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«Per qué ets tan plorosa? No en tinc que estar jo, si em casen per forca!»

[(«¿Por qué estás tan llorosa?

¡No he de estarlo yo

si a la fuerza me desposa!»)]

Canción popular


Su negativa fue un golpe brutal y el vago presentimiento que me lo había anticipado no ayudó a mitigar el dolor. Estaba anonadada; había asumido el matrimonio con Hugo de Mataplana como la conclusión natural de nuestra relación, de su competencia contra Guillermo por mí, de sus promesas de amor. No podía entenderlo.

Aparté mis manos de las suyas y le increpé:

– Pero me jurásteis que me amábais, que me querríais siempre.

– Y os amo y os quiero. Más que a nada en el mundo.

– ¿Entonces por qué no os queréis casar? -inquirí en un lamento.

– Porque no puedo.

– Eso lo dijisteis antes. ¿Queréis explicarme cómo un noble como vos, heredero de tierras y título, no se puede casar con la dama a la que ama?

– Porque esa dama ya tiene compromiso.

– ¿Quién? ¿Yo?

– Sí, vos.

– Yo soy libre -le dije-. Más aún, porque el único que podría darme en matrimonio contrariando mis deseos sería mi padre y, por desgracia, fue asesinado.

– Vuestro padre ya había elegido.

Aquello me dejó sin habla. ¿Que mi padre había elegido esposo para mí? ¿Sin decírmelo? No era posible.

– No me creo eso. Mi padre me quería muchísimo, me adoraba -repuse al rato-. Él me hubiera consultado; deseaba mi felicidad.

– Él no podía comentarlo. Era secreto.

Estaba a punto de llorar de tristeza, de coraje. Toda aquella conversación me apenaba y enfadaba a la vez. Continuaba sin entender.

– Aun si fuera cierto, vos, que sois mi caballero, al que yo amo y que dice amarme, debierais rescatarme -aquí se me escapó un sollozo-. Debiérais evitar esa boda.

– No puedo -repuso cabizbajo, en un susurro.

– ¡¿Por qué?! -grité exasperada.

– Porque él es mi señor. Pedro II, rey de Aragón y conde de Barcelona.

Me quedé muda de sorpresa. Todo estaba en el mismo lugar; las frazadas, las sombras de los árboles, los caballos, las estrellas, aquella luna maléfica y el canto de los grillos. Pero el mundo había cambiado de repente.

Intenté superar el asombro, el terrible golpe, y empecé a pensar rápidamente. El Rey era mucho mayor y estaba casado. Aquello no tenía sentido.

– ¿Qué interés podría sentir el Rey hacia una dama como yo?

– Sois la Dama Grial. Vuestra sangre es la de Cristo. ¿Qué mayor alianza para un rey cristiano que unirse a la familia del Redentor?

– Eso es una insensatez.

– No, no lo es. Pedro II es descendiente directo, por parte del conde de Barcelona, su abuelo, de la estirpe real judía occitana y de los merovingios, ambas ramas sucesoras de María Magdalena y su descendencia. Pero en menor medida que el arzobispo Berenguer, ya que las sangres de su abuela y madre son mayoritariamente visigodas. Por mucho que los legajos reconozcan su estirpe, está más alejada de Cristo que la vuestra, que fue cruzada a propósito, seleccionando los linajes más puros, bajo el cuidado y protección de la Orden de Sión.

– Como perros de raza.

Hugo quedó en silencio frente a mi resentida observación esperando a que yo hablara de nuevo.

– ¿Y qué pretende lograr casándose conmigo?

– Que sus descendientes pertenezcan a la estirpe de Cristo.

– ¡Pero si está ya casado y tiene un hijo!

– Hace mucho tiempo que desea divorciarse de María de Montpellier, pero el papa Inocencio III se lo impide. María consiguió, en una de las visitas del Rey a Montpellier, que le engendrara ese hijo gracias a un engaño por el cual Pedro creía que se acostaba con una hermosa dama en lugar de con su esposa. Ese hijo no es fruto del deseo, sino del engaño.

– Entonces, no puede casarse conmigo -dije esperanzada-, a no ser que quiera enfrentarse al Papa.

– El enfrentamiento es inevitable. En cuanto repudie a María y proclame su matrimonio con la descendiente directa de Cristo, el Papa le excomulgará.

– Entonces los cruzados caerán sobre Provenza, Montpellier, Cataluña y Aragón. Inocencio III les azuzará contra el Rey.

– Sí, habrá una guerra -reconoció Hugo.

– Pedro II tiene las de perder.

– ¿Más que ahora?

Desconsolada, pude notar el ardor que aparecía en la voz de mi caballero al defender a su rey.

– El Papa le ha puesto en la peor situación posible, y ha despreciado el que Pedro se esforzara por ganarse su apoyo -continuó él-. Se hizo vasallo del Pontífice cuando éste le coronó en Roma y paga un cuantioso tributo anual. Ha expandido la cristiandad en continuo combate contra los musulmanes, no sólo en sus reinos, sino también ayudando a su primo de Castilla. Bien que se ha ganado sobrenombre de «el Católico». Pero Inocencio prefirió apoyar al rey francés y seguir la tradicional alianza del papado con francos y carolingios. Y ahora la cruzada cae sobre los vasallos de Pedro sin que éste pueda hacer nada para ayudarles. Tuvo que soportar la humillación de Arnaldo en Carcasona y contempla impotente cómo destrozan al vizconde y a los suyos. Ésas son las gotas que colman su vaso.

– Se pondrá a toda la cristiandad en su contra -le advertí-. No podrá con todos.

– No luchará contra todos. Ya hay alianzas preparadas. Se trata de derrocar a ese ambicioso noble romano llamado Lotario de Conti di Segni, que es Papa con el nombre de Inocencio III gracias a que su tío también lo fue y al que no le basta con dominar Roma, sino que ahora quiere gobernar Europa. El rey inglés estará a favor del nuestro o será neutral a causa de su oposición a los franceses, aliados tradicionales del Papa. Lo mismo hará el emperador de Alemania, que siempre ha estado enfrentado a ese Pontífice. Y el rey de Castilla es primo de Pedro y les une gran amistad. También le apoyará. Os casaréis con o sin consentimiento de Inocencio III.

Me di cuenta de que me había quedado sin argumentos en mi fútil intento de convencer a Hugo de la insensatez de aquel matrimonio. Todo estaba decidido de antemano y mi opinión, mis sentimientos, mi amor no contaban para nada. Yo era el centro de la intriga, pero mi voz no tenía valor alguno. Era la culminación del esfuerzo de Sión y mi destino estaba trazado.

¡Qué estupidez!, pensé. Les importa sólo el cuerpo, lo humano, cuando era el espíritu, era la divinidad lo que diferenciaba al Redentor. Pretenden aplicar el sistema feudal, donde los derechos hereditarios vienen dados por la descendencia a través del semen, a algo tan puro como es el espíritu.

¿Quién podría creer que la divinidad se transmitiera a través del cuerpo humano? Era absurdo. Yo jamás me sentí distinta a mi prima o a cualquier dama de mi edad. Pero esa llamada Orden de Sión aprovechaba el arraigo de lo hereditario, en pueblo y nobleza, para traspasarlo a lo divino, causando un cataclismo que podía cambiar el mundo.

– Entonces, Guillermo tenía razón al decir que el rey Pedro era el Gran Maestre de Sión. -afirmé súbitamente al asaltarme tal pensamiento.

– Sí, estaba en lo cierto, pero en aquel momento lo tuve que negar.

Me sumí en el silencio. Me envolví en las frazadas y me tumbé como si fuera a dormir, pero sabía que difícilmente lo haría. Hugo hizo lo mismo y quiso abrazarme por la espalda, como antes, para darme calor.

– Dejadme. No me toquéis -le espeté.

Él obedeció, apartándose de mí.

– Lo siento mucho -dijo-. Os amo como a nada en el mundo; más que a mi vida, pero debo cumplir con mi honor, con mi palabra, con mi juramento de fidelidad.

Aquello desató lo que tanto tiempo llevaba conteniendo; el llanto.

– Ojalá los cruzados os hubieran matado a vos en lugar de a Guillermo -le dije entre sollozos.

Él no respondió y yo me arrepentí de inmediato de lo dicho. Acurrucada, sola en la noche a pesar de Hugo, lloré desconsoladamente por este último revés, por la pérdida de mi amor y por todas las pérdidas que había sufrido en los últimos días. Aquél era el golpe final y me desmoroné. Sólo al cabo de mucho tiempo, agotada, caí en un sueño profundo.

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