El caballero se dijo que ella sabía casi tanto como él, que era inútil querer ocultarle información y que con ello no traicionaba su promesa al abad del Císter.

– Todo lo que sé es que su contenido es diabólico, la peor de las herejías, y que puede destruir a la Iglesia de Roma.

– ¿Y qué relación tiene esa cosa del diablo conmigo?

– ¿Con vos?

Guillermo ya había pensado en eso. Estaba seguro de que existía una relación, pero el abad del Císter no había querido hacerla explícita. Decidió no aumentar la angustia de la dama.

– No puede haber relación -sonrió-. Vos sois un ángel.

Bruna le miró sabiendo que el joven evitaba la respuesta, pero le permitió hacerlo porque en ese momento los sentidos vencían al pensamiento. Esa sonrisa, los ojos de un azul profundo, llenos de transparencias y brillos, la caricia en sus manos. Precisamente por eso, las apartó. Era ésa demasiada concesión de una dama a un caballero y aunque poco le importaban ahora a Bruna las reglas del juego galante, temía que ese placer, ese sentimiento creciente en su corazón con respecto al muchacho la desbordara.

Se tendió boca arriba en la hierba contemplando el juego del sol en las hojas, el cielo azul limpísimo y las golondrinas cruzándolo con su insistente llamada. Y pensó en Hugo. Él era su caballero y en él debía poner su ansia.

– Sois para mí un ángel, os amo y os suplico que me aceptéis como caballero -insistió Guillermo al rato.

Bruna, sin rechazar de forma contundente la reiterada petición del joven, había estado aplazando la respuesta. Necesitaba pensar en ello, pero, al fin, cuando él repitió su ruego, estaba preparada para responder:

– Bien, aceptaré vuestro amor, pero sólo galante y nunca físico, aunque antes debierais superar las pruebas que tengo derecho a imponeros para asegurarme de vuestra devoción.

– Hablad, Dama Ruiseñor.

– Abandonaréis el servicio al legado del Papa, para servirme a mí.

– Mucho pedís, mi señora -el muchacho le miraba a los ojos con intensidad.

– Uniréis vuestro brazo a los que resisten la cruzada y peleareis contra los que hoy son los vuestros.

– Una promesa me une a ellos.

– Sólo así sabré de la pureza de vuestro amor, caballero Guillermo de Montmorency.

El joven miró el río considerando la situación. Los escrúpulos que sintió cuando la matanza de Béziers aumentaron al saber cómo se había fraguado la cruzada y se hicieron insoportables. El discurso inflamado del legado del Papa en su tienda en Carcasona consiguió soterrarlos, pero rebrotaron imparables al enfrentarse con Aymeric y el juicio de Dios. Ahora estaba convencido de la injusticia del negotium pacis et fidei y quería apartarse del abad Arnaldo. Pero aún deseaba su obispado, sentía lealtad por los suyos y no estaba preparado para unirse al bando occitano.

Pero estaba convencido del designio divino que le unía con Bruna. Él fue a Béziers a matarla y Dios quiso que fuera su salvador. Y ella, a su vez, le salvó a él, en forma de ángel del Señor cuando estaba condenado al fuego eterno, y el precio fue la vida de un caballero ejemplar, un hombre verdaderamente de Dios. Aquello tenía un significado y él era incapaz de descifrarlo, incapaz de serenar sus propios sentimientos, incapaz de resistirse a su amor por esa muchacha desvalida, pero de fuerza insospechada. Se sentía muy confuso.

– Fuisteis vos quien pedisteis ser mi caballero -insistió Bruna ante el silencio del joven-. Os dije que no, que tenía otro, y vos me suplicasteis que os admitiera también. No os lamentéis ahora si las condiciones os parecen duras.

Guillermo no respondió y ella respetó su silencio. Volvió a sonar la vihuela y al cabo de un tiempo él empezó a hablar abriendo su alma a la muchacha. Sus escrúpulos, su confusión. La necesidad que sentía de confesar sus pecados y recibir perdón por ellos. Ya no le valía la absolución que le proporcionaba la cruzada. Si ésta era indigna a los ojos de Dios, también lo eran sus perdones.

– Busquemos a un buen eclesiástico católico, alguien puro, que os confiese y os absuelva -le propuso Bruna-. Eso serenará vuestra alma. Yo también lo necesito.

– ¿Dónde podríamos encontrar a esa persona? -inquirió Guillermo esperanzado.

– Domingo de Guzmán, el fraile castellano.

– No le conozco.

– Yo sí. Predicó varias veces en Béziers soportando burlas y, en ocasiones, insultos con humildad evangélica. Su mensaje es, en verdad, de Dios.

– ¿Dónde encontrarlo?

– Es un predicador itinerante que anda descalzo los caminos por amor al Señor y a su prójimo. Tiene base en Prouille. No está muy lejos de aquí.

– Gracias, Bruna. Acepto vuestras pruebas. Quiero ser vuestro caballero.

Ella le miró sorprendida.

– ¿A pesar de vuestra confusión?

– A pesar de ella. Necesito protegeros, que estéis cerca de mí. Os serviré. Pero os tengo que pedir algo.

– ¿Qué es?

– Lucharé contra los cruzados, pero nunca levantaré la espada contra mi familia, contra mi clan.

– Os acepto con vuestra condición.

Guillermo hincó su rodilla en el suelo y, al estilo de la promesa feudal del vasallo al señor, juró los compromisos del caballero con su dama y ella, de pie frente a él, los aceptó jurando los de la dama con su caballero.

El corazón de Bruna latía alocado cuando él, que le cogía las manos acariciándoselas, se levantó para besarla. Se miraron a los ojos durante un tiempo infinito y un escalofrío recorrió el cuerpo de la muchacha.

Cuando se besaron, el prado, los sauces, el río, los pájaros y el sol dejaron de existir. Y Guillermo sintió que sólo aquel beso valía por toda una vida.

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